14/10/11

PSCFNG!


Psicofango
en la Librería Polo Norte
Av. Constitución 5843 - Mar del Plata
sábado 15 * 20:00hs

Lecturas:
Carolina Bugnone
Paula Marina
Gaston Dominguez
Mariana Garrido
Alejo Salem
Pablo Di Iorio
Gonzalo Viñao

Música:
Leopoldo Pereyra & La Bug

Links:


4/10/11

un cuento del verano pasado (después...)


Well it’s been a long time, long time now
since I’ve seen your smile.
Beirut, Nantes


y nos subimos a los autos. Nos mezclamos. Perdí de vista a Lucio y a Sylvia, y lo que parecía ser un abogado de la mafia sindical de vacaciones en miami ocupaba su lugar, en el asiento del acompañante. También descubrí que el conductor era un perfecto desconocido, lo que me llevó a la conclusión de que no iba en el mismo auto. Intentaba descifrar quiénes estaban sentados conmigo atrás, cuando el bramido más aterrador jamás surgido del infierno me congeló la sangre, oscureciendo a la misma noche y dejándonos a todos al borde del colapso. El segundo latigazo de aquel trueno indescriptible me trajo a la cabeza un pantallazo de torturas medievales, ciénagas  y bosques encantados, aquelarres y brujas… la palabra es brujas, porque lo que sonaba con insistencia dentro del auto era el berrido extasiado y carcajeante de una bruja.
            Una vez superado el espanto descubrí –con algún desagrado– que esa risa le pertenecía al hombre sentado a mi derecha, dos mujeres de por medio. Llevaba en una mano, vacilante, un vaso de whisky que se agitaba como un lavarropas, y el cigarrillo apagado en la otra. Las piernas delgadas cruzadas con manifiesta expresión de comodidad, lo que me pareció prodigioso dentro de los estrechos límites de las butacas superpobladas. Una camisa gris, pantalón blanco, zapatos. Todo el gesto de la cara contraído por el titánico esfuerzo de proferir sus terribles carcajadas, y un brillo lívido al fondo de los ojos, que se veían muy lejanos y apretados entre las lágrimas. Mi imaginación, insubordinada, dibujó un hilo de saliva desde el labio inferior de Luca Delibio, languideciente e imperturbable entre copiosos espasmos y escupidas, hasta el borde de su vaso, quizás derramándose un poco sobre el pulgar.    
            Lo que prevaleció, finalmente, al momento de producirse la tercera descarga de bramidos, áspera y estrepitosa como un aluvión de escombros, fue la sinceridad incontenible de esas explosiones. El esfuerzo físico que demandaban hubiera matado a cualquiera, pero Luca tenía que vivir con eso, consciente al parecer de que estos arrebatos le acortaban la vida, como el fumador lo sabe con cada cigarrillo que enciende.
            Al rato, y con el aparato auditivo más acostumbrado a estas ráfagas, una vez confirmado que no se trataba, por otra parte, de un ataque de psicosis o algo por el estilo, la risa de Luca resultaba de lo más contagiosa, y en espontánea complicidad comenzamos a hacer todo lo posible, los que íbamos en el auto, por estimularla. En algún momento, un observador imparcial hubiera podido afirmar que intentábamos matarlo provocándole un ahogo, porque el vértigo de verlo cada vez más sofocado y exhausto empezaba a entusiasmarnos. Pero el entusiasmo decayó bastante cuando comprobamos que el esfuerzo era inútil.
            Es horrible, no sé si lo habrán notado, vivir en una ciudad con mar y que a la hora de viajar en algún vehículo, al pasar por la costanera, te toque el asiento del otro lado, el que no da al mar, especialmente si el auto está lleno y no se puede ver nada.

            ¿Ya estarías durmiendo a esa hora? Me imagino que sí, porque al otro día trabajarías tempranísimo como siempre, el único ser humano verdaderamente responsable que conocí en mi vida y, al mismo tiempo, el más libre e independiente de todas sus responsabilidades. Esto fue siempre lo que despertó mi más profunda admiración, y nunca pude explicármelo. Hasta ahora, mucho después de esa noche, la primera, la última, en la que no sabía nada. Qué momento más inoportuno para tener la cabeza llena de aire.
Dame un punto de vista y multiplicaré tus desgracias. La ilusión funciona, todos estamos más o menos convencidos.

