30/11/11

telón


hasta aquí Costa Negra; fue todo muy lindo mientras duró, pero (como siempre recuerda Pablo Di Iorio que dice Tyler Durden en fight club): “necesitaba destruir algo hermoso”

ya no me reconozco en estas publicaciones, no soy más la persona que las escribió, las dejo atrás porque la vida continúa y porque sí

el protocolo recomienda mencionar las muchas gracias en estas ocasiones

nos vemos por ahí

G.


26/11/11

PSICOFANGO 2

FIESTA PSICOFANGO!
DOMINGO 27 DE NOV. 21hs. (PUNTUAL!)

Presentación del Psicofango vol. 2
*La Pequeña Editorial*
http://lapequeniaeditorial.blogspot.com/

MÚSICA: MARCOS BASSO

MUESTRA FOTOGRÁFICA "¿Qué José?"
(grafitti & arte callejero MdP)
Bárbara Gasalla

LECTURAS:

Carolina Bugnone
(1er. premio cuento Certamen Literario Municipal Osvaldo Soriano)
http://lasletrasynosotrosoque.blogspot.com/

Paula Fernández Vega
(2do. premio poesía Certamen Literario Municipal Osvaldo Soriano)
http://divaguesdiarios.blogspot.com/ 

Martín Zariello
http://ilcorvino.blogspot.com/

Nicolás Pedretti
http://tengounlinyerabajolacama.blogspot.com/

Alejo Salem
http://alejosalem.wordpress.com/

Mariana Garrido
http://borronyversonuevo.blogspot.com/

Pablo di Iorio
http://www.paulhigh.blogspot.com/

Gabriela Cancellaro
http://noentiendonada.wordpress.com/


Psicofango en Facebook:
http://www.facebook.com/Psicofango

9/11/11

correspondencia



 Mar del Plata, 24 de octubre de 2011

Sr. Octavio Bauer
Representante de ventas

¡Odio cuando no acabo!

atte.
Ma. Cristina Salas
RR.HH.


*   *   *


Mar del Plata, 26 de Octubre de 2011

Srta. Ma. Cristina Salas
RR.HH.

            Permítame María, en primerísimo lugar, felicitarla por la valentía de manifestar sus sentimientos de manera tan clara y directa. Su carta expresa un coraje digno de todo encomio. El ámbito laboral tal vez no sea, me atrevo a señalar, el más adecuado para el íntimo debate al que me invita, pero la aparente urgencia del caso nos obliga a dejar de lado estos detalles de protocolo.
            Sería imposible expresarle suficientemente el hondo pesar, la infinita tristeza que este inconveniente suyo me despierta. Entiendo compasivamente esa sensación de odio de la que me habla, y la impotencia que se desata con semejante frustración de los afanes. Créame cuando le digo, María, que conozco en carne propia la desilusión que provocan estas situaciones; conozco la sensación de menoscabo, de pérdida e infortunio, en una palabra: el sabor amargo del desengaño.
            Imagino además que la declaración de su furor está relacionada, por una cuestión de coincidencias cronológicas, con los encuentros físicos que usted y yo sostuviéramos, si no recuerdo mal, dos (tal vez tres) meses atrás, y que de manera tan difusa e incierta se interrumpieran. Llego a esta conclusión partiendo de la siguiente premisa: que usted, María, no es mujer que desconozca el orgasmo. Si así fuera, si lo desconociera, tal vez no se hubiera desencadenado su furia, o lo hubiera hecho a menor escala. Si me disculpa el atrevimiento, le diría que este conocimiento se le nota en la mirada, en todo el cuerpo, en la manera de hablar y desnudarse, en los signos de admiración que rematan la sentencia de su odio. Y espero que no tome esto como una nota negativa, sino todo lo contrario. Pero volvamos a lo importante, a lo que ahora reconocemos claramente como una protesta personal, como un reclamo.
            ¿Por qué, María, me dirige a mí este reclamo? Es que acaso espere, me imagino, alguna clase de explicaciones. ¿Es eso realmente lo que busca? ¿está dispuesta, cualesquiera sean, a escucharlas? Me veo obligado a advertirle, si este es el caso, que podrían no resultar de su agrado. Prefiero, sin embargo, correr el riesgo de molestarla con mis razones antes que volver a defraudarla.
            Para empezar, me veo obligado a señalar que no estoy ni remotamente enamorado de usted, y me excuso de inmediato alegando que el amor no es una cuestión que dependa de nuestras voluntades individuales. Usted me va a decir, a continuación, que el amor no es condición sine qua non para alcanzar el orgasmo y le respondo, otra vez de inmediato, que en este punto estamos de acuerdo. Pero lamentablemente, y por más absurdo que le parezca, esta condición se aplica de manera excepcional en mi caso, ya que además de no amarla a usted, sí amo a otra persona. En definitiva, que estoy enamorado de alguien más.
            A continuación, María, se preguntará ¿qué hace este hombre, enamorado de alguien más, metiéndose en mi cama? Y me veré obligado a dar cuenta de una tediosa historia de amor no correspondido, que a estas alturas a nadie le interesa. Puede usted completar este apartado con el cuento más sórdido o romántico, según sea de su agrado, que se le ocurra. Sólo le voy a pedir que lo ubique en un pasado más lejano de lo que, en primera instancia, sería razonable imaginar, y que le agregue a mi personaje el estado actual de mi ánimo: aburrimiento y hartazgo.
            Sí, el aburrimiento y el hartazgo son las causas principales de que usted y yo, María, si me permite llamarlo así, nos encontrásemos. Así que, entre nosotros, donde se buscaría inútilmente al amor, sólo hallaremos al tedio y a la desidia: dos poderosos motores que no debemos subestimar, ya que lograron introducirme en la alcoba de una mujer, es hora de admitirlo, más bien fea y contrahecha. Le suplico que no se deje ofender por este par de adjetivos. El mundo no es más que el concurso de incontables subjetividades y puntos de vista, y no debemos suponer tontamente que el mío será el que prevalezca. Que yo la encuentre poco agradable físicamente no quiere decir que de hecho eso sea verdad. Habrá infinitos observadores que caerán, indudablemente, fulminados por el amor con sólo verla una vez. Pero debo confesarle que en mis ojos hay otro cuerpo recortado contra mi voluntad, y todo lo que puedo ver, en los demás y desde hace mucho tiempo, son siluetas que no encajan, partes oscuras y defectuosas que no coinciden, cosas que no son, diferencias.
            Todo esto lo supe siempre María, incluso antes de cambiar con usted las primeras cuatro palabras. Mi error, si es que cometí un error, fue no prestar atención, seguir adelante como si no existiera ningún desacuerdo. Porque eso hubiera sido admitir la derrota, bajar los brazos antes de que nada sucediera. Usted no se imagina lo que un puñado de recuerdos mal digeridos pueden obligarnos a hacer, además, para enterrarlos definitivamente. Frente a cualquier oportunidad se cree, sin pensarlo mucho, que vale la pena hacer el intento.
            En algún momento me encontré también con su ansiedad, con su indignación, con este mismo reclamo que hoy me hace por carta, pero que entonces era una queja sorda y mal escondida. Yo, por mi parte, confieso que en determinadas circunstancias no puedo evitar el conflicto en cuanto lo intuyo, me atrae como un vértigo, me fascina hasta la hipnosis, hasta la provocación. Entonces nunca estuve dispuesto a hacer el esfuerzo necesario para que algo funcione entre nosotros, desde que ya sabía al principio que todo saldría mal, sólo porque existía la posibilidad de que así fuera.
            Como verá María, este barco hizo agua por todos lados, y no me sorprendería que cuestiones muy similares a las mías fueran halladas de su parte. ¿No escapaba acaso, usted también María, a los recuerdos, al pasado? ¿No intentaba esa desesperada fuga conmigo? Somos, entonces, dos prófugos atrapados en la huida. Preferimos morir de asfixia en un túnel excavado con cucharas antes que purgar nuestras condenas.
            En cualquier caso le recomiendo que se dedique con ahínco a la solución de su problema. No debería descartar, además de los factores psicológicos, las variables clínicas. Acuda a su médico en busca de consejo, aunque sólo sea para descontar posibilidades. Salga con amigos, visite en la intimidad otros hombres y mujeres, explore el mundo de las drogas y los afrodisíacos; y no se conforme con poco, ni suponga que esta experiencia nuestra es determinante. Asuma su condición de género con igualdad María, y reconozca que en su reclamo hay algún matiz de machismo atávico y troglodita. Por una serie de motivos evidentes, y que muy probablemente usted comparta conmigo, nunca fui, ni me lo propuse, su macho proveedor María, no pienso sostenerla económicamente ni en cualquier otro sentido, no espero que se deje encadenar a la cocina, no será la madre de mis hijos, nunca le exigiría exclusividad sexual de ningún tipo y, en consonancia, tampoco me considero responsable por sus orgasmos. Siéntase libre de obtenerlos por los medios que le resulten más convenientes, y no se crea menoscabada si se ve obligada a prescindir de los míos. Investigue, ejerza sus libertades, y en caso de que le parezca necesario volver a intentarlo, no deje de contar conmigo ni de considerarme

