29/9/10

Betty Brant

    En la historia de Spiderman, de Stan Lee (sus guiones se publicaron desde 1962, año de su debut, a 1973), hay un personaje secundario, la secretaria de J. J. Jameson, el director del “Daily Planet”, y esta secretaria es uno de los pocos personajes perfectos jamás más creados por la capacidad narrativa de los hombres; se llama Betty Brant, es la mujer más hemorsa del mundo y el amor de mi vida.
    Betty Brant es indiscutiblemente bella porque la belleza forma parte de sus características distintivas, fue dotada de belleza por la mano de su creador. Y esto último es indiscutible. Tal o cual versión de Betty Brant puede parecernos más o menos desastrosa, pero así como todos reconocemos los piés ligeros de Aquiles sin temor a equivocarnos ya se trate de Brad Pitt o de un mural con más de dos milenios de existencia, de la misma manera es sólida e inalterable la belleza arquetípica de Betty Brant.
    En las películas de Sam Raimi (la primera, del 2002), el papel de Betty Brant  lo hace Elizabeth Banks, actriz que alimenta su carrera a base de papeles secundarios, demasiado terrenal para cualquier protagónico; junto con el personaje de J. J. Jameson (el actor es J.K. Simmons, que se parece al personaje hasta en el nombre), son los dos grandes aciertos de casting en la película. Siempre que vuelvo a ver las pocas escenas en las que Betty Brant aparece, y son muy pocas (igual que en la historieta), pienso en lo mismo: es exactamente como me la imaginaba. Hay que aclarar que, mientras Elizabeth Banks interpreta el papel de Betty brant, es mucho más hermosa de lo que podría serlo por sí misma; esos son los beneficios del cine. Y lo siento, Elizabeth, si algún día te casaras conmigo, deberías saber que te dejaría sin dudarlo por Betty Brandt.
    Betty Brant, interpretada por Elizabeth Banks en las películas de Sam Raimi, es la versión más agradable y transparente de Betty Brandt. Y sin embargo, ¿será un acierto del director?, no pierde lo que hace a la verdadera belleza, algo rara vez visto en los comics de superhéroes más tradicionales, esto es: su carga erótica. Betty Brandt es una mujer cuya belleza no excluye, como sucede tan a menudo en las historias aptas para todo público, los acentos sexuales, sin abandonar la sobriedad en ningún momento. Es secretaria, y hablamos del año 1964 (su primera aparición en el comic), lo que implica un grado importante de independencia, a lo Lois Lane en superman, se viste a la moda, se corta el pelo (negro profundo) muy corto, lo que destaca su carácter firme y resuelto, y tiene la figura y el perfil que sólo la perfección del dibujo sabe dar. Es, en pocas palabras, sofisticada y sexualmente agresiva.
    Peter Parker (Tobey Maguire) tiene por hábito combatir a los criminales más feroces y peligrosos que puedan encontrarse, pero sin embargo le faltan los huevos necesarios para echarse un buen polvo con la novia. Su novia, Mary Jane Watson (en la película Kirsten Dunst) tiene el carácter dócil, la belleza inocente y hasta el nombre de una pobre chica ignorante del campo. Todo este amor de novios de la escuela choca contra la potencia de un ámbito diferente: el trabajo. En ese territorio Peter Parker siente que todas sus hormonas le pellizcan los pezones cada vez que se encuentra con Betty Brandt en la recepción del Daily Planet. La película de Reimi saca buen provecho de esta situación al poner en escena el primer encuentro entre los personajes. Porque entre Peter Parker y Betty Brant existe una distancia insuperable. En primer lugar porque ella es algunos años mayor, sin dar precisiones. Él es un adolescente en proceso de ingresar a la universidad que busca su primer trabajo (como fotógrafo en el diario), ella es la secretaria de un alto ejecutivo y va acercándose vertiginosamente a los treinta. A él no hay que mirarlo mucho para descubrir que es virgen, y su vida sexual, que no tiene ningún interés para la historia de spiderman, se encuentra presumiblemente limitada al ámbito de la masturbación; ella es una mujer completa y necesita un hombre, un hombre de experiencia. Nunca cruzan más de dos o tres palabras, pero se hablan con la mirada. En ese intercambio, mientras Betty Brant juega y se divierte, Peter Parker apenas se siente capaz de sostenerse sobre sus pies.  
    Betty Brant, en esta historia, encarna la forma más brutal del deseo adolescente. Una mujer cuya característica sobresaliente es su inaccesibilidad. En términos relativos, hay muchas mujeres accesibles en el mundo, algunas más o menos disponibles, siempre en relación con la procedencia de la demanda. Pero hay muy pocas, muy muy pocas, mujeres inalcanzables, mujeres de nuestro entorno inmediato que sabemos intocables, incluso antes de hacernos una imagen completa de ellas. Muchas veces todo responde a algún prejuicio, a creernos feos, por ejemplo, o incompletos de una manera incierta, y por eso tal o cual persona nos parece inaccesible. Se trata de una combinación de imágenes, perfumes, circunstancias casuales y fantasías personales. Betty Brant es una gran representación de esas raras casualidades.  La película de Reimi construye con talento artesanal estos contrastes.
    Tengo la impresión de que, para la película, recurrieron a alguna versión de Betty Brandt tomada de unos dibujos animados, no de la historieta original, pero no estoy seguro. Sucede que la Betty Brant original, el personaje guionado por Stan Lee, era mucho más carnal, más cruda. Aparece durante el segundo año de vida del superhéroe, cuando Parker comienza a trabajar en el diario y la "girl friday" de J.J. Jameson le paga los cheques. En breve Betty Brant y Peter Parker comienzan a mantener relaciones (no relaciones carnales, por supuesto, aunque algunas insinuaciones son dudosas), pero ese encuentro se interrumpe y tiempo después ella se casa con uno de los periodistas del diario. El matrimonio pasa a vivir en París; Ned Leeds, el marido, es destacado como corresponsal en Europa. Betty Brant parece haber encontrado un hombre a la altura de sus necesidades, pero resulta que el matrimonio fracasa, él se entrega al alcohol, ella regresa a su país. Betty Brandt se reincorpora en su antiguo puesto de trabajo y sucede un regreso sentimental, una vuelta al amor con Peter Parker. El marido abandonado, Ned, regresa de Europa buscándola. Durante un tiempo, Betty Brant se debate entre dos hombres. Ned Leeds caerá en la fatal trampa del guionista de comics y se transformará en uno de los archienemigos de Spiderman. Quizás su “Dr. Moriarti”. Ned Leeds (que no puede ser batido por Parker en el ámbito sexual, donde Betty Brandt vendría a ser algo así como el cuadrilátero) será el “Hobgoblin”, el Duende Verde, e intentará asesinarlo en incontables ocasiones. A las piñas, siempre gana Spiderman. El propósito comercial de la tira, orientada a un determinado público consumidor y restringida por normas explícitas y tácitas, con su insistencia en limitar las connotaciones sexuales de la trama, termina generando proliferaciones aberrantes del sentido. En el caso de Peter Parker, no se si todo esto habla de un perfil homosexual oculto o tendrá que ver con un problema de eyaculación precoz del “friendly neighbor”.
    La película de Reimi, para nuestro gran pesar, se pierde de contar toda esta sórdida historia, y transforma al Duende Verde en un multimillonario excéntrico.
    Y toda esta historia, turbia, por momentos violenta, comienza en el año 1964. En aquel momento los escritores norteamericanos como Stan Lee habían olvidado a Fitzgerald mientras veían a Hemingway llevarse el Nobel atrás del Pulitzer. Mientras todo se inclinaba en favor de otro estilo, John Cheever escribía, quizás ese año, no me acuerdo, “El nadador”. Las novelas y los relatos de Cheever cuentan historias muy cercanas a la del triángulo que forman Parker, Brant y Leeds, pero están escritos con una tinta más oscura. Betty Brant podría ser un personaje de Cheever, aunque no habría ningún Hobgoblin en el final, tal vez una vida mucho más pobre o mucho más rica, con seguridad una vida mucho más triste, y levemente anestésica. Ginebra y sensación de derrota.

