20/7/10

sexo

“Estaba pensando qué mundo extraño 
es éste, donde tiene que estallar una 
guerra para que un tipo tenga una 
segunda oportunidad”
J. Maclaren-Ross


    Una mujer así corta el aire en cuanto aparece. Hay una serie de motivos para este repentino estremecimiento, motivos difíciles de enumerar sucesivamente en beneficio de una narración cualquiera. Una mujer así se impone sobre cualquier otro evento que suceda en su presencia, porque todo a su alrededor pierde interés e importancia, y porque el frágil encanto de colores y perfumes que produce no dura nada, como las apariciones fantasmales, tan desacostumbradas y arbitrarias que, en cuanto cesan, se deja de creer en lo que se acaba de presenciar.
    Así entró esta mujer una noche, cerca de las ocho, en pleno horario de furor comercial, en el cenit de la temporada turística de verano, a una librería llena de clientes, curiosos aburridos y empleados de uniforme negro. Todos los presentes, girando al unísono las cabezas con impúdica ostentación, le dedicaron una larga y atenta mirada concientes de que, mientras ella permaneciera en el local, sería la nota ineludiblemente dominante, opacando cualquier otro motivo de interés que hubiera llamado la atención hasta ese momento.
    Algunos incluso, después de hacer espacio entre las mesas y estanterías con libros para dejarla pasar, hicieron comentarios más o menos discretos mencionando su nombre.
    No quiero adelantarme, la dificultad radica en dar cuenta ordenadamente de los motivos que conceden un atractivo tan potente a una persona, en particular a una mujer, pero muchas veces las causas de ese atractivo se convierten en consecuencias, y entonces vemos las cosas al revés. Por ejemplo: a cinco o seis cuadras de la librería en la que entraba esta mujer, la marquesina de un teatro exhibía su retrato de cuerpo entero, en un cartel de varios metros de altura sobre la calle, iluminado por una buena cantidad de lámparas fulminantes. Semejante publicidad era la causa directa de que todos los presentes, o casi todos, supieran su nombre y se sintieran autorizados a sostener una serie de afirmaciones aberrantes relacionadas con ella.
    ¿Es la aparición en la marquesina la causa del atractivo, o es su atractivo el que había provocado, entre otras cosas, la aparición en la marquesina? Digamos que se trataba de una mujer sexualmente madura, es decir, ya pasados los treinta, físicamente apetecible como una fruta y perfectamente conciente de todas sus cualidades. Su belleza impecable le había permitido abstenerse por completo de la cirugía plástica, por más tiempo que muchas otras mujeres. Pero era indiscutible que esas cirugías encontrarían su momento, para una mujer como aquella era una cuestión inevitable.
    Su presencia no dejaba dudas, tenía lo que los directores de cine en otra época llamaban “ángel”.

    El calor del cuerpo. En eso pensaba Octavio cuando la vio entrar. Estuvo un rato buscando en la memoria su nombre. Al final no supo si lo recordó por su cuenta o lo escuchó primero en los susurros que se levantaron a su paso en todo el local.
    Octavio no miraba televisión ni asistía al teatro, pero era víctima como cualquiera de la publicidad. Al verla se le presentaron todas las telenovelas en las que ella participaba, un escándalo de pésimo gusto. Sin embargo la recordaba, entre tantas otras indistintas, como una de las pocas mujeres de ese ambiente que le habían gustado. Según entendía Octavio, al teatro se dedicaba con un esmero especial, como muchos actores. Tenía fama de ser una mujer con muy mal carácter.
    Pensaba en el calor del cuerpo porque la había visto, y había sentido todo el peso de esa presencia, con el cuerpo caliente debajo de una blusa suave, de colores que Octavio no pudo determinar.
    En un vistazo aproximativo confirmó la sospecha de que ella sería cuatro o cinco años mayor, lo que de alguna manera lo tranquilizaba un poco. Cualquier desplante que una mujer así pudiera hacerle, quedaría justificado por esa diferencia de edad. Porque Octavio también sintió en ese momento el peso de toda su insignificancia personal. Un tipo cualquiera, empleado de la librería entre siete u ocho empleados más. Ni siquiera podía disimularse entre los clientes, que se daban el lujo de verla de lejos. Él pasaría desapercibido como los muebles.
    El ambiente general en el local era un poco agresivo. Cuando un grupo de personas indistintas, desconocidas entre sí, reunidas por absoluta casualidad, se enfocan simultáneamente sobre el mismo asunto, el clima se tensa y rarifica, el espíritu de la turba asoma la cabeza. Lo más destacado era el esfuerzo de cada uno por contenerse y mantener su lugar, esfuerzo que flaqueaba y cada tanto dejaba escapar algún comentario indiscreto. Todo el mundo se imponía, no siempre con éxito, volver la mirada al libro que había quedado suspenso en la mano, o reanudar la conversación que se había interrumpido, sin encontrar verdadero interés en regresar a la normalidad.
    La única ventaja con la que contaba Octavio, según él mismo entendía, era una determinada agilidad de movimientos, que puestos en práctica representaban cierta probabilidad de que ella hablara con él antes que con cualquier otro empleado. La situación solicitaba el ejercicio de toda su discreción. No podía robarle la oportunidad a su jefe, cuya debilidad por la farándula y las mujeres era proverbial, y tampoco se permitiría caer sobre la famosa actriz como un cordero hipnotizado. Decidió hacer el intento hasta donde se lo permitiera su dignidad, y sólo porque se trataba de una mujer hermosa. Si muchas veces atendió con preferencia a otras, no iba a dejar pasar a esta.
    La actriz confrontó el peso de toda aquella curiosidad que se le dedicaba con una enorme carga de desinterés y frialdad. Deslizó la mirada sobre las cubiertas de los libros dedicándoles su  atención más ansiosa, e interrumpiéndose cada tanto para salvar el obstáculo que representaban las personas, a quienes evitaba con la mirada como si quedaran más allá de las fronteras de lo visible. Sólo levantó los ojos una vez, para ser atendida, sin elegir a ningún vendedor en especial. Octavio estaba a un paso de ella, pero herido por tan violentas manifestaciones de indiferencia, miró en otra dirección. La actriz levantó un libro cualquiera, soltó un “hola” en el aire caliente de enero, y le preguntó el precio a una de las chicas nuevas, varios metros más atrás, quedando Octavio plantado en el medio, como un ventilador de pié o un perchero que nadie pensaba utilizar en ese momento.
    La empleada caminó hasta pararse al lado de Octavio, miró el libro y dijo cortésmente el precio. La actriz dejó el libro y se acercó a la empleada con la notoria intención de realizar algún tipo de consulta. Tendría lugar una conversación con Octavio como testigo, con el mismo rango que las lámparas y los tablones del piso.
– hola – repitió la actriz – estoy buscando algo para leer – no le reprochemos esta pequeña tautología, en la pescadería todos piden pescado – ¿qué me podés recomendar?