su más fiel y comprometido servidor

atte.
Octavio Bauer
Representante de ventas


14/10/11

PSCFNG!


Psicofango
en la Librería Polo Norte
Av. Constitución 5843 - Mar del Plata
sábado 15 * 20:00hs

Lecturas:
Carolina Bugnone
Paula Marina
Gaston Dominguez
Mariana Garrido
Alejo Salem
Pablo Di Iorio
Gonzalo Viñao

Música:
Leopoldo Pereyra & La Bug

Links:


4/10/11

un cuento del verano pasado (después...)


Well it’s been a long time, long time now
since I’ve seen your smile.
Beirut, Nantes


y nos subimos a los autos. Nos mezclamos. Perdí de vista a Lucio y a Sylvia, y lo que parecía ser un abogado de la mafia sindical de vacaciones en miami ocupaba su lugar, en el asiento del acompañante. También descubrí que el conductor era un perfecto desconocido, lo que me llevó a la conclusión de que no iba en el mismo auto. Intentaba descifrar quiénes estaban sentados conmigo atrás, cuando el bramido más aterrador jamás surgido del infierno me congeló la sangre, oscureciendo a la misma noche y dejándonos a todos al borde del colapso. El segundo latigazo de aquel trueno indescriptible me trajo a la cabeza un pantallazo de torturas medievales, ciénagas  y bosques encantados, aquelarres y brujas… la palabra es brujas, porque lo que sonaba con insistencia dentro del auto era el berrido extasiado y carcajeante de una bruja.
            Una vez superado el espanto descubrí –con algún desagrado– que esa risa le pertenecía al hombre sentado a mi derecha, dos mujeres de por medio. Llevaba en una mano, vacilante, un vaso de whisky que se agitaba como un lavarropas, y el cigarrillo apagado en la otra. Las piernas delgadas cruzadas con manifiesta expresión de comodidad, lo que me pareció prodigioso dentro de los estrechos límites de las butacas superpobladas. Una camisa gris, pantalón blanco, zapatos. Todo el gesto de la cara contraído por el titánico esfuerzo de proferir sus terribles carcajadas, y un brillo lívido al fondo de los ojos, que se veían muy lejanos y apretados entre las lágrimas. Mi imaginación, insubordinada, dibujó un hilo de saliva desde el labio inferior de Luca Delibio, languideciente e imperturbable entre copiosos espasmos y escupidas, hasta el borde de su vaso, quizás derramándose un poco sobre el pulgar.    
            Lo que prevaleció, finalmente, al momento de producirse la tercera descarga de bramidos, áspera y estrepitosa como un aluvión de escombros, fue la sinceridad incontenible de esas explosiones. El esfuerzo físico que demandaban hubiera matado a cualquiera, pero Luca tenía que vivir con eso, consciente al parecer de que estos arrebatos le acortaban la vida, como el fumador lo sabe con cada cigarrillo que enciende.
            Al rato, y con el aparato auditivo más acostumbrado a estas ráfagas, una vez confirmado que no se trataba, por otra parte, de un ataque de psicosis o algo por el estilo, la risa de Luca resultaba de lo más contagiosa, y en espontánea complicidad comenzamos a hacer todo lo posible, los que íbamos en el auto, por estimularla. En algún momento, un observador imparcial hubiera podido afirmar que intentábamos matarlo provocándole un ahogo, porque el vértigo de verlo cada vez más sofocado y exhausto empezaba a entusiasmarnos. Pero el entusiasmo decayó bastante cuando comprobamos que el esfuerzo era inútil.
            Es horrible, no sé si lo habrán notado, vivir en una ciudad con mar y que a la hora de viajar en algún vehículo, al pasar por la costanera, te toque el asiento del otro lado, el que no da al mar, especialmente si el auto está lleno y no se puede ver nada.

