26/4/09

Libros


¿Por qué no nos gustan las cosas que no nos gustan? Me encuentro leyendo un libro y de pronto… ¡pum!, una palabra, una combinación de palabras, un color, un tono, alguna asociación, y se presenta el desagrado. Más o menos leve, matizado, pero tan “rechazo”, tan “disgusto”.

Y entiendo que, con algún esfuerzo, podría explicar las causas de esa repentina contradicción del placer, pero siento que no, que en el fondo no podría.

Pero todos los libros que leí antes de comenzar a estudiar en la universidad me gustaron. Y me gustaron mucho, sin rastros de disgusto. Incluso todos los que releí más tarde me volvieron a gustar de la primera a la última página.

Especialmente si no tenemos en cuenta a Sábato, y obviamos el descubrimiento de la ingenuidad narrativa y la inconsistencia argumental de Salgari.

Entonces, si hubiera elegido todas mis lecturas con una habilidad infinita (habilidad con la que, por desgracia, no cuento) estaría justificado que todas las lecturas hubieran resultado de mi agrado. La pérdida de dicha habilidad explicaría por qué he encontrado tanto libro pésimo una vez superada la adolescencia.

Sospecho que si, que en parte me arruiné, de alguna forma que no puedo precisar, el gusto, la capacidad de gozar con la lectura; y que, por otro lado, la juventud impregna todo lo que la rodea con su propia belleza, lo que convierte a la juventud, por vía de la saturación, en el período de la imbecilidad en su estado más brutal.

Finalmente, y por un número inexplicable de razones que no vienen al caso – alguna de ellas de orden ilegal – llego a la conclusión de que el rechazo tiene que ver, de manera directa y sencilla, con alguno de los infinitos prejuicios que nos condicionan. Los prejuicios son una red que nos aísla del entorno. Un prejuicio es, en esencia, ignorancia.

Mi prejuicio radical, a la hora de leer, me dicta que: el autor de la obra que fuere (lo que sea que leyera en cualquier momento) no es más que un cúmulo de falsedades sostenidas en el esqueleto de una gran impostura. Más brevemente, los creo a todos unos hipócritas mentirosos. Y sólo superando ese prejuicio los adopto, les franqueo el acceso a mi imaginación. Y a veces ni así.

25/4/09

Las Hidras, escena del maquillaje.


Te veo entrar en el baño de aquel departamento de un ambiente, en un sofá cama espero unos minutos a que te depiles las cejas y después me acerco; te veo un poco en el espejo, un poco de costado; te acaricio la cintura.

Pasó mucho tiempo y a veces me cuesta menos recordar el departamento que recordarte, y pasa también que no puedo distinguir los momentos, los rincones, los olores (pero no, ese “Montana” tuyo es inconfundible; si todavía cuando por casualidad lo siento en la calle me desespero por encontrar a la portadora que, solamente por compartir tu perfume, se me antoja un paso más cerca de la perfección), y ese mismo juego de los recuerdos un día es necesario y al día siguiente perverso o abrumador.

En el espejo te miro lavándote la cara, pienso en esa transparencia densa del agua y en tu piel, pienso en la piel de algunos rincones de tu cuerpo y te sigo acariciando la cintura por debajo de la camisa y ahora tu piel es para mí puro tacto. Después de que te secás la cara te veo sacar del botiquín una cartuchera grande, la abrís y asoman todos esos aparatitos y cajitas y tubitos que hasta antes de conocerte se me habían pasado de largo; pienso en las posibilidades, pienso en el estilo probable para tu cara de esta noche.

Salgo apurado del baño, casi corriendo, siempre pasa lo mismo: se termina el disco en el equipo de música justo cuando empezás a maquillarte y me pedís que ponga algo; yo voy y vuelvo sin pensar en lo que hago, pensando en lo que me estoy perdiendo, tu cara en el espejo o de costado al lado mío mientras te maquillás.