    Un pedido de recomendación, para Octavio, era ya un buen augurio. Reducía considerablemente el número de empelados en condiciones de atenderla, excluyendo en primer lugar a su jefe. A continuación, todo el diálogo se produjo a su favor.
– ¿qué tipo de lectura te gusta? – consultó la empleada – ¿qué cosas leés generalmente?
– leo de todo, ahora estoy buscando alguna novela, algo entretenido pero que valga la pena, me gustan las cosas que tienen que ver con el cine.
    La empleada pensó un momento. Llevaba dos semanas en el trabajo, su experiencia laboral se reducía a una temporada vendiendo remeras en un shopping. Se la veía nerviosa y despistada, desconcertada al compartir por un momento, con la actriz, el espacio sobre el cual caía la luz de todas las miradas. Al local, discretamente, había entrado mucha más gente de lo normal.
– ¡ay! no tengo idea, voy a consultar, es un minuto

    Octavio dejó que su compañera se dirigiera al mostrador, y en ese momento intervino. Estirando la mano, sacó de una estantería a la derecha de la actriz el libro que buscaba, y le habló.
– ¿Que tengan que ver con el cine?
– si, con el cine – contestó ella sin mirarlo – pero no busco novelas que tengan su versión en el cine, lo que me gusta es otra cosa, no sabría explicarte
    El público del local empezaba a distenderse, y tal vez lo habrían logrado por completo si los curiosos no se hubieran renovado regularmente. Lo que comenzaba a pesar ahora, más que ninguna otra cosa, era la atenta mirada de los compañeros de Octavio que tal vez por envidia, tal vez por simple conciencia del deber, le recordaban con insistencia la obligación de mantener la compostura. La actriz, ignorando todo lo que sucedía a su alrededor, se dignó regalar con una mirada a su interlocutor.
    Octavio era bastante más alto que ella, lo que la obligó, con disgusto, a mirar hacia arriba. La cabeza completamente afeitaba y la barba llamaban de inmediato la atención de cualquiera. Los rasgos firmes y cuadrados resultaban agresivos pero se compensaban con la voz, serena.
– viajo durante la semana – aclaró la actriz – vamos con la obra a Gesell y Pinamar, acá estamos viernes, sábados y domingos.
    El panegírico laboral, en principio, resultó desconcertante. Octavio no encontraba ningún motivo (más allá de un predecible egocentrismo) para que la conversación se transformara en un anuncio de promoción. La disertación, por otra parte, le permitió observarla de cerca y con mayor comodidad. No es fácil sostener con firmeza la posición delante de una mujer tan atrayente. Octavio podía presentir con claridad la enorme capacidad (conjetural, por supuesto) de congeniar que irradiaban sus respectivos cuerpos.
– necesito algo para leer durante el viaje – aclaró – me aburro mucho en la ruta, y con mis compañeros me llevo bastante mal.
    Octavio podía calcular las horas de ese viaje, habiéndolo hecho muchas veces él mismo, pero descartó este elemento a la hora de considerar qué libro podría resultar adecuado. Recomendar un libro es una forma de arte muy escasamente apreciada. Lo primero que se siente, al enfrentar la tarea, es la limitación personal, la falta del acervo adecuado. En especial cuando se presenta a la vista una cantidad tan grande de libros desconocidos, como en una librería. Y el otro factor preponderante, además del propio gusto y conocimiento de los libros, es el conocimiento que se pueda tener sobre el destinatario de la recomendación. Recomendar un libro para un amigo, regalar un libro a un novio, a un padre, a un hermano, es más sencillo. ¿Cómo elegir una lectura para alguien con quien sólo se intercambia una docena de palabras?, es un pase de magia que realizan a diario montones de empleados en distintas librerías. No siempre con éxito.
    En última instancia, hay un fondo de azar inexplicable. Es un romance que se produce en una frecuencia diversa. Enamorar a una persona es el arte de mostrarle cualquiera de nuestras trivialidades, y lograr por este medio que nos vea tal como a nosotros mismos nos gustaría. La elección de lo que mostremos, la manera de hacerlo y los ojos con que nos miren, son todos factores aleatorios a la vez que decisivos. Por eso Octavio ya había elegido el libro que le parecía adecuado, lo había sacado de la estantería y lo tenía en la mano, incluso antes de empezar a hablar.
    El dato fundamental que confirmaba su elección era el comentario “con mis compañeros me llevo bastante mal”, y aquello del cine, y lo de “algo que valga la pena”, aunque no hubiera explicado con éxito cómo había llegado a una conclusión por estos medios.
– tendrías que leer éste
    Le alcanzó el libro que había leído una o dos semanas antes. “De amor y hambre”, de Julián Maclaren-Ross, británico desconocido. La edición era muy reciente, así que confiaba en que no la conociera. No existían (todavía no existen) otras traducciones del autor.
    ¿Qué tenía que ver esa novela con el cine o con cualquiera de las condiciones enumeradas por la actriz? Según la solapa del libro, el autor “fue novelista, cuentista, guionista de radio, de cine, y de documentales para la BBC”. Y eso era todo. A continuación se detallaba una larga lista de admiradores y admirados, entre los que destacaban Dylan Thomas y William Faulkner; un comentario acotado sobre la vida de Maclaren-Ross, quien murió “sumido en la paranoia y vencido por una adversidad en gran parte autoinflingida”, y el dato sobre la biografía escrita por Paul Willetts. Pero el tono y estilo de ese texto breve, la sincera admiración que se traslucía en el comentario de la solapa, fueron los que llamaron la atención de Octavio y lo llevaron a la  lectura. Acostumbrado como estaba a leer elogios de perogrullo en las portadas de todos los best sellers (Isabel Allende declarando “no me hubiera perdonado morir sin haberla leído” bajo los títulos de cuatro novelas diferentes), un comentario tan sentido y discreto no podía pasar desapercibido.
    La novela, por otra parte, es magnífica.
– es la historia de un romance algo trastornado, entre dos personas conflictivas, en una situación difícil – explicó Octavio, consciente de la necesidad de una buena argumentación a favor de su elección –, en Inglaterra, antes de la segunda guerra; la narración corre como agua, el tipo escribe increíblemente bien, con mucha habilidad para el montaje de la historia; los ambientes y los personajes tienen esa cosa del cine que estás buscando
    La actriz ojeaba el libro distraída, pero volvió a levantar la mirada, como leyendo algo en los gestos de Octavio, que agregó despacio:
– leé la solapa
    Y leyó la solapa. En esos cuatro párrafos se decidía la intervención de Octavio. Volvió a levantar la vista después de la lectura y lo primero que dejó traslucir, junto con el entusiasmo, fue una medida de alivio.
– siempre me cuesta mucho salir a comprar libros, tardo horas en decidirme – la mirada era más suave, el tono de la voz más accesible – ¡qué bueno haber encontrado algo tan rápido!