            Llegamos, entonces, al famoso bar de los mojitos, en pleno Güemes, todo lo indie que el dinero puede comprar. Yo trabajé, pensaba al entrar, acá a cuatro cuadras, atendiendo a esta misma gente, durante más de tres años. Y nunca estás del todo seguro de que no vas a volver al infierno.       
            Cuando llegamos a la mesa ya estaban casi todos acomodados, y me la encontré a Andrea hablando a un costado con Boian.
            Lo que supe de Boian, en esos dos o tres meses anteriores, es lo siguiente: que es Búlgaro, y traductor, que vivió mucho tiempo en Francia como estudiante, que habla –por supuesto– búlgaro, y también ruso, inglés y francés, que estudiaba alemán, que se dedica a dar clases de idioma por internet y de vez en cuando hacía algunas traducciones, y eso le permitía viajar, lo que hizo sin parar durante siete años, o algo así. Llevaba unos meses en Mar del Plata, a donde llegó por casualidad. Al principio pensó en quedarse tres, tres meses, pero ya iban nueve o casi nueve. Un trámite de ciudadanía lo obligaba a viajar a Canadá en pocos días, mucho antes de lo que había pensado, y Boian lloraba (es testimonio fiel) por verse obligado a abandonarnos.
            Con Andrea lo consolamos un poco, entre desconcertados e incrédulos, y con los primeros mojitos terminamos de distraerlo. Y cuando ya a fuerza de mojitos estábamos todos distraídos, apareció en medio de la fiesta una de esas personalidades detonantes e inesperadas. Ésta en particular, inexplicablemente, asumió, para manifestarse, la figura de Benito Mussolini, de jeans ajustados y remera gris, con un skate cruzado sobre el pecho amplio y cuadrado. Juro que en mi caso personal no daba crédito a mis ojos, pero me resultaba más asombroso todavía que todos en la mesa lo aceptaran con tanta naturalidad.
            Se dirá que no es raro el caso de dos personas muy parecidas. Pero este no es un caso de parecidos, sino de perfecta identidad física entre dos sujetos. El tipo que se sentó con nosotros era la reconstrucción genética, átomo por átomo, del italiano; incluso sería posible, supongo, confirmar esta impecable coincidencia a nivel hormonal, porque una de las italianas en la mesa se enamoró espontáneamente, sin mediar más de dos o tres palabras, y al rato ya estaban sentados juntos en un costado y charlando muy animados. Lo más difícil de soportarle al tipo, además, como a todo el mundo pero en este caso muy en particular, era su absoluto desconocimiento del término “discreción”, concepto que de cualquier manera le hubiera resultado tremendamente difícil de entender y mucho más poner en práctica, debido a esa notable voz de dictador implacable que le había tocado.
            En algún momento me dicen: si, Sylvia es un muchacho, y aquél es de La Plata, hotelero. ¿Cuál, “Benito”? No, se llama Carlos ¿Qué Benito?, ¿Cómo qué Benito? Mussolini pelotudo, ¿no te das cuenta que es igual?
            Cuando Carlos de La Plata hablaba, gesticulando con con su mandíbula prominente y su enorme cabeza calva, los colectivos chocaban en dos cuadras a la redonda. Él, como si no pasara nada. Y esto sin levantar la voz; modulando apenas en el registro normal los gatos que lo escuchaban quedaban albinos. Las chicas, por su parte, estaban encantadas, con ese estremecimiento de clítoris que les provocan los hombres incapaces de registrar la realidad que los rodea, supongo.
           Atraídos por la misma fuerza magnética que reúne los imprevistos factores desencadenantes de una desgracia, Carlos de La Plata y el kosovar, que a todo esto no paraba de hablar un solo minuto, se encontraron.               
            El error que desacreditó a Carlos de La Plata para toda la noche fue, según me parece, haberse tomado en serio al kosovar, a quién todo el mundo se tomaba en broma desde hacía un buen rato. El problema empezó cuando le preguntó, con esa voz de heraldo público que lo caracteriza, y que nos detuvo a todos en seco y nos obligó masivamente a concentrar nuestra atención en su conversación, decía: Carlos le preguntó de golpe, de la nada, injustificablemente y a voz en cuello, silenciando a todos en nuestra mesa y en las mesas de los alrededores, le preguntó al kosovar cuya inteligencia llevaba muchos años resignada a vivir en el exilio, le preguntó que qué pensaba sobre la guerra y la caída del muro de Berlín, porque a mi me interesan mucho estas cuestiones de sociología y la historia, y qué bueno tener un testigo directo para que nos cuente.