Cuando vuelvo al baño me doy cuenta de que puse el disco de las sinfonías, ese que nos gusta para desnudarnos y prestarnos nuestros cuerpos; pienso en eso que escribiste sobre un atado de cigarrillos alguna vez después de hacer el amor ...“secretar las hidras máximas del deseo”... y me obligo a reaccionar para volver a verte.

Puedo recordar claramente muchos de tus gestos a pesar de no poder ya armarte por completo en la memoria; puedo hacer una lista de tus actitudes, de tus maneras de pararte, aunque la duda me lleva a confundirte con algo que voy inventando sobre la marcha para rellenar los olvidos y nunca sé si te estoy inventando (ahora, mientras te pienso), o si te inventaba (antes, mientras estábamos juntos).

Te veo frente al espejo dibujándote con un delineador los ojos que esperan bien abiertos y ese verde del interior tan grande, tan inexplicable su capacidad de abarcarlo todo cuando tenés los ojos bien abiertos y todo lo que me rodea es verde mientras que tu mano se dispone por completo al servicio del lápiz y el cuerpo se te crispa levemente ante la posibilidad de fallar. Sin darte cuenta acercás la cara al espejo y te ponés apenas en puntas de pié; la camisa se te levanta un poco empujada por los hombros y yo vuelvo a acariciarte la cintura con la palma de la mano bien abierta tocándote apenas, rozándote la piel; entonces se mezcla Beethoven con tu piel–tacto y mi mano–goce y el color de tus ojos inunda la escena montada sobre el gesto de tu cuerpo que es conocido pero siempre tan sorprendente.

Ahora me recuerdo a mí mismo en aquel momento y me veo como el nene “mamá comprame” que nunca podía faltar a la escena del maquillaje bajo pena de un ataque de llanto; te molestaba, te insistía con la mirada durante todo el proceso y así te halagaba. Entonces todo lo tuyo era más lento que de costumbre, me lo mostrabas más despacio; de repente tenías un ojo completamente pintado ...“¿te gusta?”... me mirabas muy fijo con una expresión utilizada solo en ese momento y yo veía en una cara, en ese solo gesto, dos formas de vos desesperantemente atractivas, dos versiones que peleaban parejo para que yo eligiera y nunca podía.

Un poco más y ya eran dos ojos nuevos, sin colores o cantidades exageradas, solamente unas líneas imperceptibles, unas sombras indeterminables, las pestañas un poco más firmes, nada.

Me pongo atrás tuyo agarrándote la cintura con las dos manos, apoyo la pera sobre tu hombro izquierdo y el Montana, mezclado con el olor de cremas y polvos, me llega hasta la nariz. Viene el momento de la boca y quiero estar más cerca, pienso en todos los momentos de tu boca, pienso en todas tus palabras “alcanzame esto y aquello”, en tu voz leyéndome “je sais combien il faut, sur la colline en flamme / de peine, de sueur et de soleil cuisant”... el lápiz de labios André Latour rouge nuit número tres, en la mano que lo hace girar hasta que asoma y en tu cara el gesto lipstick (los labios un poco apretados hacia adelante en forma de beso que no es para nadie) y la barra de crema roja que se va derritiendo mientras los raspa aplastándolos tan poco que casi no se ve; sin manchar las comisuras, sin exceder ningún perímetro apretás labio contra labio para reacomodar ese rojo que los separa; pienso en el día que aprendí a robarte ese rojo para lamerlo un rato largo después de haberte besado.

Me acuerdo de las sábanas llenas de nuestra transpiración, de tu Montana y restos de maquillaje, tan llenas de la noche anterior que en el recuerdo parecen ganar volumen; siempre las imaginé ‘agradecidas’ de esas noches, de los tirones y los desgarros y los temblores, llenas de nuestras “hidras máximas”, de la música y del humo de los cigarrillos, de migas de tostada y unas gotas de café la mañana siguiente. Hoy puedo acordarme de las cortinas y del sofá blanco de aquel departamento del 4to (¿del 5to?) como si el esfuerzo inútil que hice ayer para recordarlos no existiera.

