29/12/10

deuda (fragmento)

            Salí a la vereda con fiebre y se largó a llover. Para contrarrestar los efectos de tanta barbaridad depresiva, me prendí un porro y caminé hasta la esquina. Y cuando llegué a la esquina ya me sentí mejor. Fumé un poco ahí parado, frente a la parada de taxis, es una esquina agradable y me gusta fumar de pie. Atrás de los taxis paró en doble fila un camión blanco y azul de la municipalidad, un camión con pala mecánica, y bajaron tres empleados con overoles azules y botas negras. Miraron el cielo un momento (a modo de declaración universal de odio contra la humanidad) mientras se calzaron los guantes, y sacaron sus palas manuales de la caja del camión. En la vereda celebraron una breve conferencia en torno a un pozo de tres o cuatro metros de profundidad, un pozo oscuro y húmedo lleno de basura de dos o tres días a cielo abierto. Una montaña de tierra negra se derretía por efecto de la lluvia a la derecha del pozo, transformando una buena porción de vereda en un aluvión de barro con soretes de perros y cartones de vino. Seguramente la tierra que otros empleados municipales quitaron del interior del pozo. Arreció el viento.
            El procedimiento aplicado por los empleados de overol fue el siguiente: accionaron determinadas palancas dentro del camión hasta acercar la pala mecánica a la pila de tierra, palearon a pulso la tierra dentro de la pala mecánica (utilizada, según me pareció, más bien  como cuchara) hasta llenarla, y después descargaron la pala mecánica en la caja del camión. Pero la cuchara era chica, así que palearon como condenados, y llenaron la cuchara varias veces, y la caja del camión no tenía fondo, y la tierra les empezaba a salir por los agujeros de las orejas. Una camioneta pasó reventando charcos y los empapó, con un agua turbia y verde, hasta la cintura.
               Les agarré una pala del camión sin que se dieran cuenta, porque me pareció que así se resistirían menos. Y les dije que los iba a ayudar un poco mientras me reía y creo que puse cara de buen tipo, que no debería tomarse por cara de loco, como sucede generalmente.
               Empecé a palear con las zapatillas y el pantalón embarrados hasta la rodilla, me miraban mi falta del botas de goma negra y overol, mi ropa sucia que tengo que lavarme a mano porque a mi no me espera en casa ninguna señora gorda encadenada al lavarropas, y ellos empezaron a palear de a poco, sin darse cuenta. Cargamos dos o tres veces la pala mecánica y el mundo hizo un fundido a negro, como en el cine.
            Cuando reaccioné estaba sentado contra una vidriera, debajo de un toldo, y veía caer los chorros gordos de la lluvia desde la lona. Me dijeron “te desmayaste”, y alguno de los vecinos me preguntó que quién me mandaba a romperle las pelotas a la gente. Lamenté la pérdida del porro durante el apagón, me incorporé con la mayor dignidad posible y caminé hasta mi casa. Con la ropa empapada, lleno de barro desde los pies hasta la cara, me tiré en la cama, sobre el acolchado blanco de plumas que me gané en el trabajo, con motivo del sorteo de fin de año.

en el recuerdo es apenas un momento, pero fue un sueño largo como una noche con fiebre, tal vez por efecto de la repetición, de la que no somos concientes; el lugar era, con toda certeza, un hospital, con predomino del blanco y el celeste; una sala grande, alta, llena de gente; enfermos en camillas hasta donde alcanzaba la vista, entre biombos y líneas de suero, bolsas de plástico transparente colgando de percheros metálicos, enfermeras con gorros blancos caminaban por los pasillos con bandejas en las manos; la luz entraba por ventanales muy altos, inaccesibles, las paredes eran las de un galpón, afuera hacía calor
            se escuchaban conversaciones dispersas en distintas direcciones, muy formales, incomprensibles; ninguna queja, reinaba el desconcierto y, entre el personal, la apatía; dos personas de aspecto profesional y aburrido, me hablaban, paradas las dos del mismo lado de mi cama, a la altura de los pies, no entiendo una palabra de lo que dicen, no les importa; todo sucede en tercera persona
            el discurso empieza a resultarme intolerable y lo interrumpo, una lógica invasiba me provoca rechazo; a continuación, el único fragmento de diálogo que me resultó comprensible, repetido en la noche, en la fiebre, en el sueño, como un eco:
víctima: “… no entiendo, acá estoy hablando con ustedes, ayer vino a visitarme mamá, esta mañana me llamaron por teléfono mis compañeros de trabajo, almorcé un cuarto de pollo con papas, fui dos veces al baño… ¿estoy o no estoy muerto?”
burócrata: “por supuesto, y completamente; lamento informarle que usted fue víctima de un error administrativo, y nos vamos a demorar algún tiempo en resolverlo…”

3/12/10

lista geográfico-retributiva

obviando la diferencia
entre las distintas prácticas sexuales

cogí en tantas camas
de una y dos plazas
en colchones sobre el suelo
en colchonetas
en alfombras persas
cogí en bolsas de dormir
sobre hule manchado
sobre la tierra y el pasto
cogí sobre ladrillos y latas de pintura
cogí en la arena
en la playa de noche
y de día
entre las lonas de las carpas
a cielo abierto
bajo el sol
bajo la luna y las estrellas
bajo la lluvia
cogí en el techo
un sereno me corrió con una linterna
otro me corrió con una pistola
cogí en un auto
en un auto mal estacionado
en micros de larga distancia
una vez en tren
casi en avión
cogí en un garaje
en una vereda
en la terminal de retiro
en el jardín de un desconocido
sobre una mesa
sobre una mesa de pool como en las películas
el paño quema
cogí en el trabajo
cogí en mcdonals
cogí en un lote baldío
cogí en una casa vacía
cogí en la ducha
cogí en baños públicos y privados
propios y ajenos
suntuosos y letrinarios
cogí en el gimnasio
dos veces me masturbaron en el subte
una madrugada fue cierta mujer
la otra vez había tanta gente...
cogí en el teatro en escena en una butaca entre bambalinas
cogí en un cine y en un autocine que ya no existe
cogí en un recital en velez sarfield
cogí en la calle
cogí en público
cogí para determinado público
cogí mucho tiempo en un departamento sin cortinas de villa gesell
en la jirafa roja
en la ruta
en el probador de señoras
bajo un árbol
cogí con un hombre
había una mujer
era una excusa
cogí con otro hombre
cogí en una pileta
en el mar
es tan difícil
en una montaña
en el río no
nunca cogí en la selva
cogí en un fogón de cerveza y guitarra entre los médanos
cogí en la cocina
cogí en el patio
cogí en una grúa
cogí en un ascensor en las escaleras en un balcón y me vieron mis vecinos de enfrente
cogí en los edificios de algunas instituciones públicas
en casi todos los casos relacionadas con la educación
una vez en la habitación de una clínica
compartida por tres pacientes
y entró el médico
cogí en la biblioteca municipal
cogímos en tu casa
y en la mía
y en las dos cogí con otra gente
cogí por coger hasta que me aburrí
cogí con las mujeres que no debía
y cogí con mi ex
con todas mis ex
cogí vestido de mujer en una fiesta de año nuevo
damas/caballeros tal vez
me interrumpieron en un zoológico
cogí en un club
y en el cementerio que está atrás del club
donde descansaban los restos de mis abuelos
cogí contra una réplica de diana cazadora
cogí en cuatro albergues transitorios
dos veces con amantes
cogí en hoteles familiares y pensiones
cogí en hoteles internacionales
cogí sobre uno de los lobos de fioravanti
mirando al mar el de la izquierda
cogí en una lancha
cogí en un bote a remos
rodeado de la bruma y el canto crocante de las ranas
que me hizo pensar en lovecraft
cuando se apagó de golpe
cogí en un muelle en el club de pescadores
en una escollera
cogí en un polígono de tiro escuchando los disparos
cogí en la cama de mi padre
y en la cama de mi madre

cogí por vicio por amor por pasión por tedio por distracción
cogí por obligación y por venganza
cogí sin querer y a propósito
cogí con y sin ganas de coger
y cogí en otros lados
que no me acuerdo

después de todo esto
descifré el ritmo y la trayectoria completa
del polvo ideal
pero anoche no estabas
y cogí con otra







5/10/10

las malas noticias

    como en un recuerdo de la infancia el viento crepita entre las ramas altas de los árboles, las copas frondosas se agitan como melenas de muchas cabezas bailando; millares de hojas verdes y blancas se apropian del ruido de la lluvia, una parte con fondo en el cielo de nubes (entre los pájaros), la otra en oleaje espeso sobre el suelo, abraza las raíces de las que procede
    con el pulso de la respiración se mide la profundidad del espacio, el viento me pone una mano en el pecho para acompañar cada movimiento; los latidos repercuten en el paisaje como una gota que cae en el agua
    lo que parece imposible de calcular ya lo sabe inmediatamente la conciencia: el número de árboles hasta mucho más allá del horizonte, todas las distancias, dónde están las voces que no se escuchan, qué estás pensando esta noche sola
    pero es una ilusión, y ya no se qué estás pensando, y ya se que no estás sola

1/10/10

ver

    Y vos que estás todo el día con gente, ¿nunca te cansás de hablar? Una vez viajaba en colectivo, miraba por la ventanilla un montón de gente en un parque, entre los árboles, las veredas, los taxis, los paredones y los bancos de madera, todo estaba húmedo y gris, y hablaba todo el mundo con alguien, o escuchaba la radio, o miraba la televisión, o una música venía de lejos y las palabras llegaban flojas. El colectivo avanzó y se me ocurrió una cosa. Imaginate que tuviéramos los órganos de la percepción alterados, intercambiados o de alguna manera diferentes. Nuestra percepción del espacio y los objetos es visual, pero esa misma información nos podría llegar sin inconvenientes por los oídos, como los murciélagos.
    Imaginate que vemos por los oídos, con un sonar. ¿Qué hacemos con los ojos?, imaginate que los ojos son otra cosa, un sentido diferente, un sentido raro como el de los tiburones, que perciben la electricidad producida por las contracciones musculares, lo que hace “visible” para ellos los latidos del corazón de sus víctimas, el íntimo movimiento de la sangre. Con idéntico detallismo sádico podríamos ver (con los ojos) las palabras, y el mundo nos volvería locos y suicidas.

