7/8/09

Manifiesto breve

Tenemos la responsabilidad de superar la miseria material en la que nos hundieron las pésimas y corruptísimas administraciones que, aún hoy, tienen como rehenes nuestras democracias sudamericanas; la responsabilidad de superar esa desidia y ese abandono en términos humanos y, muy especialmente, en términos intelectuales.

Tenemos la obligación moral de crecer, de desarrollarnos humana, intelectual y políticamente; debemos ocuparnos de nosotros mismos, de nuestras familias, de nuestras tareas laborales, de nuestro entorno social, para ser mejores personas, para que nuestras familias sean mejores familias, para que nuestras sociedades sean mejores sociedades. Y pasar de lo individual a lo familiar, y no quedarse ahí, y pasar a lo municipal, a lo provincial, nacional, continental.

No podemos aceptar nunca más la proposición según la cual todos estos ámbitos no nos corresponden o son inalcanzables. Todos esos ámbitos corresponden a nuestra responsabilidad directa, y nadie más que cada uno de nosotros puede alterar el lamentable e inhumano orden en que se encuentran dispuestos.

Y olvidar el optimismo: la solución a todos los males no se encuentra en el ejercicio del voto democrático. El voto no es ni más ni menos que el medio por el cual las elites gobernantes restringen, con nuestra connivencia, nuestros medios de participación política. Ya no hay margen para delegar nuestras propias responsabilidades.

Hay que ser pesimistas, esto es: ver la realidad a la cara, nunca mentir ni mentirnos, nunca hacer diagnósticos fáciles y favorables; debemos asumir que la tarea es inmensa y titánica. Y aceptar la responsabilidad de una vez, porque ya hemos pasado suficiente tiempo mirando para otro lado.

Tomar en nuestras manos la responsabilidad de construir nuestras propias vidas en cada unos de sus aspectos. No aceptar el lugar y el espacio, tanto públicos como privados, que nos han sido designados. No resignarnos.

Lo peor del mundo en que vivimos no es la injusticia, ni la desigualdad social, ni el hambre o las guerras, lo peor no es la corrupción política ni la depredación del capital, lo peor no es la muerte violenta, ni la expansión de la criminalidad acompañada por la marginación laboral, el analfabetismo y el tráfico de drogas. Lo peor del mundo en el que vivimos es nuestra pasividad moral, intelectual y emocional para aceptar todas estas cosas, para dejarlas ser, para asumirlas con naturalidad como parte inevitable de nuestra realidad.

3/8/09

Así empezaba (y nunca terminé de escribirlo).


Me gustaría aclarar las ideas sobre mi padre pero eso quedará para otro momento. Una vez rodeados por una cantidad de cosas que no podemos manejar, llegados a esta situación insostenible y que somos incapaces de resolver, nos quedan la desesperación o la indiferencia.

Ahora ya llevo nueve meses sin fumar. Y dejar de fumar es entrar en un estado de ansiedad permanente. No consigo despegarme de la angustia física que genera la falta del cigarrillo. El olor ya me produce algún rechazo (aunque muy tenue) pero el recuerdo del sabor – no del sabor de los últimos, que no existe, sino el de los primeros, de cuando empezaba a fumar – ese recuerdo y la sensación del humo bajando por la garganta y el pecho (eso casi puedo sentirlo al ver a otro fumando, sentirlo como si fumara yo mismo), y los gestos de fumar, y las manos ocupadas en el breve cilindro blanco, todo eso se me viene de golpe y todavía me resulta muy difícil aguantar.

Una sola cosa, una sola idea me permite perseverar. Y es el miedo. Dejar el pucho me levantó la autoestima y el respeto por mí mismo de una manera inesperada. Sospecho que volviendo a fumar podría producirse un efecto adverso proporcional. Y entonces todo se derrumbaría.

Bien. Todo suena demasiado trágico, lo sé. Pero dejar de fumar, o descubrir que soy capaz de no fumar más, de imponer mi voluntad sobre el vicio, me dio la fuerza que andaba necesitando para encarar muchos otros cambios. Y una vez realizados estos cambios, miro a la persona que yo mismo era cinco meses atrás y no puedo evitar el asombro.

¡Qué tristemente parecido soy a mi madre! “Tristemente” porque no saqué nada bueno de ella, que no es un océano de bondades, pero como toda persona en el mundo tiene sus cosas positivas, por más soterradas y ocultas que estén a esta altura de su vida. Nótese que utilicé un “tiene” donde era esperable un “tendrá”.

En algún momento mamá encendió su propia máquina de la tragedia y un vórtice de pesimismo surgió entre nosotros, sombras de sombras, y en el reparto testamentario de neurosis y depresiones de calibre diverso, todos huimos de su legado. Pero esas cosas te alcanzan no importa cuánto te esfuerces por evitarlas. Es que los hijos tenemos esta enorme capacidad de asimilación para los malos ejemplos. Afortunadamente mi padre decidió mantenerse siempre al margen de nuestras vidas (“nuestras” incluye a mi madre y a mi hermano), con lo cuál nos ahorró (a mí y a mi hermano especialmente) una segunda y muy sustanciosa fuente de malos hábitos para imitar y adquirir.