Con un pincel muy grueso en una mano y una polvera en la otra te preparás para los toques finales en los pómulos, la frente, el cuello. Ahora tus movimientos son más dinámicos y mi mirada te persigue con el frenesí de la desesperación por no perderte el rastro. Y tu cara... esta vez un gesto que no es solo ojos o solo boca, un gesto que es toda la cara a la vez y que es solamente para el espejo, el más hermoso de tus gestos y no es mío y quisiera habértelo arrancado para que no sea tan efímero, para preservarlo del tiempo; pienso en ese gesto y me duele la imperfección de la imagen en los recuerdos, pienso en las sensaciones que me despertaba ese gesto y esas prevalecen completas, pienso en la imposibilidad de atrapar los gestos, de ponerlos a funcionar fuera de la casualidad.

Entonces, cuando estabas lista para salir del baño ya sabías que eras otra, (otra forma, otra cantidad de azares que te renovaban) y recién ahora lo entiendo pero igual me impacta y la sorpresa se renueva, aunque empieza a aparecer esa costumbre de repasar los hechos que los desvirtúa profundamente, que los rarifica y me hace pensar que todo sucede de nuevo como en fragmentos, en partes organizadas por la casualidad de los recuerdos que van apareciendo a medida que se me antoja reconstruirte.

Cuando creo que todo terminó, cuando estamos por salir del baño, te veo mirarte en el espejo y dudar... suspenso lleno de tus ojos y tu presencia... te miro y te miro en el espejo mientras espero. Agarrás un frasco y sacás un poco de gel, lo humedecés en la canilla y lo repartís por tu pelo cortado sobre los hombros que tantos disgustos parece traerte. Sacudís la cabeza y el pelo, lo peinás, lo reajustás por completo hasta la más invisible de las hebras entrecerrando los ojos, usando las dos manos. Todos los colores, el verde, el rojo, y ahora el amarillo, se van ajustando hasta la posición más exacta, respondiendo a un cálculo que solamente vos y tu cara conocen; pienso en Beethoven, que acaba de dejar de sonar, pienso en otras músicas y otras miradas que se pararon frente a tu espejo (¿alguien más habrá notado lo increíble de tu escena del maquillaje?), pienso en el taxi dentro de un rato y salir entre la gente donde vamos a ser menos privados, menos prestados el uno al otro.

Salimos del baño y la música que hago sonar ahora es un Piazzola por guitarra, bandoneón y traversa que me provoca un café antes de salir para escuchar un rato más. Pienso escucho “lo que vendrá” y sigo mirándote. Ahora me acuerdo que en momentos así me daba por extrañarte aunque estuvieras justo al lado mío, charlando, acomodando alguna cosa o revolviendo la cartera, como si todo fuera tan fácil, como si alcanzara con retrasar el momento de reaccionar, de despertar.

Con todo listo nos queda terminar el café, fumar un cigarrillo y salir ...“es raro que no estemos apurados”... y te sentás en mis rodillas, dándome unos besos pequeñitos que yo no conocía antes de vos. Pienso que ya voy a tener tiempo de arrancarte ese rojo crema para lamerlo a escondidas.

16/4/09

Dolor

Dirías que el dolor es una sensación de qué tipo… ¿táctil? No me atrevería a afirmar que “tocamos" el dolor, no en el mismo sentido en que podemos hablar de “tocar” la herida.

El dolor es una sensación más copleja, mucha más elaborada.

¿Se trata de una sensación que no necesita intermediarios materiales y alcanza directamente a nuestro cerebro? Aunque esto sea cierto, no podemos desprender al dolor de lo que nos duele, sea una rodilla o el hígado.

Tiene el dolor un aspecto emocional, subjetivo; relacionado con la capacidad de tolerancia y también con la manera particular con la que cada cual percibe el mundo. El dolor es una sensación y una experiencia individual.