29/9/10

Betty Brant

    En la historia de Spiderman, de Stan Lee (sus guiones se publicaron desde 1962, año de su debut, a 1973), hay un personaje secundario, la secretaria de J. J. Jameson, el director del “Daily Planet”, y esta secretaria es uno de los pocos personajes perfectos jamás más creados por la capacidad narrativa de los hombres; se llama Betty Brant, es la mujer más hemorsa del mundo y el amor de mi vida.
    Betty Brant es indiscutiblemente bella porque la belleza forma parte de sus características distintivas, fue dotada de belleza por la mano de su creador. Y esto último es indiscutible. Tal o cual versión de Betty Brant puede parecernos más o menos desastrosa, pero así como todos reconocemos los piés ligeros de Aquiles sin temor a equivocarnos ya se trate de Brad Pitt o de un mural con más de dos milenios de existencia, de la misma manera es sólida e inalterable la belleza arquetípica de Betty Brant.
    En las películas de Sam Raimi (la primera, del 2002), el papel de Betty Brant  lo hace Elizabeth Banks, actriz que alimenta su carrera a base de papeles secundarios, demasiado terrenal para cualquier protagónico; junto con el personaje de J. J. Jameson (el actor es J.K. Simmons, que se parece al personaje hasta en el nombre), son los dos grandes aciertos de casting en la película. Siempre que vuelvo a ver las pocas escenas en las que Betty Brant aparece, y son muy pocas (igual que en la historieta), pienso en lo mismo: es exactamente como me la imaginaba. Hay que aclarar que, mientras Elizabeth Banks interpreta el papel de Betty brant, es mucho más hermosa de lo que podría serlo por sí misma; esos son los beneficios del cine. Y lo siento, Elizabeth, si algún día te casaras conmigo, deberías saber que te dejaría sin dudarlo por Betty Brandt.
    Betty Brant, interpretada por Elizabeth Banks en las películas de Sam Raimi, es la versión más agradable y transparente de Betty Brandt. Y sin embargo, ¿será un acierto del director?, no pierde lo que hace a la verdadera belleza, algo rara vez visto en los comics de superhéroes más tradicionales, esto es: su carga erótica. Betty Brandt es una mujer cuya belleza no excluye, como sucede tan a menudo en las historias aptas para todo público, los acentos sexuales, sin abandonar la sobriedad en ningún momento. Es secretaria, y hablamos del año 1964 (su primera aparición en el comic), lo que implica un grado importante de independencia, a lo Lois Lane en superman, se viste a la moda, se corta el pelo (negro profundo) muy corto, lo que destaca su carácter firme y resuelto, y tiene la figura y el perfil que sólo la perfección del dibujo sabe dar. Es, en pocas palabras, sofisticada y sexualmente agresiva.
    Peter Parker (Tobey Maguire) tiene por hábito combatir a los criminales más feroces y peligrosos que puedan encontrarse, pero sin embargo le faltan los huevos necesarios para echarse un buen polvo con la novia. Su novia, Mary Jane Watson (en la película Kirsten Dunst) tiene el carácter dócil, la belleza inocente y hasta el nombre de una pobre chica ignorante del campo. Todo este amor de novios de la escuela choca contra la potencia de un ámbito diferente: el trabajo. En ese territorio Peter Parker siente que todas sus hormonas le pellizcan los pezones cada vez que se encuentra con Betty Brandt en la recepción del Daily Planet. La película de Reimi saca buen provecho de esta situación al poner en escena el primer encuentro entre los personajes. Porque entre Peter Parker y Betty Brant existe una distancia insuperable. En primer lugar porque ella es algunos años mayor, sin dar precisiones. Él es un adolescente en proceso de ingresar a la universidad que busca su primer trabajo (como fotógrafo en el diario), ella es la secretaria de un alto ejecutivo y va acercándose vertiginosamente a los treinta. A él no hay que mirarlo mucho para descubrir que es virgen, y su vida sexual, que no tiene ningún interés para la historia de spiderman, se encuentra presumiblemente limitada al ámbito de la masturbación; ella es una mujer completa y necesita un hombre, un hombre de experiencia. Nunca cruzan más de dos o tres palabras, pero se hablan con la mirada. En ese intercambio, mientras Betty Brant juega y se divierte, Peter Parker apenas se siente capaz de sostenerse sobre sus pies.  
    Betty Brant, en esta historia, encarna la forma más brutal del deseo adolescente. Una mujer cuya característica sobresaliente es su inaccesibilidad. En términos relativos, hay muchas mujeres accesibles en el mundo, algunas más o menos disponibles, siempre en relación con la procedencia de la demanda. Pero hay muy pocas, muy muy pocas, mujeres inalcanzables, mujeres de nuestro entorno inmediato que sabemos intocables, incluso antes de hacernos una imagen completa de ellas. Muchas veces todo responde a algún prejuicio, a creernos feos, por ejemplo, o incompletos de una manera incierta, y por eso tal o cual persona nos parece inaccesible. Se trata de una combinación de imágenes, perfumes, circunstancias casuales y fantasías personales. Betty Brant es una gran representación de esas raras casualidades.  La película de Reimi construye con talento artesanal estos contrastes.
    Tengo la impresión de que, para la película, recurrieron a alguna versión de Betty Brandt tomada de unos dibujos animados, no de la historieta original, pero no estoy seguro. Sucede que la Betty Brant original, el personaje guionado por Stan Lee, era mucho más carnal, más cruda. Aparece durante el segundo año de vida del superhéroe, cuando Parker comienza a trabajar en el diario y la "girl friday" de J.J. Jameson le paga los cheques. En breve Betty Brant y Peter Parker comienzan a mantener relaciones (no relaciones carnales, por supuesto, aunque algunas insinuaciones son dudosas), pero ese encuentro se interrumpe y tiempo después ella se casa con uno de los periodistas del diario. El matrimonio pasa a vivir en París; Ned Leeds, el marido, es destacado como corresponsal en Europa. Betty Brant parece haber encontrado un hombre a la altura de sus necesidades, pero resulta que el matrimonio fracasa, él se entrega al alcohol, ella regresa a su país. Betty Brandt se reincorpora en su antiguo puesto de trabajo y sucede un regreso sentimental, una vuelta al amor con Peter Parker. El marido abandonado, Ned, regresa de Europa buscándola. Durante un tiempo, Betty Brant se debate entre dos hombres. Ned Leeds caerá en la fatal trampa del guionista de comics y se transformará en uno de los archienemigos de Spiderman. Quizás su “Dr. Moriarti”. Ned Leeds (que no puede ser batido por Parker en el ámbito sexual, donde Betty Brandt vendría a ser algo así como el cuadrilátero) será el “Hobgoblin”, el Duende Verde, e intentará asesinarlo en incontables ocasiones. A las piñas, siempre gana Spiderman. El propósito comercial de la tira, orientada a un determinado público consumidor y restringida por normas explícitas y tácitas, con su insistencia en limitar las connotaciones sexuales de la trama, termina generando proliferaciones aberrantes del sentido. En el caso de Peter Parker, no se si todo esto habla de un perfil homosexual oculto o tendrá que ver con un problema de eyaculación precoz del “friendly neighbor”.
    La película de Reimi, para nuestro gran pesar, se pierde de contar toda esta sórdida historia, y transforma al Duende Verde en un multimillonario excéntrico.
    Y toda esta historia, turbia, por momentos violenta, comienza en el año 1964. En aquel momento los escritores norteamericanos como Stan Lee habían olvidado a Fitzgerald mientras veían a Hemingway llevarse el Nobel atrás del Pulitzer. Mientras todo se inclinaba en favor de otro estilo, John Cheever escribía, quizás ese año, no me acuerdo, “El nadador”. Las novelas y los relatos de Cheever cuentan historias muy cercanas a la del triángulo que forman Parker, Brant y Leeds, pero están escritos con una tinta más oscura. Betty Brant podría ser un personaje de Cheever, aunque no habría ningún Hobgoblin en el final, tal vez una vida mucho más pobre o mucho más rica, con seguridad una vida mucho más triste, y levemente anestésica. Ginebra y sensación de derrota.

13/9/10

por qué son estúpidos los turistas

    sobre la imposibilidad de vender cosas que no se encuentran en el mercado, para las cuales no existe vendedor ni comprador, como el aire o la sombra; el caso de la sombra, incluso, es más notorio, ya que no reporta ningún beneficio y no representa una necesidad (como el aire), todos podríamos vivir una vida placentera y tranquila sin sombra, Peter Schlemil no vio inconvenientes en vendérsela al diablo (único comprador de sombras que registra la historia de la literatura) y esa valentía le valió el apellido a Don Segundo
    ¿con qué excusa se podría, por ejemplo, contratar una póliza para la protección de una sombra con una compañía de seguros?; no se puede robar, ni romper, y tampoco se puede alquilar, o repartir; no es capaz de producir, en términos apreciables para el comercio, ningún beneficio, y esto se debe a que, ante la necesidad de sombra, a cualquiera le alcanza con abrir un paraguas o desplegar un diario sobre la cabeza
                                                 
                                                                              *
    el territorio nacional, y las divisiones político-económicas de ese territorio, componen el alimento ordinario de la más alevosa especie de burocracia; la letra misma de la ley, al entrar en contacto con la tinta de los catastros, vacila y se hace más tenue; de alguna manera los espacios comunes se convierten en espacios particulares, sin que surjan reclamos de ningún tipo, y esos espacios particulares se intercambian por dinero, sin despertar ninguna sospecha
    las playas de nuestras costas pertenecen, como todo el territorio de nuestro país, al estado nacional; administrativamente, los distintos fragmentos de esas playas son responsabilidad de las distintas provincias dentro de cuyas fronteras se encuentran; la provincia de buenos aires cuenta en su haber con la ¿propiedad? de las playas que revisten la postal marplantense, y de todo lo que se encuentra en ellas; cuando el turista abandona la última calle que lo separa del mar y sube a la última vereda que bordea la playa, incluso antes de tocar la arena, pasa de territorio administrativo municipal a territorio administrativo provincial
    un arreglo incierto, del que no se tiene memoria y que probablemente habite las entrañas de algún archivo húmedo y olvidado, cedió esas playas; el gobierno provincial, como representante (de algún tipo) del gobierno nacional (representante a su vez del ciudadano argentino que ignora todo esto), cedió esas playas al gobierno municipal de la ciudad de Mar del Plata la feliz, con la única condición – supongo – de no venderlas, pero mientras tanto, y para no perder el tiempo, se habilitó la posibilidad de todo tipo de explotación comercial
    la municipalidad, en una actitud característica de su acérrimo desinterés social, decidió no aprovechar esa oportunidad magnífica de conseguir dinero para mejorar la vida de los vecinos; en lugar de esto concedió esa oportunidad, mediante una serie de artificios y liturgias ambigüas, a los emprendimientos privados, transformando el bienestar de muchos en la superabundancia de unos pocos; estos privados consienten en ofrecer algo a cambio (una renta, alquiler o canon) pero se les debería caer la cara de vergüenza si se compara esa cuota con las ganancias que generan en el proceso
    lo que hacen estos privados es abrir un paraguas, extienden un diario sobre la cabeza de la gente, y les cobran; se los llama “balnearios”, y diversos avances tecnológicos les permiten montar una laberíntica sucesión de carpas y sombrillas, atendidas por sus propios dueños (o no), puestas al servicio del turista; en la jerga, a esa actividad, se la denomina “vender sombra”
    con “vista al mar”, la misma que se consigue en otras carpas girando la cabeza hacia un costado (pero en este caso el beneficio radica en no hacer ese esfuerzo), cuesta más caro


