29/12/09

Despertar II (2001 - 2010)


claro, toda vida es un proceso de demolición
F. Scott Fitzgerald


Mi día empezó a las 6.45 de la mañana. Llovía copiosamente y hacía calor. Anoche mis chicos se quedaron a dormir en casa, así que me levanté temprano para prepararles el desayuno. Para el más grande medición de glucosa y 8.5 unidades de insulina antes de que se terminara la leche. Esos pinchazos diarios están a mitad de camino de convertirse en un hábito, y a mitad de camino – también – de destrozarme los nervios. Comieron, los vestí, charlamos sobre los juguetes que se llevarían a la casa de su madre y los juguetes que dejarían en mi casa. Habiendo pasado sólo dos días desde la Navidad tienen bastante material qué distribuir. 7:45 llegó el taxi que nos llevó veintipico de cuadras, a las ocho en punto los dejé con su madre. Lo primero que hice al separarme de ellos fue arrepentirme de cada reto a voz en cuello y de cada penitencia que les había impuesto durante el fin de semana; habían estado particularmente difíciles.

Esperando que no se repitiera el chaparrón de la madrugada, caminé las veintipico de cuadras de vuelta, pasando por la puerta de mi casa y caminando todavía cinco cuadras más, hasta el trabajo. Hubiera podido pedirle al taxi que me llevara pero no quise gastar más. No volvería a llover antes de las seis de la tarde.

Me recibió mi compañera: María la Mediocre, todo abnegación y autosacrificio familiar, la típica mentalidad de colmena de los borg en la serie “Star Treck”; inmolación y supresión del sentido de la individualidad. Algunos necesitan eso para vivir, sacarse del medio, borrarse del cuadro, gente que no soporta la visión de si misma.

En el trabajo, libros. Sólo en el día de hoy, mil doscientos treinta y dos títulos. Libros libros libros. Poner un libro sobre el otro, y apilarlos durante ocho horas. Título, autor, editorial, colección, formato, código de distribución, isbn, remito, factura, venta, reposición, clientes, proveedores, unos sobre los otros, en cajas, en paquetes plásticos, en promoción, todos y cada uno de los mil doscientos libros. Autores como Wood, Garwood, Lindsey, Quick, Coelho, Dresell, Tholle, Estivil; títulos como “El ganso está afuera”, “El sabio de las montañas azules”, “1001 trucos para adelgazar vomitando y provocándose diarreas”; libros sobre golf, sobre narcotráfico, sobre puericultura, libros de Louisa Hay, de Stephen King, de Jorge Bucay, de “elige tu propia aventura”, de escritores galardonados con el premio novel, de novelistas argentinos pedantes y pretenciosos.

Treinta minutos para almorzar. El jefe se fue temprano así que estiré mis treinta minutos hasta casi cincuenta.

Ya a las ocho y poco más de la mañana había pensado en escribirle. Llevamos más de una semana sin vernos, hablando por teléfono pero muy desencontrados. El domingo no hablamos en todo el día, si yo decidía no escribirle pasaríamos – casi con seguridad – todo el lunes sin comunicarnos. Se suponía que todo estaba bien, pero habría que poner a prueba el lunes, no quería escribirle yo, como siempre. Soy un pésimo administrador de mi soledad, porque mi soledad me espanta. La extraño y caigo en sus manos y caigo cada vez más bajo mendigándole tiempo. Pero no mendigo más, cuando dejé de fumar me prometí sacarme de encima todo lo que me hace mal, y voy a sostenerme mi promesa. No soy idiota, puedo ver que estoy de más donde nadie me necesita.

Más libros. Charla intrascendente. Ocho horas tiradas en compañía de gente sin ninguna imaginación, incapaz de despertar el más mínimo interés, con la que no tenemos nada en común. Trabajar es apretarse las bolas con el marco de la puerta, voluntariamente.

A las cinco de la tarde salí. Desde ese momento y hasta que me acostara a dormir, mi tiempo sería mío y sólo mío. Fuera del trabajo, una tarde sin mis hijos, llevaba unos diez o doce días esperando ese momento. Había pensado que para entonces nos habríamos puesto de acuerdo para pasar la tarde juntos, pero ella seguía sin llamar. entocnes lo llamé a Lucio, habíamos arreglado para encontrarnos en su casa en cuanto terminara mi trabajo, aunque no me sentía muy atraído por ese proyecto. Lucio me atendió desde la cama, estaba durmiendo y quería dormir más.

En casa comí algo, lavé los platos y me dí una ducha larga y fría. Seguía haciendo mucho calor. Cuando salí del baño se largó a llover sin ninguna misericordia. Lucio me llamó y me dijo que estaría en lo de Fernando. Tenía que llevarle un caloventor. La palabra “caloventor” me resultó llamativa.

– si volvés a tu casa avisame y voy – le dije – prefiero dormir un rato, no quiero ir a lo de Fer

– vamos a estar acá hasta tarde

– bueno, dénse muchos besos en la cola de mi parte

Corté. Me acosté, intenté leer un rato, me dormí.

A las ocho de la noche todavía había sol y ella seguía sin llamar. En ese momento acepté que ya no llamaría. Me cago en el alma sin pecado de todas las monjas vírgenes que sueñan con sádicos sodomitas. Quería apagar cigarrillos en las tetillas de los bebés recién nacidos, quería echar líquido para frenos en los maceteros con flores de mi vecina la viuda, quería cogerme por el culo a mi ex. Necesitaba salir a distraerme un rato.

Me vestí, ordené un poco los libros y los juguetes de los chicos, no quise llamar antes de llegar a la calle por miedo de arrepentirme y no salir. Cuando finalmente atravesé todas las puertas, abriendo y cerrando todas las cerraduras, y ya me sentí seguro, en la calle, lejos de la soledad abrumadora de mi departamento, llamé. Atendió Lucio.

– estamos en lo de Fer – “predecible” pensé – traete una coca que tenemos Fernet.

– ok, llego en diez

Caminé unas ocho o nueve cuadras. Estaba todo húmedo, con un sol indeciso, gente dando vueltas con cara de crisis económica – la cara más vista y repetida en los últimos quince o veinte años. Como siempre, crucé unas cuantas chicas lindas con las que hubiéramos mantenido un buen sexo si se hubiera dado el caso. Yo por lo menos – pensaba al verlas por la calle – lo pasaría muy bien.

La casa de Fernando, en la que Fernando vive con su hermano Juampé, es el último lugar al que nadie querría ir durante un acceso de melancolía. Llevan siete u ocho meses sin pasar una escoba, hay prendas de vestir disecadas en los rincones, bolsos a medio armar/desarmar que se fueron acumulando entre los distintos viajes a Villa Gesell de Fernando o de su hermano, el baño huele a orín, la ducha no tiene cortina, el botiquín no tiene puerta ni espejo, hay telarañas impregnadas en el techo, mojadas con el vapor de la ducha, las toallas hieden humedad y sudoración, hay una mancha de dentífrico y barro en el piso; la cocina está peor. No hay un solo punto agradable en todo el departamento en el cual descansar la vista. Un par de cañas de pescar arrinconadas detrás del modular lleno de polvo y cajitas de cigarrillos. Una bicicleta oxidada en el balcón. Nada más.

La computadora es el epicentro de aquella tierra baldía. Incluso por sobre el televisor al que, aunque siempre encendido y a todo volumen en algún programa insoportable, nadie le presta atención. En la computadora siempre está sentado alguno de los dos hermanos, horas y horas, hoy estuvo Fernando todo el rato mientras estuvimos ahí; para cuando llegué a las ocho y pico de la noche ya llevaría unas tres horas de PC, y ahí estuvo todavía tres horas más. Los tres, Fernando, Juampé y Lucio, se dedicaban a eso con todo ahínco, a la computadora, a los juegos on-line, juegos de rol y juegos de tiros y juegos de estrategia. Trabajaban para poder jugar en el tiempo libre, pagaban un alquiler para jugar en el tiempo libre, luz e internet, los pagaban para poder jugar en su tiempo libre; paraban a cagar, a comer, y lo menos que fuera posible a dormir, para poder jugar en su tiempo libre. Y eran capaces de no cagar para que nadie les ocupara el lugar. A veces se visitaban mutuamente y pasaban el rato viendo cómo jugaba el otro, en su casa, durante su tiempo libre. Y el principal tema de conversación con ellos era el juego, y hablaban sobre el juego durante su tiempo libre, y casi no hablaban de nada más. Yo había tenido mi época que adicción y de jugar compulsivamente, fue una de las primeras cosas que dejé después del cigarrillo. Inmediatamente después de dejar de fumar y de jugar, luego de atravesar un período confuso de readaptación a la realidad, me puse a trabajar en mis cosas y había pasado (había trabajado y había conseguido) un buen año. Mi primer “buen año” en una década y monedas. Estaba contento con eso, y quería más, y estaba convencido de que no jugar tenía mucho que ver con que el año hubiera sido tan bueno.

Intentaba que Lucio despegara también del juego, pero no me creía autorizado a intervenir más de la cuenta. Intentaba recordarle cada vez que me fuera posible que la vida continuaba más allá de la pantalla, pero nunca me atreví a hacerlo sentir mal sobre el asunto de los juegos. Su esposa lo había dejado algunos meses antes, precisamente por los juegos, y también porque estaba loca y no valía ni el peso de su sombra; no era el mejor momento para molestar a Lucio. Así que le regalé algunos libros (a él siempre le gustó leer de vez en cuando) con la esperanza de distraerlo un poco y que le dedicara alguna energía a otra cosa.

En media hora liquidamos la primera botella de Fernet. Tomábamos Juampé y yo, Fernando estaba jugando muy concentrado y Lucio miraba televisión, hablábamos del juego, de las series de la tele, de los estrenos del cine; Lucio me agradecía la novela que le había regalado para navidad, había leído casi doscientas páginas de un tirón en el trabajo; hablamos de las mujeres, a Fernando y a Juampé no les iba tan mal, Lucio y yo estábamos muy pesimistas y nuestras opiniones fueron sombrías. Le pedí a Juampé que armara unos porros y fumamos la marihuana mustia y con olor a raid que desde hacía meses era la única que conseguíamos. Pedimos empanadas para Lucio y para mí, cenamos y tomamos más Fernet, y fumamos. Fernando y Juampé, cerca de las once de la noche, se cambiaron la ropa y salimos todos, los hermanos tenían una cena en la casa de la novia de Fernando. Lucio y yo nos fuimos.

Por inercia fui a la casa de Lucio, estaba a unas dos cuadras y no quería caminar de vuelta hasta mi casa. El departamento de Lucio siempre olía a humo de cigarrillo y encierro. Dos potus flacos colgaban del caño de la cortina del ambiente principal, en la habitación ropa revuelta y sábanas sucias, el baño era más chico y estaba un poco más limpio, la mugre reunida en las barridas de las últimas tres semanas se acumulaba detrás del tacho de basura en la ínfima – y poco utilizada – cocina. Lo primero que hizo Lucio en cuanto llegó, entre que abrió la puerta y prendió las luces, fue encender la computadora. Se sentó, revisó superficialmente el mail, y conectó el juego.

Hablamos un rato más, sombríamente, de su ex mujer, de mi ex mujer y de mi chica que seguía sin llamarme. Lucio no tenía nada para tomar ni para fumar, no dejé de pensar que tal vez tuviera algo de marihuana y no quisiera compartirla, no por egoísmo pero tal vez a raíz de algún prurito moral sobre mi tendencia a enfervorizarme con los vicios. Hablamos del juego. Era un juego que yo nunca había jugado así que no me resultó muy interesante. Un compañero del trabajo de Lucio se mudaba a su departamento al día siguiente, así que Lucio tenía que ordenar su ropa en el armario para hacerle espacio. Cerca de las dos de la mañana me avisó que se podría a trabajar en eso, así que decidí retirarme.

Ocho o nueve cuadras nocturnas, Mar del Plata de calor y humedad, entre navidad y año nuevo, tenía que caminar rápido para evitar el siguiente chaparrón, el clima estaba desencadenado, el cambio climático ya es una locura de lluvias y sequías de todas las tardes, devastadores efectos de la soja y el desmonte, gracias monsanto y todos los multimillonarios responsables, mis hijos se ocuparán de ellos cuando el último recurso alimenticio del mundo sea la carne humana. El verano estaba a punto de desatar las cultas y refinadas hordas turísticas del gran buenosaries. Querido Jorge Luis: no son los espejos ni el coito los que multiplican a los seres humanos, esa proliferación se la debemos a McDonal's, a la playa Bristol, a los sweaters de la calle Juan B. Justo, a los tristes espectáculos callejeros de la rambla y la peatonal San Martín, a la ruta dos y a la ruta once, al salario y al trabajo en negro, al comercio golondrina, a los shoppings, a los micros de larga distancia, a la red cloacal saturada de mierda, a los rosarinos, a los cambios de quincena, a los fines de semana largos y a los feriados, etc.