– estoy seguro de que te va a gustar, la leí hace muy poco, y ahora ya la estoy leyendo de nuevo
– mirá que si no me gusta vuelvo – amenaza cordial – ¿y te parece que me va a alcanzar? no es muy larga, tengo que llegar hasta el viernes
– eso depende de la velocidad a la que leas, si querés te busco otra cosa
    La conversación se estiró por este camino. Buscaron entre los dos algún otro libro, sólo por compromiso de comprador, el prurito de no dejarse llevar por el primer arrebato. En el proceso, los dos se miraron con una dosis importante de indiferencia, cumpliendo hasta el final los roles del comercio.
– podés pasar por la caja, ahí te cobran
– muchas gracias
– de nada, hasta luego

    Una semana más tarde, con el impacto que causa un trueno inesperado en la noche cerrada, volvió a entrar en la librería. Esta vez Octavio no la vio venir; por motivos indefinidos, relacionados con ciertos pecados laborales y una pelea a trompadas, estaba desterrado en el depósito a cargo del trabajo pesado.
    Por segunda vez se produjo el murmullo general y un camino espontáneo se abrió a su paso hasta el mostrador. Un momento después Octavio escuchaba su nombre coreado a gritos en la voz de su jefe y alguno de sus compañeros. Asomó la cabeza por una de las ventanas que daban al salón, y mirando hacia abajo la vio. Estaba sentada en una banqueta alta, como los clientes habituales, cruzada de piernas, sonriendo. Miraba hacia arriba, y lo descubrió manifestando toda la expresión de su desconcierto.
    En el depósito hacía tanto calor durante el verano, que los condenados trabajaban ahí en cuero, y descalzos. Octavio se puso la camiseta negra con el logo azul de la librería y se calzó las zapatillas al vuelo, mientras saltaba de a cuatro los escalones de la escalera. No corría al encuentro como un enamorado, pero la exhortación patronal parecía imperiosa. Había en ese reclamo algún despecho que Octavio esperaba apaciguar con abnegación laboral.
– pregunta por vos – dijeron abajo, con tono pretendidamente irónico – quiere otra recomendación.
    Los comentarios se hacían sin cuidarse de la mujer que sentada en la banqueta escuchaba todo con claridad, sonriendo compasivamente. Octavio sintió un acceso de vergüenza. Cruzó todo el mostrador hasta ponerse del otro lado de la actriz, dejándola en el medio entre él y sus compañeros que no parecían dispuestos a pederse una sola palabra de la conversación. Si no podía tener un momento de tranquilidad, ni podía evitar las caras de idiotas desaprensivos de los demás vendedores, por lo menos podía ponerla a ella de espaldas, ahorrándole un espectáculo tan lamentable.
– me pasé todo el viaje sin nada para leer – fue lo primero que dijo, simulando antipatía – la novela que me recomendaste me duró dos horas
    Podría haberse presentado con las mismas prendas de la semana anterior y Octavio no lo hubiera notado, como no notaba ahora la diferencia en el vestuario. Sobresalía, según lo veía él, una claridad y una transparencia de belleza reposada, sofisticada y abrumadora. Era imposible distinguir cualquier detalle, entrar en matices. Llamaba la atención, apenas, la cartera sobre la que descansaban las manos finas y blancas. Una cartera muy chica, con dos manijas largas, rígidas y delgadas. Tal vez desentonaba un poco con la armonía del conjunto, debido a su rara e inexplicable exhuberancia.
    Lo miraba de otra manera, declarando abiertamente que había vuelto a buscarlo para el siguiente libro.
– ¿te gustó?
– es increíble, no pude soltarla hasta el final, empecé saliendo de Mar del Plata y cuando llegamos a Pinamar ya la había terminado, ¡ay! ¡cuánto te odié! ¿de dónde iba a sacar algo para leer?
– hay librerías en Pinamar
    El tono indiferente de Octavio fracasaba. El entusiasmo de la mujer era tan notable que la hacía todavía más hermosa para cualquiera que estuviera mirándola, y Octavio la tenía muy cerca.
– ahora tenés que encontrarme algo más largo, y que no me haga llorar
    Octavio descubrió en ese momento la capa de transpiración tibia en la superficie su cráneo afeitado, cubriéndolo como una mano de pintura; intentó acomodarse la remera negra, vieja y sucia con la mugre del depósito; quiso controlar la respiración agitada por el esfuerzo del trabajo y la carrera por la escalera. Sintió el peso de las miradas a su alrededor como un grave estorbo a la hora de pensar con tranquilidad, y la necesidad de responder inmediatamente, y acertar por segunda vez, lo cohibieron por completo.
    No es fácil elegir un libro así, de la nada, sólo por efecto de la intuición. Es casi como embocar un pleno a la ruleta, pueden pasar años hasta acertar el siguiente. El libro de Maclaren-Ross parecía hecho a la medida no sólo de aquella lectora, sino de toda la situación. Era un mensaje claro y directo sobre lo que se quería decir. La sensación de victoria era completa, tan completa que no volvería a repetirse.
    La mujer no daba, por su parte, con el tono adecuado. Ahora parecía incómoda en el entorno que antes había ignorado con tanto éxito. Hablaba con naturalidad forzada, y en su afán de permitirle a Octavio que se tomara el tiempo necesario para pensar, sólo lograba que Octavio se sintiera más apurado y atolondrado.
    Revisaron varias opciones. Las dos o tres propuestas iniciales resultaron rechazadas. La condición de que el libro durase una semana era implacable. Además, ella había recibido algunas recomendaciones de otras personas. Todos los libros que mencionaba a Octavio le parecían estúpidos e inconsistentes. Intentó no poner mucho énfasis en esas opiniones, pero ella lo notó con desagrado. Elegir el segundo libro fue una tarea mucho más complicada. Al final se decidió por un libro cualquiera, incapaz de ponerse a la altura del anterior.
    La gente y los demás empleados despejaron el paso hasta la caja, así que en esta segunda oportunidad Octavio se vio en la obligación de empaquetar y cobrar el libro. Se acomodaron cada uno en su lado respectivo del mostrador donde, mientras se imprimía la factura, la actriz apoyó su cartera para buscar la plata. Las manijas delgadas de la cartera le llegaban a la cara, y con unos labios mullidos y frescos y los dientes blancos sostuvo una de las manijas para que no estorbara. Esto pasaba a veinte centímetros de la cara de Octavio, que no podía sacarle los ojos de encima. Ella levantó la vista y lo miró un momento a los ojos, la volvió a bajar y siguió buscando, mordiendo todavía la manija de la cartera, con el labio inferior ligeramente aplastado en un costado, insinuando las más suaves impresiones de los besos. En ese momento hubieran jurado que nadie estaba viéndolos.
    Pagó, saludó cordialmente y con mucho aplomo y elegancia, con ritmo profundo de mujer, le dio la espalda y se fue, repitiendo, como la primera vez, que volvería en una semana.
