respeto rayano en la reverencia
Linda Goodman
La tristeza de las noches largas empieza con lluvia, un día de frío espantoso, cuando todavía guardamos el último recuerdo del verano, pero el invierno se estira indefinidamente y nos sentimos más solos que nunca.
Y a las siete de la tarde, después de dos horas de crepúsculo en progresión envolvente, con la luna fría y chata que muestra el ojo indiferente desde una corona de escarcha, se desencadena la tristeza de las noches largas.
Una de esas noches Lorenzo vuelve a casa y encuentra un flete en la puerta, dos peones embalando sus muebles. No los suyos en sentido estricto, sino los de su esposa. El fletero y el ayudante parecen cansados y la camioneta está muy cargada, pero trabajan apurados, todavía tienen para un buen rato, dan la impresión de estar atrasados o que responden a órdenes de último momento. Lorenzo entra a su casa esquivando gente, preocupado por las plantas, calculando la distancia entre las piernas que pasan y las ramas.
Busca a Ana. Toma conciencia del siguiente dato de agenda: “seis meses de casados”, y la encuentra trabajando afanosamente, en apariencia relajada, o tensa de una manera muy contenida, distante, parada en el espacio vacío que usualmente ocupaba una mesa. No puede mirarlo a los ojos, aunque de vez en cuando lo intenta. Y no quiere discutir, es lo primero que dice. ¿Qué estás haciendo? pregunta Lorenzo.
Lorenzo se acuerda de la voz de Ana: “me voy”, y se acuerda también de que no esgrimió ningún tipo de argumentos porque le pareció innecesario, lo dejarían para otro momento, cuando pudieran hablar tranquilos. Pero de esto último es incapaz de dar testimonio fidedigno. Su facultad de almacenar recuerdos, mientras él estaba de pie en la cocina de su casa mirando por la ventana, sufrió un golpe inesperado, y desde entonces todo es difuso y carece de lógica o sentido.
Está seguro, por ejemplo, de haber hecho algún tipo de reclamo, pero también de manera muy contenida y un poco distante. Lorenzo vivía en un estado de sublevación permanente, debido a ella; no la podía acusar de provocarlo intencionalmente porque Lorenzo perdía el control de si mismo con su sola presencia. Entonces la tristeza de las noches largas lo encontró desprevenido, incluso un poco enojado. Tal vez enojado con Ana, pero con Lorenzo nunca se sabe.
Lorenzo no puede ver las piernas de su mujer, ella está muy abrigada porque es invierno y llueve de a ratos, con viento, una lluvia fría y delgada que corre sobre los vidrios de la cocina. Lorenzo no puede ver el tatuaje del escorpión en la pierna de su mujer, el dibujo que ya conoce: un escorpión chiquito, tan raro y difícil de adivinar que nadie descubre qué es sin preguntar. La primera vez que lo vió Lorenzo pensó que era un hombre bailando, o una araña. No recuerda que ella es de escorpio, por ejemplo, hasta mucho más tarde. Y cuando ya es tarde todas las cosas adquieren dimensiones fantásticas a la luz del recuerdo. Así trabaja la memoria de Lorenzo desde entonces, enredada en infinitos detalles que se multiplican y proliferan, sin terminar de encajar nunca en alguna figura más amplia. Una vez él preguntó y Ana le dijo “es un escorpión”, y tampoco dio mayores explicaciones.
– Fue increíble mientras duró –dijo Ana, tal vez, tal vez no–, te voy a amar siempre.
– Es increíble –pensó o dijo Lorenzo– que pueda desaparecer en el aire.
Lorenzo ayudó a cargar algunas cajas, a separar vajilla, a envolver cuidadosamente algunas plantas. La cantidad de impedimenta abandonada hacía pensar en las huidas desordenadas que César refiere sobre los ejércitos Galos. Se abrazaron un rato largo en silencio. Se besaron. Ana dijo, o Lorenzo quería que dijera, o los dos necesitaban escuchar que volverían a verse. Lorenzo cree que los dos lo deseaban sinceramente. Por momentos sospecha todo lo contrario.
En cuanto estuvo todo listo se fueron, Ana y los tipos del flete, sin grandes despedidas. Con la casa a medio despojar Lorenzo preparó mate y se sentó en la única silla del jardín.
Semanas después, Ana mandó una larguísima carta que Lorenzo nunca leyó.
4 comentarios:
Es así como debieran ser todas las despedidas. Con un beso, un abrazo, esa sensación de tristeza aliviada en soledad, con un mate y, claro, una carta que nunca jamás deberá leerse. Muy bueno.
A mí me parece que esas cartas en general nunca deben leerse, y muchos menos escribirse. ¿Acaso se puede explicar más claramente lo que sucedió sin recurrir a falsedades, excusas y palabras de lástima y desatino? No. Yo creo que no. En todo caso yo mandaría una postal sin nombre ni remitente, desde algún destino exótico, como muestra de que todas las cosas continúan. Nada más.
La verdadera despedida no fue esa noche de oscuridad dilatada. El adiós había llegado bastante antes; antes que el frío, incluso. Olvidar que Ana era un escorpión y regalarle la espalda fueron dos errores ingenuos del cangrejo. A veces, seis meses pueden ser demasiado para vivir una incompatibilidad. Sólo restaban obviedades sin sorpresas: "¿Qué estás haciendo?", "Me voy". Y el escorpión apenas se animaba a levantar la cabeza, con el veneno de la cola entre las patas y la mirada rayando el parquet. Y ese "Te voy a amar siempre", falso como la pasión de San Judas. Qué vida interesante la vida del cangrejo en su casa, con sus plantas y los vacíos que deja el olvido.
Esa carta, puedo asegurarlo, también estaba envenenada. Afortunado Lorenzo que, más intuitivo y negador que rencoroso, no la abrió nunca. Suerte por él, digo. A ella le habría dado lo mismo.
Felicitaciones. Absolutamente genial.
Muy bueno Zalo.
@colorestrull
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