Caminé. Cada tanto podían verse grupos de seis o siete personas, todas inidentificables, entre sombras, hablando por momentos en voz alta, con actitudes intimidantes; evadir uno de estos grupos implicaba inevitablemente ir a dar sobre otro: grupos de taxistas, grupos de amigos tomando helados – a las dos de la mañana – sentados en bancos largos en la puerta de las heladerías, incluso grupos de gentes que no se sabía qué estaban haciendo, mirando un auto, alguno tirado en el asfalto mojado debajo del motor; un patrullero pasó a buena velocidad cruzando una bocacalle. Entré al minishop de una estación de servicio para comprar una cocacola, quería tomar algo cuando llegara a casa, iba pensando en la ginebra que había llegado oportuna y gratuitamente a mis manos unos días antes. Tuve que esquivar al empleado del minishop que estaba lavando la puerta de vidrio. Esperé pacientemente a que terminada de juntar la espuma con el secador, a esa hora cada cliente lo arrimaría más y más al inevitable ataque de nervios, algún día llegaría a sacar un arma de debajo del mostrador y se desquitaría por toda la mierda que le hubieran hecho comer en el trabajo la manga de desconsiderados que, como yo, decidía comprar su cocacola a las dos de la mañana. Era mejor manejarse con cierta cortesía. Finalmente me cobró la cocacola y salí guardando el vuelto y la billetera en mi mochila, embocándole una patada plena al balde de agua sucia plantado en medio del camino, debajo del marco de la puerta. Se desparramó toda el agua espumosa y negra en el piso del local que parecía recién trapeado.

– perdón – confusión, embarazo – no lo ví…

El empleado me contestó algo que no entendí. Seguí caminando y me alejé. El minishop, vacío cuando yo había llegado, ya se había llenado de gente esperando por sus cocacolas.

Una pareja discutía en la cuadra siguiente. Parece a veces que todo está dispuesto y sincronizado como en las películas. Él le pedía que no lo deje, le pedía a la mujer que se quedara, no quería estar sólo. Ella empezó a contestarle y parece que a él no le agradó lo que escuchaba porque decidió dejar de responder y hacerle burla, imitaba su timbre agudo y chillón y hacía unos ruiditos molestos “¡ñim ñim ñim ñim!” arrugando la cara y dando saltitos, y después agregó “dale, no me dejes por esas pelotudeces”. Ella intentaba hablar otra vez y él “¡ñim ñim ñim!”; ya se sabía todas las respuestas que ella le daría, los dos ya conocerían el desenlace de toda la escena. Estaban algo viejos para esas peleas, cuarenta y pico, tal vez ya pisando los cincuenta. Hay cosas que te envuelven, te arrastran, y nunca te das cuenta a dónde te llevan hasta que, después de haberte pegado unas buenas masticadas, te escupen en cualquier esquina.

La misma patrulla que había visto antes volvió a pasar, había retomado la calle unas cuadras más arriba, y ahora hacía su recorrido lentamente, a paso de hombre, observando.

Cuando llegué a casa me preparé una ginebra con cocacola. Alcoholizado de pena para apagar la soledad, el más triste de los lugares comunes. No, hay uno peor: ganarse un tostador en el sorteo de fin de año del trabajo. Nunca el televisor o el viaje a Bariloche. Por lo menos mis hijos disfrutan las tostadas.

Quise tomar un analgésico y se me cayó al sacarlo del blister. Parece a veces que todo está dispuesto y sincronizado como en las películas. Películas trágicas y patéticas. Estuve un rato agachado para recuperarlo de debajo de la cómoda. Otro rato más limpiándolo de pelos y mugre.

Dos o tres ginebras más tarde, me voy a dormir.

16/12/09

carta al moderno padre burgués


viejo:

¿vos de alguna forma estarás desaprobando mi divorcio? espero que no, seguro pensarás que este problema personal que tenemos vos y yo es por otra cosa, yo creo que todos nuestros problemas están relacionados

el problema que tenemos es que no podemos hablarnos, no sabemos qué decirnos, yo sin ir más lejos ya no te puedo atender el teléfono, estoy completamente acobardado, no tengo miedo de que pase nada en especial, me asusta tener otra conversación sobre la lluvia, y gracias a Dios que tuve hijos, desde ese momento pudimos agregar un segundo tema de conversación a nuestras interacciones, porque seamos sinceros: esa es toda la relación que tenemos

y vos que sos el padre, ¿no tenés nada que ver con eso? ¿con que nuestra relación sea tan tediosa, impersonal y distante?, creo que sí, ahora que también soy padre te hago responsable: yo estoy entregado por entero y con el corazón a mis hijos, y soy absolutamente incapaz de mentir en este ámbito, pongo todo mi empeño – cada día de mi vida que les dedico – en formarlos como personas, les enseño lo mejor que puedo y con toda el alma, y prioritariamente me interesa que aprendan una sola cosa: a no sentir nunca por mi lo que yo siento por vos, porque creo que estás terrible y definitivamente equivocado

toda la vida sospeché eso, toda la vida me pregunté si estarías o no equivocado, y descubrí de manera irrefutable que si

la prueba que me permitió alcanzar esta convicción me la diste vos, no recuerdo bien cuándo pero creo que fue unos meses antes de separarme, cuando no sé en el contexto de qué conversación (y espero en el nombre del cielo que te acuerdes porque yo jamás voy a olvidármelo) me dijiste: “a partir de determinado momento me estaba llevando tan mal con tu madre, que me vi obligado, sin encontrar ningún otro remedio, a hacerme a un lado, a alejarme de ella, y por lo tanto también de ustedes”, en mi opinión de padre, y sintiendo el amor que siento por mis hijos, y gracias a ese amor, me parece que esa fue una actitud miserable, por ponerle un nombre delicado

y tan en lo cierto estoy como que no se qué despreciable espíritu de rectitud se te metió en el cuerpo, que te arrogas el derecho a huelga de paternidad, y te pasás los días sin llamarme (la última llamada fue tuya, la que no tuve el valor de atender, es cierto, me estaba reservando para desatar la tormenta presente, me disculpo), y me tengo que bancar que desde la altura moral que pretendés ocupar hagas tus viajes sin avisarme – porque ahí fue cuando dejaste de llamarme repentinamente y sin motivos aparentes: una semana antes de tu primer viaje sin avisarme, dejaste de llamar precisamente para eso, para venir sin decirme, y cuando me trajiste los chicos a casa la metiste a mi ex en el auto, manifestación absoluta de tu desinterés en mi vida, porque no encuentro otro motivo para que hicieras eso que no fuera tu voluntad de no visitarme en mi casa, si hubieras tenido algún interés en nuestra relación la hubieras dejado a ella en su casa y me hubieras dado la oportunidad de invitarte a tomar un café y charlar un rato

en ese punto me imagino que también me estarás culpando de alguna retorcida manera por lo sucedido, porque no te llamo por teléfono, porque no te llamo para tu cumpleaños, porque aparentemente yo “falté a la responsabilidad de hijo”: te recuerdo que el que fomentó una relación de distancia y desinterés entre nosotros fuiste vos, desde que tengo memoria, desde el primer momento en que te separaste de mamá, te recuerdo que nunca hiciste absolutamente nada por fomentar otro tipo de relación entre nosotros, que tu aburrimiento de padre era notable desde el primer momento, incluso para un chico de 8 años, te recuerdo que no tengo la costumbre de llamar por teléfono a extraños desconocidos que confesadamente no tienen ningún interés en mi vida, ni si quiera para sus cumpleaños, te recuerdo también que tus espantosas conversaciones sobre el clima no son desde ningún punto de vista una relación normal entre padre e hijo, esas conversaciones que durante años fue lo único que me diste (descontando los gritos cada vez que intenté hablar de otra cosa), conversaciones que ya se me hace imposible sostener

he aquí algunos efectos paradójicos del tiempo: me pasé años reservándome estas opiniones primero por cobardía, después por cuidar tu relación con mis hijos, pero recién ahora, en este último mes de silencio, pude darme cuenta de cómo funcionan todas estas cosas; y después de tantos años, ahora que finalmente veo claro y me siento capaz de soltar la lengua y explicar lo que me pasa, vengo a descubrir que no te importa, que nunca te importó, y sólo porque no te importa lo que sea de mi y de mi vida, hiciste las cosas que hiciste, y te manejaste como hemos visto

mi problema actual radica en lo siguiente: no me agrada pensar que mis hijos corren el riesgo de que les hagas a ellos lo que hiciste conmigo, y todo indica que vamos camino a eso, porque si se lo hiciste a tu propio hijo ¿qué impide que se lo hagas a ellos?, pero por el contrario, si no fueras capaz de hacérselo a ellos, si sos capaz de verdadera rectitud para con mis hijos como no lo fuiste conmigo, eso no sería nada más que otra comprobación del desamor que tuviste conmigo

aclaremos qué fue lo que hiciste: transformaste tu relación padre/hijo en una distante y fría ecuación de dinero, y en algún momento del proceso me hiciste creer que el culpable era yo (tal vez porque así descargabas un poco tu propio sentido de la culpa), y además de haber decidido un corte emocional entre vos y yo (eso según tu propia confesión ya citada), cada vez que la situación te pareció demasiado onerosa retrocediste en franca retirada, sin arredrar aún en los casos que concernían a mi educación (te agradezco haber educado más o menos a la vista a tus nuevos hijos, los hijos de tu segundo matrimonio, en quienes hiciste verdaderas “inversiones”, lo que inevitablemente me permitió establecer un notable punto de comparación)

y veo que también estás transformando en ecuaciones económicas tu relación con mis hijos: comprás ropa, zapatillas, me diste plata el día que internaron al mayor, ese fue tu “gran final”, entiendo que le diste plata a mi ex en algún momento difícil, siempre estás ahí, sos el tipo solvente que tiene para las emergencias, el gran éxito del derecho, y también el que sólo sabe llorar por la plata, te voy a contar una cosa: a mi me falta plata de verdad, que todo lo que tengo lo recibo el primero de mes y me la paso luchando para que llegue al treinta, y me la banco y soy feliz, así que no llores más porque no necesito para nada un solo peso salido de tu bolsillo, vamos a dejarlo claro (porque la última vez que hablamos esto casi te morís de un infarto y me gritaste tanto que resultó imposible hacer llegar alguna idea a tu cerebro), a mi la plata no me interesa ni remotamente como a vos, no soy ni lejanamente tan morboso con el dinero

estoy seguro de que un día mis hijos te van a parecer un hobbie muy caro, vos que los estás amaestrando en la plata, asumiendo que sólo vos podés decidir en este mundo cuánto cuestan las cosas, un día alguno te va a decir “quiero esto” y no te va a gustar el precio, y vas a salir corriendo y los vas a lastimar sin ningún cargo de conciencia, así como no la tuviste conmigo

y vas a pensar “que malos nietos que tengo, sólo se acuerdan de mí para pedirme plata”, y no vas a reconocer que nunca fuiste capaz de generar otro vínculo con ellos, porque no sabés generar otros vínculos con nadie, por lo menos con nadie que yo conozca personalmente, y esto fue lo que descubrí ahora que no tenés problema en mostrarle a mis hijos lo mal que te llevás conmigo, lo que será inevitablemente un mal ejemplo para ellos, porque nuestra pésima relación se reflejará en la relación que yo estoy construyendo con ellos, y no quiero que mis hijos registren en ningún momento una relación de padre/hijo como la que tenemos nosotros porque, como ya te dije, no quiero que sientan lo que yo siento por vos, yo los quiero de verdad, no se si sos capaz de entenderlo, yo no quiero hablar con ellos sólo del clima durante más de veinte años, no quiero que se aburran conmigo, no quiero que me vean como a un extraño, no quiero que estén lejos, quiero conocerlos, quiero conocerlos con el corazón y que sean siempre mi familia, sin un solo minuto, ni un solo minuto fuera de mi vida, y no sé si sos capaz de entender eso justo vos que pasaste años completos fuera de mi vida: yo no podría tomar jamás la decisión que tomaste vos, la decisión de alejarlos, que en definitiva es la decisión que determinó, desde entonces, todas nuestras relaciones

así es como veo las cosas, en un ámbito filosóficamente más abierto: tu personalidad toda pasa por el dinero, en términos de cantidades, tener o no tener, dar y pedir, y todo lo demás viene subordinado, incluidos la moral, yo, y por lo tanto también mis hijos que son lo importante, no me caben dudas de esto, y aún en el caso de que nunca les hagas ningún daño tangible, evidente e inmediato, considero que esta afición pecuniaria tuya es nefasta como modelo

lamentablemente me siento paralizado y no estoy de acuerdo conmigo mismo sobre cuál puede ser la solución al problema que se me plantea, hasta el momento sólo alcancé la capacidad de expresarlo, no puedo resolverlo, pero me interesa transmitírtelo como el “motivo” por el cual no te atiendo el teléfono