    Los pecados laborales y los encuentros pugilísticos reiterados dejaron a Octavio fuera de combate y sin trabajo. La tercera vez que la actriz volvió al local Octavio ya no estaba. No hubo una cuarta.

8/7/10

Outcast

            todo es fiebre y delirio y algunos creen con fe (otros no), algunos se sumergen y se dejan arrastrar, otros resisten hasta sucumbir; narrar es ponerlo afuera para que no nos consuma en su combustión inexplicable

            Caminaba junto a mi padre, a quien me resulta imposible llamar “papá” o “viejo” como a él le gustaría (y como de vez en cuando me lo reclama), así que lo llamo por su nombre o, cuando lo menciono en tercera persona, me refiero a él como “mi padre”, sabiendo que esa fórmula tan rígida y formal le resulta detestable y poco adecuada. Se llama Horacio, es médico, un tipo exitoso y – como todo tipo exitoso – muy conservador, lo que va muy bien con sus más de sesenta años, sus canas y su carácter de autosuficiencia indestructible. A pesar de todo es un tipo sensible, sabe llorar cuando lo encuentra adecuado. La caminata misma resulta inexplicable por varias razones. En primer lugar porque yo iba andando a su lado, en bicicleta, mientras él caminaba, y sería difícil explicar por qué mi padre iba a pie en lugar de trasladarse en esa especie de apéndice de su personalidad que es su auto. En segundo lugar, porque llevábamos muchos meses sin vernos, tal vez más de un año en aquel momento, debido a las distancias que separan nuestros respectivos hogares, y a otras diferencias personales.
Caminábamos por alguna calle de Mar del Plata, cerca de la biblioteca municipal, un mediodía solar de primavera, a media semana, sorteando un tráfico espeso de taxis y colectivos, peatones, veredas rotas y obras en construcción. Mar del Plata se parece mucho a cualquier lugar, a Ramos Mejía por ejemplo, cerca de la estación de tren, sobre Rivadavia, un día de semana con gente. Sólo tiene la ventaja de estar cerca del mar, por donde evacua mejor la mugre. La comparación no es accidental, elijo Ramos Mejía intencionalmente, porque es el mejor ejemplo en mi memoria de un lugar hostil, ajeno a la naturaleza de la vida. El tipo de lugares que elegimos para vivir las personas.  
En los escenarios que presentan agitación y movimiento, preferentemente de carácter laboral, Horacio se mimetiza. En la calle por ejemplo siempre parece un tipo muy ocupado, sin tiempo para prestar atención a nada, compenetrado con la corriente general de la vida hasta dominarla. Yo no puedo eludir el trasfondo de profunda irracionalidad que asoma por todas partes y me quedo cortado, expectante e incómodo, sintiéndome fuera de lugar. Hablábamos del almuerzo y de las distintas razones por las que nos veíamos obligados a separarnos pocas cuadras más adelante; él venía de resolver alguna cuestión de trabajo y todavía se le presentaba una larga serie de tareas impostergables de las que debería ocuparse por la tarde. Es director de una clínica privada en Buenos Aires, de cuyo prestigio suele vanagloriarse, pero sin grandes ostentaciones. No me puedo imaginar cuáles serían en aquel momento sus compromisos marplatenses. A pesar de trabajar rigurosamente de saco y corbata, ese día vestía ropas informales, aunque no sin elegancia, esa elegancia tan característica de la gente que se siente incómoda fuera del ámbito de sus tareas regulares, y que busca por todos los medios que su imagen nunca deje de asociarse con su profesión: mocasines oscuros, pantalón de vestir, camisa pálida, blanca con finísimas rayas rojas verticales, prolijamente arremangada en dobleces grandes, rectos, y luego todos sus accesorios, reloj, cartera de cuero, delicados anteojos bifocales y un grueso y brillante llavero, rebosante de llaves y pesados adornos. Caminaba con aplomo, mirando al frente, atendiendo a los obstáculos pero evitándolos sin dificultad.
Yo iba con una bermuda de jean, zapatos claros de nobuk sin cordones, algo gastados, regalo de mi hermano, y una camisa clara, a cuadros, con dos o tres años de uso, muy fresca, los botones superior e inferior desabrochados, al igual que los puños, que el viento cálido llenaba de movimiento. Iba montado en la bicicleta, subiendo y bajando de la vereda según resultara conveniente, medio pedaleando y medio empujándome con las puntas de los pies, atento al manubrio vacilante y a las contingencias del camino. Cruzada sobre el pecho, la cinta de un morral de cuero con libros y cuadernos que cargo, sólo por hábito, a todas partes, colgando a mi derecha.
No estaría de más señalar una diferencia. Mirar televisión, para Horacio, equivale a programas deportivos tediosos y extensos. Golf y carreras de fórmula uno los domingos, arrancándo a las siete de la mañana, después de haber preguntado toda la semana a qué hora empieza la carrera, a personas que este asunto no interesa. Películas de James Bond en la casa de su cuñado (aunque ya perdieron la costumbre), las novelas que su segunda esposa mira ocasionalmente mientras él almuerza e ignora el televisor. También partidos de fútbol, es hincha de boca, único rasgo popular de su carácter. Escucha las noticias por la radio en el auto, viajando al trabajo. Es el único reemplazo que encuentra para el ruido de la televisión y las personas ajenas, mientras maneja. Yo veo dibujos animados, sin sonido, y pongo música.
Al doblar por Catamarca, justo en frente de la entrada a la biblioteca, se nos presenta el andamio de una obra que estrechaba la vereda, ya muy angosta sin semejante aparato, y debimos bajar a la calle.
– yo sigo, tengo que cruzar – me dijo Horacio mientras buscaba un espacio para pasar entre los autos estacionados – mirá vos qué casualidad, acá viven los Paura.
            Me señaló el edificio siguiente al andamio de la obra, detrás de un árbol, pero desde donde estaba yo, detrás del andamio, no se veía claramente. Él cruzó la calle despidiéndose y yo seguí unos metros buscando el edificio señalado. Pasaba mucha gente en todas direcciones, peatones, albañiles, por la vereda, entrando y saliendo del edificio de puertas acristaladas, algunas personas reunidas ahí mismo conversaban a viva voz y entorpecían todavía más el paso. Unos metros más adelante había un puesto de diarios, exhibición heterogénea de tapas de revistas, libros, discos, etc. En plena calle estaba (junto a un montón indiferente de desconocidos) tristemente acorralado.