            ¿Ya estarías durmiendo a esa hora? Me imagino que sí, porque al otro día trabajarías tempranísimo como siempre, el único ser humano verdaderamente responsable que conocí en mi vida y, al mismo tiempo, el más libre e independiente de todas sus responsabilidades. Esto fue siempre lo que despertó mi más profunda admiración, y nunca pude explicármelo. Hasta ahora, mucho después de esa noche, la primera, la última, en la que no sabía nada. Qué momento más inoportuno para tener la cabeza llena de aire.
Dame un punto de vista y multiplicaré tus desgracias. La ilusión funciona, todos estamos más o menos convencidos.

            Llegamos, entonces, al famoso bar de los mojitos, en pleno Güemes, todo lo indie que el dinero puede comprar. Yo trabajé, pensaba al entrar, acá a cuatro cuadras, atendiendo a esta misma gente, durante más de tres años. Y nunca estás del todo seguro de que no vas a volver al infierno.       
            Cuando llegamos a la mesa ya estaban casi todos acomodados, y me la encontré a Andrea hablando a un costado con Boian.
            Lo que supe de Boian, en esos dos o tres meses anteriores, es lo siguiente: que es Búlgaro, y traductor, que vivió mucho tiempo en Francia como estudiante, que habla –por supuesto– búlgaro, y también ruso, inglés y francés, que estudiaba alemán, que se dedica a dar clases de idioma por internet y de vez en cuando hacía algunas traducciones, y eso le permitía viajar, lo que hizo sin parar durante siete años, o algo así. Llevaba unos meses en Mar del Plata, a donde llegó por casualidad. Al principio pensó en quedarse tres, tres meses, pero ya iban nueve o casi nueve. Un trámite de ciudadanía lo obligaba a viajar a Canadá en pocos días, mucho antes de lo que había pensado, y Boian lloraba (es testimonio fiel) por verse obligado a abandonarnos.
            Con Andrea lo consolamos un poco, entre desconcertados e incrédulos, y con los primeros mojitos terminamos de distraerlo. Y cuando ya a fuerza de mojitos estábamos todos distraídos, apareció en medio de la fiesta una de esas personalidades detonantes e inesperadas. Ésta en particular, inexplicablemente, asumió, para manifestarse, la figura de Benito Mussolini, de jeans ajustados y remera gris, con un skate cruzado sobre el pecho amplio y cuadrado. Juro que en mi caso personal no daba crédito a mis ojos, pero me resultaba más asombroso todavía que todos en la mesa lo aceptaran con tanta naturalidad.
            Se dirá que no es raro el caso de dos personas muy parecidas. Pero este no es un caso de parecidos, sino de perfecta identidad física entre dos sujetos. El tipo que se sentó con nosotros era la reconstrucción genética, átomo por átomo, del italiano; incluso sería posible, supongo, confirmar esta impecable coincidencia a nivel hormonal, porque una de las italianas en la mesa se enamoró espontáneamente, sin mediar más de dos o tres palabras, y al rato ya estaban sentados juntos en un costado y charlando muy animados. Lo más difícil de soportarle al tipo, además, como a todo el mundo pero en este caso muy en particular, era su absoluto desconocimiento del término “discreción”, concepto que de cualquier manera le hubiera resultado tremendamente difícil de entender y mucho más poner en práctica, debido a esa notable voz de dictador implacable que le había tocado.
            En algún momento me dicen: si, Sylvia es un muchacho, y aquél es de La Plata, hotelero. ¿Cuál, “Benito”? No, se llama Carlos ¿Qué Benito?, ¿Cómo qué Benito? Mussolini pelotudo, ¿no te das cuenta que es igual?
            Cuando Carlos de La Plata hablaba, gesticulando con con su mandíbula prominente y su enorme cabeza calva, los colectivos chocaban en dos cuadras a la redonda. Él, como si no pasara nada. Y esto sin levantar la voz; modulando apenas en el registro normal los gatos que lo escuchaban quedaban albinos. Las chicas, por su parte, estaban encantadas, con ese estremecimiento de clítoris que les provocan los hombres incapaces de registrar la realidad que los rodea, supongo.
           Atraídos por la misma fuerza magnética que reúne los imprevistos factores desencadenantes de una desgracia, Carlos de La Plata y el kosovar, que a todo esto no paraba de hablar un solo minuto, se encontraron.               
            El error que desacreditó a Carlos de La Plata para toda la noche fue, según me parece, haberse tomado en serio al kosovar, a quién todo el mundo se tomaba en broma desde hacía un buen rato. El problema empezó cuando le preguntó, con esa voz de heraldo público que lo caracteriza, y que nos detuvo a todos en seco y nos obligó masivamente a concentrar nuestra atención en su conversación, decía: Carlos le preguntó de golpe, de la nada, injustificablemente y a voz en cuello, silenciando a todos en nuestra mesa y en las mesas de los alrededores, le preguntó al kosovar cuya inteligencia llevaba muchos años resignada a vivir en el exilio, le preguntó que qué pensaba sobre la guerra y la caída del muro de Berlín, porque a mi me interesan mucho estas cuestiones de sociología y la historia, y qué bueno tener un testigo directo para que nos cuente.