4/9/10

la ciega

    Mar del Plata durante el invierno, alrededor de las tres o cuatro de la mañana de cualquier día de la semana, es un páramo deshabitado. Las tonalidades de este paisaje van del gris asfalto al amarillo del alumbrado público, con parpadeos rojos y verdes en los semáforos. Los colectivos cruzan por las avenidas como balas en un tiroteo que se apaga, cada vez más dispersas. Todo se hamaca un poco, como si se tratara de un barco viejo mecido al ritmo de la marea, pero la causa real es el viento, que sopla sin descanso los doce meses del año, y el mar tan cerca sugiere la metáfora náutica.
    El frío es cruel e intenso, multiplicado por el viento y centuplicado por la lluvia, y un hombre en mangas de camisa desentona notablemente con el paisaje.  Este hombre en particular, al que acompañamos en su paseo, viste un pantalón ligero, mocasines, una camisa de mangas cortas y un sombrero. Camina con la ropa empapada en agosto, a las tres de la mañana, con las manos en los bolsillos. Pasea, sin apuro. La temperatura es de dos o tres grados bajo cero. La lluvia no se interrumpe.
    El tipo del sombrero camina por Irigoyen, al amparo de la municipalidad, y le faltan unos pocos metros para alcanzar la esquina de Luro. Los semáforos de la avenida colorean los chorros de lluvia y flamean en el viento, pasan algunos autos haciendo ruido sobre los charcos, a la derecha se agitan las copas de los árboles, en la plaza amplia y oscura.
    En esos metros antes de llegar a la esquina, el hombre del sombrero ve a la vieja aparecer por la izquierda. Una vieja contrahecha, torcida, vestida de negro, con un paraguas y un bastón blanco, grita. Se acerca al cordón de la calle golpeando ferozmente su bastón contra el suelo, grita y gira la cara en todas direcciones. Busca con los gritos en la oscuridad, no quiere que nadie se le escape. El filo de los huesos asoma en los hombros, en los codos, a lo largo de la espalda; el vientre es un bulto envuelto en chalecos de lana. Grita sin pausa para que la ayuden a cruzar la calle. El tipo del sombrero supone que la vieja lo escuchó acercarse y le reclama socorro. El tipo sonríe y se detiene, piensa en la mejor manera de abordar a un viejo conocido de carácter indócil.
    Aparece, también por la izquierda, otro hombre, un joven despreocupado. Cuando descubre al segundo peatón, el tipo del sombrero entiende que la vieja había escuchado a aquel sujeto que estaba más cerca, y por eso los gritos. El joven, apurado, desvía la mirada y asume una trayectoria satelital entorno a la vieja, para evadirla. Pero la vieja se da vuelta en el momento justo, y lo captura con la mano del paraguas, lo que provoca un revuelo de agua y los dos resultan empapados. El joven, para evitar mayores complicaciones, asume la conducta más cordial que su carácter le permite en esas circunstancias, y se dispone a esperar el semáforo con su diestra enlazada a la siniestra de la anciana, para cruzarla sana y salva hasta el otro lado, como su conciencia se lo dicta.
    La avenida, en ese momento, esta desierta. Sólo el viento la recorre soberbio e implacable. El brillo de los faroles se desparrama sobre el asfalto mojado, que se convierte en un río dorado y turbio. Grandes pozos de oscuridad entre los árboles, en las veredas, en las bocacalles y en el cielo, como pedazos de algodón negro.
    Cuando la hilera de semáforos que, de esquina en esquina, se extiende hasta el horizonte, pasa completa al rojo, todo el ambiente parece dar un vuelco de carácter, y el joven samaritano baja su pié izquierdo a la calle. Una pareja inusual que un día cualquiera y en condiciones climáticas deplorables cruza la avenida. El hombre del sombrero, en ese momento, se para en la esquina, en el mismo lugar que la pareja había abandonado.
    Avanzan despacio, incómodos, calados por la lluvia y azotados por el viento. La vieja se queja, con una voz distante y apagada, cada vez que se resbala. El joven de buen carácter trata de agarrarla más fuerte. Para cuando llegaron al medio de la avenida, pareció por un momento que la vieja decía algo con voz firme, o ser reía un poco, o regurgitaba. El hombre del sombrero mira desde la vereda, indiferente.
    El joven samaritano siente las uñas de la vieja atravesando la ropa, hasta hundir el filo desparejo en cinco puntos ardientes de su antebrazo. El reflejo inicial de quitar el brazo resulta perfectamente contenido por una fuerza inapelable. Los ojos de la vieja, blancos y húmedos como la leche, pero turbios y carentes de pupilas, se clavan en los suyos. La mirada, los ojos aguados, resplandecen. Diluidos y dilatados, aumentan el brillo hasta convertirse en un chorro sólido y enceguecedor. Una bocina estruendosa y desesperada, frenos que chillan sobre el asfalto mojado, una sombra se disuelve en el aire y el golpe de los huesos contra el acero implacable.
    El camión frena casi en la esquina siguiente. El conductor sale del vehículo y corre bajo la lluvia hacia el cadáver, arrojado mucho más lejos. En breve llegaría la policía y alguna ambulancia ociosa.
    El tipo del sombrero escucha, a su espalda, los golpes cortos y rápidos del bastón de la vieja contra el piso, estallidos con salpicadura de lluvia. Gira la cabeza hasta incluirla en su campo visual, pero sin dirigirle la mirada. La vieja se ríe con una risita corta y ensortijada, y le hace una seña, negando con la mano. El tipo vuelve la vista al frente y cruza la calle.

   

4/8/10

el contador

By extending an arm any one of them could have touched the eighth man, who lay on the table, face upward, partly covered by a sheet, his arms at his sides. He was dead.
Ambrose Bierce

    En el barrio Los Troncos de la ciudad de Mar del Plata, en una habitación ocupada por un cadáver y seis personas de pie a su alrededor, ya podía verse el último pedazo de sol hundirse en el horizonte a través de las cortinas blancas. El viento suave de enero hacía la noche agradable.
    La habitación, ubicada en el tercer piso de un caserón severo y ostentoso, estaba iluminada con una luz pálida; una lámpara de pie en un rincón, al lado de la biblioteca, y algunas luces encendidas en la araña del techo, de pulido bronce. Se había colocado con cuidado el cadáver, vestido con un traje negro, sobre una mesa grande; lo cubría una sábana impecable. Debajo de la sábana podía distinguirse el color de la corbata.
    Los hombres presentes no hablaban y evitaban mirarse unos a otros. Algunos caminaban unos pocos pasos, miraban la decoración, evaluaban la alfombra; otros esperaban parados con las manos a la espalda, con la vista en el techo o el piso, tensos e indiferentes. Todos estaban muy serios y circunspectos. Ninguno buscaba reposo en las sillas que se encontraban en la habitación, ni apoyándose en los muebles o en el marco de la puerta, que vigilaban con discreción. Cada tanto alguien miraba un reloj.
    Si alguno de aquellos hombres hubiera mirado por la ventana, habría visto un auto estacionando frente a la casa. Un auto grande y gris, flamante, fabricado en el extranjero con el propósito de impresionar a la gente pobre del tercer mundo, oscuro en la penumbra ámbar de la tardenoche, con todas sus luces rojas encendidas mientras retrocedía. Los focos blancos al frente iluminaron por un momento la soledad del asfalto. Cuando se detuvo, todas las luces se apagaron y se abrió la puerta del conductor. Una mano blanca asomó y se agarró del techo, le faltaba firmeza y buen pulso, se produjo un movimiento en el interior, después salieron las dos piernas juntas, girando al mismo tiempo. Desde la ventana, el observador no hubiera escuchado los bufidos graves y contenidos del visitante, que no terminaba de encontrar la fuerza suficiente para dejar el auto. El pantalón del traje se levantó un poco en el proceso, mostrando unos tobillos flacos y agudos, lo que hubiera hecho pensar en otro tipo de hombre, pero este era un hombre grueso, de panza y papada, y llevaba un anillo de oro, desde hacía muchos años, que le apretaba el anular derecho entrado en carne. Era además un hombre viejo, muy viejo, con la piel finísima, seca y satinada, llena de manchas hepáticas y verrugas, acumuladas principalmente en la espalda y en la nuca calva, sobre la cabeza laureada de canas. Cuando recuperó el equilibrio y terminó de acomodarse el traje, parado en la vereda, volvió a quedar en claro que se trataba de un hombre elegante.
    El contador. Así lo conocían y así lo llamaban, hasta no recordar nadie su nombre. El contador necesitaba descargar cierto equipaje, así que un empleado, el valet de la casa, lo ayudó en cuanto se acercó a la reja de entrada. El contador accionó un control remoto con botones rojos y verdes y se abrió el baúl del auto. El valet cargó en los brazos varios estuches grandes y cerró la puerta con un ruido seco, que llamó la atención de los hombres en la habitación. Entraron a la casa y ya no pudo vérselos desde la ventana. Pero nadie estaba mirando.
    En la habitación, minutos después, pudieron oírse pasos sobre la alfombra del pasillo. Sonó un ruido metálico en la puerta, llaves y engranajes de la cerradura. Un rechinar confortable de herrajes firmes. El contador entró acompañado por el valet que traía una lámpara. Caminaron hasta un escritorio junto a la mesa con el cadáver, desestimando las atentas miradas de los presentes; el valet conectó la lámpara y salió dejando la puerta abierta, volvió con los estuches del contador, los dejó sobre el escritorio y salió definitivamente. Se oyeron otra vez los engranajes de la cerradura y los pasos discretos en el pasillo, alejándose.    
 
    El contador, sentado al otro lado de un mueble de madera, mostraba todas las debilidades de su vejez. Parecía perdido en un mundo estrecho, limitado al perímetro escaso que alcanzaba con su casi nula visión, ignorante de los detalles del entorno. Hacía mucho esfuerzo con los músculos de la cara concentrando la vista, llenándose de arrugas, mientras se calzaba los anteojos gruesos. Le costó un rato acomodarse en la silla, después de sacarse el saco del traje y colgarlo con prolijidad en el respaldo. Se aflojó un poco la corbata con dos dedos de la mano izquierda, y se sirvió en un vaso el agua que lo esperaba sobre la mesa. Terminados los preparativos, comenzó a revisar los estuches con paciencia y cuidado, ordenándolos según la fecha que figuraba en letra ilegible en todas las solapas. Eligió uno, el primero en términos cronológicos, y lo abrió.
    Dentro del estuche, con el alarde de una tautología, había un pesado libro contable. Era un libro color borgoña, con el lomo verde oscuro y gastado, y anchas tapas de tela sucia. El contador lo acomodó con torpeza sobre el escritorio. Tropezó con la lámpara, derramó agua sobre la alfombra, necesitó correr algunos objetos y, al apoyarlo,  el libro levantó una tenue nube de polvo. En la portada también figuraba una fecha y el nombre del muerto; lo abrió en la primera página. Los seis hombres de pie se dispusieron a escuchar en silencio. La voz del contador era frágil y distante, con un fondo de desolación.
– señores – pausa considerable – doy comienzo…
    Vibró el aire un instante, las cortinas se agitaron y la luz vaciló. El contador inició la lectura del primer libro, en el que se narraban los inicios comerciales del occiso adyacente. No se trataba de un relato agradable, sino de la simple sucesión de detalles económicos y financieros, dispuestos bajo la estricta forma del debe y el haber, de los ingresos y los egresos, de las compras y las ventas y las subas y las bajas. Una larga progresión de asientos contables.