            La familia Paura, hasta donde yo sabía porteños de toda la vida, mantenía relaciones ancestrales con mi padre. Carlos Paura y él se conocían desde muy jóvenes, y la relación que comenzara como contacto casual, se transformó al paso de los años en una de las más íntimas del acervo paterno. Además de grandes amigos, mi padre se convirtió casi inevitablemente en el médico de cabecera de la familia Paura. Como muchos de los vínculos de mi padre, sus relaciones con los Paura se vieron interrumpidas durante los once años de matrimonio con mi madre – otro ser en este mundo con el que no tengo la confianza necesaria para un trato más íntimo – pero luego de ese paréntesis, retomaron alegremente el contacto, sin que se produjera mella en su mutuo afecto. Yo no conocí a los Paura hasta después de ocurrido el divorcio, y mis contactos con ellos no pasaron de dos o tres encuentros casuales, tal vez con ocasión de algún festejo navideño, quizás un cumpleaños, y poca cosa más. Como todos los amigos de mi padre, los Paura se mostraron circunstancialmente afectuosos conmigo, con ese tipo de afecto que intenta ser más una señal de aprobación para el progenitor que un intento de acercamiento sincero para con la prole, el tipo de acercamiento que se hace “desde arriba”.
            Desde mi último encuentro con los Paura del que yo tuviera memoria, no habrían pasado menos de diez años.
            El edificio no tiene más de tres o cuatro pisos y, a pesar de ser un poco estrecho, la fachada presenta seis soberbios balcones; desde la vereda se adivina que cada piso coincide con un departamento. El portero eléctrico, además del timbre del encargado,  consta de sólo tres botones. Rematando el timbre en el primer piso, una placa de bronce: “Dr. Carlos Paura”. El Doctor Paura es, si no me falla la memoria, abogado.
            Mi bicicleta se desvaneció en el aire, dejé de prestarle atención cuando vi salir por la puerta, esquivando a la gente que iba y venía, como yo mismo lo estaba haciendo en aquel momento, a dos hombres maduros cargando bagaje tal vez de pesca o de camping, hablando con desenvoltura. Uno de estos hombres, con una barba candado llamativa y puntiaguda, campera náutica roja, de los dos el que llevaba el bolso más grande, iba revolviendo un ruidoso llavero, buscando el interruptor de la alarma de un coche cercano. Ese hombre, intuí sin ninguna seguridad, podría ser Carlos Paura. Carlos Paura comparte ampliamente los gustos televisivos de mi padre, permitiéndose una más nutrida variedad de películas de acción.
            Al cruzarme con él en la vereda, y a pesar de no poder confirmar que fuera el amigo de mi padre, me sobrevino la convicción de que, si él salía, atrás quedaba su casa vacía. Esta convicción fue, desde todo punto de vista, irracional e injustificable. En el caso de que aquel tipo fuera Carlos Paura, podrían estar todavía en su casa su mujer o sus hijos, una empleada doméstica, cualquier pariente, un electricista. Pero su paso me absorbió como un reflujo, como una marea inversa, y me sentí arrastrado hacia el edificio como arrastran las olas en el mar cuando se retiran. Pasamos muy cerca, hombro con hombro, al mismo tiempo, por debajo del amplio marco de la puerta de acceso.
            En el caso de que efectivamente se tratara de Carlos Paura, no dio la menor señal de reconocimiento al cruzar miradas conmigo. Esto ya me había pasado otras veces con gente que trato a diario. Lo adjudico a un cambio notable que se produjo en mi aspecto físico durante los últimos meses y que no está de más explicar, aunque no sea otra cosa que una circunstancia bastante tonta. Durante mucho tiempo, desde los doce o trece años, mantuve la costumbre de afeitarme regularmente la cabeza, y también la cara cuando comenzó a ser necesario. Y esto lo hice por espacio de casi veinte años, hasta que cambié la costumbre de pronto, y ahora me veo en el caso de tener que ser presentado nuevamente a casi toda la gente que conozco, quienes no me descubren detrás del pelo largo casi hasta los hombros y la barba espesa. El camuflaje capilar, en pocos meses, me sumergió en un cálido anonimato; hasta he sentido en mi entorno un impulso reflejo al rechazo, un impulso espontáneo, desde que mi imagen personal se volviera un tanto barbárica, un poco menos civilizada, aunque esto no va más allá de la  primera impresión. Por mi parte no se trata de un cambio psicológico o moral, no pasa de ser una nota física, quizás llamativa, pero nada más. Y el rechazo del que hablo no llega al extremo brutal de la marginación, es simplemente la consecuencia de un prejuicio que antes no había notado. Quizás sea más fácil explicarlo en relación con los desconocidos: los desconocidos que cruzo por la calle, los mismos que tal vez antes se sentían libres de sostenerme la mirada, incluso de examinarme detenidamente si por casualidad se producía el contacto visual, ahora tienden inmediatamente a desviar su atención al verme. Es un acto impensado, espontáneo, y descubro que caigo inmediatamente dentro de cierta categoría preconcebida, debido a la cual, antes de que me echen una mirada en toda regla, deciden no mirarme. Y esa misma decisión es la que descubro a veces en gente que sí conozco, pero que no está informada del cambio de aspecto y momentáneamente no me reconoce.
            Y tal vez sí, tal vez el cambio físico incluya de alguna manera un cambio personal de otra especie.
            En el hall del edificio también circula una buena cantidad de gente entrando y saliendo de los ascensores. Un grupo indeterminado, frente al espejo que cubre toda la pared derecha, espera pacientemente que uno de sus miembros finalice una conversación por celular, personal de maestranza trasegando herramientas y elementos de limpieza, alguien se ocupaba de arreglar las plantas que adornan unas pesadas macetas rojas. Todos flotan sobre una brillante superficie de cerámica, porcelanato. Limpiar, pulir y perfumar son los verbos en los que se piensa inmediatamente al entrar a ese tipo de edificios, como en los shoppings (o no, yo pienso en esos verbos porque me falta el hábito de los edificios limpios, de pisos pulidos y ambiente perfumado, y quienes sí tengan esa costumbre ya no lo notan). Nadie me presta atención, lo que me produce la impresión de que a mi paso todos miran en otra dirección, o que incluso no hay nadie ahí con órganos aptos para la percepción, caras sin ojos, lisas y exentas de toda irregularidad, excepto tal vez la mujer del teléfono, que apoya el aparato contra una oreja intuible (oculta bajo el cabello oscuro) y que modula sonidos a través de un orificio bucal de frutillas y marfil.
            Gané discretamente la escalera, poniendo toda mi intención en pasar desapercibido, lo que no demandó gran esfuerzo. ¿Por qué entraba? No intenté resolver esa duda en ningún momento. Me movía impulsado por los vagos recuerdos de la familia Paura, que me daban una sensación de autoridad impune, permitiéndome suponer que, en el caso de ser descubierto, aquella familiaridad trasnochada y la evocación del nombre de mi padre me protegerían de cualquier eventualidad. Para todo puede encontrarse una buena explicación, si se logran las mínimas condiciones de diálogo necesarias entre cualesquiera interlocutores.