7/12/09

falling un love

"vivir así es imposible solo existo porque sueño con buenas noticias"
(Scott Fitzgerald)

* el desamor es una habitación fría y desapasionada, sala de espera en hospital del tercer mundo, con perro sucio y borracho semidesnudo durmiendo abrazados en el piso

* el desamor es un menú inesperado en la fiesta de despedida de un desconocido que desea librarse de nuestra presencia

* el desamor es palpar en la oscuridad el culo lleno de grasa fría y celulitis de una sexagenaria con sobrepeso y hemorroides

* el desamor es un jugador suplente que no asistió a los entrenamientos e ignora todas las jugadas

* el desamor es aterrizar en un país extraño desconociendo el idioma, sin dinero, sin equipaje, sin retorno

* el desamor es la lenta nube de polvo que levanta una estampida, y que al despejarse nos deja sorprendidos y en suspenso sobre un precipicio

* el desamor es la mano que falta de René Lavan, la pata de palo de Gerardo Sofovich, cosas de las que no se habla porque no están

* el desamor es una conferencia sobre coaching y liderazgo, terapias new age y venta de libros de autoayuda, dictada por un asesor de imagen hispano-norteamericano, en la que todos los participantes morirán de soledad y aburrimiento, saturados de diapositivas y café

* el desamor es la detenida contemplación de una próstata en un frasco con formol

* el desamor es una pila de fotos, postales y cartas, en sus sobres floreados, coloridos, perfumados, escritas con letra furiosa y apretada, atadas con un lazo azul y un mechón de pelo, ardiendo en improvisada fogata; noche húmeda, patio suburbano, caserío del gran buenosaires, espectador desconcertado bajo las estrellas, se escuchan aplausos en el televisor de un vecino

* el desamor es tu cara en el espejo, pero todos los testigos aseguran que es la cara de alguien más

15/11/09

la Bella Durmiente


“elle dit en branlant la tête, encore plus de dépit
que de vieillesse, que la princesse se percerait
la main d'un fuseau, et qu'elle en mourrait.”
Charles Perrault


Una tarde solitaria, después de haberse asegurado la infelicidad de todos los que la querían, con el wisky se tragó cincuenta pastillas y se murió.

***

Cuarenta años atrás, en el día de su nacimiento, las tías llegaron con regalos: las tres más cercanas a la familia trajeron prosperidad, salud y paz; pero la tía mala, a la que nadie había invitado, apareció dramáticamente, con la intención suprema de arruinar la fiesta. Con su voz rota de alcohol y cigarrillos, le dijo bien cerca del oído, metiendo la cara entre las sábanas de la cuna, pero con la fuerza necesaria para que todos escucharan:

– A la edad de quince años, el pinchazo de una jeringa te arrojará en manos de la desgracia más amarga y sin consuelo, y no se encontrará rescate ni salida.

Los padres, sumidos en el horror y el escándalo, expulsaron para siempre a la tía mala y se abocaron a librar de toda preocupación – y de toda jeringa – la vida de su hija. Los médicos, a pesar de estos esfuerzos paternales, no demoraron en diagnosticarle a la niña una diabetes. Hubo que adquirir cientos, miles de jeringas, y durante muchos años fueron los padres quienes la atormentaron con incansables pinchazos de diversos calibres e intensidades.

***

Cuando llegó el momento de festejar sus quince años, nadie recordaba los nefastos augurios de la tía mala. Se organizó una fiesta sin precedentes en la que mucha gente trabajó meses enteros para que resultara memorable; el banquete pantagruélico, los desfiles fastuosos, los miles de invitados, los ostentosos regalos, todo parecía salido del sueño de la princesa más delirante.

Mientras se probaba el vestido, un súbito pánico la llevó a encerrarse en el baño. No se sentía bien, sufría un notable dolor de cabeza, y descubrió que los preparativos podían continuar sin que ella ejerciera la más ínfima influencia. Con una gillette, siguiendo una novedosa llamada de la curiosidad, practicó afanosos cortes en sus propios antebrazos, también en los muslos y en las pantorrillas. Un oscuro placer brotó con la oscura sangre, y un velo denso de ensueños se precipitó sobre sus ojos.

Durante la fiesta bebió alcohol al ritmo de la música y los festejos, nadie le prestó particular atención. En cuanto se abarrotaron las pistas de baile desapareció con algunos amigos. Dejó tirado el vestido en la habitación y envuelta en una sábana negra hizo llevar botellas y velas al rincón más apartado del parque. No eran más de seis o siete entre chicos y chicas, y nunca se supo – todos se negaron a confesarlo – en qué consistió aquel festejo privado.

La agasajada volvió a su habitación pasado el mediodía, dos días más tarde; vomitó largo rato en el inodoro, hasta asegurarse de haber sacado todo lo que contuviera su estómago, mezcló con wisky o tequila un par de xanax, y llorando la mayor parte del tiempo quedó encerrada en su habitación, durante las tres semanas siguientes.

Tajos, vómitos, pastillas y encierro. En eso había terminado su infancia soñada. Nadie podía contenerla ni ayudarla. Los diversos tratamientos psicológicos se sucedían con las estaciones, apareciendo y fracasando como el auge y la caída de las modas.

Salvó la vida milagrosamente de un incendio, después de prender fuego las cortinas de su habitación. Dos veces la encontraron medio desangrada en la bañera, borracha de vino, sumergida en el agua caliente. La pérdida de peso, de pelo, de juventud y belleza era alarmante.

Su cumpleaños número veinte lo pasó aislada, incomunicada, sola. Para entonces llevaba seis meses sin pronunciar una palabra.

***

Aquel año llegó el esperado príncipe azul, y pareció ser el único capaz de sacarla de su apatía. Un romance fugaz le devolvió algo de la alegría perdida, volvió a comunicarse con el mundo, hizo algunos viajes y paseos, recuperó amigos. Los padres, en un alarde de amor y reflejos, aprovecharon la situación para desembarazarse de ella; organizaron un discreto casamiento y dos meses de luna de miel en alguna playa de centroamérica, con los gastos cubiertos.

– No soy una mujer fácil – le dijo al novio el día del casamiento – ni si quiera soy alegre o divertida.

– Nos amamos ¿qué más podemos necesitar? – contestó él, convencido – yo te voy a apoyar, y vamos a estar bien.

– No hagas promesas que no se pueden cumplir.

– Nunca hago promesas que no puedo cumplir.

***

No tenían amigos, no salían nunca, cuidaban su mascota con más esmero que a cualquiera de sus relaciones familiares, no conocían a sus vecinos, no hacían más que pasar los días juntos, lejos del mundo. Y los días se transformaron insensiblemente en años, las distancias se multiplicaron, la tristeza regresó bajo formas menos ostensibles pero más persistentes.

Se la veía menos en la casa, no hablaba y casi no comía, hasta parecía evitar los encuentros con su marido. La cama, donde la noche se estiraba cada vez más sobre las horas del día, no le daba paz ni descanso, la torturaba, le llenaba de dolores el cuerpo, la llenaba de tristezas y llantos. En pocos meses volvió a las pastillas y, con la convicción de que nadie la descubriría, escondía botellas de wisky debajo de la almohada.

El marido debía asistirla para orinar y defecar, la bañaba con una esponja varias veces por semana, le daba de comer sopas y papillas con una cuchara. Por la tarde le leía novelas de amor y dos veces al día levantaba las persianas, abría los postigos y la sometía a la tortura de la luz. La imposibilidad de sacarla de su cueva, de arrancarla de las sábanas, los reproches desgarrados de su mujer, la carga de culpabilidad, de impotencia, le dieron a conocer una nueva dimensión de frustraciones cotidianas, llena de amarguras y derrotas. Discutían en un tono que se elevaba ostensiblemente. Llegó a pegarle para sacarla de la cama, y después le pegó por provocarse el vómito una tarde, también le pegó cuando ella lo escupió y le adjudicó todas las responsabilidades. Ella era un pozo negro y sin fin que absorbía todo lo que encontraba a mano.

Se marchitaban como el jardín abandonado de una imponente mansión, vegetación en manos del tiempo, azotada por el clima, olvidada. El espectáculo del matrimonio era triste como lo sería el espectáculo de ese jardín, visto con los ojos del jardinero que lo cultivara durante años y que al final, viejo y solo, ya no tiene fuerza para cuidarlo. Tras un brevísimo apogeo de mediana felicidad, los dos veían el avance de la decadencia, se sentían impotentes y el desprecio los embargaba.

Era imposible saber quién ejercía mayor peso gravitatorio en aquel descenso al infierno. Las botellas que ella no podía ocultar, él se las arrancaba de las manos para beberlas en el baño. Compartían las pastillas para dormir, compartían las sesiones de terapia, las noches de gritos y llanto, el miedo y el resentimiento mutuo. Él la amenazaba con irse para siempre, ella lo amenazaba con suicidarse.

– Me voy una semana – dijo él, resuelto, una tarde – necesito un poco de aire fresco. Hace años que no sé nada de mis padres.

– Me voy a matar – contestó ella, la voz salía de lo profundo de la cama, en la oscuridad de la habitación, que lo mismo fuera el sepulcro.

– Me voy una semana, no me importan tus amenazas, así no podemos seguir, te voy a terminar matando yo.

– No podés matarme – dijo tranquilamente, y después agregó, destacando cada palabra – sos un cobarde.

***

A la vuelta de ese viaje la encontró muerta en la habitación. En la nota que había dejado, hacía responsable de su muerte a sus padres, a las tres tías buenas y a su marido. A él un poco de aire fresco le había hecho bien, y creyó que aquella muerte lo llenaría de alegría.

La redacción del epitafio corrió por cuenta de la tía mala: “Aquí duerme su sueño la bella durmiente, no buscó piedad ni compasión, nadie recuerda su nombre”.

10/11/09

Andrés en el infierno


1.
Lo nuevo duele. Todas las cosas que cambian son dolorosas. Pero hablo nada más que de los verdaderos cambios, de las cosas distintas, radicalmente distintas, que se presentan súbitas. La aparición de un contexto desconocido en reemplazo inmediato del contexto precedente, sin el convenio de nuestra voluntad, nos pone en situación de añorar el pasado por triste contraste con el presente, sin más consuelo que adaptarnos a todas las desavenencias que se hayan presentado.

Un triste y olvidado comerciante al minoreo de mercaderías prescindibles, puede verse obligado de poner a prueba los más exigentes límites de la tolerancia humana, si la guerra se desencadena sobre su vida en nombre de lejanas burocracias internacionales. En cualquier otra ocasión no hubiera pasado de mediocre pero ahora, en el más profundo abismo del dolor y la desesperanza, no le queda más remedio que brillar como sólo puede brillar un ser humano exigido al máximo de sus fuerzas físicas e intelectuales.

Algo como lo que dice Nietzsche, que el hombre sólo saca lo mejor de sí mismo cuando se involucra en las peores situaciones, que sólo la exigencia más violenta obtiene lo mejor que una persona puede dar. Tampoco puede ser tan terrible. Hay demasiados ejemplos de gente satisfecha que igualmente alcanza simas altísimas.

Involucrado en el infierno, nadie sufre verdaderamente del calor. Lo intolerable es quemarnos el pulgar cualquier tarde de un otoño frío. Cuando los cambios se producen, cuando las nuevas situaciones nos arrastran, no somos concientes de lo que sucede. Pasarán años antes de que podamos comprender lo sucedido, antes de que podamos medir los alcances de sus secuelas. Y finalmente tendremos todas las respuestas, que nunca serán ni remotamente parecidas a las que imaginábamos al principio.

A los seis años un chico lleva no más de tres o cuatro hablando su idioma materno, no tiene caligrafía, su propio cuerpo está apenas explorado por sí mismo, el universo que lo rodea es un sistema indiscutible de eventos imperturbables, y ese sistema y la autoridad que lo instituye emanan natural y previsiblemente de papá y de mamá. El sistema que mamá y papá habían construido para Andrés respondía al ideal de hace unos treinta años atrás, según el modelo de una clase media de burgueses sin ninguna conciencia política. Neutros. Andrés había nacido, a mediados de los ’70, entre ese grupo de tristes argentinos que rigieron sus inteligencias al son del epigrama máximo: “no te metás”.

El papá de Andrés se tomaba una botella de whisky cada tarde, sentado en un sillón del comedor, mientras caía el sol detrás de las cortinas blancas que cubrían dos amplios y luminosos ventanales. La mamá de Andrés acababa de pasar de las manos de su propio padre a las manos de su marido, y no había percibido ninguna diferencia en el orden natural de su universo personal.