26/9/11

la mala leche


            La vida como la conocemos, la vida que vivimos, es un invento. Esta vida de sacrificios, de sufrimiento, de trabajo, de esfuerzo sin fin, radical y permanente, Adán y Eva expulsados del paraíso por sus terribles pecados, condenados a cargar perpetuamente el peso de su culpa en un mundo yermo, pariendo con dolor y penando por el sustento; esta vida es una vida circunstancial, una manera cualquiera de hacer las cosas.
            El invento nace hace ¿diez, quince mil años?, cuando el primer mono más o menos parecido a nosotros le partió un palo por la cabeza al mono más o menos parecido a nosotros que tenía más cerca. El conflicto comenzó con una discusión sobre quién era el dueño del palo. De ahí el fundamento moral para todo lo que vino a continuación: ninguno. La violencia desencadenada sin prejuicios ni barreras. La violencia como verdad absoluta. Y eso, diez o quince mil años más tarde, se transforma en una consigna, en un eslogan ético, algo como: el trabajo dignifica, evidentemente convenido por el mono que agarró el palo primero, que no trabaja.
            La mejor parte: esto es un secreto a voces. Todo el mundo lo sabe. O la gran mayoría de los que alguna vez reflexionaron un poco sobre estas cuestiones. Por supuesto, los que están del lado del palo hacia el que NO caen los golpes, esos se hacen los boludos y disimulan; los que están del otro lado no saben muy bien qué pensar. No es fácil razonar entre la golpiza, en particular si de vez en cuando te tiran un hueso y con eso te alcanza. Los premios intermedios son importantes, las facilidades sin grandes compromisos, el confort, el acomodo en general, son disuasivos, docilizan. Hay que distraer a la gente, es fundamental, pan y circo (yo agregaría: yugo y gayola) y estamos hechos. Si cada uno conserva su lugar entramos todos. Apenas hay que bancarse que te caguen en la cabeza y de vez en cuando alguno te rompa el culo. La dignidad (otra vez esa palabrita) es siempre lo primero que se negocia.
            Transcurrió la evolución en todos los aspectos de la vida en el universo, menos en éste. Los procedimientos se perfeccionaron, lo que todavía es peor. Antes por lo menos te podías ir a la mierda, dejarle el palo al otro y no pelearte con nadie, el mundo era ancho y sobraba espacio para todos. Ahora estás atrapado y comprometido con un mecanismo anónimo y ajeno donde sea que vayas, te encontrarán por el celular, por las noticias, por los satélites, y te harán pagar los impuestos o morirás de hambre en una esquina y dirán que es culpa tuya, los traumas insuperables de la infancia, frágil equilibrio emocional, crisis nerviosas, incapacidad congénita para la adaptación; los psicólogos podrán corroborarlo para que todos nos quedemos tranquilos.
            Y en el caso de no pensarlo detenidamente, podemos llegar a conclusiones inadecuadas. Se podría creer, por ejemplo, que así estamos en contra de nuestra voluntad, pero no hay nada menos cierto. Así estamos porque nos tenemos miedo los unos a los otros, y preferimos sufrir masivamente y hasta el final de los tiempos antes de que nos agarren desprevenidos. Todos aportamos a la miseria general para purgar pequeñas dosis de la miseria propia. Lo más fácil de encontrar en este mundo es alguien sobre quién descargar las consecuencias de la inevitable frustración de la felicidad que implica vivir en este mundo, frustración ineludible de la vida tal como la conocemos, tal como elegimos vivirla un minuto detrás del otro. Nadie podría tolerar ni la mitad de las cosas que se aguanta en un solo día (pero que generalmente nos aguantamos a lo largo de toda una vida) si no tuviéramos algún chivo expiatorio.
            A veces puede parecer que el espíritu del morbo es el que mueve al mundo. Estoy cada vez más cerca de creérmelo. 



16/9/11

un cuento del verano pasado (y...)