    El muerto había heredado los servicios del contador directamente de su propio padre. Así conseguía este milenario burócrata sus clientes. Formaba parte de las tradiciones familiares de determinada gente, se lo transmitían de generación en generación. Y desde el primer intercambio comercial, por insignificante que fuera, en el que un cliente intervenía en su temprana juventud, hasta el último de su agitada carrera a través del camino del dinero, quedaba consignado en los diarios contables. Ordenados y presentados con el detalle, la puntualidad y la obsesión del artista que retrata el universo en un grano de arroz.
Día tras día, hora tras hora, crecían las montañas de libracos en los prolijos e inconmensurables archiveros. El curioso podría asombrarse de que todo ese papel y todo ese esfuerzo se invirtieran en un grupo tan notablemente acotado de sujetos. La capacidad de trabajo, en este sentido, era muy limitada, y así crecía sin fronteras la cotización de los honorarios del contador, poniéndolo fuera del alcance de la mayoría inmensa de las personas.
    Sus servicios tenían, además, otro motivo por el cual eran tan solicitados, y recompensados generosamente.
    En la voz del contador retumbaban los tambores de incontables máquinas de escribir resonando infinitas en oficinas polvorientas sin ventanas. Leyó caudalosamente sus cuadernos con la monotonía de una cascada, imperturbable. Apenas se detenía para pasar de cada libro al siguiente, reemplazándolos sobre el escritorio, tragándose los años en minutos. Los seis testigos presentes escuchaban sin ninguna impaciencia, resignados al transcurso de la lectura, más o menos desesperando por tanta minuciosidad ociosa. Como un conjuro, como una exhortación, como una misa de clima solemne y ceremonioso, pero enrarecido.  
    Ninguno calculó con exactitud las seis horas que ocupó desarrollar la descripción de las íntimas actividades comerciales del muerto. Todos anticiparon con ansiedad el final de la liturgia cuando el contador abrió el último cuaderno.
    Este último cuaderno era, de todos, el más voluminoso. En este cuaderno ya no corría el tiempo, no transcurrían los días, no se cumplía el ciclo vital; el nacimiento, los sucesos, la muerte y la restitución a la naturaleza no tenían cabida en sus páginas. La portada indicaba escuetamente “balance”, escrito con letra impersonal: enumeración completa de los bienes, los objetos del mundo, los hechos concretos, lo perpetuamente existente. Exposición total y atemporal de la obra magna.
    Pero al cerrar el balance por la contratapa y apilarlo en el piso, como todos los demás libros, el contador exhaló una primera bocanada de aire atrapada quizás al comienzo de la noche, revolvió su portafolio y extrajo otro documento.
    Se trataba, en este caso, de una anticipación. Como todo lo anterior correspondía al pasado y al presente, ahora el contador ponía su atención en sentido contrario, y se proyectaba hacia el futuro. Explicaba con la misma parsimonia impersonal y exenta de sentido cuál era el destino que les esperaba a los dominios de aquel cadáver. Los asientos contables dieron lugar a un vigoroso enjambre de recitados jurídicos en el transcurso del cual se nombraron distintas deudas, una larga lista de herederos conflictivos, dificultades sucesorias de todo tipo, distribuciones, reparticiones, subdivisiones y tarifas, impuestos y comisiones de diverso calibre. Éste era un relato más interesante para quien hubiera soportado la insolencia, la soberbia sin límites de todo el desmesurado racconto anterior; un relato al que cualquier oyente hubiera agregado la cuota de cinismo y satisfacción por los males ajenos que el contador era incapaz de expresar.
    La luz azul gris del amanecer se fue deslizando paulatinamente en la habitación, mezclada con el resplandor amarillo de las lámparas, y nadie distinguió la lenta retirada de la noche, la llegada de la primera claridad del día. Cuando cualquiera hubiera afirmado que faltaba un solo segundo para ver el sol estallando en el horizonte, el contador dejó los últimos papeles sobre el escritorio, y todo quedó en silencio.
    Una ráfaga de viento caliente sacudió las cortinas. La sábana que cubría al muerto se agitó, la superficie se llenó de olas que la suspendieron en el aire y descendió sobre el cadáver un poco más al costado, apenas. El peso de la tela colgando a un lado de la mesa comenzó a deslizarla. La sábana se fue amontonando, lentamente, como una montaña de crema, en el suelo. Todos se dieron vuelta para mirar al muerto, que estaba al alcance de la mano, consternados.

    Al otro lado de la puerta, en el pasillo, también hacía su acto de presencia la luz del día. El valet que había recibido al contador seguía ahí; esperaba a una respetuosa distancia, con las llaves de la puerta en la mano. No había encontrado el ánimo necesario para cerrar los ojos y dormir en ningún momento de la noche. La voz del contador, como un murmullo de arena deslizándose, le había llegado a los oídos sin intermitencias de ningún tipo.
    En cuanto el valet descubrió que era de día, la voz monótona y muerta del contador, al otro lado de la puerta, se detuvo. Sintió arcadas y unas intensas ganas de vomitar que adjudicó a la prolongada vigilia. Golpes claros y fuertes en la habitación, muebles arrastrados, cuerpos cayendo al piso, retumbar en las paredes, a veces en puntos muy altos, golpes secos y rápidos, un estruendo contra el techo, vidrios estallando. De no haber sucedido tan rápido se podría haber sentido miedo y se hubieran escuchado, tal vez, algunos gritos. Silencio.
    La voz del contador, otra vez. El tono era distinto, las pausas y la fuerza de la voz eran otras. El contador no leía, hablaba con alguien. Un diálogo tranquilo, corriente, interrogatorios de rutina, otra voz le contestaba y a su vez formuló algunas preguntas.
    El empleado caminó hacia la puerta y la abrió, usando la llave. El contador y el dueño de casa se hacían respetuosas señales con los brazos extendidos para darse paso. Mientras caminaba expuesto a las primeras luces de la mañana, podía confirmarse – ahora sin la interferencia de la sábana – que la corbata de aquél lozano cadáver era roja.
    Atrás quedaba la habitación vacía.



20/7/10

sexo

“Estaba pensando qué mundo extraño 
es éste, donde tiene que estallar una 
guerra para que un tipo tenga una 
segunda oportunidad”
J. Maclaren-Ross


    Una mujer así corta el aire en cuanto aparece. Hay una serie de motivos para este repentino estremecimiento, motivos difíciles de enumerar sucesivamente en beneficio de una narración cualquiera. Una mujer así se impone sobre cualquier otro evento que suceda en su presencia, porque todo a su alrededor pierde interés e importancia, y porque el frágil encanto de colores y perfumes que produce no dura nada, como las apariciones fantasmales, tan desacostumbradas y arbitrarias que, en cuanto cesan, se deja de creer en lo que se acaba de presenciar.
    Así entró esta mujer una noche, cerca de las ocho, en pleno horario de furor comercial, en el cenit de la temporada turística de verano, a una librería llena de clientes, curiosos aburridos y empleados de uniforme negro. Todos los presentes, girando al unísono las cabezas con impúdica ostentación, le dedicaron una larga y atenta mirada concientes de que, mientras ella permaneciera en el local, sería la nota ineludiblemente dominante, opacando cualquier otro motivo de interés que hubiera llamado la atención hasta ese momento.
    Algunos incluso, después de hacer espacio entre las mesas y estanterías con libros para dejarla pasar, hicieron comentarios más o menos discretos mencionando su nombre.
    No quiero adelantarme, la dificultad radica en dar cuenta ordenadamente de los motivos que conceden un atractivo tan potente a una persona, en particular a una mujer, pero muchas veces las causas de ese atractivo se convierten en consecuencias, y entonces vemos las cosas al revés. Por ejemplo: a cinco o seis cuadras de la librería en la que entraba esta mujer, la marquesina de un teatro exhibía su retrato de cuerpo entero, en un cartel de varios metros de altura sobre la calle, iluminado por una buena cantidad de lámparas fulminantes. Semejante publicidad era la causa directa de que todos los presentes, o casi todos, supieran su nombre y se sintieran autorizados a sostener una serie de afirmaciones aberrantes relacionadas con ella.
    ¿Es la aparición en la marquesina la causa del atractivo, o es su atractivo el que había provocado, entre otras cosas, la aparición en la marquesina? Digamos que se trataba de una mujer sexualmente madura, es decir, ya pasados los treinta, físicamente apetecible como una fruta y perfectamente conciente de todas sus cualidades. Su belleza impecable le había permitido abstenerse por completo de la cirugía plástica, por más tiempo que muchas otras mujeres. Pero era indiscutible que esas cirugías encontrarían su momento, para una mujer como aquella era una cuestión inevitable.
    Su presencia no dejaba dudas, tenía lo que los directores de cine en otra época llamaban “ángel”.