             Como me había imaginado, en el pasillo del primer piso encuentro dos puertas. Una oscura, la del ascensor, y la otra blanca, de finas molduras, justo enfrente, la del departamento. Probando el picaporte descubro que está cerrado, pero la puerta se mueve haciendo sonar las trabas de la cerradura, invitándome a concentrar toda la atención en el mecanismo. Pero digo mal, no era en el mecanismo en lo que se concentraba mi atención, sino en la posibilidad de superar sus engranajes, en el procedimiento necesario para desplazar sus muescas y pestillos. De la billetera saqué un carnet plastificado y lo introduje entre el marco y la puerta, como tantas veces vemos en las películas, amplificando mi sentido del tacto a través de la superficie plástica, tanteando con la tarjeta la superficie fría de la madera pintada, reconociendo las formas rectas y todavía más frías de la cerradura. No había llamado a la puerta, ni intenté tocar el timbre que descubro tarde, a la derecha, casi a la altura de mi pecho, mientras deslizo mi lámina flexible hasta descifrar la clave correcta y abrir la puerta. Irracionalmente persistía y no tenía dudas de que la casa estaba vacía.
            El lugar aquel debía resultarme necesariamente familiar y conocido, aunque de manera brumosa y resentida por el paso de los años. Mis recuerdos, ya tan viejos, chocarían contra sí mismos y contra el trabajo de los habitantes de aquella casa, dedicados durante tanto tiempo a mantenerla y cuidarla, a renovarla, a pintarla y cambiar muebles y lavar las cortinas. Esa familiaridad me tranquilizaría, sería una prueba más de mi autoridad sobre ese espacio porque ¿se puede decir que no nos pertenece lo que tomamos de nuestra propia memoria? Y me encontré con lo que esperaba, una combinación perfecta de lo conocido y lo desconocido, un conjunto de elementos que me daban la bienvenida entre una oleada de factores que me rechazaban, que me resultaban impenetrables. Una travesía imperfecta sobre las aguas del Leteo.
            La casa es blanca y luminosa, limpia, fresca. Junto a la puerta una mesita blanca, con dos cajones de herrajes dorados y un florero encima, flores azules, donde la costumbre acumularía las llaves y la correspondencia. Una silla sobria y un perchero de pié, vacío. A través del largo pasillo destaca, al fondo, el movimiento ondulante de las cortinas, las persianas abiertas de los balcones que antes había  visto desde la calle, los pesados muebles de la sala. A lo largo del pasillo una serie de puertas y bifurcaciones permiten intuir la ramificación orgánica de la casa. Por debajo del silencio un latido, como el sonido crujiente de un barco viejo en alta mar. Todo está en calma y reposo.
            Ignorando livianamente todas las convenciones que deberían evitarme aquella situación, que deberían impedirme semejante invasión, una pregunta se presentó impostergable. En mi conciencia la pregunta ¿por qué estoy haciendo esto? ya se había rendido sin encontrar respuesta, porque “hacer eso”, digamos, la “invasión”, respondía a una llamada íntima e inexplicable. Pero a la pregunta ¿para qué, entonces, estoy haciendo esto? no podía dejarla sin respuesta. Ahora que estaba ahí, algo habría que hacer, para empezar explorar y recorrer, en silencio, expectante de todo sonido, de cualquier presencia. ¿Y después? Después la apropiación del espacio, aquel recupero de los recuerdos traspuestos a la realidad, ese movimiento de la memoria que me dio el primer impulso, que despejó cualquier duda y que me franqueaba todos los pruritos y todos los obstáculos que pudiera ponerme a mí mismo, tomó cuerpo concreto, se hizo prosaico y real, se concretó sobre los objetos. ¿Es que había entrado a robar? Suponiendo que, por el sólo hecho de haber estado ahí alguna vez (aunque ni si quiera esto fuese seguro), me sentía dueño de todo eso que ahora volvía a descubrir,  ¿pretendía hacer efectiva esa sensación de propiedad?
            Me detuve en medio del pasillo, para inspeccionar mi conciencia. ¿Entraba como ladrón en aquella casa?, cualquiera que me descubriese podría afirmarlo con total seguridad. Pero aunque así fuera para todo el mundo, ¿debía yo asumir esa sentencia como propia? Nada de lo que me rodeaba en ese momento me pertenecía, pero yo había entrado asumiendo su pertenencia, apoyando mi derecho en la materia – para mi tan concreta, aunque velada – de mis recuerdos. Lo que intentaba definir era el paso siguiente, el definitivo, el condenatorio: ¿qué haría a continuación?, ¿metería cualquiera de los objetos que por ahí encontrase en uno de mis bolsillos y me lo llevaría a mi casa? ¿como trofeo? ¿por necesidad? ¿por arrogancia?
            ¿Cómo es posible, por otra parte, que los Paura, familia tan porteña por tradición y por elección, tengan su casa de siempre en Mar del Plata, a no más de quince o veinte cuadras de mi propia casa, y esto sin que yo lo hubiera descubierto durante tanto tiempo? Esta casa que yo conocí en mi adolescencia, en Buenos Aires, no puede estar enfrente de la biblioteca municipal, a la que concurro semana tras semana, sin haber visto por ahí a ninguno de los Paura, jamás.
            Al avanzar descubro una aserie de habitaciones vacías, quietas, un baño, cuadros en las paredes que me resultan lejanamente conocidos. Pensé en llegar a la sala de los balcones, pero preferí no acercarme para evitar que me vieran desde afuera y dieran el alerta. Girando a la derecha me interno en la cocina. Como en tantas otras casas, es este ambiente el más visitado por sus ocupantes. Sobreabundan los utensilios de uso cotidiano, tazas y platos, manteles y repasadores, multitud de papeles sujetos con imanes al frente de la heladera, el reloj del microondas marca las “12:27” con dos puntos titilantes entre los números, un televisor instalado sobre un soporte de pared, su control remoto en la mesa junto al diario del día, un reloj de agujas con forma de girasol, cortinas a cuadros en la ventana, sobre la mesada, flameando sobre un exprimidor de naranjas cromado. Sentí la tentación de revisar los cajones, las alacenas, abrir la heladera buscando frutas, golosinas, helado. Me contuve con una puntada de resentimiento, el deseo era grande pero la necesidad de silencio mucho mayor. Ahora extrañaba una hipotética familiaridad más importante, una familiaridad concreta que se desprendía de todos aquellos objetos sin pertenecerme, que me hablaba de Carlos Paura sirviéndose café en una taza blanca, preparado en aquella misma cafetera que estaba mirando pero que no podía tocar, mientras su mujer apuraba a los chicos para la escuela o para la facultad, con la televisión encendida en las noticias de la mañana. Una familiaridad colectiva que mi propia vida no había conocido jamás.
La posesión (de cualquier cosa) es el acto más brutal y convencional de la vanidad, y las convenciones, por más brutales que sean, echan gruesas raíces en nuestra conciencia. Nuestra conciencia y nuestra vanidad son la misma cosa.