     El kosovar tomaba cerveza, y pagaba. Sufro una especie de alergia al vino, que muy probablemente se deba a la fuerte asociación de esta bebida con la imagen de mi padre. No quiero decir que mi padre sea o haya sido alcohólico. Papá es un gourmand, un hombre de vino. Yo soy un hombre de cerveza. Punto.
Y el kosovar pedía, una detrás de otra, cierta cerveza de fabricación patagónica valuada con el criterio de un proxeneta en la subasta anual de quinceañeras vírgenes. ¿Cómo resistir los amargos encantos de tanta frescura rubia y efervescente? El kosovar me propuso que lo acompañara, y argumentó que no era de su agrado tomar solo. Le expliqué algunas cuestiones relacionadas con el salario, el tercer mundo y mi reciente despido, como preliminares a la información de mi absoluta carencia de efectivo, pero el kosovar insistió. Me vi obligado, por estrictas razones de cortesía, a ignorar las fabulosas señales de homosexualidad compulsiva y satiriasis insatisfecha que el kosovar emitía enfebrecido, y comenzamos a beber.
            Cuando íbamos por la tercera de las ocho cervezas que el kosovar me convidó con generosa consideración, y que bebimos en la siguiente hora y media, empecé a relajarme un poco. Todo el mundo sonreía, y en la mesa éramos unos cuantos. Gente feliz, satisfecha de la vida, como corresponde. Nos ofendimos un momento porque alguien derramó unas gotas de vino, pero se nos pasó enseguida porque tenemos el alma templada. Incluso algunos se molestaron bastante con el mozo que, según todas las apariencias, experimentaba un día de mierda y todo le salía como el orto, lo que se comentaba en voz alta y con molestia entre los comensales. La vanguardia del arte.
             En eso estábamos cuando apareció Sylvia (no sé muy bien dónde ponerle la Y griega, pero sé que la tiene por algún lado). Cuando la vi pensé al fin una mina que está buena. Porque la mayoría de los que estaban en la mesa eran hombres y mujeres feas, todos muy interesantes, macanudos y a la moda, pero en determinados contextos sociales la gente que queda más allá del interés sexual es como si se desvaneciera. Y la expectativa de vida de todos los presentes era veinte años menor que la mía, y yo no soy ningún pendejo. Lucio y yo, y las chicas italianas, éramos los más jóvenes. Sylvia era joven también, flaquísima, alta, con el pelo suelto, la nariz un poco grande. Estuve un rato esperando que alguien me confirmara su sexo, mientras charlábamos y lentamente se la levantaba Lucio, y yo no podía hacer nada. Me la sacó de las manos.
Hice un esfuerzo telepático tremendo, y logré que el kosovar me ofreciera espontáneamente fumar marihuana en la esquina, así que nos fuimos un rato. Ahí descubrí que usaba las mismas zapatillas, pero de un color diferente en cada pie. Le pregunté si alguien las había diseñado intencionalmente así, pero no, me dijo que se había comprado dos pares de distintos colores para mezclarlas. Me dijo el precio de las zapatillas y me dieron ganas de pegarle. Pero ya estaba armándose un porro, así que me comporté como un tipo decente y charlamos.
Estábamos sentados en el pasto y pasaban los colectivos y los autos por la rotonda del puerto, tráfico fluido intermitente de semáforos, luces rojas y blancas, bocinas, motores, música en las ventanillas. El asfalto amarillo y oscuro. Las veredas vacías. El cielo sin estrellas de las ciudades. Cables por todos lados, postes, árboles, carteles. Y el viento que pone en movimiento todas las cosas. Cada segundo perdido es un universo que colapsa. El kosovar, descubro en ese momento, es la más prolífica máquina de hablar incoherencias jamás imaginada. Creo que no lo noté al principio porque no se puede predecir lo impensable, y no hay manera de estar prevenido contra lo desconocido. Yo ignoraba la existencia de un ser humano con semejante caudal oratorio, y a la vez tan ausente de sentido. Y como si no fuera suficiente con esta verborragia escatológica, habrá que imaginarse el español que pueda hablar un kosovar que tomó clases en Madrid durante dos meses, y con eso se arregló los siguientes tres años. El esfuerzo que implicaba entender lo que decía era suficiente para provocar varios derrames cerebrales simultáneos, y este riesgo se corría todo el tiempo porque el tipo era incompatible con la presencia del silencio.
Su repertorio temático se refería, de manera excluyente, a sí mismo. Después de escucharlo una media hora, ya tenía la impresión de que podía escribir una biografía de varios tomos con lo que me había contado en ese rato. Era la proliferación del relato más allá de todo lo conocido. La gente a su alrededor quedaba sucesivamente atrapada porque el grupo decidió, en determinado momento, no prestarle más atención (todo indica cierto instinto de supervivencia colectivo) así que el kosovar cambió de estrategia. En lugar de dirigirse al público en general, le hablaba a un interlocutor a la vez, durante veinte o veinticinco minutos, hasta que colapsaba su paciencia o su presión arterial y directamente le daban vuelta la cara. Entonces se buscaba alguien más que hubiera estado distraído hasta ese momento o algún recién llegado, y continuaba su relato como si nada sucediera, en el mismo punto en el que lo había abandonado.
            Así estuvimos un buen rato, hasta que todos nos empezamos a reír un poco del kosovar, porque fue la única manera que encontramos de disculparlo: el escarnio. Pero fue divertido, y desvió un poco la lapidaria atención general que se le dedicaba al mozo.
            Un rato más tarde el grupo comenzaba a dispersarse. 
            Lucio y Sylvia propusieron ir a otra parte, nos paramos y salimos todos disparados a los autos. En el revuelo me robé el sacacorchos con la deliberada intención de que me vieran. Les dije que era por el mozo que nos había tratado tan mal. Tuve la confusa necesidad de que se sintieran incómodos, y se molestaron bastante. Tuve también el impulso de discutir un poco, pero me contuve porque mis motivos me resultaban poco claros. Ahora creo que es muy llamativo preocuparse más por un objeto cualquiera, acorralados por el sentido de propiedad de las cosas, incluso si ese objeto le pertenece a otro, que por la infelicidad de una persona, hostigada durante dos horas por treinta borrachos.
Todavía tengo el sacacorchos.
            Pero en el camino hacia los autos alguien dijo mojitos. ¡Oh mojitos! ¿habrase oído palabra más inocente? Y con eso alcanzó para restablecer la paz en el mundo. 