    El calor del cuerpo. En eso pensaba Octavio cuando la vio entrar. Estuvo un rato buscando en la memoria su nombre. Al final no supo si lo recordó por su cuenta o lo escuchó primero en los susurros que se levantaron a su paso en todo el local.
    Octavio no miraba televisión ni asistía al teatro, pero era víctima como cualquiera de la publicidad. Al verla se le presentaron todas las telenovelas en las que ella participaba, un escándalo de pésimo gusto. Sin embargo la recordaba, entre tantas otras indistintas, como una de las pocas mujeres de ese ambiente que le habían gustado. Según entendía Octavio, al teatro se dedicaba con un esmero especial, como muchos actores. Tenía fama de ser una mujer con muy mal carácter.
    Pensaba en el calor del cuerpo porque la había visto, y había sentido todo el peso de esa presencia, con el cuerpo caliente debajo de una blusa suave, de colores que Octavio no pudo determinar.
    En un vistazo aproximativo confirmó la sospecha de que ella sería cuatro o cinco años mayor, lo que de alguna manera lo tranquilizaba un poco. Cualquier desplante que una mujer así pudiera hacerle, quedaría justificado por esa diferencia de edad. Porque Octavio también sintió en ese momento el peso de toda su insignificancia personal. Un tipo cualquiera, empleado de la librería entre siete u ocho empleados más. Ni siquiera podía disimularse entre los clientes, que se daban el lujo de verla de lejos. Él pasaría desapercibido como los muebles.
    El ambiente general en el local era un poco agresivo. Cuando un grupo de personas indistintas, desconocidas entre sí, reunidas por absoluta casualidad, se enfocan simultáneamente sobre el mismo asunto, el clima se tensa y rarifica, el espíritu de la turba asoma la cabeza. Lo más destacado era el esfuerzo de cada uno por contenerse y mantener su lugar, esfuerzo que flaqueaba y cada tanto dejaba escapar algún comentario indiscreto. Todo el mundo se imponía, no siempre con éxito, volver la mirada al libro que había quedado suspenso en la mano, o reanudar la conversación que se había interrumpido, sin encontrar verdadero interés en regresar a la normalidad.
    La única ventaja con la que contaba Octavio, según él mismo entendía, era una determinada agilidad de movimientos, que puestos en práctica representaban cierta probabilidad de que ella hablara con él antes que con cualquier otro empleado. La situación solicitaba el ejercicio de toda su discreción. No podía robarle la oportunidad a su jefe, cuya debilidad por la farándula y las mujeres era proverbial, y tampoco se permitiría caer sobre la famosa actriz como un cordero hipnotizado. Decidió hacer el intento hasta donde se lo permitiera su dignidad, y sólo porque se trataba de una mujer hermosa. Si muchas veces atendió con preferencia a otras, no iba a dejar pasar a esta.
    La actriz confrontó el peso de toda aquella curiosidad que se le dedicaba con una enorme carga de desinterés y frialdad. Deslizó la mirada sobre las cubiertas de los libros dedicándoles su  atención más ansiosa, e interrumpiéndose cada tanto para salvar el obstáculo que representaban las personas, a quienes evitaba con la mirada como si quedaran más allá de las fronteras de lo visible. Sólo levantó los ojos una vez, para ser atendida, sin elegir a ningún vendedor en especial. Octavio estaba a un paso de ella, pero herido por tan violentas manifestaciones de indiferencia, miró en otra dirección. La actriz levantó un libro cualquiera, soltó un “hola” en el aire caliente de enero, y le preguntó el precio a una de las chicas nuevas, varios metros más atrás, quedando Octavio plantado en el medio, como un ventilador de pié o un perchero que nadie pensaba utilizar en ese momento.
    La empleada caminó hasta pararse al lado de Octavio, miró el libro y dijo cortésmente el precio. La actriz dejó el libro y se acercó a la empleada con la notoria intención de realizar algún tipo de consulta. Tendría lugar una conversación con Octavio como testigo, con el mismo rango que las lámparas y los tablones del piso.
– hola – repitió la actriz – estoy buscando algo para leer – no le reprochemos esta pequeña tautología, en la pescadería todos piden pescado – ¿qué me podés recomendar?
    Un pedido de recomendación, para Octavio, era ya un buen augurio. Reducía considerablemente el número de empelados en condiciones de atenderla, excluyendo en primer lugar a su jefe. A continuación, todo el diálogo se produjo a su favor.
– ¿qué tipo de lectura te gusta? – consultó la empleada – ¿qué cosas leés generalmente?
– leo de todo, ahora estoy buscando alguna novela, algo entretenido pero que valga la pena, me gustan las cosas que tienen que ver con el cine.
    La empleada pensó un momento. Llevaba dos semanas en el trabajo, su experiencia laboral se reducía a una temporada vendiendo remeras en un shopping. Se la veía nerviosa y despistada, desconcertada al compartir por un momento, con la actriz, el espacio sobre el cual caía la luz de todas las miradas. Al local, discretamente, había entrado mucha más gente de lo normal.
– ¡ay! no tengo idea, voy a consultar, es un minuto

    Octavio dejó que su compañera se dirigiera al mostrador, y en ese momento intervino. Estirando la mano, sacó de una estantería a la derecha de la actriz el libro que buscaba, y le habló.
– ¿Que tengan que ver con el cine?
– si, con el cine – contestó ella sin mirarlo – pero no busco novelas que tengan su versión en el cine, lo que me gusta es otra cosa, no sabría explicarte
    El público del local empezaba a distenderse, y tal vez lo habrían logrado por completo si los curiosos no se hubieran renovado regularmente. Lo que comenzaba a pesar ahora, más que ninguna otra cosa, era la atenta mirada de los compañeros de Octavio que tal vez por envidia, tal vez por simple conciencia del deber, le recordaban con insistencia la obligación de mantener la compostura. La actriz, ignorando todo lo que sucedía a su alrededor, se dignó regalar con una mirada a su interlocutor.
    Octavio era bastante más alto que ella, lo que la obligó, con disgusto, a mirar hacia arriba. La cabeza completamente afeitaba y la barba llamaban de inmediato la atención de cualquiera. Los rasgos firmes y cuadrados resultaban agresivos pero se compensaban con la voz, serena.
– viajo durante la semana – aclaró la actriz – vamos con la obra a Gesell y Pinamar, acá estamos viernes, sábados y domingos.
    El panegírico laboral, en principio, resultó desconcertante. Octavio no encontraba ningún motivo (más allá de un predecible egocentrismo) para que la conversación se transformara en un anuncio de promoción. La disertación, por otra parte, le permitió observarla de cerca y con mayor comodidad. No es fácil sostener con firmeza la posición delante de una mujer tan atrayente. Octavio podía presentir con claridad la enorme capacidad (conjetural, por supuesto) de congeniar que irradiaban sus respectivos cuerpos.
– necesito algo para leer durante el viaje – aclaró – me aburro mucho en la ruta, y con mis compañeros me llevo bastante mal.
    Octavio podía calcular las horas de ese viaje, habiéndolo hecho muchas veces él mismo, pero descartó este elemento a la hora de considerar qué libro podría resultar adecuado. Recomendar un libro es una forma de arte muy escasamente apreciada. Lo primero que se siente, al enfrentar la tarea, es la limitación personal, la falta del acervo adecuado. En especial cuando se presenta a la vista una cantidad tan grande de libros desconocidos, como en una librería. Y el otro factor preponderante, además del propio gusto y conocimiento de los libros, es el conocimiento que se pueda tener sobre el destinatario de la recomendación. Recomendar un libro para un amigo, regalar un libro a un novio, a un padre, a un hermano, es más sencillo. ¿Cómo elegir una lectura para alguien con quien sólo se intercambia una docena de palabras?, es un pase de magia que realizan a diario montones de empleados en distintas librerías. No siempre con éxito.
    En última instancia, hay un fondo de azar inexplicable. Es un romance que se produce en una frecuencia diversa. Enamorar a una persona es el arte de mostrarle cualquiera de nuestras trivialidades, y lograr por este medio que nos vea tal como a nosotros mismos nos gustaría. La elección de lo que mostremos, la manera de hacerlo y los ojos con que nos miren, son todos factores aleatorios a la vez que decisivos. Por eso Octavio ya había elegido el libro que le parecía adecuado, lo había sacado de la estantería y lo tenía en la mano, incluso antes de empezar a hablar.
    El dato fundamental que confirmaba su elección era el comentario “con mis compañeros me llevo bastante mal”, y aquello del cine, y lo de “algo que valga la pena”, aunque no hubiera explicado con éxito cómo había llegado a una conclusión por estos medios.
– tendrías que leer éste
    Le alcanzó el libro que había leído una o dos semanas antes. “De amor y hambre”, de Julián Maclaren-Ross, británico desconocido. La edición era muy reciente, así que confiaba en que no la conociera. No existían (todavía no existen) otras traducciones del autor.
    ¿Qué tenía que ver esa novela con el cine o con cualquiera de las condiciones enumeradas por la actriz? Según la solapa del libro, el autor “fue novelista, cuentista, guionista de radio, de cine, y de documentales para la BBC”. Y eso era todo. A continuación se detallaba una larga lista de admiradores y admirados, entre los que destacaban Dylan Thomas y William Faulkner; un comentario acotado sobre la vida de Maclaren-Ross, quien murió “sumido en la paranoia y vencido por una adversidad en gran parte autoinflingida”, y el dato sobre la biografía escrita por Paul Willetts. Pero el tono y estilo de ese texto breve, la sincera admiración que se traslucía en el comentario de la solapa, fueron los que llamaron la atención de Octavio y lo llevaron a la  lectura. Acostumbrado como estaba a leer elogios de perogrullo en las portadas de todos los best sellers (Isabel Allende declarando “no me hubiera perdonado morir sin haberla leído” bajo los títulos de cuatro novelas diferentes), un comentario tan sentido y discreto no podía pasar desapercibido.
    La novela, por otra parte, es magnífica.
– es la historia de un romance algo trastornado, entre dos personas conflictivas, en una situación difícil – explicó Octavio, consciente de la necesidad de una buena argumentación a favor de su elección –, en Inglaterra, antes de la segunda guerra; la narración corre como agua, el tipo escribe increíblemente bien, con mucha habilidad para el montaje de la historia; los ambientes y los personajes tienen esa cosa del cine que estás buscando
    La actriz ojeaba el libro distraída, pero volvió a levantar la mirada, como leyendo algo en los gestos de Octavio, que agregó despacio:
– leé la solapa
    Y leyó la solapa. En esos cuatro párrafos se decidía la intervención de Octavio. Volvió a levantar la vista después de la lectura y lo primero que dejó traslucir, junto con el entusiasmo, fue una medida de alivio.
– siempre me cuesta mucho salir a comprar libros, tardo horas en decidirme – la mirada era más suave, el tono de la voz más accesible – ¡qué bueno haber encontrado algo tan rápido!
– estoy seguro de que te va a gustar, la leí hace muy poco, y ahora ya la estoy leyendo de nuevo
– mirá que si no me gusta vuelvo – amenaza cordial – ¿y te parece que me va a alcanzar? no es muy larga, tengo que llegar hasta el viernes
– eso depende de la velocidad a la que leas, si querés te busco otra cosa
    La conversación se estiró por este camino. Buscaron entre los dos algún otro libro, sólo por compromiso de comprador, el prurito de no dejarse llevar por el primer arrebato. En el proceso, los dos se miraron con una dosis importante de indiferencia, cumpliendo hasta el final los roles del comercio.
– podés pasar por la caja, ahí te cobran
– muchas gracias
– de nada, hasta luego