El dolor es un sentido en sí mismo. Junto con el placer forma un par de suprasentidos. Capacidades sensoriales supletorias en relación con nuestros cinco sentidos regulares.

Y así como la vista es un sentido mucho más poderoso que el olfato, el dolor – debido a la índole particular de los elementos que conforman el mundo en el que vivimos – es un suprasentido mucho más poderoso, sensible y receptivo (y por demás estimulado) que el placer.

9/4/09

La vieja

Tuve que esperar un rato en la sala. Un ambiente oscuro y fresco, lo que parecía imposible de encontrar aquel verano tan caluroso. Había mesas de diverso tamaño y sillas oscuras, adornos pequeños colgados en las paredes y distribuidos en repisas. Fotos viejas. Una pintura en la que aparecía un nene vestido de payaso sosteniendo un palo o un paraguas. Dos ventanas grandes con las persianas bajas aunque no del todo cerradas; las rendijas permitían un ingreso mínimo de luz, pero suficiente. Cortinas blancas de una tela delicadas sobre cortinas más espesas, de terciopelo oscuro. La casa en general, y esa sala en particular, parecía nostálgica de un pasado esplendor. Como si en algún momento se hubiera perdido el interés por sus cuidados, como si se hubiera dejado de mantener y renovar sus detalles.

Avisaron que tendría que esperar ahí unos veinte minutos o más, ofrecieron que me pusiera cómodo. Ocupé una silla cualquiera. Me acordé de la vieja. Me acordé porque al sentarme descubrí que la tenía adelante, sentada justo delante de mí.

La había visto antes, siempre en esa sala, sentada. Nunca en la misma silla, nunca en el mismo rincón. Hacía creer que la cambiaban de lugar según las horas del día. Como si alguien se ocupara de trasladarla, de rato en rato. Tal vez tuvieran algún tipo de alarma, un relojito o algo que avisara: “Es hora de mover a la vieja”.

De pronto me saludó. Nunca la había escuchado hablar. “Buenas tardes joven”. La voz era típicamente la voz de una vieja, muy amable, aunque no quedaba del todo claro si hablaba conmigo. Algunos viejos tienen eso, tal vez a causa de la visión disminuida. Cuando hablan no se sabe muy bien con quién. “Buenas tardes Señora” le contesté. Estábamos solos.

Tenía un vestido de verano verde florido, con unas florcitas blancas muy chiquitas, con el centro amarillo. Los colores del vestido habrían sido muy vivos en otra época. Yo suponía que la vieja había conocido el esplendor de la casa, que tal vez fuera suya. Como nunca había visto un viejo por ahí, suponía que la muerte del marido había puesto el punto final a aquel esplendor. Desde entonces todo estaría entristecido con la misma tristeza de la vieja tan sola y melancólica. Pero nunca tuve oportunidad de confirmar todo eso que no era más que un intento, de mi imaginación, por llenar las lagunas de incertidumbre en las que me sumía aquella casa y su funcionamiento, su vida cotidiana.

“Usted es el novio de la Paulita”. La vieja no me preguntaba nada, simplemente establecía los hechos, me permitía saber hasta dónde llegaban sus conocimientos. Era muy amable, o eso me parecía. Buscaba algún tipo de complicidad. Alguna vez intenté averiguar si se trataba de la abuela de “la Paulita”, si las reunía algún lazo familiar. También creí entender que se trataba de la casera que alquilaba los cuartos. Podría incluso haberse tratado de una combinación de ambas situaciones. “Efectivamente”, le respondí en un pretendido registro vetusto, o lo que a mí me parecía un registro vetusto. Así nos entenderíamos mejor. O tal vez no. Le podría haber dicho simplemente “si”, pero me pareció que así no correspondería con su amabilidad. Por un momento estas disquisiciones me resultaron complicadísimas, casi algebraicas. Finalmente decidí no preocuparme más por el asunto del registro. Dijera las cosas como las dijese, la vieja me entendería.

