16/9/11

un cuento del verano pasado (y...)

     El kosovar tomaba cerveza, y pagaba. Sufro una especie de alergia al vino, que muy probablemente se deba a la fuerte asociación de esta bebida con la imagen de mi padre. No quiero decir que mi padre sea o haya sido alcohólico. Papá es un gourmand, un hombre de vino. Yo soy un hombre de cerveza. Punto.
Y el kosovar pedía, una detrás de otra, cierta cerveza de fabricación patagónica valuada con el criterio de un proxeneta en la subasta anual de quinceañeras vírgenes. ¿Cómo resistir los amargos encantos de tanta frescura rubia y efervescente? El kosovar me propuso que lo acompañara, y argumentó que no era de su agrado tomar solo. Le expliqué algunas cuestiones relacionadas con el salario, el tercer mundo y mi reciente despido, como preliminares a la información de mi absoluta carencia de efectivo, pero el kosovar insistió. Me vi obligado, por estrictas razones de cortesía, a ignorar las fabulosas señales de homosexualidad compulsiva y satiriasis insatisfecha que el kosovar emitía enfebrecido, y comenzamos a beber.
            Cuando íbamos por la tercera de las ocho cervezas que el kosovar me convidó con generosa consideración, y que bebimos en la siguiente hora y media, empecé a relajarme un poco. Todo el mundo sonreía, y en la mesa éramos unos cuantos. Gente feliz, satisfecha de la vida, como corresponde. Nos ofendimos un momento porque alguien derramó unas gotas de vino, pero se nos pasó enseguida porque tenemos el alma templada. Incluso algunos se molestaron bastante con el mozo que, según todas las apariencias, experimentaba un día de mierda y todo le salía como el orto, lo que se comentaba en voz alta y con molestia entre los comensales. La vanguardia del arte.
             En eso estábamos cuando apareció Sylvia (no sé muy bien dónde ponerle la Y griega, pero sé que la tiene por algún lado). Cuando la vi pensé al fin una mina que está buena. Porque la mayoría de los que estaban en la mesa eran hombres y mujeres feas, todos muy interesantes, macanudos y a la moda, pero en determinados contextos sociales la gente que queda más allá del interés sexual es como si se desvaneciera. Y la expectativa de vida de todos los presentes era veinte años menor que la mía, y yo no soy ningún pendejo. Lucio y yo, y las chicas italianas, éramos los más jóvenes. Sylvia era joven también, flaquísima, alta, con el pelo suelto, la nariz un poco grande. Estuve un rato esperando que alguien me confirmara su sexo, mientras charlábamos y lentamente se la levantaba Lucio, y yo no podía hacer nada. Me la sacó de las manos.
Hice un esfuerzo telepático tremendo, y logré que el kosovar me ofreciera espontáneamente fumar marihuana en la esquina, así que nos fuimos un rato. Ahí descubrí que usaba las mismas zapatillas, pero de un color diferente en cada pie. Le pregunté si alguien las había diseñado intencionalmente así, pero no, me dijo que se había comprado dos pares de distintos colores para mezclarlas. Me dijo el precio de las zapatillas y me dieron ganas de pegarle. Pero ya estaba armándose un porro, así que me comporté como un tipo decente y charlamos.
Estábamos sentados en el pasto y pasaban los colectivos y los autos por la rotonda del puerto, tráfico fluido intermitente de semáforos, luces rojas y blancas, bocinas, motores, música en las ventanillas. El asfalto amarillo y oscuro. Las veredas vacías. El cielo sin estrellas de las ciudades. Cables por todos lados, postes, árboles, carteles. Y el viento que pone en movimiento todas las cosas. Cada segundo perdido es un universo que colapsa. El kosovar, descubro en ese momento, es la más prolífica máquina de hablar incoherencias jamás imaginada. Creo que no lo noté al principio porque no se puede predecir lo impensable, y no hay manera de estar prevenido contra lo desconocido. Yo ignoraba la existencia de un ser humano con semejante caudal oratorio, y a la vez tan ausente de sentido. Y como si no fuera suficiente con esta verborragia escatológica, habrá que imaginarse el español que pueda hablar un kosovar que tomó clases en Madrid durante dos meses, y con eso se arregló los siguientes tres años. El esfuerzo que implicaba entender lo que decía era suficiente para provocar varios derrames cerebrales simultáneos, y este riesgo se corría todo el tiempo porque el tipo era incompatible con la presencia del silencio.
Su repertorio temático se refería, de manera excluyente, a sí mismo. Después de escucharlo una media hora, ya tenía la impresión de que podía escribir una biografía de varios tomos con lo que me había contado en ese rato. Era la proliferación del relato más allá de todo lo conocido. La gente a su alrededor quedaba sucesivamente atrapada porque el grupo decidió, en determinado momento, no prestarle más atención (todo indica cierto instinto de supervivencia colectivo) así que el kosovar cambió de estrategia. En lugar de dirigirse al público en general, le hablaba a un interlocutor a la vez, durante veinte o veinticinco minutos, hasta que colapsaba su paciencia o su presión arterial y directamente le daban vuelta la cara. Entonces se buscaba alguien más que hubiera estado distraído hasta ese momento o algún recién llegado, y continuaba su relato como si nada sucediera, en el mismo punto en el que lo había abandonado.
            Así estuvimos un buen rato, hasta que todos nos empezamos a reír un poco del kosovar, porque fue la única manera que encontramos de disculparlo: el escarnio. Pero fue divertido, y desvió un poco la lapidaria atención general que se le dedicaba al mozo.
            Un rato más tarde el grupo comenzaba a dispersarse. 
            Lucio y Sylvia propusieron ir a otra parte, nos paramos y salimos todos disparados a los autos. En el revuelo me robé el sacacorchos con la deliberada intención de que me vieran. Les dije que era por el mozo que nos había tratado tan mal. Tuve la confusa necesidad de que se sintieran incómodos, y se molestaron bastante. Tuve también el impulso de discutir un poco, pero me contuve porque mis motivos me resultaban poco claros. Ahora creo que es muy llamativo preocuparse más por un objeto cualquiera, acorralados por el sentido de propiedad de las cosas, incluso si ese objeto le pertenece a otro, que por la infelicidad de una persona, hostigada durante dos horas por treinta borrachos.
Todavía tengo el sacacorchos.
            Pero en el camino hacia los autos alguien dijo mojitos. ¡Oh mojitos! ¿habrase oído palabra más inocente? Y con eso alcanzó para restablecer la paz en el mundo. 


2 comentarios:

Claire dijo...

¿Cómo resistir los amargos encantos de tanta frescura rubia y efervescente?

¿Cómo esperar al próximo?

¡Quiero más!

Clʚϊɞ

Cine Braille dijo...

Dos rondas de alcohol y uno se entiende hasta con un tailandés sordomudo. O eso cree.
Muy bueno.