    Una semana más tarde, con el impacto que causa un trueno inesperado en la noche cerrada, volvió a entrar en la librería. Esta vez Octavio no la vio venir; por motivos indefinidos, relacionados con ciertos pecados laborales y una pelea a trompadas, estaba desterrado en el depósito a cargo del trabajo pesado.
    Por segunda vez se produjo el murmullo general y un camino espontáneo se abrió a su paso hasta el mostrador. Un momento después Octavio escuchaba su nombre coreado a gritos en la voz de su jefe y alguno de sus compañeros. Asomó la cabeza por una de las ventanas que daban al salón, y mirando hacia abajo la vio. Estaba sentada en una banqueta alta, como los clientes habituales, cruzada de piernas, sonriendo. Miraba hacia arriba, y lo descubrió manifestando toda la expresión de su desconcierto.
    En el depósito hacía tanto calor durante el verano, que los condenados trabajaban ahí en cuero, y descalzos. Octavio se puso la camiseta negra con el logo azul de la librería y se calzó las zapatillas al vuelo, mientras saltaba de a cuatro los escalones de la escalera. No corría al encuentro como un enamorado, pero la exhortación patronal parecía imperiosa. Había en ese reclamo algún despecho que Octavio esperaba apaciguar con abnegación laboral.
– pregunta por vos – dijeron abajo, con tono pretendidamente irónico – quiere otra recomendación.
    Los comentarios se hacían sin cuidarse de la mujer que sentada en la banqueta escuchaba todo con claridad, sonriendo compasivamente. Octavio sintió un acceso de vergüenza. Cruzó todo el mostrador hasta ponerse del otro lado de la actriz, dejándola en el medio entre él y sus compañeros que no parecían dispuestos a pederse una sola palabra de la conversación. Si no podía tener un momento de tranquilidad, ni podía evitar las caras de idiotas desaprensivos de los demás vendedores, por lo menos podía ponerla a ella de espaldas, ahorrándole un espectáculo tan lamentable.
– me pasé todo el viaje sin nada para leer – fue lo primero que dijo, simulando antipatía – la novela que me recomendaste me duró dos horas
    Podría haberse presentado con las mismas prendas de la semana anterior y Octavio no lo hubiera notado, como no notaba ahora la diferencia en el vestuario. Sobresalía, según lo veía él, una claridad y una transparencia de belleza reposada, sofisticada y abrumadora. Era imposible distinguir cualquier detalle, entrar en matices. Llamaba la atención, apenas, la cartera sobre la que descansaban las manos finas y blancas. Una cartera muy chica, con dos manijas largas, rígidas y delgadas. Tal vez desentonaba un poco con la armonía del conjunto, debido a su rara e inexplicable exhuberancia.
    Lo miraba de otra manera, declarando abiertamente que había vuelto a buscarlo para el siguiente libro.
– ¿te gustó?
– es increíble, no pude soltarla hasta el final, empecé saliendo de Mar del Plata y cuando llegamos a Pinamar ya la había terminado, ¡ay! ¡cuánto te odié! ¿de dónde iba a sacar algo para leer?
– hay librerías en Pinamar
    El tono indiferente de Octavio fracasaba. El entusiasmo de la mujer era tan notable que la hacía todavía más hermosa para cualquiera que estuviera mirándola, y Octavio la tenía muy cerca.
– ahora tenés que encontrarme algo más largo, y que no me haga llorar
    Octavio descubrió en ese momento la capa de transpiración tibia en la superficie su cráneo afeitado, cubriéndolo como una mano de pintura; intentó acomodarse la remera negra, vieja y sucia con la mugre del depósito; quiso controlar la respiración agitada por el esfuerzo del trabajo y la carrera por la escalera. Sintió el peso de las miradas a su alrededor como un grave estorbo a la hora de pensar con tranquilidad, y la necesidad de responder inmediatamente, y acertar por segunda vez, lo cohibieron por completo.
    No es fácil elegir un libro así, de la nada, sólo por efecto de la intuición. Es casi como embocar un pleno a la ruleta, pueden pasar años hasta acertar el siguiente. El libro de Maclaren-Ross parecía hecho a la medida no sólo de aquella lectora, sino de toda la situación. Era un mensaje claro y directo sobre lo que se quería decir. La sensación de victoria era completa, tan completa que no volvería a repetirse.
    La mujer no daba, por su parte, con el tono adecuado. Ahora parecía incómoda en el entorno que antes había ignorado con tanto éxito. Hablaba con naturalidad forzada, y en su afán de permitirle a Octavio que se tomara el tiempo necesario para pensar, sólo lograba que Octavio se sintiera más apurado y atolondrado.
    Revisaron varias opciones. Las dos o tres propuestas iniciales resultaron rechazadas. La condición de que el libro durase una semana era implacable. Además, ella había recibido algunas recomendaciones de otras personas. Todos los libros que mencionaba a Octavio le parecían estúpidos e inconsistentes. Intentó no poner mucho énfasis en esas opiniones, pero ella lo notó con desagrado. Elegir el segundo libro fue una tarea mucho más complicada. Al final se decidió por un libro cualquiera, incapaz de ponerse a la altura del anterior.
    La gente y los demás empleados despejaron el paso hasta la caja, así que en esta segunda oportunidad Octavio se vio en la obligación de empaquetar y cobrar el libro. Se acomodaron cada uno en su lado respectivo del mostrador donde, mientras se imprimía la factura, la actriz apoyó su cartera para buscar la plata. Las manijas delgadas de la cartera le llegaban a la cara, y con unos labios mullidos y frescos y los dientes blancos sostuvo una de las manijas para que no estorbara. Esto pasaba a veinte centímetros de la cara de Octavio, que no podía sacarle los ojos de encima. Ella levantó la vista y lo miró un momento a los ojos, la volvió a bajar y siguió buscando, mordiendo todavía la manija de la cartera, con el labio inferior ligeramente aplastado en un costado, insinuando las más suaves impresiones de los besos. En ese momento hubieran jurado que nadie estaba viéndolos.
    Pagó, saludó cordialmente y con mucho aplomo y elegancia, con ritmo profundo de mujer, le dio la espalda y se fue, repitiendo, como la primera vez, que volvería en una semana.
    Los pecados laborales y los encuentros pugilísticos reiterados dejaron a Octavio fuera de combate y sin trabajo. La tercera vez que la actriz volvió al local Octavio ya no estaba. No hubo una cuarta.

8/7/10

Outcast

            todo es fiebre y delirio y algunos creen con fe (otros no), algunos se sumergen y se dejan arrastrar, otros resisten hasta sucumbir; narrar es ponerlo afuera para que no nos consuma en su combustión inexplicable