“Espero que no lo haga esperar mucho” dijo “aunque aquí en la sala se está muy cómodo, es el ambiente más fresco de la casa”. La vieja hablaba despacio. Se agitaba, parecía que fuera a agitarse y por evitarlo hablaba despacio. Tal vez quisiera hacerme notar que no me caería con una catarata de palabras. Algunos viejos se desesperan por hablar un rato, pero esta vieja no, o yo creía que no era el caso. Quería decirme algo más y por no asustarme, por evitar que me resultara tediosa la conversación, hablaba despacio y destacando, con la entonación, que el final de sus comentarios estaba ahí cerca, que no demoraría mucho en terminar. Me dijo “Yo prefiero pasar las tardes acá en la sala, especialmente en verano. Casi siempre me duermo un rato, aquí sentada nomás”.

“Yo no puedo dormir sentado, no estoy acostumbrado”. Intentaba ser amable con la vieja. No sé por qué. No tenía razones para no serlo. Al no ver relojes en la sala me intrigó cómo haría para saber qué hora era mientras estaba ahí. Volví a repasar mi conjetura de que habría alguien en otra parte de la casa, alguien atento a las agujas de un reloj, que se ocuparía de llevar y traer a la vieja por la sala, por la casa, avisándole de los almuerzos y las cenas, de la hora del baño, del comienzo y del fin de la siesta. De repente me exalté, “¿no le habré interrumpido la siesta verdad?” le pregunté apenado. Honestamente apenado. Alguien me ofreció acomodarme en la sala y yo imaginé que eso no le traería problemas a nadie. “No joven, para nada. No se preocupe. Últimamente tengo unos sueños muy movidos que me impiden dormir. Así que le agradezco la conversación”.

¿Qué cosas soñará la vieja? Confieso que eso había despertado mi curiosidad. Me la imaginé un poco roncando mientras buscaba posición en la silla, con algún dolor de espalda, haciendo crujir la madera. Alguna vez la habré visto dormir, ahí en la sala, pero no había ninguna seguridad en esto. La vieja estaba por entero compenetrada con los muebles, con los adornos, con el ambiente general de la sala. Mimetizada. Camuflada. Era imposible saber si estaba o no, si dormía o no. En aquel mismo momento, hablando de forma tan amable, no se hubiera sabido si era conmigo o con algún recuerdo, o con algún sueño, con quien compartía sus comentarios. Los ojos entreabiertos, entrecerrados. La cabeza apuntando en una dirección que definitivamente no era la mía. Los gestos breves, mínimos, económicos, orientados hacia el aire a mi derecha.

De alguna manera intuyó mis divagaciones. A decir verdad la había dejado con las palabras en el aire, sin respuesta. No llegó a ser un silencio incómodo, pero debería haberle contestado algo. No lo hice y la vieja lo notó, y decidió ocupar generosamente mi turno en la conversación, disimulando mi descortesía. Me preguntó “¿Usted sueña joven?”. Era la pregunta que yo hubiera querido hacerle a ella – y que no me hubiera atrevido a formularle – pero ella era vieja y su vejez le disculpaba ciertos atrevimientos. El tono de la pregunta parecía dar por cierta esa disculpa de mi parte. Se alisó la muy lisa falda del vestido sobre el regazo, con la palma de la mano derecha, y después dejó esa mano descansando sobre la otra. No había espacio para evadirse sin respuesta.

“Nunca sueño” le dije “o por lo menos nunca me acuerdo de lo que sueño”, y no le estaba mintiendo. ¿Por qué le mentiría? Sopesé la posibilidad de decir “a veces sueño con la Paulita”. Porque si ella era la abuela, o por lo menos una casera amable y con alguna intimidad con sus inquilinos, la noticia de mis sueños le llegaría a la misma Paulita. Lo que no hubiera estado nada mal. No, no hubiera estado mal. Pero decidí ahorrarme una mentira tan poco necesaria, fundada en la vaga esperanza de un incierto correveidile. Tal vez la memoria de la vieja anduviera fallando y fuera incapaz de retener el dato de mis sueños lo suficiente como para transmitirlo más tarde. Tal vez no me atreví a mentir. Nomás por algún prurito que yo mismo no entendí en ese momento, no me atreví.