11/9/11

mamá y los dientes*

            Aspiro a la mayor neutralidad.
Se me tendrá en cuenta que soy el hijo y que, a pesar de encontrarme en una etapa avanzada de mi vida adulta, sigo preguntándome por las consecuencias y las repercusiones de ese vínculo.
Se me tendrá en cuenta lo siguiente: que ella tiene un nombre particular nunca utilizado en el ámbito doméstico, y que todos los nombres con los que se la llamaba en mi infancia dejaron de acudir a mi boca hace ya una cantidad de años, cuando fueron reemplazados indistintamente por los de “mamá” o “madre” que, como era previsible, ella detesta.
Además, vamos a dar por demostrado que se trata de una mujer inteligente, aunque todas las anécdotas que sobre ella puedan referirse lo desmientan. En este punto nos atendremos exclusivamente a mi palabra.
Mamá, abnegada y solitaria conductora del hogar, dio lo mejor de sí bajo las más adversas circunstancias para sacar adelante a su familia. Tierna y comprensiva, siempre supo escucharnos y siempre estuvo ahí, presente, para nosotros, mi hermano y yo, sin desatender jamás sus responsabilidades. Fue una destacada profesional y una gran mujer, muy querida por quienes la conocieron, hasta más o menos los cuarenta o cuarenta y cinco años… No faltaron los accidentes domésticos, de los que comúnmente suceden en cualquier hogar y en cualquier familia, imprevisibles incidencias del azar, como la vez que arrastramos a mi hermano a lo largo de trescientos metros por una avenida en horario pico, colgando de un Citröen 2CV blanco, salvando la vida gracias a la hebilla de la mochila que se enganchó en la puerta abierta del vehículo en movimiento. Una desgracia con suerte, desde todo punto de vista, porque mi hermano salió apenas magullado, la ropa desaliñada y un poco de sangre en las orejas. Mamá le sacudió el polvo de la camisa, le dio un beso en la frente y lo dejó sano y salvo en la escuela.  
Y coincidencias ¡Por supuesto! La vida con mamá siempre estuvo llena de increíbles coincidencias, como la vez que regaló mi perro a un vecino precisamente en el día de mi cumpleaños. Un lamentable error de cálculo que jamás se repitió.  
Pero en el caso de los dientes de mamá hablamos de un proceso de años, con sus diferentes manifestaciones a través del tiempo, períodos de relativa tranquilidad alternados con momentos tortuosos, incluso macabros.
Mamá supo ser en sus tiempos una mujer hermosa, y en este terreno me asiste el archivo fotográfico de la familia, a pesar de que ella misma, hoy, parece dedicada en cuerpo y alma a refutar esa lejana belleza. Pero la relación de mamá con su propio cuerpo –y esta no deja de ser una deducción arriesgada por mi parte– quedó trastornada en la saga del retorcido vínculo con su propia madre, mi abuela. Lamento mucho que no sea éste el ámbito adecuado para extenderme en la semblanza de aquella venerable anciana, de la que por desgracia no recuerdo ni el nombre. En todo caso mi madre, si el asunto fuera de su interés, podrá ejercer sus derechos democráticos y escribir su propio cuento.
El primer dato que recibo de toda esta historia es subliminal, casi oculto en las sombras de lo intrascendente. Mamá falta mucho al dentista. Reserva turnos a los que no asiste sin dar ningún aviso, solapadamente. Y a partir de cierto momento empieza a quejarse de sus dientes que, como es de esperar, le duelen. Un tratamiento de dos o tres meses se prolonga a lo largo de mis once, ¿doce? ¿trece años?... hasta algún momento de mi primera adolescencia. En el corro familiar circula la siguiente información: que mamá era muy delgada de jovencita, así que la abuela la sometió a unos indefinidos estudios médicos, porque comía y comía pero nunca subía de peso, y “le hizo dar” unas inyecciones que años más tarde le arruinaron (entre muchas otras cosas) los dientes. De caries y tratamientos de conducto ni una sola palabra.
Por inexplicable que resulte, en esa época nos encontrábamos ante un raro equilibrio. Las simultáneas letanías a su madre y al dolor de muelas, sustentadas en la salud de su propia mandíbula, se prolongaron en el tiempo. Cuando apareció el dolor, de inmediato se presentó el culposo discurso filial y desde entonces se sostuvieron mutuamente. Por desgracia, en algún momento de esta inesperada simbiosis, mamá perdió todos los dientes superiores, de colmillo a colmillo; pero la onerosa cobertura social los reemplazó, con eficiencia e inmediatez, por una prótesis.
A nadie se le ocurrió entonces recordarle a mamá que su prótesis, como toda prótesis, como los mismos dientes que una prótesis se propone reemplazar, como cualquier cosa en este mundo que no sea una planta tropical en medio de la selva amazónica, necesitaba mantenimiento. Y los problemas que desaparecieron con la prótesis encontraron, casi de inmediato, su reemplazante perfecto en los problemas que provocó la prótesis.
De esta época guardo la profunda convicción de que el arte, por absurdas e inverosímiles que parezcan las herramientas a su disposición, siempre encuentra algún camino para manifestarse. Porque, si nos permitimos por un momento expresarlo de la manera más acotada, el arte no es otra cosa que el ejercicio de unas herramientas, que por lo general se encuentran convencionalizadas. Para la música los instrumentos, para la pintura los pinceles, para la literatura las bellas letras…, etc. Se trata de un conjunto de reglas y condiciones, como en un juego, de las cuales dispone el artista, y el que mejor dispone de ellas –más allá de las diferencias de criterios– es el maestro en su arte. Pero el verdadero artista es el que prescinde del estándar y, junto con él, de sus herramientas, y es capaz de conmover a su público hasta las lágrimas con la mixtura inesperada de los elementos que se le presenten, sean cuales fueren. Será, eso sí, un experto en su área, porque no se trata de saberlo todo sobre todas las cosas. Pero el ámbito de su trabajo estará dado por el azar, por el entorno, y será el genio el que se manifestará indistintamente a través de fenómenos siempre aleatorios.
El genio y el talento artístico de mamá se manifestó a través de sus dientes; y el período, el largo período de su primera prótesis fue algo así como su novena sinfonía. No se trataba, en absoluto, de un arte que respetara las normas de belleza tradicionales. No era aquel un arte comparable a ningún otro arte conocido por el hombre. Aquí me remito a la anécdota del padre que vio junto a su hijo una salamandra asomada entre los troncos encendidos del hogar. El padre, imprevista e inmediatamente, golpeó al hijo hasta hacerlo llorar, con la intención de que ese maravilloso momento quedara guardado para siempre en su memoria. Mamá era como aquel padre, pero sin la voluntad edificante. Vimos una salamandra en el hogar y mamá hizo durante diez años su… cosa que hacía con los dientes, con preferencia a la hora de comer, y ya nadie pudo olvidarlo.
Recuerdo haber visto prófuga, más de una vez, a la prótesis de mamá, desprendida sorpresivamente de sus encías gracias a la cremosa superficie de un canapé o al excedente de mayonesa en un sánguche, huyendo sobre el lustroso parquet, deslizándose entre mis pies y las patas de las sillas, ocasionalmente atrapada por el gato. Recuerdo haberla visto masticar con sus falsos dientes liberados, lo que producía un raro efecto de movimiento triple, de mandíbulas y labios y ese elemento ajeno que parecía girar, dentro de la boca, como un aspa de licuadora. Recuerdo la indiscreta extracción manual de ese nefasto aparato en medio de la cena para someterlo al enjuague con detergente en la canilla de la cocina, con la intención de remover un tronco de orégano atravesado entre los incisivos. Recuerdo las quejas, las infinitas y continuas quejas por el mal estado de la prótesis, y cuánto le costaba comer, y el dolor que le provocaban los alambres que se encajaban quién sabrá dónde.