Los abuelos maternos de Andrés habían cedido su propia casa a la nueva pareja. Para sí mismos habían construido un pequeño departamento en el fondo. Pero pronto dejaron de incomodar. El abuelo murió por una mala extracción de tejido pulmonar, complicada por la diabetes. La abuela se pegó un tiro algunos años más tarde.

La mamá de Andrés heredó la casa, con el departamentito recién construido en el fondo, también un auto, y seis o siete locales comerciales que el abuelo alquilaba a distintos comerciantes. Eso y un gran local que junto con el Papá de Andrés habían constituido en su propio estudio. Los dos eran abogados.

Para cuando Andrés cumplió los seis años ya no guardada ninguna memoria de sus abuelos, cursaba su primer grado en un colegio de curas del barrio y tenía un hermano tres años y medio menor que él, que se llamaba Hernán. Andrés se sentía responsable por su hermano, al punto de sentirse autorizado a tomar cualquier tipo de decisiones en su nombre. Su hermano apenas comenzaba a hablar.

Una de las formas educativas más influyentes, y a la vez una de las influencias más nefastas, en la constitución de su psiquis profunda fueron los paseos de compras con su madre. Largas y tediosas sesiones de adoctrinamiento sobre el valor del dinero, sobre dónde gastarlo y sobre en qué valía la pena gastarlo. El papá de Andrés no hacía grandes aportes a su desarrollo personal: además de tomar whisky en el comedor, trabajaba mucho afuera de la casa (se dedicaba a “hacer tribunales”), y los fines de semana lavaba el auto, preparaba ocasionalmente algún asado, leía el Clarín. Algunas veces invitaba a Andrés a pelotear en el patio: se pateaban mutuamente una pelota a lo largo de un piso de lajas negras, hasta que alguno de los dos se aburría y pedía permiso para ir al baño.

Ya desde aquel momento supo Andrés que nunca lograría alcanzar con su padre la intimidad incipiente que sentía en presencia de su madre. Para él su mamá era su hogar, y su papá un visitante ilustre. Sólo fuera de la casa esto cambiaba un poco. El papá de Andrés viajaba mucho los fines de semana. Le gustaba pescar y siempre lo llevaba a Andrés, nunca a su hermano, lo que para Andrés era motivo de mezquino orgullo. Durante esos viajes la realidad aparecía tamizada por la mirada del padre. Y sólo viajando en esas ocasiones Andrés se sentía cómodo con él.


2.
Cuando un Andrés ya maduro y con sus propios hijos de cuatro o cinco años se separase de su propia mujer, quedaría para siempre establecida la duda que presentan todas las simetrías: ¿dependen las cosas del azar, de nuestra voluntad, de la voluntad de alguien más? Pero a los seis, cuando sus padres se separaron, Andrés no podía medir los alcances de lo que estaba sucediendo. La realidad estaba dando un vuelco, sin consultarlo, y tendría que adaptarse sin importar cuánto rechazo sintiera por la nueva situación. Pero no sintió ningún rechazo. La nueva situación pareció en aquel momento un enorme alivio, un montón de nudos desatándose en algún rincón oscuro, remanso y clama.

Recibió una gruesa y abundante información en lo referente al término “divorcio”. Papá y mamá “se están divorciando”. Todos parecían muy interesados en dejar bien en claro lo que esto quería decir, en lograr que Andrés comprendiera la expresión en todos sus alcances y restricciones. En un primer momento Andrés comprendió esto: Papá y mamá ya no se quieren, pelean mucho, incluso se llevan muy mal y los hace muy infelices vivir juntos, y a causa de esa infelicidad la conviviencia general es horrible, angustiosa y está plagada de resignaciones, malos tonos y malos tratos; los dos buscan denodadamente una manera más efectiva de ser felices y han convenido en que la solución es cortar entre ellos todos los vínculos materiales que los unen, ya que los vínculos emocionales hace tiempo que dejaron de existir; para concretar todos estos anhelos decidieron que papá se mude a otra casa. Andrés estaba por completo de acuerdo con el planteo. Mucho tiempo después descubriría que la situación general era otra: papá estaba harto de mamá, de sus hijos, de la casa, de su propia vida en general, y se iba sin consultarlo mucho con nadie, aunque su cobardía le impidió reconocerlo abiertamente, y se dedicó a montar una larga tirada de excusas, acreditando varias falsas culpas en el balance de mamá; papá quería hacerse a un lado y nada más.

El papá de Andrés salió a las corridas de su vida, sin olvidarse de llevar una buena tajada del capital familiar: reuniendo los fondos ahorrados al dinero producido por la venta de un par de propiedades (de mamá), una lancha y dos autos (comprados en común), papá pudo comprarse una casa y un auto propio, dos posesiones a las que apenas había aspirado, y que probablemente nunca hubiera logrado por sus propios medios, además de un local acomodado para establecer su estudio.

Andrés podría haber pensado que semejantes pérdidas económicas bien pagaban el poner fuera de alcance a su papá. No estaba enterado de todos estos entretelones financieros, dejaba que la tranquilidad general lo invadiera, inaugurando una desconocida sensación de libertad y comodidad. Sabía perfectamente que comenzaba una nueva etapa de su vida caracterizada por una más completa conciencia personal. Estas sensaciones tan complacientes se interrumpían ocasional pero sistemáticamente: todos los miércoles por la tarde y fin de semana por medio caía en el más oscuro pozo que se hubiera horadado jamás en las profundas vetas del aburrimiento. Visitaba la casa de papá.

Y el papá de Andrés, para aderezar esas visitas, adquirió nuevos gustos: veía televisión sin que nadie que no fuera él determinara la programación (capítulos viejos de la serie “Combate”, fútbol, carreras de autos, partidos de golf), hacía pequeños arreglos en la casa, pedía comida por teléfono, se reunía con su socio, su madre (la abuela paterna), su hermana (la tía Mirta) y su cuñado a jugar al póquer los sábados a la noche, seguía tomando unos cuantos wiskys todas las tardes, pero ahora para disfrutarlos mejor se alquilaba dos o tres películas de James Bond en VHS.

En ese mismo momento, la que fuera años atrás su novia de colegio, se estaba separando de la única pareja que se le conociera (además del papá de Andrés, en un pasado remotísimo). Ella y su novio vivían juntos, pero él decidió dejarla para seguir su vocación: cursaría el seminario, haría votos de castidad, y se convertiría en sacerdote de la iglesia católica. El papá de Andrés la reencontraría en circunstancias que Andrés nunca llegó a conocer y la convertiría en su segunda esposa y madre de sus siguientes tres hijos.

Ciegamente dedicado a ganar dinero, el papá de Andrés conoció, desde entonces, una vida próspera y tranquila, que decidió no compartir con los hijos de su primer matrimonio.


3.
La mamá de Andrés dedicó los siguientes doce o trece años de su vida a mantener, e incluso mejorar, el nivel de vida de su menguada familia. Puso en esto todo su cuerpo y su alma, y al final sucumbió a una crisis depresiva que la arrastró a la más triste de las indolencias, sin lograr recuperarse jamás. Los padres de Andrés pusieron en evidencia, aunque él tardaría muchos años en percibirlo, una enfermiza y lamentable relación con la verdad y con el dinero.

La mamá de Andrés no tardó en convocar un candidato para ocupar el puesto vacante en su vida. El sujeto designado ya mantenía ciertas relaciones con ella incluso un año antes del divorcio, y el papá de Andrés lo sabía, su mujer nunca se lo había ocultado. Ella le había pedido la separación y él a cambio le pidió esperar un año, con la esperanza de “arreglar las cosas”. Ella aceptó pero le aclaró que estaba “viendo” a otra persona. Él aceptó las “condiciones”.

Un año y medio después de aquella conversación, llegaba a la casa de Andrés el segundo marido de su mamá. El clima general de la casa no se alteró mucho, apenas se volvieron un poco incómodas ciertas situaciones, determinados momentos del día, algunos tonos al hablar y un incremento en la discreción promedio. Pero el marido de mamá era un tipo macanudo, agradable, accesible, con gustos en apariencia sencillos (o sencillos desde su punto de vista) y sincero y directo en el diálogo. Según Schirer, así era también Goëring si se lo comparaba con la personalidad de Hitler, así era percibido por el pueblo Alemán, como un tipo campechano y simpático. La pequeña variación de escala que se generó con este ingreso fue creciendo con el tiempo, estimulada por la creciente fiebre laboral de la mamá de Andrés, y finalmente aumentada por la depresión hasta convertirla en un abismo entre todas las partes de aquella sociedad involuntaria.

9/11/09

esta tarde y ninguna otra*


dentro de tres horas y media, cuando salga de trabajar y recupere el pleno ejercicio de mi voluntad, tengo que caminar once o doce cuadras de ida, cino o seis de vuelta, en una tarde fría y dorada, con viento, por una mar del plata llena de caras de crisis económica, para ir a pagar la factura vencida del teléfono (nunca me la enviaron, consulté al operador por teléfono y me recomendó pagar en un pagofácil presentando una serie de datos, así que es probable una discución con la correspondiente cajera frígida e inoperante), menos mál que me fumé un faso, porque extrañarte se parece cada vez más a caer por un pozo negro y sin fondo, y nada de esto que es mi presente guarda la más mínima relación arcana con la felicidad

* la imagen que acompaña este post corresponde a la Avenida Colón, en la ciudad de Mar del Plata

8/11/09

confesión (autorretrato inmediato II)


a la noche leo acostado en la cama, pero cuando leo durante el día lo hago de pié, incluso caminando, tomo mate en la cocina y me muevo con el libro en la mano, a veces cobro conciencia repentinamente del cansancio, especialmente en las piernas, causado por el trabajo de ocho horas desgraciadas de cada uno de los días de mi vida, y ahí me ordeno depositar mi cuerpo en un sillón verde que tengo, para seguir leyendo, pero esto me pasa cada vez menos (a veces leo acostado en la plaza, tomando mate, o en la playa, cuando hace calor y hay buen sol), ese rato de lectura me redime, me recupera para mí mismo, justifica el paso lento y vertiginoso de cada minuto, no se juntan dos días seguidos en los que ese rato no se presente

cuando leo devoro las horas, no hay día en el que no abra, en consideración exclusiva de mi propio interés – eso no lo pueden decir muchos – entre diez y doce libros, algunos los leo en pocas horas, todo el tiempo que se le perdió a Proust yo lo encontré en cuatro noches arrancando después de cenar y sin llegar nunca dos minutos tarde al trabajo por la mañana, y me enorgullece compartir con Fitzgerald y kerouac la idea de que no es un verdadero escritor quien no haya leído a Proust

cuando una encuesta pregunta:
“¿Cuántos libros lee al mes?
A- ninguno
B- 1
C- 5
D- 10
E- más de 10”
me río de la pregunta, de la gente interesada en la respuesta, de la gente que la responde

leyendo, especialmente cuando leo parado, se me juntan unas palabras en la cabeza, y me pregunto si tienen fondo, de qué lugar vienen, les pido credenciales, y si las tienen me fijo para adelante, ¿a dónde van? me pregunto, esperando que puedan llegar muy lejos, si el examen es satisfactorio dejo el libro y escribo en un cuaderno, ahora tengo el hábito de escribir en la computadora, pero siempre estoy tomando notas en papel, necesito renglones largos porque escribo con una letra redonda y enorme que ocupa mucho espacio, escribo cada vez más apurado y resisto en el ámbito del papel todo lo que puedo, hasta que las ideas empiezan a estirarse demasiado, y ahí me paso a la computadora, esto quiere decir que además de leer parado, empiezo a escribir parado también, en mi cuaderno de renglones anchos

escribir es una forma muy específica de la felicidad, irónicamente intransmisible por medio del lenguaje

tengo épocas en las que escribo poesía, y después se me da vuelta la cabeza y sólo me sale prosa, a partir de ahí la poesía se convierte en otro idioma, no la entiendo ni como lectura, soy incapaz de descifrarla, pienso y sueño en prosa, registro y proceso toda la realidad en formatos desconocidos para el verso, tengo un ataque adolescente en mi glándula de la lógica (entiéndase: una lógica personal que no encuentra adaptación alguna en el marco de la realidad, pero que tampoco es compatible con la poesía), algunas de mis propias ideas, ocasionalmente, me ha dado motivos para la persistencia

una de las cosas que encuentro más agradables, a la altura misma del placer sexual, del placer de las drogas, del placer que se alcanza al obtener el más rotundo éxito en esta vida, es leer en voz alta, placer que encontré en dos únicas ocasiones considerando la influencia definitoria que ejerce sobre este punto el contexto: leyendo en voz alta para mis hijos, y leyendo en vos alta para una absoluta desconocida de la que estoy enamorado

a mis hijos podré infligirles estas lecturas el tiempo que me plazca, hasta que sean físicamente capaces de impedírmelo a puñetazos, la otra forma de este placer me ha sido vedada a partir de hoy

4/11/09

la bella y la bestia


Érase una vez un príncipe hermoso y joven, de excelentes modales y perfecta caballerosidad, inteligente, cuyo fino humor y buen carácter eran famosos entre las familias más encumbradas; el príncipe de esta historia vivía en el palacio de sus antepasados saturado por el lujo y el confort.