            Del lado opuesto de la cocina encuentro otra puerta, con marco metálico y vidrios esmerilados, iluminados. Salgo por esa puerta y encuentro un patio amplio, acristalado, lleno de sol y plantas en canteros y macetas, piso rústico de baldosas claras con figuras amarillas, una parrilla, algunos muebles de fundición pintados de blanco, una mesa larga, bancos y sillas con almohadones en fundas plásticas, soportes para las macetas, todo el conjunto da la impresión de haber sido largamente calculado para resultar espontáneo y agradable. Del otro lado del patio, en desorden, herramientas de jardinería, una regadera verde de lata y un par de bicicletas. Evalué la tentación de regar las plantas, de revolver entre la leña y el carbón, de sentarme un rato en alguno de los bancos y disfrutar el sol derramado por ventanales amplios, altos hasta el techo. Las voces sonaron en el pasillo y se abrió la puerta por la que yo había entrado al departamento sin darme tiempo a nada. Dos voces de mujer, ruido de llaves, bolsas de supermercado, la puerta otra vez, cerrándose. Avanzan por el pasillo.
            Crucé la cocina en dirección inversa y asomé la cabeza apenas. Dos señoras: una muy arreglada, seguramente la esposa de Carlos Paura; la otra, que caminaba hacia la cocina cargando las bolsas con las compras, más desprolija y casual, tal vez una empleada doméstica. Otro esfuerzo de la memoria intentando reconocerlas, esfuerzo infructuoso. Sé que la Señora de Paura mira telenovelas nacionales, tiras de ficción con actores de moda, cuyas vidas sentimentales sigue con atención en las revistas del corazón, tolera con estómago firme las películas de acción que mira su marido, y de vez en cuando logra intercalar alguna historia romántica, o dramas de cotillón con final feliz. La otra mujer es del tipo que se mantiene con una estricta dieta de productos venezolanos.
Tenía que salir de la cocina (a donde seguramente llevarían esas bolsas) y pensé refugiarme en algún baño, para lo que tendría que cruzar el pasillo, y me imaginé que podría hacerlo rápido y sin ser visto, contando con la ventaja de que las mujeres no suponían mi presencia, pero fue imposible. Una nena de unos catorce años salió corriendo de detrás de las mujeres, corrió por todo el pasillo hasta la sala de los balcones y encendió la televisión, pasó justo delante de mí sin verme, iba con uniforme de colegio, jumper gris, camisa blanca, sweater azul, el pelo trenzado, apenas la vi de espaldas. Empiezo a transpirar, sufro palpitaciones, en un delirio vertiginoso se me presentan mil escenas de escándalo, algunas de las cuales incluyen oficiales de policía y ambulancias.
            Vuelvo silenciosamente al patio, apoyándome en el marco de las puertas, me tiemblan las manos y mis pasos vacilan. Las mujeres hablan trivialidades y desorientan, no se por dónde aparecerán, cómo evitarlas sin que me vean. Me abruma el desconocimiento de la casa. Busqué sin esperanza algún lugar para esconderme y cuando el patio me parecía el lugar más seguro, las dos mujeres llegan por una puerta que no era la de la cocina y que yo todavía no había visto. La señora Paura fue la que me descubrió, parado en el medio del patio, y quedó paralizada, pálida, agarrándose el pecho con la mano derecha, mientras la otra mujer le sigue hablando muy concentrada en las bolsas y los gastos de la casa. La señora Paura retrocede dos pasos, con tanto miedo como yo mismo, buscando algo de que agarrarse con la mano libre, hasta que  encuentra la ropa de su acompañante. Pegó dos tirones a la pollera de sarga y logró que la otra mirara al frente. La situación se desencadena con el grito de la empleada.
– ¿y usted quién es? – preguntó la dueña de casa, alarmada – ¿qué hace acá?
            Quise responder, pero me desconcertó la segunda pregunta. A la primera hubiera respondido con gusto, me hubiera ocupado una cantidad de tiempo dar cuenta de mi persona, pero lo habría logrado. El problema fue que yo mismo no tenía en claro qué hacía ahí, y cobré conciencia de que toda la situación redundaría en un terrible descrédito para mi padre, en caso de que revelara mi identidad sin explicar cabalmente los motivos de mi visita. Cuanto más demoraba en responder, más se alteraban las mujeres y más nervioso me ponía yo. También se me hizo presente mi propio aspecto, poco amistoso para el observador desprevenido, y mis interlocutores se encontraban en situación de desprevención absoluta. Doy un paso en dirección a la cocina pero resulta ser, de todas, la peor elección posible.
– ¡mi hija! ¡llévese lo que quiera pero no lastime a mi hija!
            Está todo dicho: la Señora Paura, al borde de la histeria, me había declarado enemigo hostil y mi silencio era una concesión en ese sentido. Di todo por perdido y decidí salir de ahí a como diera lugar. Caminé hacia las mujeres buscando la puerta por las que ellas habían entrado. Se asustaron todavía más y retrocedieron tropezando entre ellas, abrazadas, enredándose en uno de los bancos de hierro. Las bolsas cayeron al suelo y las compras se desparramaron con ruido a huevos rotos. Las paso de largo y cruzo la puerta. La hija, después de escuchar los gritos, llega al patio cuando yo salgo, preguntando asombrada por qué tanto escándalo.
            Salí. En la puerta del departamento me crucé con un chico de diecisiete o dieciocho años y otro algo mayor, los hijos de Paura. Finalmente una cara conocida, inmediatamente conocida: el mayor de los Paura, Roberto o Rodolfo, tal vez Rodrigo, es el más firme en mi recuerdo de todos los que había visto hasta ese momento. Me mira a los ojos y queda petrificado, absorto, tal vez afectado por mi agitación, por el susto que se me notaba en la cara, además de encontrarse de repente con un desconocido saliendo de su casa a las corridas. No sabiendo qué hacer ni cómo reaccionar, sonríe con cara de bobo, sólo le falta babear. El otro, el más chico de los dos, estaba arrodillado en el piso ordenando útiles escolares y ropa dentro de una mochila. Me mira desde abajo, tan desconcertado como yo mismo, pero no puedo prestarle demasiada atención. No sé si me habrán reconocido, espero que no.
            Llegué al hall del edificio e hice todo lo posible por disimular la urgencia. La gente que circulaba por ahí, cuando yo entraba, ahora había desaparecido, pero la puerta final sigue abierta. Me fui caminando, pensando que no tardarían en llamar a la policía y esperando que nadie fuera capaz de identificarme. Esto último me preocupaba especialmente, así que todo el fervor de mi deseo se volcaba por ese pozo vacío. Cuando la busco, mi bicicleta no está.

5/7/10

Alcira en el país de las zancadillas (1)

    Como si fuera poco, alguien le inventó una historia y la expuso públicamente, le puso de nombre Alcira y le llenó el pasado de tristeza.