Sin duda fue muy llamativo que, en todo ese tiempo, nunca acudiera al dentista, en parte porque no se encontró jamás al valiente que estuviera dispuesto a mencionárselo.
Cuando dejé de vivir con mamá, su marido se encontraba perfectamente adiestrado en el oficio de enderezarle los dientes. En cuanto la dentadura, muy castigada por el paso del tiempo, causaba extraños e imprevistos dolores en las encías de mamá debido a sus muchas torceduras, aquel hombre tomaba el talismán del infierno con sus propias manos, con sus manos firmes de ferretero, y le devolvía, mediante los procedimientos más heterodoxos, su forma original, hasta donde le era posible. Lentamente adquirió pericia y desarrolló el hábito de emplear, en ese trabajo, algunas de sus propias herramientas. Pinzas, alicates y cementos de contacto fueron las más recurridas.                      
Recuerdo las tardes perdidas en el ajuste de un fierrito que molestaba por aquí o por allá, reafirmando un diente desprendido, calmando una encía sangrante o apaciguando las llagas de la lengua, mientras compartíamos en familia el mate y la televisión.    
Si de todo esto se pudiera rescatar una moraleja sobre la tenacidad, mi madre sería un gran ejemplo para las futuras generaciones, pero como el asunto implica una notable dosis de dolor, tolerado con inexplicable resignación pero provocado por la propia víctima sobre sí misma, extraer semejante moraleja resulta harto complicado.
Insisto: si aquí se pudiera hablar de tenacidad, en el caso de aceptar una versión de la tenacidad inclinada hacia lo morboso y lo compulsivo, sería justo señalar que mamá mostró siempre un temple de acero, particularmente en lo referido a sus dientes. Por lo tanto, este cuadro de degradación general perduró, profundizándose de manera vertiginosa, mucho tiempo más del que cualquier ser humano racional estaría dispuesto a considerar tolerable.  
Por muchas y diversas circunstancias cuyo análisis quedará para ocasiones más propicias, me resulta imposible afirmar que mi hermano y yo seamos hoy, o hayamos sido alguna vez, un par de hijos ejemplares. A las muchas faltas acumuladas a lo largo del tiempo habrá que sumar, en los últimos años, la pobre frecuencia con la que visitamos a nuestra madre. Una vez admitido esto, antes de continuar y manteniéndome dentro de la acotada frontera del relato, puedo alegar a mi favor cada una de las horas de tenebrosa masticación que gracias a ese descuido me fueron condonadas. 
            Pero tal vez fuera nuestro error suponer que esa distancia sería suficiente para preservarnos. Tal vez mamá ejercía la paciencia, nos distraía y ganaba tiempo. La cuestión es que en una de aquellas peregrinas visitas a la casa de mamá, dos o tres años atrás, nos encontramos, fuera de todo pronóstico, con el canto del cisne de un artista maduro y consumado.
            Fui el primero en llegar. En la terminal de micros me esperaba el marido de mamá con el auto. Inmediatamente después de saludarnos y por su propia iniciativa, explicó que apenas podía manejar. Hasta último momento pensó en avisarme que no podría pasarme a buscar, porque se encontraba dolorido a causa de cierta intervención quirúrgica. Al mencionar la operación me vinieron a la cabeza las más recientes conversaciones telefónicas con mi madre, que algo me anticipara sin que le diera, por mi parte, ninguna importancia al asunto.
            ¿De qué tipo de operación se trataba? Al principio fue un verdadero misterio, en primer lugar porque no se veían indicios de ningún suceso invasivo en el cuerpo de aquel hombre que manejaba a mi siniestra, más que una leve inclinación hacia adelante, un prescindir del respaldo, una tensión contracturante en su postura general; pero en segundo término, porque no se me ocurría nada digno de ocultarse intencionalmente, dada la ausencia de todas las alarmas que se activan cuando la salud corre verdadero peligro.          
Al bajar del auto, el marido de mamá encontró serias dificultades para abandonar su butaca, se incorporó entre gemidos de dolor y caminó con llamativa lentitud, las piernas muy separadas, apoyado con firmeza en mi hombro al subir los cuatro escalones de baldosas que nos condujeron a la vereda. Cada uno de esos escalones fue un martirio. Descarté varios lugares comunes: hernias, úlceras, apendicitis, cálculos renales, y todas las demás prácticas que aquel cuerpo ya había soportado. Al preguntar abiertamente por sus dolencias obtuve, como toda respuesta, el críptico número de puntadas que le había adjudicado el cirujano.
Mamá abrió la puerta y sonrió, o eso parecía, pero resultó imposible confirmarlo porque ocultaba la cara detrás de la mano izquierda, como en el caso del que apaga un grito o se protege de gérmenes desconocidos. Se tapaba la boca y siseaba al hablar. Conocí de inmediato ese siseo, tan similar al de las serpientes, que proyectan las sibilantes en la boca de mi madre despojada de su dentadura. Al sentarnos alrededor de la mesa de la cocina, toda una serie de inferencias disparadas en lo más recóndito de mi cerebro luchaban a brazo partido por liberarse de las garras de la negación. Me sentí atrapado, me arrepentí con todas mis fueras de no haber postergado el viaje, quise una muerte violenta, pero sumaria, en cualquier curva remota de la ruta once, la traicionera ruta que nos había reunido esa tarde. 
            Un hombre visiblemente disminuido ceba mate mientras su mujer, que no se quita la mano de la cara, habla con incontenible verborragia en el castellano de la primera infancia. ¿Cuánto pueden demorarse en aparecer las explicaciones? No importa lo que se haga para evadirlas, las explicaciones llegarán siempre, mucho antes de que estemos a la distancia prudente y necesaria como para no escucharlas.
            La inevitable revelación no se hizo esperar. En su versión aséptica, neutral y urgente, los hechos señalan lo siguiente: que la vieja y al parecer muy afilada prótesis de mamá, un par de días antes de nuestro encuentro, en un repentino descuido cercenó el prepucio de su marido.
Se aludió a la oscuridad, a cierto enredo, a determinado tropezón, a la sorpresa y a la desesperación. Se mencionaron circuncisos de renombre y famosos decapitados. También se declaró que la víctima, hombre de coraje incomparable, recibió las heridas de pie.
Cómo había sucedido esto, en qué condiciones, cuáles eran los detalles que condujeron a semejante desenlace, fueron cuestiones que preferí no indagar, y que sin embargo se me informaron prolijamente mediante todo tipo de gestos y perífrasis obscenas.
            Según el relato de los involucrados, la prótesis se había partido en la íntima refriega y esperaba a resguardo que un abnegado mecánico dental se ocupara de recomponerla. La odisea de la pareja desdentada y malherida en la guardia de una clínica, entre los comentarios de los médicos y el asombro de los demás pacientes, alcanzó cumbres de desopilante exaltación.
            Apenas media hora después de agotar este sabroso tema de conversación, hizo acto de presencia mi hermano. Su arribo auspició, para nutrir mejor mis futuras pesadillas, un lento y detallado repaso de toda la confesión.