            Caminaba junto a mi padre, a quien me resulta imposible llamar “papá” o “viejo” como a él le gustaría (y como de vez en cuando me lo reclama), así que lo llamo por su nombre o, cuando lo menciono en tercera persona, me refiero a él como “mi padre”, sabiendo que esa fórmula tan rígida y formal le resulta detestable y poco adecuada. Se llama Horacio, es médico, un tipo exitoso y – como todo tipo exitoso – muy conservador, lo que va muy bien con sus más de sesenta años, sus canas y su carácter de autosuficiencia indestructible. A pesar de todo es un tipo sensible, sabe llorar cuando lo encuentra adecuado. La caminata misma resulta inexplicable por varias razones. En primer lugar porque yo iba andando a su lado, en bicicleta, mientras él caminaba, y sería difícil explicar por qué mi padre iba a pie en lugar de trasladarse en esa especie de apéndice de su personalidad que es su auto. En segundo lugar, porque llevábamos muchos meses sin vernos, tal vez más de un año en aquel momento, debido a las distancias que separan nuestros respectivos hogares, y a otras diferencias personales.
Caminábamos por alguna calle de Mar del Plata, cerca de la biblioteca municipal, un mediodía solar de primavera, a media semana, sorteando un tráfico espeso de taxis y colectivos, peatones, veredas rotas y obras en construcción. Mar del Plata se parece mucho a cualquier lugar, a Ramos Mejía por ejemplo, cerca de la estación de tren, sobre Rivadavia, un día de semana con gente. Sólo tiene la ventaja de estar cerca del mar, por donde evacua mejor la mugre. La comparación no es accidental, elijo Ramos Mejía intencionalmente, porque es el mejor ejemplo en mi memoria de un lugar hostil, ajeno a la naturaleza de la vida. El tipo de lugares que elegimos para vivir las personas.  
En los escenarios que presentan agitación y movimiento, preferentemente de carácter laboral, Horacio se mimetiza. En la calle por ejemplo siempre parece un tipo muy ocupado, sin tiempo para prestar atención a nada, compenetrado con la corriente general de la vida hasta dominarla. Yo no puedo eludir el trasfondo de profunda irracionalidad que asoma por todas partes y me quedo cortado, expectante e incómodo, sintiéndome fuera de lugar. Hablábamos del almuerzo y de las distintas razones por las que nos veíamos obligados a separarnos pocas cuadras más adelante; él venía de resolver alguna cuestión de trabajo y todavía se le presentaba una larga serie de tareas impostergables de las que debería ocuparse por la tarde. Es director de una clínica privada en Buenos Aires, de cuyo prestigio suele vanagloriarse, pero sin grandes ostentaciones. No me puedo imaginar cuáles serían en aquel momento sus compromisos marplatenses. A pesar de trabajar rigurosamente de saco y corbata, ese día vestía ropas informales, aunque no sin elegancia, esa elegancia tan característica de la gente que se siente incómoda fuera del ámbito de sus tareas regulares, y que busca por todos los medios que su imagen nunca deje de asociarse con su profesión: mocasines oscuros, pantalón de vestir, camisa pálida, blanca con finísimas rayas rojas verticales, prolijamente arremangada en dobleces grandes, rectos, y luego todos sus accesorios, reloj, cartera de cuero, delicados anteojos bifocales y un grueso y brillante llavero, rebosante de llaves y pesados adornos. Caminaba con aplomo, mirando al frente, atendiendo a los obstáculos pero evitándolos sin dificultad.
Yo iba con una bermuda de jean, zapatos claros de nobuk sin cordones, algo gastados, regalo de mi hermano, y una camisa clara, a cuadros, con dos o tres años de uso, muy fresca, los botones superior e inferior desabrochados, al igual que los puños, que el viento cálido llenaba de movimiento. Iba montado en la bicicleta, subiendo y bajando de la vereda según resultara conveniente, medio pedaleando y medio empujándome con las puntas de los pies, atento al manubrio vacilante y a las contingencias del camino. Cruzada sobre el pecho, la cinta de un morral de cuero con libros y cuadernos que cargo, sólo por hábito, a todas partes, colgando a mi derecha.
No estaría de más señalar una diferencia. Mirar televisión, para Horacio, equivale a programas deportivos tediosos y extensos. Golf y carreras de fórmula uno los domingos, arrancándo a las siete de la mañana, después de haber preguntado toda la semana a qué hora empieza la carrera, a personas que este asunto no interesa. Películas de James Bond en la casa de su cuñado (aunque ya perdieron la costumbre), las novelas que su segunda esposa mira ocasionalmente mientras él almuerza e ignora el televisor. También partidos de fútbol, es hincha de boca, único rasgo popular de su carácter. Escucha las noticias por la radio en el auto, viajando al trabajo. Es el único reemplazo que encuentra para el ruido de la televisión y las personas ajenas, mientras maneja. Yo veo dibujos animados, sin sonido, y pongo música.
Al doblar por Catamarca, justo en frente de la entrada a la biblioteca, se nos presenta el andamio de una obra que estrechaba la vereda, ya muy angosta sin semejante aparato, y debimos bajar a la calle.
– yo sigo, tengo que cruzar – me dijo Horacio mientras buscaba un espacio para pasar entre los autos estacionados – mirá vos qué casualidad, acá viven los Paura.
            Me señaló el edificio siguiente al andamio de la obra, detrás de un árbol, pero desde donde estaba yo, detrás del andamio, no se veía claramente. Él cruzó la calle despidiéndose y yo seguí unos metros buscando el edificio señalado. Pasaba mucha gente en todas direcciones, peatones, albañiles, por la vereda, entrando y saliendo del edificio de puertas acristaladas, algunas personas reunidas ahí mismo conversaban a viva voz y entorpecían todavía más el paso. Unos metros más adelante había un puesto de diarios, exhibición heterogénea de tapas de revistas, libros, discos, etc. En plena calle estaba (junto a un montón indiferente de desconocidos) tristemente acorralado.
            La familia Paura, hasta donde yo sabía porteños de toda la vida, mantenía relaciones ancestrales con mi padre. Carlos Paura y él se conocían desde muy jóvenes, y la relación que comenzara como contacto casual, se transformó al paso de los años en una de las más íntimas del acervo paterno. Además de grandes amigos, mi padre se convirtió casi inevitablemente en el médico de cabecera de la familia Paura. Como muchos de los vínculos de mi padre, sus relaciones con los Paura se vieron interrumpidas durante los once años de matrimonio con mi madre – otro ser en este mundo con el que no tengo la confianza necesaria para un trato más íntimo – pero luego de ese paréntesis, retomaron alegremente el contacto, sin que se produjera mella en su mutuo afecto. Yo no conocí a los Paura hasta después de ocurrido el divorcio, y mis contactos con ellos no pasaron de dos o tres encuentros casuales, tal vez con ocasión de algún festejo navideño, quizás un cumpleaños, y poca cosa más. Como todos los amigos de mi padre, los Paura se mostraron circunstancialmente afectuosos conmigo, con ese tipo de afecto que intenta ser más una señal de aprobación para el progenitor que un intento de acercamiento sincero para con la prole, el tipo de acercamiento que se hace “desde arriba”.
            Desde mi último encuentro con los Paura del que yo tuviera memoria, no habrían pasado menos de diez años.
            El edificio no tiene más de tres o cuatro pisos y, a pesar de ser un poco estrecho, la fachada presenta seis soberbios balcones; desde la vereda se adivina que cada piso coincide con un departamento. El portero eléctrico, además del timbre del encargado,  consta de sólo tres botones. Rematando el timbre en el primer piso, una placa de bronce: “Dr. Carlos Paura”. El Doctor Paura es, si no me falla la memoria, abogado.
            Mi bicicleta se desvaneció en el aire, dejé de prestarle atención cuando vi salir por la puerta, esquivando a la gente que iba y venía, como yo mismo lo estaba haciendo en aquel momento, a dos hombres maduros cargando bagaje tal vez de pesca o de camping, hablando con desenvoltura. Uno de estos hombres, con una barba candado llamativa y puntiaguda, campera náutica roja, de los dos el que llevaba el bolso más grande, iba revolviendo un ruidoso llavero, buscando el interruptor de la alarma de un coche cercano. Ese hombre, intuí sin ninguna seguridad, podría ser Carlos Paura. Carlos Paura comparte ampliamente los gustos televisivos de mi padre, permitiéndose una más nutrida variedad de películas de acción.
            Al cruzarme con él en la vereda, y a pesar de no poder confirmar que fuera el amigo de mi padre, me sobrevino la convicción de que, si él salía, atrás quedaba su casa vacía. Esta convicción fue, desde todo punto de vista, irracional e injustificable. En el caso de que aquel tipo fuera Carlos Paura, podrían estar todavía en su casa su mujer o sus hijos, una empleada doméstica, cualquier pariente, un electricista. Pero su paso me absorbió como un reflujo, como una marea inversa, y me sentí arrastrado hacia el edificio como arrastran las olas en el mar cuando se retiran. Pasamos muy cerca, hombro con hombro, al mismo tiempo, por debajo del amplio marco de la puerta de acceso.
            En el caso de que efectivamente se tratara de Carlos Paura, no dio la menor señal de reconocimiento al cruzar miradas conmigo. Esto ya me había pasado otras veces con gente que trato a diario. Lo adjudico a un cambio notable que se produjo en mi aspecto físico durante los últimos meses y que no está de más explicar, aunque no sea otra cosa que una circunstancia bastante tonta. Durante mucho tiempo, desde los doce o trece años, mantuve la costumbre de afeitarme regularmente la cabeza, y también la cara cuando comenzó a ser necesario. Y esto lo hice por espacio de casi veinte años, hasta que cambié la costumbre de pronto, y ahora me veo en el caso de tener que ser presentado nuevamente a casi toda la gente que conozco, quienes no me descubren detrás del pelo largo casi hasta los hombros y la barba espesa. El camuflaje capilar, en pocos meses, me sumergió en un cálido anonimato; hasta he sentido en mi entorno un impulso reflejo al rechazo, un impulso espontáneo, desde que mi imagen personal se volviera un tanto barbárica, un poco menos civilizada, aunque esto no va más allá de la  primera impresión. Por mi parte no se trata de un cambio psicológico o moral, no pasa de ser una nota física, quizás llamativa, pero nada más. Y el rechazo del que hablo no llega al extremo brutal de la marginación, es simplemente la consecuencia de un prejuicio que antes no había notado. Quizás sea más fácil explicarlo en relación con los desconocidos: los desconocidos que cruzo por la calle, los mismos que tal vez antes se sentían libres de sostenerme la mirada, incluso de examinarme detenidamente si por casualidad se producía el contacto visual, ahora tienden inmediatamente a desviar su atención al verme. Es un acto impensado, espontáneo, y descubro que caigo inmediatamente dentro de cierta categoría preconcebida, debido a la cual, antes de que me echen una mirada en toda regla, deciden no mirarme. Y esa misma decisión es la que descubro a veces en gente que sí conozco, pero que no está informada del cambio de aspecto y momentáneamente no me reconoce.
            Y tal vez sí, tal vez el cambio físico incluya de alguna manera un cambio personal de otra especie.
            En el hall del edificio también circula una buena cantidad de gente entrando y saliendo de los ascensores. Un grupo indeterminado, frente al espejo que cubre toda la pared derecha, espera pacientemente que uno de sus miembros finalice una conversación por celular, personal de maestranza trasegando herramientas y elementos de limpieza, alguien se ocupaba de arreglar las plantas que adornan unas pesadas macetas rojas. Todos flotan sobre una brillante superficie de cerámica, porcelanato. Limpiar, pulir y perfumar son los verbos en los que se piensa inmediatamente al entrar a ese tipo de edificios, como en los shoppings (o no, yo pienso en esos verbos porque me falta el hábito de los edificios limpios, de pisos pulidos y ambiente perfumado, y quienes sí tengan esa costumbre ya no lo notan). Nadie me presta atención, lo que me produce la impresión de que a mi paso todos miran en otra dirección, o que incluso no hay nadie ahí con órganos aptos para la percepción, caras sin ojos, lisas y exentas de toda irregularidad, excepto tal vez la mujer del teléfono, que apoya el aparato contra una oreja intuible (oculta bajo el cabello oscuro) y que modula sonidos a través de un orificio bucal de frutillas y marfil.
            Gané discretamente la escalera, poniendo toda mi intención en pasar desapercibido, lo que no demandó gran esfuerzo. ¿Por qué entraba? No intenté resolver esa duda en ningún momento. Me movía impulsado por los vagos recuerdos de la familia Paura, que me daban una sensación de autoridad impune, permitiéndome suponer que, en el caso de ser descubierto, aquella familiaridad trasnochada y la evocación del nombre de mi padre me protegerían de cualquier eventualidad. Para todo puede encontrarse una buena explicación, si se logran las mínimas condiciones de diálogo necesarias entre cualesquiera interlocutores.