    Pero me quedan algunas dudas sobre cómo contar esa historia de Alcira, por dónde empezar, y como sólo puedo sacarme a Alcira de la cabeza contándola, me urge el relato. Voy a empezar contando algunas cosas del padre. El padre de Alcira se llamaba Oscar.
    Oscar era un tipo cualquiera. Macanudo. Siempre joven, hay gente que sabe cómo hacerlo, mantenerse joven, algo que no tiene nada que ver con la cirugía ni el ejercicio. Oscar era de esos, de los que merecen congelarse en la adolescencia pero, como todos, envejecen, y lo hacen de mala manera. Toda la rebeldía espontánea que estas gentes no pueden controlar, se les vuelve para adentro, y un poco los envenena, les queda algún rincón resentido. Oscar, sin embargo, era de los que saben controlar ese resentimiento, y se sentía en paz consigo mismo. Una paz con altibajos.
    Se decía a sí mismo: “cuando yo era un pendejo pelotudo quería ser fotógrafo o pintor, y después la vida me puso al trote”. Oscar era perfectamente consciente de todos los aspectos de su vida. Trabajaba en una estación de servicios, atendiendo los expendedores de gasoil, a veces en el kiosko vendiendo cigarrillos. Cargar nafta es una actividad que permite conocer mucha gente, en especial cuando la actividad se desarrolla durante unos treinta y pico de años, así que Oscar era un tipo muy conocido, porque además era de carácter afable, lo que resultaba muy notorio hacia el final, cuando ya estaba viejo.
    Conoció a su mujer, la madre de Alcira, como “la chica de la panadería”, a donde compraba el almuerzo todos los mediodías. Después de encontrarse por casualidad una noche, salieron un par de veces juntos; ella quedó embarazada y decidieron, tras arduas discusiones, abortar. La relación se volvió un poco tensa, pero continuaron juntos porque eso los “fortalecería”. Pareció funcionar durante un año, hasta que ella volvió a quedar embarazada y entonces se casaron.
    Alcira pasó largas horas de su infancia jugando en las cocheras, varios pisos de subsuelo debajo del asfalto sobre el que trabajaba su padre. Los colores de esa infancia son los que dejan las luces apagadas en la esquina distante de una losa de hormigón, con manchas de aceite en el piso, un rojo oscuro y brillante mezclado en la sombra, de los Peugeot o los Renault, la reja naranja del ascensor que sube chillando a fierros.
    El amor de Oscar por Alcira era quieto y profundo. Hubiera deseado que ese amor lo redimiera, pero no quería cargar a su hija con un peso semejante. Oscar, además, tenía otros problemas.
    Es difícil compartir la revelación de que la vida es un fraude con cualquier persona, y mucho más si esa persona observará, a lo largo de los años, cómo este descubrimiento nos aplasta hasta hacernos irreconocibles, una caricatura de lo que hubiéramos soñado. Oscar y Norma, “la chica de la panadería”, no tuvieron un buen matrimonio. Discutían y no se soportaban, en ningún momento.
    A todo esto podemos agregar las inclinaciones genéticas, la influencia del medio ambiente y el magro desempeño social de la pareja, como pareja e individualmente. Oscar se dio temprano a la bebida. Tomaba ginebra, con una brutalidad incontenible.
    Hay que reconocerle a Oscar su absoluta falta de violencia. Jamás maltrató físicamente a ninguna persona, con alguna excepción en caso de defenderse. Alcira y Norma no tienen nada que reprocharle por este camino. Oscar nunca abandonó su puesto de trabajo, incluso encontrándose en condiciones clínicas deplorables seguía expendiendo combustibles con fríos y tormentas. Siguió velando por ellas, a su manera y poco eficazmente, siempre. Oscar abandonó la realidad, en términos ostensibles y definitivos. De vez en cuando podía vérselo retornar, pero huía de inmediato a caballo de un trago de medio litro de ginebra, precipitado en la garganta con apuro.
    Los médicos comenzaron a mencionarle el problema del deterioro y distintos aspectos relacionados con la conservación de su estado físico. Oscar no estaba en condiciones de escuchar nada, sin importar quién lo hubiera dicho, amigo o desconocido. Para Oscar dejó de existir la gente, hasta el ruido del mundo le llegaba apagado y distante, amortiguado como por un líquido.
    La situación empeoró a lo largo de los años. A Oscar ya no podía encontrárselo. En el trabajo, a veces, mientras sostenía las mangueras, en la mirada perdida reverberaba algún brillo – jamás lágrimas – que también podría haber sido ceguera. Pero Oscar ya no estaba.
    Con un poco más de cincuenta años lo obligaron a seguir un régimen por causa de la diabetes. Norma le inyectaba la insulina, Alcira descubría las jeringas y no había santo que a Oscar le sacara la botella. Se deshojó como una margarita: primero un dedo de la mano izquierda, por cortarse mal las uñas; después la cosa le fue subiendo por el pié izquierdo, los médicos hicieron todo lo que pudieron, pero hubo que cortarle hasta la rodilla. Pensión por invalidez, y Oscar se vio encerrado en su casa, sin hacer nada, así que ganó tiempo y libertad para dedicarlos a su vicio. Un tiempo después perdió la vista de un ojo, más tarde empezaron con diálisis, en poco tiempo el hígado se le transformó en una piedra y murió delirando.
    La mamá de Alcira, Norma, vivió todo el proceso anegada en un maremoto de mierda depresiva. Debido a las continuas crisis nerviosas causadas por el alcoholismo de su marido y a la ingestión desmesurada de ansiolíticos y demás subproductos farmacológicos, la echaron del trabajo. No podía hablar con la gente, arrastrada por ataques de pánico o de llanto alternativamente.  Norma dedicaba todas las horas de su vida a dormir, excepto cuando discutía a gritos con Oscar, y cuando se murió Oscar se quedó durmiendo, sin interrupciones.  La habitación de Norma era un pozo, negro y frío, donde sólo se sentía algún calor entre las sábanas de su lado de la cama, junto con un olor intenso a pedos, transpiración y mal aliento.
    Norma acusaba de todo esto a la vida de mierda que le había tocado. Se la escuchaba de a ratos en su habitación, llorado y gritando de vez en cuando: “¡esta vida de mierda que me ha tocado!” decía, Alcira la escuchaba. Todavía se acuerda. Norma después se dormía.
    Alcira vivió una infancia inestable. Cuando era muy chica, en esa época de la vida de la que no se tiene memoria, en su casa había más plata, porque en la familia de Norma algunos tíos y cuñados eran solventes, pero ese dinero con el tiempo se fue disipando, dejando a todos abrumados por la nostalgia. Alcira se acuerda de la escuela pública en el barrio durante un corte de luz, sus compañeritas de guardapolvo blanco, la sensación de que los días pasaban como una anestesia por detrás de la oreja, un parque de lejos, las ventanas de sus vecinos vistas desde la ventana de su departamento.