Una imprecisa trama de casualidades desembocó en el casamiento de este príncipe con la hermosa hija de un comerciante local. El matrimonio, nacido de un idilio de amor romántico, lleno de promesas de felicidad y prosperidad, dio comienzo entre agradables aventuras e intensas alegrías.

Con el paso de los años, la bella y joven esposa perdió un poco la línea y la nobleza de su figura como consecuencia de tres embarazos consecutivos. Los niños, muy mal criados en un ambiente de abundancia sin límites, adquirieron la costumbre de berrear y hacer dramáticas pataletas sólo por el gusto de fastidiar a sus padres.

El príncipe resultó un muy mal administrador de los bienes heredados, tal vez por no haberse enfrentado jamás a la necesidad de hacer el esfuerzo de adquirirlos. No demoró en presentarse la necesidad de trabajar para vivir, lo que desmoronó el frágil equilibrio de su felicidad, como una ráfaga de viento que tira por el piso un castillo de cartas. Por aquella época aparecieron las máquinas tragamonedas en las casas de bingos (una reprochable política del estado y la administración de Loterías y Casinos), y a estas máquinas destinaba el total de sus ganancias el príncipe de nuestra historia. Cuando el dinero se evaporaba en el juego, el príncipe recurría al alcohol para tranquilizar sus nervios y correr un velo que lo separara de las quejas de su esposa y sus hijos. La otrora bella joven, ahora una gruesa y desilusionada madre que se empleaba en un local de comidas rápidas para poder afrontar los gastos del supermercado, se desahogaba llorando profusamente todas las noches. Como era predecible, pronto fueron notorias las sórdidas historias que involucraban al príncipe con otras mujeres.

Recurrió el príncipe a los extremos de hipotecar, y luego malvender, sus propiedades. El procedimiento le trajo breves remansos de calma que desembocaron en indescriptibles huracanes de frustración y amargura. No muchos años más tarde, la familia se encontraba en la más absoluta bancarrota y abrumada por las deudas.

Al trágico matrimonio no le demandó ningún esfuerzo convertirse en una reunión de ilustres desconocidos cuyo único vínculo era la desgracia y el techo compartido. La presencia de los hijos completaba un escenario en el cual abundaban los desencuentros. Ella intentó recuperar el amor perdido y una tarde, tras adquirir la triste conciencia del tiempo transcurrido sin mirarse mutuamente a los ojos, buscó a su marido para besarlo. Lo que descubrió fue que el príncipe había desaparecido, y en su lugar una bestia ignominiosa y abominable se presentó para molerla a golpes y dejarla inconsciente en el piso del baño.

El príncipe, o la bestia que ahora ocupaba su lugar, ciego y borracho pero con frialdad y sin ninguna vacilación, cargó un arma y disparó contra sus hijos mientras dormían. Prendió fuego la casa y luego, mientras las llamas se le acercaban, se pegó un tiro.

25/10/09

Método infalible para despertarse por la mañana.


En primer lugar consígase un hijo. Sobre cómo conseguir hijos intentaremos desarrollar un “método infalible” posterior, pero mientras tanto deberá conformarse con la información que pueda googlear o reunir a traves de parientes y amigos.

Una vez obtenido el hijo necesario, el método puede aplicarse desde el primer día de su nacimiento (de usted no, del nacimiento de su hijo) hasta el último día que duerman bajo el mismo techo. Con el paso del tiempo sólo deberá aprender a ocultar con esmero un reloj despertador. El otro requisito para la puesta en práctica efectiva del presente método es un buen par de relojes despertadores.

Active su reloj despertador para que suene a la hora que lo desee, y coloque un segundo reloj despertador, preparado para sonar cinco minutos más tarde, junto a la cama de su hijo. Cuando su hijo sea pequeño, digamos durante los primeros tres años de vida (lo que podemos denominar período introductorio o “etapa de Pavlov”) usted desarrollará el reflejo condicionado de correr hacia el despertador próximo a su hijo para detenerlo, y así se despertará infaliblemente por la mañana. La posibilidad de que no llegue a tiempo será oprobiosa, como usted mismo podrá comprobarlo en cuanto ponga en marcha este sistema.

Es necesario aclarar que el presente método requiere, de quien pretenda utilizarlo, un determinado espíritu conspirativo, una mentalidad de autoboicot que desprecie el valor de lo que se pone en juego. Voluntad de traicionarse a sí mismo y unos nervios de acero.

Superados los años iniciales y a medida que su hijo cobre conciencia de la realidad, procure ocultar el despertador que decida (sin solicitar ningún consentimiento) imponerle. No proporcione a su hijo la posibilidad de decidir democráticamente sobre su participación en este método. Y ocúltelo con esmero. Las consecuencias de su descubrimiento pueden ser cada vez más catastróficas a medida que pasan los años y se desarrolla la masa muscular de su prole.

23/10/09

Freak show


La marihuana que le consiguió Lucio estaba seca, vieja, incapaz de producir ningún tipo de efecto en su organismo. Fumaba sin parar desde hacía varias horas y apenas estaba un poco aturdido, como si le hubiera bajado la presión, disperso. Prendió la televisión.

t.v.: Trixie sacude sus tetas de cinco mil dólares al sol de una mañana en Los Ángeles (o algún lugar por el estilo, muy norteamericano, estupidez multiprocesada), va dando saltitos cortos alrededor de una terraza luminosa, la mansión tiene un parque con palmeras y al fondo se ve el mar, llegan dos amigos de Trixie, tatuados, cargados con gruesos collares, ropa holgada, elegante y poco espontánea, toman cerveza y hablan conspirativamente, una ventana deja ver sobre el piso, en el interior, las piernas de Tam, amiga de Trixie, inconsciente por el alcohol ingerido la noche anterior.

Escena bucólica: bikini open escatológico, sin perder el protocolo impuesto a los machos quienes, a pesar de disponerse a perder el alma en el vicio, lo acatan. Al rayo del más crudo sol, con ruido de olas y fondo de surf, sobre la arena caliente, detrás de una soga se agita una compacta masa de muchachos que beben alcohol como si fueran a morir por deshidratación, trepándose unos sobre otros, gritan cosas incomprensibles, saltan y se les ponen las caras rojas, la soga que los contiene establece el límite determinado para el público por las cámaras de televisión, sobre la pasarela de goma blanca se ven las sombras de un inquieto camarógrafo y un conductor que se asoma a un ángulo de la pantalla, en el centro Trixie agita sus tetas de cinco mil dólares y preciosos pezones tostados, sonríe con naturalidad paseando de la mano de un ser anónimo, detrás llega Tam hipnotizada, viene en tetas, preciosas tetas, y lleva la tanga por las rodillas, prodigando generosamente el culo y la concha afeitada diseñada por un cirujano con alma de pornógrafo, sonríe, nadie le sostiene la mano, la cámara se detiene en ella muchas veces.

Se produce la noche y una manada de adultos recientes, borrachos y con los genitales excitados, baila y se frota sobre una superficie irregular que los exhibe a todos fantásticamente superpuestos, están muy borrachos y beben alcohol sin conmiseración, transpiran y una cantidad están desnudos, se besan y se manosean, los hombres muchas veces aparecen en grupos apartados, destacan las chicas, Trixie ocupa un rincón luminoso, siempre compartiendo con el público esas lindas tetas, Tam lleva un buen rato fuera de cámara comiéndole la pija al productor del reality show, éxtasis y marihuana.

Apagó la televisión, escuchó el silencio algunos momentos, fumó la marihuana vieja que le vendió Lucio (ahora le parecía excesivamente sobrevaluada) y al rato se durmió.

22/10/09

autorretrato inmediato


Soy el lector más adicto a (y fanático de) la lectura que encontré en toda mi vida, con la única excepción no confirmada de una chica a la que no conozco, pero de la que vi una foto; aparecía leyendo un libro durante una fiesta muy animada. No puedo resistir las fiestas. También soy el hablante del español que se expresa de manera más compleja que escuché hablar en persona, y esto a veces me hace sentir incómodo.

Siento mucho miedo a la muerte y al fracaso, pero vivo con la convicción de que los enfrentaré con la frente en alto cuando se presenten, ya que creo en lo que hago porque estoy seguro de mi talento. No podría presentar nunca otra excusa que no fuera la pereza.

Tengo más de treinta años, si eso quiere decir algo. Indudablemente es prueba suficiente de que no soy ningún niño prodigio, lo que me parte el corazón cuando pienso en el amor que me tiene mi madre. Por suerte mis hijos (que son dos, y que todavía me piden muchas explicaciones sobre este mundo) han llegado para despertarme del sueño que soñaba sobre mi mismo. En el proceso, sin buscarlo, aprendí a ser feliz.

Nunca me traicioné. Nunca estuve en posición de hacerlo. No llegué lejos, pero no pongo mucho en juego. No me interesa hacer ciertos esfuerzos. No soy representativo de nada, en ningún sentido, porque no encuentro ninguna similitud con el entorno, no hay nada qué representar alrededor mío. Estoy fuera del tiempo, soy de los que ven irse los días con embargada impotencia.

Trabajo como empleado en relación de dependencia, que es la definición moderna para “esclavo”, con la diferencia de que ahora debemos sentirnos agradecidos. Mi voluntad no me pertenece durante ocho horas diarias y toda mi alma se estremece cada vez que lo pienso. El trabajo, además de muy mal remunerado, tedioso hasta el infinito y conservadoramente gregario, no exige ninguna inteligencia. Sin embargo, estoy orgulloso de haber prevalecido por sobre estas circunstancias: la inconmensurable mayoría de la gente se rinde antes de haber averiguado que prevalecer es también una opción. De una u otra manera, todos sucumben.

Mi nombre completo es Gonzalo Hernán Viñao Laseras, pero la versión más frecuentada por el uso es “Gonzalo Viñao”. A veces me pregunto (alguna vez lo he corroborado) entre quién y quién iría mi “V” en el orden alfabético de la biblioteca.

Mi madre se aborrece a si misma, mi padre me detesta, mis hermanos no me hablan, y ya perdí a las mejores mujeres que conoceré en mi vida. Tengo uno, tal vez dos amigos. Al músico no lo veo desde hace años y ya no lo reconocería si me lo cruzara ocasionalmente; el otro (lector de Tom Clancy, recientemente divorciado) se encuentra casi tan extraviado en este mundo como yo mismo.

Siempre me alegra descubrir nuevos vicios y no me gusta la soledad.

15/10/09

Notas al margen




"So Tom Buchanan and his girl and I went up together to New York—or not quite together, for Mrs. Wilson sat discreetly in another car. Tom deferred that much to the sensibilities of those East Eggers who might be on the train."

The great Gatsby, F. Scott Fitzgerald
(Al margen, manuscrito en lápiz: “párrafo perfecto”)


Era un tremendo lector, devoraba libros enteros en horas, a lo Oscar Wilde. Y en muchos destacaba fragmentos y hacía notas al margen. Algunas marcas pretendían funcionar como hitos que señalaban lugares a los cuales volver, momentos literarios memorables; estas marcas también permitían hacer navegaciones determinadas a través de los libros, recorridos puntuales. Pero este tipo de marcas lo utilizaba poco, y cada vez menos. Determinadas marcas de otro tipo las hacía pensando en un interlocutor imaginario, ideal, un potencial lector de esas anotaciones que las visitara con puntualidad, en conjunto, apreciándolas globalmente, y evaluándolas con total justicia. Un lector goloso de esa lectura multiplicada en el desorden de su biblioteca, motivado por un interés obsesivo pero comprensible, encomiable: conocer al notable autor de esa escritura, y así estar en mejores condiciones de darlo a conocer a otros. Un lector basto como la historia.

Murió. Su biblioteca fue parcialmente donada a un sobrino, estudiante de humanidades, que perdió una buena parte en préstamos y exacciones. cierta cantidad de libros se extravió debido al choque de un flete, durante una mudanza. Hubo algunos libros que sucumbieron a una inundación, mientras secciones completas eran arrasadas por la humedad. Finalmente, el núcleo de la biblioteca fue tasado por un librero de viejo, y la oferta fue aceptada.