También estuvo siempre el segundo marido de mamá (¿quién habrá puesto más empeño en influir negativamente en mi vida?), pero en este caso la relación fue más compleja, o por lo menos nunca dependió enteramente de nosotros, de nuestras buenas o malas intenciones. Nos rechazamos mutua y cordialmente desde el primer día. Y los traumas emocionales de mamá nunca permitieron que superásemos ese rechazo. Más bien lo alentaron.

Mi madre es de esa clase de personas que siente la imperiosa necesidad de dominar en solitario todo ambiente emocional en el que interviene. Pero sólo hasta que la situación le resulta agobiante y decide que esos lazos emocionales, antes fundamentales y ahora apenas incómodos, deben ser suprimidos. Mamá jamás comprendería que los lazos interpersonales generan algo ni lejanamente parecido a la responsabilidad.

Mamá fue una muchachita tranquila y acomodada toda su vida. Las cosas pueden no haber resultado tan tranquilas como se las esperaba; la cuestión es que cualquier sobresalto la encontró siempre desprevenida, porque para una vida tranquila y acomodada había sido criada y educada, en la expectativa de una felicidad próspera y sin alteraciones. La misma persona que había elegido este modelo, esta conducta vital para la vida de mamá, fue la encargada de traicionarlo.

Todo esto viene a cuento de ciertas simetrías, de ciertas repeticiones. Se tiene la idea de que la gente mayor es la encargada de advertir a los jóvenes descreídos, irrevocablemente sordos para cualquier tipo de alerta. Pero no es así. La gente mayor está deprimida, consume televisión y ansiolíticos de manera abusiva, y ya no quiere hablar sobre estos asuntos con nadie, porque en estos terrenos han sido todos abrumadoramente derrotados. La gente mayor siente mucha tristeza de sí misma o sufre de excesos de autocomplacencia estúpida, casi senil, por cuestiones intrascendentes (un cambio de auto, quince días de vacaciones en Brasil, zapatos nuevos, ascenso en el trabajo que odiaron toda su vida, etcétera). A estas alturas de mi vida no debo olvidar que yo también podría ser catalogado como gente mayor.

Repeticiones casi inadvertidas. Los reproches que mi madre le hacía a la suya, los que yo le haría a mi madre, los que mi hijo me hará a mí algún día. Y un enorme fardo de desolación pasando de mano en mano.

Mi hijo recién empieza a hablar. Así da comienzo al largo entrenamiento de años que lo llevará, antes o después, al lento desarrollo y posterior pronunciación de las frases que lapidarán mi vida de padre: “por tales y cuales motivos dediqué toda esta serie de años a odiarte, pero hoy te perdono para estar en paz con mi conciencia”.

Dejé de fumar también como parte de una promesa hecha a mi hijo. Habíamos hablado sobre el cigarrillo, lo que resultó inevitable a pesar de todos mis esfuerzos. Compartimos la comida y la bebida, la música, los paseos, los programas de televisión. Él aprende todo de mí (¿de quién si no?), aprende qué comida, qué bebidas, qué paseos, músicas y programas de televisión son los mejores y cuáles los peores. Entonces un día me pide leche con bizcochos y al terminar, con la misma naturalidad con la que yo encendía un cigarrillo, me pidió un cigarrillo para él.

Descartamos la lógica infantil porque nos parece ingenua e intransigente. Pero la verdad misma es ingenua e intransigente. Con el tiempo perdemos nuestra ingenuidad a fuerza de buscarle alternativas a esa intransigencia.

Intenté explicarle a mi hijo todo lo que un buen padre le hubiera explicado sobre el cigarrillo. El final fue inevitable y debería haberme anticipado al desenlace. Mi hijo me preguntó por qué motivos mis explicaciones no se aplicaban a mí mismo. Cualquier argumento que esgrimiera a partir de ese momento no sería el argumento de un buen padre.

No pude descartar una lógica de semejante honestidad intelectual – me consta que muchos no tienen los escrúpulos que yo tuve en aquel momento – con el sólo argumento de que era ingenua e intransigente. Le prometí dejar de fumar y, aunque me demoré muchos meses más de lo previsto en cumplir mi promesa, finalmente lo logré, hace nueve meses. Hasta ahora.

Una vez recuperada mi autoestima, a partir de estos sucesos, un segundo cambio resultó inevitable. Me divorcié.

En un período notablemente breve, y a raíz tal vez de aquella conversación con mi hijo, recibí dos golpes muy positivos en lo que se refiere a la valoración de mí mismo. Para aquel momento mi matrimonio – aunque nunca estuve legalmente casado – era algo muy parecido al vicio del fumador: una costumbre que se mantiene no se sabe bien por qué, y con la esperanza de algún día reunir el coraje suficiente para dejarla (u optar por la negativa y morir de cáncer).