             Como me había imaginado, en el pasillo del primer piso encuentro dos puertas. Una oscura, la del ascensor, y la otra blanca, de finas molduras, justo enfrente, la del departamento. Probando el picaporte descubro que está cerrado, pero la puerta se mueve haciendo sonar las trabas de la cerradura, invitándome a concentrar toda la atención en el mecanismo. Pero digo mal, no era en el mecanismo en lo que se concentraba mi atención, sino en la posibilidad de superar sus engranajes, en el procedimiento necesario para desplazar sus muescas y pestillos. De la billetera saqué un carnet plastificado y lo introduje entre el marco y la puerta, como tantas veces vemos en las películas, amplificando mi sentido del tacto a través de la superficie plástica, tanteando con la tarjeta la superficie fría de la madera pintada, reconociendo las formas rectas y todavía más frías de la cerradura. No había llamado a la puerta, ni intenté tocar el timbre que descubro tarde, a la derecha, casi a la altura de mi pecho, mientras deslizo mi lámina flexible hasta descifrar la clave correcta y abrir la puerta. Irracionalmente persistía y no tenía dudas de que la casa estaba vacía.
            El lugar aquel debía resultarme necesariamente familiar y conocido, aunque de manera brumosa y resentida por el paso de los años. Mis recuerdos, ya tan viejos, chocarían contra sí mismos y contra el trabajo de los habitantes de aquella casa, dedicados durante tanto tiempo a mantenerla y cuidarla, a renovarla, a pintarla y cambiar muebles y lavar las cortinas. Esa familiaridad me tranquilizaría, sería una prueba más de mi autoridad sobre ese espacio porque ¿se puede decir que no nos pertenece lo que tomamos de nuestra propia memoria? Y me encontré con lo que esperaba, una combinación perfecta de lo conocido y lo desconocido, un conjunto de elementos que me daban la bienvenida entre una oleada de factores que me rechazaban, que me resultaban impenetrables. Una travesía imperfecta sobre las aguas del Leteo.
            La casa es blanca y luminosa, limpia, fresca. Junto a la puerta una mesita blanca, con dos cajones de herrajes dorados y un florero encima, flores azules, donde la costumbre acumularía las llaves y la correspondencia. Una silla sobria y un perchero de pié, vacío. A través del largo pasillo destaca, al fondo, el movimiento ondulante de las cortinas, las persianas abiertas de los balcones que antes había  visto desde la calle, los pesados muebles de la sala. A lo largo del pasillo una serie de puertas y bifurcaciones permiten intuir la ramificación orgánica de la casa. Por debajo del silencio un latido, como el sonido crujiente de un barco viejo en alta mar. Todo está en calma y reposo.
            Ignorando livianamente todas las convenciones que deberían evitarme aquella situación, que deberían impedirme semejante invasión, una pregunta se presentó impostergable. En mi conciencia la pregunta ¿por qué estoy haciendo esto? ya se había rendido sin encontrar respuesta, porque “hacer eso”, digamos, la “invasión”, respondía a una llamada íntima e inexplicable. Pero a la pregunta ¿para qué, entonces, estoy haciendo esto? no podía dejarla sin respuesta. Ahora que estaba ahí, algo habría que hacer, para empezar explorar y recorrer, en silencio, expectante de todo sonido, de cualquier presencia. ¿Y después? Después la apropiación del espacio, aquel recupero de los recuerdos traspuestos a la realidad, ese movimiento de la memoria que me dio el primer impulso, que despejó cualquier duda y que me franqueaba todos los pruritos y todos los obstáculos que pudiera ponerme a mí mismo, tomó cuerpo concreto, se hizo prosaico y real, se concretó sobre los objetos. ¿Es que había entrado a robar? Suponiendo que, por el sólo hecho de haber estado ahí alguna vez (aunque ni si quiera esto fuese seguro), me sentía dueño de todo eso que ahora volvía a descubrir,  ¿pretendía hacer efectiva esa sensación de propiedad?
            Me detuve en medio del pasillo, para inspeccionar mi conciencia. ¿Entraba como ladrón en aquella casa?, cualquiera que me descubriese podría afirmarlo con total seguridad. Pero aunque así fuera para todo el mundo, ¿debía yo asumir esa sentencia como propia? Nada de lo que me rodeaba en ese momento me pertenecía, pero yo había entrado asumiendo su pertenencia, apoyando mi derecho en la materia – para mi tan concreta, aunque velada – de mis recuerdos. Lo que intentaba definir era el paso siguiente, el definitivo, el condenatorio: ¿qué haría a continuación?, ¿metería cualquiera de los objetos que por ahí encontrase en uno de mis bolsillos y me lo llevaría a mi casa? ¿como trofeo? ¿por necesidad? ¿por arrogancia?
            ¿Cómo es posible, por otra parte, que los Paura, familia tan porteña por tradición y por elección, tengan su casa de siempre en Mar del Plata, a no más de quince o veinte cuadras de mi propia casa, y esto sin que yo lo hubiera descubierto durante tanto tiempo? Esta casa que yo conocí en mi adolescencia, en Buenos Aires, no puede estar enfrente de la biblioteca municipal, a la que concurro semana tras semana, sin haber visto por ahí a ninguno de los Paura, jamás.
            Al avanzar descubro una aserie de habitaciones vacías, quietas, un baño, cuadros en las paredes que me resultan lejanamente conocidos. Pensé en llegar a la sala de los balcones, pero preferí no acercarme para evitar que me vieran desde afuera y dieran el alerta. Girando a la derecha me interno en la cocina. Como en tantas otras casas, es este ambiente el más visitado por sus ocupantes. Sobreabundan los utensilios de uso cotidiano, tazas y platos, manteles y repasadores, multitud de papeles sujetos con imanes al frente de la heladera, el reloj del microondas marca las “12:27” con dos puntos titilantes entre los números, un televisor instalado sobre un soporte de pared, su control remoto en la mesa junto al diario del día, un reloj de agujas con forma de girasol, cortinas a cuadros en la ventana, sobre la mesada, flameando sobre un exprimidor de naranjas cromado. Sentí la tentación de revisar los cajones, las alacenas, abrir la heladera buscando frutas, golosinas, helado. Me contuve con una puntada de resentimiento, el deseo era grande pero la necesidad de silencio mucho mayor. Ahora extrañaba una hipotética familiaridad más importante, una familiaridad concreta que se desprendía de todos aquellos objetos sin pertenecerme, que me hablaba de Carlos Paura sirviéndose café en una taza blanca, preparado en aquella misma cafetera que estaba mirando pero que no podía tocar, mientras su mujer apuraba a los chicos para la escuela o para la facultad, con la televisión encendida en las noticias de la mañana. Una familiaridad colectiva que mi propia vida no había conocido jamás.
La posesión (de cualquier cosa) es el acto más brutal y convencional de la vanidad, y las convenciones, por más brutales que sean, echan gruesas raíces en nuestra conciencia. Nuestra conciencia y nuestra vanidad son la misma cosa.
            Del lado opuesto de la cocina encuentro otra puerta, con marco metálico y vidrios esmerilados, iluminados. Salgo por esa puerta y encuentro un patio amplio, acristalado, lleno de sol y plantas en canteros y macetas, piso rústico de baldosas claras con figuras amarillas, una parrilla, algunos muebles de fundición pintados de blanco, una mesa larga, bancos y sillas con almohadones en fundas plásticas, soportes para las macetas, todo el conjunto da la impresión de haber sido largamente calculado para resultar espontáneo y agradable. Del otro lado del patio, en desorden, herramientas de jardinería, una regadera verde de lata y un par de bicicletas. Evalué la tentación de regar las plantas, de revolver entre la leña y el carbón, de sentarme un rato en alguno de los bancos y disfrutar el sol derramado por ventanales amplios, altos hasta el techo. Las voces sonaron en el pasillo y se abrió la puerta por la que yo había entrado al departamento sin darme tiempo a nada. Dos voces de mujer, ruido de llaves, bolsas de supermercado, la puerta otra vez, cerrándose. Avanzan por el pasillo.
            Crucé la cocina en dirección inversa y asomé la cabeza apenas. Dos señoras: una muy arreglada, seguramente la esposa de Carlos Paura; la otra, que caminaba hacia la cocina cargando las bolsas con las compras, más desprolija y casual, tal vez una empleada doméstica. Otro esfuerzo de la memoria intentando reconocerlas, esfuerzo infructuoso. Sé que la Señora de Paura mira telenovelas nacionales, tiras de ficción con actores de moda, cuyas vidas sentimentales sigue con atención en las revistas del corazón, tolera con estómago firme las películas de acción que mira su marido, y de vez en cuando logra intercalar alguna historia romántica, o dramas de cotillón con final feliz. La otra mujer es del tipo que se mantiene con una estricta dieta de productos venezolanos.
Tenía que salir de la cocina (a donde seguramente llevarían esas bolsas) y pensé refugiarme en algún baño, para lo que tendría que cruzar el pasillo, y me imaginé que podría hacerlo rápido y sin ser visto, contando con la ventaja de que las mujeres no suponían mi presencia, pero fue imposible. Una nena de unos catorce años salió corriendo de detrás de las mujeres, corrió por todo el pasillo hasta la sala de los balcones y encendió la televisión, pasó justo delante de mí sin verme, iba con uniforme de colegio, jumper gris, camisa blanca, sweater azul, el pelo trenzado, apenas la vi de espaldas. Empiezo a transpirar, sufro palpitaciones, en un delirio vertiginoso se me presentan mil escenas de escándalo, algunas de las cuales incluyen oficiales de policía y ambulancias.
            Vuelvo silenciosamente al patio, apoyándome en el marco de las puertas, me tiemblan las manos y mis pasos vacilan. Las mujeres hablan trivialidades y desorientan, no se por dónde aparecerán, cómo evitarlas sin que me vean. Me abruma el desconocimiento de la casa. Busqué sin esperanza algún lugar para esconderme y cuando el patio me parecía el lugar más seguro, las dos mujeres llegan por una puerta que no era la de la cocina y que yo todavía no había visto. La señora Paura fue la que me descubrió, parado en el medio del patio, y quedó paralizada, pálida, agarrándose el pecho con la mano derecha, mientras la otra mujer le sigue hablando muy concentrada en las bolsas y los gastos de la casa. La señora Paura retrocede dos pasos, con tanto miedo como yo mismo, buscando algo de que agarrarse con la mano libre, hasta que  encuentra la ropa de su acompañante. Pegó dos tirones a la pollera de sarga y logró que la otra mirara al frente. La situación se desencadena con el grito de la empleada.
– ¿y usted quién es? – preguntó la dueña de casa, alarmada – ¿qué hace acá?
            Quise responder, pero me desconcertó la segunda pregunta. A la primera hubiera respondido con gusto, me hubiera ocupado una cantidad de tiempo dar cuenta de mi persona, pero lo habría logrado. El problema fue que yo mismo no tenía en claro qué hacía ahí, y cobré conciencia de que toda la situación redundaría en un terrible descrédito para mi padre, en caso de que revelara mi identidad sin explicar cabalmente los motivos de mi visita. Cuanto más demoraba en responder, más se alteraban las mujeres y más nervioso me ponía yo. También se me hizo presente mi propio aspecto, poco amistoso para el observador desprevenido, y mis interlocutores se encontraban en situación de desprevención absoluta. Doy un paso en dirección a la cocina pero resulta ser, de todas, la peor elección posible.
– ¡mi hija! ¡llévese lo que quiera pero no lastime a mi hija!
            Está todo dicho: la Señora Paura, al borde de la histeria, me había declarado enemigo hostil y mi silencio era una concesión en ese sentido. Di todo por perdido y decidí salir de ahí a como diera lugar. Caminé hacia las mujeres buscando la puerta por las que ellas habían entrado. Se asustaron todavía más y retrocedieron tropezando entre ellas, abrazadas, enredándose en uno de los bancos de hierro. Las bolsas cayeron al suelo y las compras se desparramaron con ruido a huevos rotos. Las paso de largo y cruzo la puerta. La hija, después de escuchar los gritos, llega al patio cuando yo salgo, preguntando asombrada por qué tanto escándalo.
            Salí. En la puerta del departamento me crucé con un chico de diecisiete o dieciocho años y otro algo mayor, los hijos de Paura. Finalmente una cara conocida, inmediatamente conocida: el mayor de los Paura, Roberto o Rodolfo, tal vez Rodrigo, es el más firme en mi recuerdo de todos los que había visto hasta ese momento. Me mira a los ojos y queda petrificado, absorto, tal vez afectado por mi agitación, por el susto que se me notaba en la cara, además de encontrarse de repente con un desconocido saliendo de su casa a las corridas. No sabiendo qué hacer ni cómo reaccionar, sonríe con cara de bobo, sólo le falta babear. El otro, el más chico de los dos, estaba arrodillado en el piso ordenando útiles escolares y ropa dentro de una mochila. Me mira desde abajo, tan desconcertado como yo mismo, pero no puedo prestarle demasiada atención. No sé si me habrán reconocido, espero que no.
            Llegué al hall del edificio e hice todo lo posible por disimular la urgencia. La gente que circulaba por ahí, cuando yo entraba, ahora había desaparecido, pero la puerta final sigue abierta. Me fui caminando, pensando que no tardarían en llamar a la policía y esperando que nadie fuera capaz de identificarme. Esto último me preocupaba especialmente, así que todo el fervor de mi deseo se volcaba por ese pozo vacío. Cuando la busco, mi bicicleta no está.