6/10/09

el lado oscuro



No podía faltarle la inteligencia. Era abogada y ella misma le había contado, tiempo atrás, cómo se había recibido con el mejor promedio de la carrera. Le habían regalado, por ese mérito, una edición completa de la ley que tapizaba las paredes de su despacho. Incluso había sido hermosa durante su juventud y hasta bien entrada la vida adulta, aunque había engordado mucho en los últimos años, y se descuidaba notoriamente al vestirse y maquillarse.

Eran los últimos días de clases. El verano ya estaba prácticamente instalado. Las noches de calor se repetían sin interrupción y Octavio pasaba todas las tardes, después del colegio, en la playa y en el mar. Sus amigos, conocidos apenas unos meses atrás, le explicaban qué hacían los chicos más inteligentes de aquella ciudad al terminar su quinto año: “nos mudamos a mardelplata para estudiar en la universidad”. Nada había sonado más lógico en el mundo. Octavio se enteró de esto a mitad de año y así cobró conciencia de que nadie había pensado qué haría él al terminar el colegio.

Le pareció muy natural trasladar la inquietud a su madre. Octavio quería estudiar, todos lo sabían desde mucho tiempo atrás. Y dadas las circunstancias, no le quedaba más remedio que estudiar en Mar del Plata. Nadie necesitó aclarar que la idea de volver a Buenos Aires, a la casa de su padre, y estudiar allá, era ridícula y carente de sentido: quedarse con su padre no era una opción. No hubo tampoco ningún argumento convincente a favor de que atrasara sus estudios, aunque en este sentido sí se probaron algunos argumentos. La barrera más poderosa que se le logró imponer fue la obligación de conseguir la aprobación y el aporte económico de su padre.

El debate en torno a los estudios de Octavio se prolongó algunos meses. Durante ese tiempo llamó incansablemente, cosa que no acostumbraba, a su padre. El asunto en general se transformó en un debate sobre financiación. El argumento más duro de su padre era el siguiente: ya que su madre decidió arbitrariamente mudarse a ese pueblo de mierda, distante insalvablemente de cualquier universidad, sin pensar ni un momento en el futuro de Octavio (nada menos que un año antes de que debiera comenzar la universidad), entonces le correspondía a ella hacerse cargo de los costos adicionales ocasionados por los estudios. Con un tono llamativo, claramente ambiguo y distante, también ofreció alojar a Octavio en su casa para que estudiara en Buenos Aires. Nunca nadie se tomó en serio ese ofrecimiento.

Una vez logrado el consentimiento de su padre, Octavio aumentó el nivel de insistencia. Mamá estaba muy cansada, venía de sufrir un pico de presión alta que la había dejado postrada algunos meses, a causa del estrés. No tenía muchas ganas de trabajar. No tenía muchas ganas de salir de la cama regularmente. Aquel momento coincidía con el punto culminante en su carrera de adicción a todo tipo de ansiolíticos y antidepresivos. Mamá no paraba de pensar en las dificultades y las tristezas de la vida, en todo lo que tiene de penoso y obsceno nuestro paso por el mundo, en las espinas y en las angustias de los días y de las noches en vela.

Pero no podía faltarle la inteligencia. Era inaceptable suponer que, un año antes, mientras planificaba la mudanza de toda la familia, no hubiera pensado en lo que sucedería un año después de mudados. Aquel pueblito de mierda apenas si tenía dos colegios secundarios. Y Octavio ya cumplía los dieciocho. Y dos años después el hermano de Octavio pasaría por la misma situación. Octavio se negaba a aceptar que aquel detalle hubiera quedado totalmente imprevisto. Su madre confirmaba la imprevisión duplicando las dosis de depresión a partir del momento en que debió considerar el asunto. La totalidad de las discusiones sobre el tema se realizaron en la habitación, ella en la cama, oliendo a piel que no se lava durante días, con la oscuridad metida en la garganta, con los ojos siempre cerrados. Usaba un antifaz para dormir, y se ponía algodones en los oídos. Los algodones se le salían y se iban acumulando entre las sábanas siempre tibias. A veces, por ahorrarse el trabajo de cortar algodones nuevos, revolvía un poco la cama buscando con la palma de la mano, y reciclaba un par de algodones que siempre encontraba debajo de la almohada.

Octavio se llenó de coraje para pasar las horas en aquella caverna oracular, en aquel pozo de pestilencia y pérdida de la voluntad. Luchó contra la sombra de la desesperanza, le propuso acción y trabajo y esfuerzo a la mismísima desidia, al más absoluto desinterés y abandono de sí. Opuso toda su vitalidad adolescente al más oscuro vórtice de la desesperanza y al más hondo sentimiento de vejez y decadencia.

Afuera, luchaba contra el sentimiento de abandono de su hermano, y contra la rapacidad económica del segundo marido/vividor de su madre. Cuando todas las barricadas habían quedado atrás, cuando todas las máscaras fueron retiradas, la discusión se redujo a sus términos económicos. El grupo familiar pasó el tiempo haciendo cuentas en el aire sobre lo que costaría aquella aventura del hijo mayor, mientras Octavio sólo podía ejercer en su favor un alegato bastante pobre: que él no había buscado quedar en semejante situación, él no había elegido generar semejantes gastos, él sólo quería asistir a la universidad.

Octavio había cumplido también con otro requisito, consiguiendo trabajo para esa temporada. Trabajaría desde el diez de diciembre hasta los primeros días de marzo, sin francos, entre doce y catorce horas por día. Este sacrificio era considerado como razonable por todos los que querían estudiar en Mar del Plata. Les permitía demostrar con hechos, cada verano, todo lo dispuestos que estaban a estudiar durante el invierno siguiente. El dinero recaudado le permitiría pagar el alquiler íntegro de nueve meses, y aún le dejaría un margen acotado. Necesitaba que sus padres costearan los demás gastos mensuales, y que mamá diera su autorización.

Todo estaba dispuesto. No quedaban espacios vulnerables al reproche o la crítica, el proyecto en su mayor parte estaba encaminado. Pero mamá no había vuelto a pronunciarse en semanas. Octavio había dejado pasar un poco el tiempo sin insistir, alejándose del cubo negro en el que ella se atrincheraba. Visitaba las playas todas las tardes, necesitaba el sol y el mar y poner un poco las ideas al viento; no se olvidaba, sin embargo, de que no había recibido todavía la confirmación oficial.

A la vuelta del colegio un viernes, con la perspectiva del último fin de semana libre antes de empezar a trabajar, Octavio decidió saldar la cuenta definitiva. Dejó el uniforme en el canasto de la ropa para lavar y almorzó con su hermano y el marido/vividor. A la hora de la siesta, cuando sabía que su madre enfrentaba severos golpes de conciencia contra las horas pasadas en cama, lo que hacía de aquel momento el de mayor actividad del día en su esquema depresivo, revolviéndola entre las sábanas a fuerza de remordimientos, a esa hora Octavio entró en la habitación.

No la tocaba desde hacía meses. No se abrazaban ni se besaban, no se hacían ninguna manifestación de afecto. Cuando la visitaba en su cubil, acercaba una silla al borde de la cama, según hacia qué lado ella estuviera acostada en ese momento, para poder hablarle a la cara. Ella usaba unos tonos de voz muy tenues, lo que hacía difícil escucharla, excepto cuando lloraba. Podía ver el antifaz de dormir y una bola de algodón pegada en la frente, entre una maraña de pelos mal teñidos de rubio.

Lo más difícil era arrancar las conversaciones. Muchas veces su madre pasaba horas sin abrir la boca, durmiendo o repasando sus neurosis y frustraciones, sin una gota de agua, sin una gota de aire. Cuando intentaba pronunciar las primeras palabras separaba lenta y pesadamente los labios y asomaba la lengua, como un gusano rosa, gordo y pálido arrastrándose sobre la arena. Removía y restregaba esa lengua contra los labios varias veces, buscando una humedad que no encontraba, despidiendo un olor verde y pesado que estremecía el aire ya viciado. Tensaba todos los rasgos de la cara y se debatía como haciendo un esfuerzo insoportable. Se incorporaba un poco, ciega por el antifaz, y estiraba un brazo torpe, flácido y transpirado pidiendo agua. Octavio respondía solícito, el vaso estaba siempre en la mesa de luz donde llevaba horas olvidado, podía verse la marca del agua que se había evaporado, podrían haberse calculado por esa marca las horas de oscuridad y polvo que el agua llevaba absorbidas. Mamá bebía ruidosamente, se atragantaba y tosía, a veces derramaba el vaso, en otras ocasiones sólo escupía un poco de agua en el piso. En conjunto, Octavio no dejaba de asombrarse por la teatralidad insistente, por la estabilidad en los contenidos y la prolongación interminable del ritual. Se preguntaba reiteradamente hasta dónde todo ese teatro era inconsciente o voluntario. Se sentía involucrado en un juego de improvisación entre actores que no tenían ningún control del libreto, absolutamente incapaces de pronunciar sus propias palabras. Esa puesta en escena muchas veces era intolerable para Octavio, no podía pasar del primer acto y se retiraba dando un portazo. Esas eran las ocasiones en que creía que todo era un simulacro, el resto de las veces no le prestaba atención, concentrado en sus propios intereses, y dejaba que la depresión de su madre fluyera a su alrededor, suponiendo que ese contacto no podía afectarlo de ninguna manera.

Entre las ventajas a largo plazo de estudiar en Mar del Plata, junto con la de obtener un título universitario, Octavio ponía la de evitar en lo sucesivo muchos de esos encuentros con su madre. Su madre anotaba la suspensión de aquellos encuentros entre los muchos, muchos motivos para seguir postrada. La diferencia entre esta y otras injusticias por el estilo cometidas por su madre, era que en este caso no podía dejar de reconocer la injusticia misma, porque era alevosa. Había quedado en evidencia la arbitrariedad de todas las decisiones de su madre, era notorio que nunca había pensado más que en si misma, y el agravante era que todas esas decisiones fueron tomadas desde lo más profundo de su estado depresivo e irracional. La luz de esta verdad era demasiado fuerte para que Octavio la mirara de frente, y su madre terminaría accediendo a sus estudios en Mar del Plata en un afán por disimular sus faltas.

La conversación fue deslizándose penosamente a la sombra de las cortinas, amortiguada por la alfombra, enredada en almohadones y acolchados. La confirmación definitiva se despachó como un asunto menor y secundario. Hubo muchos lloros y reproches, algunas recomendaciones, y mamá impuso también sus condiciones. Octavio debió confirmarle muchas veces que era una buena madre y que siempre hacía lo mejor por sus hijos.

Salió victorioso de la habitación, asegurándose de dejar bien cerrada la puerta a sus espaldas. Llamó a sus amigos y fue a encontrarlos en la playa. Necesitaba un sol muy fuerte para volver a calentarse la piel.

25/9/09

mostros


1. hombre lobo

Estábamos en lo profundo del bosque, a la luz de la luna llena: él, un hombre lobo; yo, un sujeto vulgar. El pánico me paralizaba. Sólo se podía oír el ruido de la maleza sacudida, rota al paso veloz de la bestia que, acicateada por el hambre, corría desbocada hacia mí, babeando. Y ya el pestilente olor de su aliento se cernía sobre mí cuando súbita se detuvo. Silencio. Olfateó el aire con premura, se acercó a un árbol, levantó una de sus patas traseras y orinó. Pasó un buen rato rascándose las pulgas, y finalmente se fue persiguiendo una luciérnaga.

2. vampiro

La suerte estuvo de mi lado: recién salía de la pizzería. Él se me acercó al amparo de la noche, suponiéndome desprevenido. Oculto como una sombra, como el susurro de un misterio, me habló palabras hipnóticas y me tomó por el brazo. Cuando quiso morderme solté (por casualidad, tal vez por miedo) un pedo grueso, trepidante, largo. El ajo vaporizado de las pizzas alcanzó sus fosas nasales. Se convirtió en cenizas y desapareció en el viento.

3. la momia

Salió de su tumba removiendo el polvo de los siglos. En cuanto pudo hacerse alguna composición de lugar, no dudó en seguir el compás de los avisos clasificados buscando trabajo y alojamiento. Por supuesto: consiguió un excelente puesto en el museo (como si alguien fuera a competir con ella); por una cuestión de presupuesto le alquilé parte de mi casa. Todavía no se ajusta a las comodidades de la vida moderna. Nunca la encuentro cuando se acaba el papel higiénico.

4. Frankenstein

El Doctor Frankenstein había trabajado arduamente, repasando hasta la obsesión todos los detalles. Pero el agotamiento no se impuso: la noche era la indicada, así que el experimento se llevó a cabo. "¡Está vivo!" gritaba extasiado, y la criatura se levantó. Lamentablemente, el Doctor no había tenido en cuenta la calidad y la importancia de la sutura y los tiempos de cicatrización; utilizó, sin pensarlo, un hilo quirúrgico autodegradable. El engendro se paró sobre sus pies y, un momento después, se desmoronó en pedazos.