La vieja se acomodó mejor en la silla. “Debería intentar durmiendo sentado, así seguro que se acuerda de todo”. Subrayó sus palabras dando unas palmaditas en la silla que tenía a su derecha. Parecía una invitación a echar una siesta. La vieja sonreía desmintiendo cualquier desconcierto que hubieran despertado sus comentarios. Esa sonrisa que uno utiliza con el verdulero cuando le pide dos kilos de papas. “¡Todo esto es tan normal!” decía aquella sonrisa. “Ya tendré ocasión de hacer la prueba” le contesté. Me hubiera gustado encontrar un tono amable, pero que dejara definitivamente cerrado el tema. No lo logré. “Si quiere yo lo ayudo a soñar alguna cosa. Mejor dicho, lo ayudo a recordar algún sueño. Estoy muy práctica para esas cosas”. Lo que despistaba era la convicción en el tono de voz, palmeando otra vez la silla a su lado, sonriendo con tanta amabilidad.

El sol había bajado un tanto, la tarde avanzaba. Se notó en la inclinación de las sombras dentro de la sala, en la orientación de la luz que dejaban pasar las rendijas de las persianas. Sentado y quieto, empecé a notar que se me enfriaban los pies, aunque afuera no había menguado el calor. La vieja se acomodó un poco el peinado, las canas atadas en un rodete alto y prolijo. Estaba cansado, y sentí ese cansancio repentinamente. Mi organismo me traicionaba. Me proponían dormir y el cuerpo reaccionaba favorablemente. Puse una fuerte dosis de concentración en despabilarme, aunque no quería que mis esfuerzos en ese sentido fueran muy notorios, no daría el brazo a torcer. Sólo por no faltar a la cortesía le dije “no veo cómo podría ayudarme en una cosa así”. Otra vez intentaba cerrar el asunto, pero debo reconocer que con esa respuesta no hacía más que franquearle una puerta a la vieja, le permitía trasponer mis últimas prevenciones. No tenía más que darme la explicación faltante, tras lo cual poner en práctica su experimento sería la consecuencia natural.

“No se preocupe” me contestó, “no resulta para nada complicado, es cuestión de un momento. Sólo quisiera preguntarle, primero, si sabe a qué se debe que no recuerde sus sueños” Tal vez la vieja me hablara en voz baja, o bajara la voz a medida que me hablaba. Creí que se había alejado, o que por lo menos se había corrido. Un cambio de silla, alguna silla detrás de mí. No llegué a responder su pregunta. Lamenté dejarla otra vez con las palabras en el aire, pero la vieja era tan amable. Retomó ella misma la conversación por no apenarme. “Veo que se duerme, no perdamos tiempo con detalles”.

Me dio un golpecito seco en la rodilla. O algo así me pareció. Y tras el golpecito seco todo comenzó a derrumbarse. Una caída profunda, una precipitación lenta. Me dormí y soñé, y cada cosa que vi, con total nitidez, en el sueño se grabó en mi memoria, de la misma manera que se graban los sucesos de la vigilia. Ahora no puedo olvidar.

Desperté apenas unos momentos después. Creí haber dormido muchas horas, pero me equivocaba. Me sentí empapado en transpiración. La vieja seguía en la silla de enfrente, semisonriente, semidormida. No hablaba.

Me paré y busqué la puerta. Alguien se interpuso preguntándome si me sentía bien, que por qué me iba. Se mencionó a “la Paulita”. Caminé hasta encontrar la puerta, decidido a sortear cualquier obstáculo. Crucé el umbral.

Tuve que esperar un rato en la sala. Un ambiente oscuro y fresco, lo que parecía imposible de encontrar aquel verano tan caluroso…