            Hace un par de semanas mamá vino a visitarnos. Su marido, que tan fielmente todavía la acompaña, se encuentra desde tiempo atrás en perfecto estado de salud. Las heridas cicatrizaron según lo previsto, y los trágicos sucesos no dejaron secuelas físicas ni psicológicas.
La familia se reunió en mi casa. En los meses precedentes a esta reciente visita, según nos informaron con abundancia durante el almuerzo, mamá debió por fin someterse a los designios del dentista. Con minuciosidad artesanal y paciencia geriátrica, se le reconstruyó por completo la cavidad bucal. Entre los platos de ravioles y las mandarinas del postre, el proceso odontológico fue rememorado y descripto pormenorizadamente.
Durante esa patológica conversación familiar, resultó sorprendente descubrir que las nuevas prótesis, llegadas con más de veinte años de atraso, recompusieron de manera inesperada el mapa facial de mamá. Con los dientes alineados en orden perfecto y las encías como apuntalamiento, recuperaron firmeza y volumen los pómulos y el labio superior volvió a ocupar su lugar de origen, lo que repercutió misteriosamente en el álgebra oculta de todos sus gestos. Sus ojos sonrientes parecían suspendidos sobre una boca ajena. Su propio perfil no coincidía con la silueta de su sombra.
Al caer la tarde, agotado por el esfuerzo de reconocer en esa cara la cara de mamá, llegué a la conclusión de que nunca fue menos parecida (a sí misma) que ahora.



*el cuento mamá y los dientes se presentó el sábado 10 de septiembre, entre otras lecturas, durante  la Fiesta Psicofango, en el espacio La Bicicleta.
Links:

9/9/11

fiesta psicofango

SkABIO, MÚSICA Y LECTURAS!
sábado 10 de septiembre
21hs. PUNTUAL!!!
en Espacio la Bicicleta
(Falucho 4466, Mar del Plata) 



Invitación abierta!!!
Bono contribución $5.-


Presentación ---> fanzine "Psicofango"

Música en vivo ---> Leaving Moscú

Fotografías ---> Mara Sosti
  
Expone ---> Maria Alejandra Estifique


LOS LECTORES:

Martín Zariello

Alejo Salem

Nicolás Pedretti

Gabriela Cancellaro (Bs. As.)

Maximiliano Provenzani (Bs. As.)

Gonzalo Viñao

Paula Fernandez Vega

Carolina Bugnone

Gastón Dominguez

Ana Luz Mazza

Mariana Garrido

Lucía Giacondino

Pablo Roset (Bs. As.)

(También festejamos el cumpleaños de Alejo Salem, pero es una sorpresa...)

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