5. zombi

Escapó del cementerio por negligencia de la administración. Deambuló por las calles hasta bien entrada la noche, empujado por el hambre feroz. Se encontró a la Señorita Nelly – soltera, jubilada, setenta y pico de años – cuando cruzaba el parque; la anciana volvía a su casa después de una sesión extendida de té canasta con las amigas del "Club Social de la Tercera Edad". Nelly iba con su andador: una suerte de corral con cuatro patas. El zombi la persiguió vertiginosamente, alentado por la seducción del alimento al alcance de la mano, durante ocho cuadras… sin alcanzarla. Lo encontraron a la mañana siguiente rascando la ventana del patio de la Señora Nelly, buscando una entrada a la casa se había extraviado. Escarchado por la helada, todavía hambriento, sólo quería volver al cementerio.

6. fantasma

Abrí el espejo del botiquín y me encontré con la cara de mi madre putrefacta, llena de gusanos y raíces de plantas que entraban y salían por los orificios de la nariz y la boca, la mirada torva y apagada, con un tono verde mortecino en la piel. "¡Basta Cholo! - dije en voz alta y clara - me tenés podrido con la escenita de mi mamá muerta". La cara de mamá se transfiguró y desapareció inmediatamente. "Dejame sacar las pastillas que me voy a dormir, mañana madrugo". Por el resto de la noche no volvió a molestar.

7. invasor

El chico no tenía conciencia de haberse perdido, y no sabía nada de su madre preocupada, a esas primeras horas sin luz, mientras su hijo seguía en el bosque... el chico perseguía al perro que ladraba y corría desbocado. Buscaban una pelota perdida. Treparon una suave colina con la esperanza de encontrarla. Del otro lado de la cima, subiendo casi al mismo tiempo, surgió la nave eclipsando la luna. Un haz de luz amenazante se proyectó, desde la máquina inverosímil, sobre el chico y el perro. Ninguno se asustó. El perro redobló los ladridos y el chico descargó tres o cuatro disparos de gomera. El aparato volador vaciló, emitió unas toses cansadas y soltó un par de columnas de humo. Derivó sin rumbo tres o cuatro kilómetros y se desplomó entre grandes explosiones.

8. mutante

(interpretado por locutor comercial, muy excitado y a voz en cuello)
“¿Las pulgas del perro arrasaron con la cochera? ¿Ya no sale al jardín por miedo a perder una pierna en las garras de las hormigas? ¿Los desechos tóxicos transformaron a las orugas en tanques de guerra? ¡No se preocupe más! ¡Ya llegó el nuevo "Flit Anti-mutantes"*! El principio activo del nuevo "Flit Anti-mutantes"* es más poderoso gracias a su nueva fórmula desarrollada en el MIT, ataca directamente las alteraciones en la cadena genética, acaba con todo tipo de mutágenos y combate incluso las transformaciones espontáneas debidas al efecto retardado de las toxinas radioactivas. ¡No deje de disfrutar la vida al aire libre! ¡No se preocupe más por esas avispas de cuatro toneladas! ¡¡¡Compre YA el nuevo "Flit Anti-mutantes"* y olvídese de los bichos del siglo XXI!!!”

*(Para utilizar el nuevo "Flit Anti-mutantes" es necesario equiparse con el correspondiente traje aislante anti-radiación, mantener fuera del alcance de los niños, no rociar sobre ojos y/o boca, ante cualquier accidente y/o duda dirigirse al hospital más cercano previa instalación del correspondiente escenario de cuarentena, la inhalación del producto provoca la muerte)

9. Minotauro

Respiración pesada, ronca, con resonar de belfo grueso. Teseo, extraviada la espada en una mala maniobra, corría desesperado y al borde de sus fuerzas, manoteando el hilo de Ariadna. Recogía (como gustan decir en la península) “cagando leches”, y el monstruo hórrido y sudado no le perdía pisada. Ya se alcanzaba a ver la salida y el alma del héroe se llenaba de esperanzas, cuando una pesada y poderosa mano lo tomó por los tobillos. Trastabillaron y cayeron con infinitas magulladuras y polvareda. Teseo se vio muerto, tan cerca de la libertad, a pocos metros de la puerta hacia la salvación. Los ojos del toro lo miraron con rumiante fascinación, la mano humana se extendió hacia él, se escuchó la voz inculta del animal: “amigo, perdóneme que lo moleste, antes de salir ¿me convidaría un cigarrillo?” Y con ruido de pedos el bruto cagó sobre el empedrado, como las vacas.

20/9/09

Extravío


Noche. Un hombre parado en la esquina de una plaza descubre de golpe el mundo en el que se encuentra. Como nacer a los treinta años sin memoria del pasado.

Una mujer aparece corriendo por un costado. Llora. Está muy maltratada. El tipo no puede saber de dónde viene, no la ve hasta que la tiene al lado y casi se le escapa. Ella intenta esquivarlo.

Le ofrece ayuda y se miran, gesto de desconfianza de la mujer, y desconcierto, el mismo extravío del que no tiene recuerdos claros. Habla confusamente, algo terrible ha sucedido, menciona una pelea, una casa cruzando la calle, la necesidad de huir.

El hombre busca rastros de esa narración atolondrada en la escena que los rodea. Hace un verdadero esfuerzo por entender pero ella, exaltada, no logra explicar nada. Entonces le presta atención a la casa, cruzando la calle. Ella la señala insistentemente, mientras intenta retirarse en la dirección contraria.

La agarra por el codo imponiendo su presencia de ánimo. Intenta calmarla ignorando su propio estado de confusión. El relato de los hechos se precipita, el llanto lo interrumpe, la incoherencia prevalece.

En un movimiento espontáneo nacido de la necesidad de comprender lo que sucede, el tipo empieza a cruzar la calle, sin plena conciencia de estar arrastrando a la mujer de vuelta hacia la casa.

La mujer deja de hablar cuando se paran frente a la puerta. La llave está puesta del lado de afuera. Entran. Recorren la casa lentamente. El silencio es pesado, la mujer vuelve a hablar pero en voz baja, despacio. Él todavía la lleva del brazo, caminan y buscan e intentan escuchar algo. Susurra “todavía no puedo entender qué me hizo… por qué”, las palabras son claras y sin interrupción, por primera vez.

Atraviesan un pasillo y él mete la mano por el marco de una puerta, hacia la izquierda, justo a la altura de la llave de luz.

Le llamó la atención un hecho intrascendente. Una serie de ideas que se hilvanaron entre que buscó la perilla y encendió la luz. Habían cruzado toda la casa a oscuras y estaba seguro de que fue él quien iba por delante arrastrando a la mujer, sin patear un solo mueble, sin arrastrar una alfombra o tumbar un florero, girando y atravesando puertas, incluso evitando la saliente de una escalera, en la oscuridad total.

Entonces: llegaron a una habitación y él metió primero el brazo para encender la luz. Ella dijo “no quiero ver”, y se resistió, y pudo soltar el brazo; él avanzó.

La vio muerta en la cama y recordó todo.

18/9/09

Despedida


A Cristina Romero (1983-2009)

Prólogo:

Recién termino de escribir este relato, no tuve oportunidad de corregirlo, y es probable que en breve lo reemplace por la versión definitiva, pero me pareció perentoria su publicación. Si es que estoy capacitado para rendirle homenaje a alguien, éste es mi homenaje a Cristina.


1.

Abrió los ojos y lo vio pasar a Lucio acomodándose la camisa. Los vasos y las botellas abandonados, los ceniceros, cajas de pizza y demás accesorios desparramados sobre la mesa y en la cocina, lo ayudaron a recordar la noche anterior. Había intentado disuadir a Lucio de organizar la reunión un día de semana, para no ir a trabajar con resaca al día siguiente. También recordó que no llevaba más de dos horas acostado.

– levantate que vos también llegás tarde – le dijo Lucio

– me voy a morir – contestó Octavio – ¿cómo hiciste para levantarte tan temprano?

– no me acosté

Se incorporó sobre el brazo derecho y miró alrededor. Lucio le puso delante de la cara un vaso y un cenicero con un cigarrillo encendido.
– tomáte el desayuno, así creces sano y fuerte para soportar los latigazos diarios del opresor de tu jefe

Lucio abrió la cortina y la luz plomiza, de un día otoñal y lluvioso, socavó sus órbitas oculares sin piedad. Algún ruido inesperado, tal vez en la cocina, le hizo sospechar que habría alguien más en el departamento.

– hace un año que no fumo – comentó Octavio con orgullo – y esto que metiste en el vaso tiene pinta de ser ilegal en cuatro paises.

– te felicito por haber dejado el vicio, pero esta ocasión no cuenta; y no hagas tantas averiguaciones, desayuná, levantate y andá a trabajar.

Contra una lógica paternalista tan segura de sí misma, Octavio no tenía nada que objetar. Bebió, fumó y se levanto. Lo último que pudo hacer con pleno dominio de sí mismo y conciencia clara de la realidad, fue asearse en el baño y cambiarse de ropa. El consejo de Lucio fue: “mucho colirio”.

En la calle el viento frío lo mantuvo despejado. Caminó las cuadras de todos los días y sin darse cuenta llegó al depósito. Tocó el timbre y lo recibió, como siempre, Laura.

Octavio no mantenía relaciones extra laborales con sus compañeros de trabajo. Sabía que todos, en mayor o menor medida, pasaban las horas de sus vidas en aquel lugar muy en contra de sus voluntades. Nadie habría elegido, sólo por ejercer el libre albedrío, pasar el tiempo en aquel lugar, ni a las personas con las que trabajaban, ni el trabajo que hacían. Este conocimiento minaba toda posibilidad de acercamiento real entre las personas que ahí se congregaban, apenas se mantenían los intercambios mínimos e indispensables, sin omitir las mínimas e indispensables normas de cortesía. Y sin embargo, Laura era la persona con quien Octavio pasaba la mayor parte de sus días. Ocho horas de lunes a viernes. A nadie frecuentaba con tanta obstinación y puntualidad. Ella era madre de dos, divorciada y vuelta a casar, algo mayor que él, algo más gruesa y mucho más conservadora. Como él, había pasado por la universidad sin obtener títulos, aunque en carreras diferentes. Entre los placeres más importantes en la vida de Laura estaba la inmolación personal en beneficio de los miembros de su familia, prioritariamente en nombre de un marido aburrido y frustrado y unos hijos adolescentes e ingratos. Tal vez fuera aquella actitud de Santa María de las Abnegaciones lo que tanto molestaba a Octavio, lo que ponía tanta distancia entre ellos.

El resto de los compañeros de Octavio trabajaban en las sucursales minoristas. Él y Laura estaban destacados en el depósito-administración-mayorista. Todo este detalle contaba mucho para Octavio, porque de él se desprendía que, en la oficina contigua a la suya, se encontrara el despacho de su jefe, e inmediatamente frente a él, el escritorio donde atendía la mujer de su jefe. Octavio tenía un trabajo descansado y tranquilo, pero bajo la directa supervisión del propietario de todo aquello que pasaba por sus manos (y su señora esposa).

Así que Laura le habría la puerta todas las mañanas. Para cuando llegaba, ella siempre tenía preparado el mate y alguna parte del trabajo ya bastante avanzada. Tal vez se odiaran por esto. Ella pensaría, al abrir la puerta, en su propia eficiencia y en la incapacidad de Octavio para llegar a horario a trabajar; él pensaría que María Abnegada se sentía más cómoda desayunando sola, en el trabajo, que en casa con su marido. Un rato más tarde, a veces veinte minutos, otras veces dos o tres horas, llegaban el jefe y su mujer. Esto les daba la oportunidad de desayunar en paz, sin intervenciones salvo las del ocasional cliente, e iniciar la jornada de un cierto buen humor.

Una vez dentro del local y lejos del frío de la calle, Octavio descubrió que las medidas preventivas tomadas por Lucio contra la resaca funcionaban espléndidamente. Se sentía alegre, relajado y bien predispuesto, todo esto sobre un fondo tenue de embriaguez y poniendo entre paréntesis la incapacidad para concentrarse y una tendencia permanente a la divagación. Aquel día, como todo el último mes, habría poco para hacer. Con un poco de suerte podría tener todo listo para el mediodía y pasar el resto de la tarde leyendo en su escritorio. Se pusieron a trabajar.

Una hora y media más tarde, cuando empezaban a preguntarse a qué hora llegaría el jefe, Octavio recibió un mensaje en su celular. Era de la mujer de su jefe (lo que hacía del mensaje un mensaje inusual) y decía: “Tengo que contarles que esta madrugada falleció Cristina. La están velando en Magallanes entre Chaco y Hacha”.

Cristina había sido empleada por el jefe de Octavio de manera intermitente. Octavio había trabajado con ella durante todo un verano, un par de años antes, y después se habían cruzado durante las ferias del libro, que se hacían siempre cerca de fin de año. También había trabajado Cristina con ellos, con Octavio y Laura, unos meses antes, en el depósito, durante dos o tres semanas. Era una chica amable, de veintiséis años, petisa. Tenía novio, vivía con la madre y dos hermanos. Estudiaba ciencias de la educación. En alguna ocasión Octavio la escuchó contar que tenía lupus, sin darle mayor importancia. Los enfermos de lupus tienen una expectativa de vida de cuarenta a cuarenta y cinco años, siempre que sigan el tratamiento médico. La obra social que proveía los medicamentos de Cristina estaba, desde hacía algunos días, sospechada de vender medicamentos falsos. Aparecía incansablemente en las radios y la televisión. Los médicos suponían que Cristina llevaba ya dos años sin el tratamiento adecuado. Para cuando Octavio recibió el mensaje en su celular, hacía dos días que había quedado internada en terapia intensiva, pidiéndole a su madre que se la llevara a casa.

“Esa chica tan buena” pensó Octavio, se dio vuelta y le soltó la noticia a Laura. No se le ocurrió poner ningún reparo al decirlo: se murió Cristina. Cuando su jefe explicó, oportunamente, las circunstancias de la internación de Cristina, Octavio supo que no le quedaban oportunidades. Y supuso que eso estaba absolutamente claro para todos. No se imaginó que a Laura esa noticia la tomaba desprevenida.

Laura se sentó sobre una de las mesas de trabajo e hizo algún esfuerzo para no llorar. Octavio se sintió muy incómodo al suponer que iba a llorar, pero se contuvo. En presencia de otra persona tal vez hubiera llorado.

Casi todo el trabajo de aquel día lo tenían terminado. Faltaban detalles, en una hora más lo tendrían todo resuelto. Ninguno de los dos sentía un afecto especial por Cristina. Octavio había pasado mucho más tiempo con ella que Laura, por eso no entendía a qué venían sus casi lágrimas. Supusieron que el jefe cerraría sólo la sucursal en la que trabajaba Cristina y al parecer, de acuerdo con un segundo mensaje al celular de Octavio, estaban llegando al velatorio.

Ahora ya sabían qué estaban haciendo el jefe y su mujer.


2.

La esposa del jefe llegó con más noticias una hora después. La mamá de Cristina, incurablemente desconsolada, decidió no ir al velatorio. La cuidaba uno de los hermanos en su casa. El otro hermano recibía el saludo de la gente frente al cadáver, lloraba y no dejaba de mostrarse muy preocupado por la mamá. Octavio no sabía nada de un hipotético padre, y nadie lo mencionaba. Sí se hablaba, en cambio, de un juez nacional que los había citado en la causa que se le seguía a la obra social y del cronograma de la funeraria: Cristina había fallecido esa madrugada y el entierro era a las cinco de la tarde. La esposa del jefe explicó que habían cerrado la sucursal en la que trabajaba Cristina, y que no sabían cómo manejarse con el resto de las sucursales. Octavio se sintió obligado a expresarse sinceramente. Dijo que le parecía una falta de respeto hacer de cuenta que no pasó nada y seguir trabajando como si fuera cualquier otro día. Lo dijo serenamente pero con convicción, y con la esperanza de que no pareciera desesperado por tomarse el día libre, porque no era así. La esposa del jefe se quedó hablando un rato con Laura, en la cocina.

Octavio se comprometió a completar el mínimo indispensable de trabajo para no dar espacio a reproches, y después pedir permiso para retirarse. Se sentía muy incómodo ocupándose de cuestiones triviales de trabajo, incomodo por no dar espacio a una manifestación sincera y en consonancia con lo que estaba sucediendo. Le parecía que la forma más importante de despedida que Cristina fuera a tener, dependía de la voluntad de su jefe: cerrar todo el negocio por un día, el día del velorio. No habría mayor hito en el mundo que señalara esa muerte. Octavio se sintió impotente porque esto no dependía de su voluntad, y todo hacía suponer que el negocio permanecería abierto. Le había reportado un notable esfuerzo mental procesar toda esa información y alcanzar algunas conclusiones.

La esposa del jefe salio a la calle hablando por celular.

– y esta será, también para nosotros, nuestra despedida – le dijo Octavio a Laura, con tono lúgubre – no puedo creer que vayan a seguir trabajando.

– ay, qué exagerado – contestó Laura.

Pero Laura estaba, le pareció a Octavio, perturbada y genuinamente emocionada. Octavio disponía de algunas hipótesis: 1. “Laura entiende los alcances de esta noticia mejor que yo”, 2. “Soy un insensible”, 3. “A Laura no la conmueve este caso en particular sino la idea de la muerte en general”, y 4. “Ella llora porque es mujer, y yo no lloro porque a Cristina no la conocía mucho”.

Finalmente llegó el jefe, entró con su mujer y se pusieron a trabajar. El jefe venía charlando con un proveedor, se habían encontrado en la puerta. La mujer del jefe volvía hablando por teléfono, daba la orden a todas las sucursales para el cierre. Laura pensaba “me parece que hacen lo correcto” y Octavio pensaba “no quiero ir a un velatorio”, aunque no estaba en claro que fueran a cerrar también el depósito.

Por causa del azar, era el primer velatorio en la vida de Octavio. Todos los muertos de su familia habían fallecido durante su primera infancia. A este velatorio no quería ir, ni a ningún otro, la más lejana sospecha de que le ofrecerían ir ya lo había puesto muy nervioso. Nunca había visto un muerto, y no lo quería ver. Al mismo tiempo sabía que la obligación era ineludible, y que la cumpliría. La mujer del jefe les dijo que hicieran lo que quisieran, sin dar a entender nada. Podrían ir al velatorio, si así lo deseaban, o si no… y en este punto se le deshacía la voz en un hilo. El jefe seguía trabajando en la oficina, él sí que daba algo a entender: que ahí se iba a quedar trabajando y que había lugar para cualquiera que quisiera quedarse a trabajar, a nadie se le reprocharían los escrúpulos de ver al muerto, si se quedaba a cumplir con sus tareas.

Se abrigaron, saludaron a todos y se fueron en el auto de Laura. La funeraria estaba en el puerto. Tardaron quince minutos en llegar recorriendo calles feas y húmedas, llenas de gente triste, pobre y resignada; el día era gris, llovía desde temprano y el viento era frío, parecía uno de esos días ideados por hollywood para causar sensaciones de soledad, melancolía y desamparo. “La gente se muere igual en verano” pensaba Octavio, mientras repasaba desde la ventanilla el paisaje sórdido de la ciudad. Mientras Alejandra estacionaba el auto le preguntó si se sentía mal, Octavio había hecho todo el recorrido sin dejar de refregarse las manos contra los pantalones.

En la puerta de la funeraria estaba Pablo, el encargado de una de las sucursales, jefe directo de Cristina en los últimos tiempos. La sucursal en la que trabajaban era nueva y todavía con poco movimiento de clientes, así que entre ellos dos se arreglaban. Pablo estaba en el velorio desde temprano, se lo veía serio y cansado, la misma cara que tenían todos desde hacía un buen rato. Se le sumaron Octavio y Laura, y mientras se saludaban llegaron algunos empleados de las otras sucursales. En total eran siete. Una vez que estuvieron todos juntos ninguno supo qué decir, y Octavio se dio cuenta de que, entre todos aquellos compañeros de trabajo, no tenía un solo amigo, y todo indicaba que a Cristina le había pasado lo mismo. Había quienes barajaban la posibilidad de permanecer en la vereda, pero finalmente alguien dijo “bueno, entremos” y el grupo se desplazó hacia el interior de la funeraria.


3.

Un pasillo ancho y oscuro; los materiales más destacados: granito oscuro para el piso, madera oscura para las paredes, yeso blanco para el techo. Sobre la pared de la derecha una larga columna (solo interrumpida de vez en cuando por unos ceniceros altos y llenos de colillas) de sillones grandes y vacíos, excepto los sillones a mitad del pasillo, que estaban llenos de ropa de abrigo y carteras. Frente a esos sillones el pasillo daba a un ambiente pequeño y separado por cuatro puertas de vidrio, las dos puertas centrales estaban abiertas. Al amparo de esas puertas había un silencioso grupo de gente. Una gran corona de flores estaba apoyada a la derecha de las puertas de vidrio, una segunda corona estaba dentro de aquel cuarto, apartada al fondo. La corona del frente decía “Flía. Distribuciones Alem” (esa corona la había pagado su jefe), Octavio no alcanzaba a leer lo que decía la otra corona. Dentro de la habitación había alguna gente más, casi todos sentados a la derecha, en el centro el féretro, detrás del féretro hablaba un cura sosteniendo la Biblia. Octavio se paró detrás de toda la gente que ahí había. En cuanto un movimiento de espaldas y el reacomodar de cabezas le permitió dirigir la mirada sobre el ataúd de su compañera, supo que no se le acercaría. Podía verle los ojos cerrados y la nariz, los pómulos y la frente, todo lo demás era una sábana blanca cubriéndola. No se le acercaría. No compartía con los presentes el deseo morboso de echar el ojo. Ya le parecía suficiente trabajo soportar el olor. Hubiera esperado que las flores de las coronas prestaran un mayor servicio en ayuda de su olfato, pero un olor indefinido, muy fuerte, se le metía perentorio por la nariz, ineludible. No era el olor de la corrupción física, Octavio suponía que vendría de la morgue, una mezcla de gases expelidos por líquidos y fluidos de alguna manera relacionados con el formol.

Rezaron varios Ave Marías y Padrenuestros. A cada momento la gente hacía la señal de la cruz. El cura, excedido de peso, con gesto amable, ensayaba distintos tipos de discursos de consuelo, basando sus argumentos en la dudosísima hipótesis de la reencarnación. Nadie le hubiera adjudicado a aquel personaje campechano dos o tres oficios fúnebres diarios en los últimos diez o doce años. Son muchos muertos para que una sola persona les haga frente y todavía conserve su alegría de vivir.
Para Octavio y sus compañeros de trabajo era imposible adivinar quienes eran los demás participantes del velorio. Un hombre grueso y calvo entró de pronto, vestido con ropa impermeable negra, pasó entre toda la concurrencia y llamó a una señora que lloraba muy cerca del ataúd. Se abrazaron. Octavio notó que el impermeable negro que llevaba aquel tipo tenía pintadas un par de alas grises en la espalda, a la altura de los omóplatos. Después entraron algunas mujeres llorando discretamente, y aguardaron a la misma distancia que él. El hermano de Cristina estaría más adentro, tal vez entre la gente que se veía sentada a la derecha del ataúd. El ambiente general era tenso y triste, sin explosiones de emoción ni grandes llantos; todos sucumbían al asombro de lo inexplicable.

Octavio se preguntaba cuánto se parecería aquello a su propia muerte; la pregunta le pareció inevitable y se imaginó que todos en aquel velorio se la estarían formulando de una u otra manera.

Pablo se separó del grupo y caminó hacia la puerta, Octavio salió detrás. El resto del grupo quedó adentro. Se pararon en la vereda a ver pasar los autos. La agencia de sepelios estaba en la cuadra más triste del puerto, enfrente de una rotisería miserable, al lado de un corralón de materiales. Seguía lloviendo, pasaban autos y colectivos, gente al trote rápido levantándose las solapas de los abrigos. Octavio preguntó la edad de Cristina y Pablo dijo “veintiséis”. Hicieron algún otro comentario sobre el asunto de los medicamentos falsos y el juicio, que se comentaba en la televisión, a la obra social. Tuvieron la perfecta certeza de que no tenían nada relevante que hacer en aquel lugar y decidieron irse. Pablo se ofreció a llevarlo en moto hasta su casa, Octavio aceptó.


4.

Se bajó empapado y aterido en la esquina de su casa. Cuando finalmente entró lo encontró a Lucio tirado en el sofá del comedor.

– ¿no fuiste a trabajar?

– me sentía muy descompuesto, me pedí el día – explicó Lucio, y con sólo verlo se podía confirmar lo que decía – ¿y vos qué hacés acá?

– se murió una compañera, estaba internada desde hacía algunos días, cerramos por duelo.

Octavio pensó en prepararse el baño pero se arrepintió y se sentó en el mismo sofá que ocupaba Lucio. Otra vez ruidos en la cocina, otra vez la sospecha de que habría alguien más en el departamento.

– preparame otro desayuno – le pidió

– ¿qué desayuno?

– no se, lo que me hayas dado de tomar y de fumar esta mañana, quiero más.

***