13/9/10

por qué son estúpidos los turistas

    sobre la imposibilidad de vender cosas que no se encuentran en el mercado, para las cuales no existe vendedor ni comprador, como el aire o la sombra; el caso de la sombra, incluso, es más notorio, ya que no reporta ningún beneficio y no representa una necesidad (como el aire), todos podríamos vivir una vida placentera y tranquila sin sombra, Peter Schlemil no vio inconvenientes en vendérsela al diablo (único comprador de sombras que registra la historia de la literatura) y esa valentía le valió el apellido a Don Segundo
    ¿con qué excusa se podría, por ejemplo, contratar una póliza para la protección de una sombra con una compañía de seguros?; no se puede robar, ni romper, y tampoco se puede alquilar, o repartir; no es capaz de producir, en términos apreciables para el comercio, ningún beneficio, y esto se debe a que, ante la necesidad de sombra, a cualquiera le alcanza con abrir un paraguas o desplegar un diario sobre la cabeza
                                                 
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    el territorio nacional, y las divisiones político-económicas de ese territorio, componen el alimento ordinario de la más alevosa especie de burocracia; la letra misma de la ley, al entrar en contacto con la tinta de los catastros, vacila y se hace más tenue; de alguna manera los espacios comunes se convierten en espacios particulares, sin que surjan reclamos de ningún tipo, y esos espacios particulares se intercambian por dinero, sin despertar ninguna sospecha
    las playas de nuestras costas pertenecen, como todo el territorio de nuestro país, al estado nacional; administrativamente, los distintos fragmentos de esas playas son responsabilidad de las distintas provincias dentro de cuyas fronteras se encuentran; la provincia de buenos aires cuenta en su haber con la ¿propiedad? de las playas que revisten la postal marplantense, y de todo lo que se encuentra en ellas; cuando el turista abandona la última calle que lo separa del mar y sube a la última vereda que bordea la playa, incluso antes de tocar la arena, pasa de territorio administrativo municipal a territorio administrativo provincial
    un arreglo incierto, del que no se tiene memoria y que probablemente habite las entrañas de algún archivo húmedo y olvidado, cedió esas playas; el gobierno provincial, como representante (de algún tipo) del gobierno nacional (representante a su vez del ciudadano argentino que ignora todo esto), cedió esas playas al gobierno municipal de la ciudad de Mar del Plata la feliz, con la única condición – supongo – de no venderlas, pero mientras tanto, y para no perder el tiempo, se habilitó la posibilidad de todo tipo de explotación comercial
    la municipalidad, en una actitud característica de su acérrimo desinterés social, decidió no aprovechar esa oportunidad magnífica de conseguir dinero para mejorar la vida de los vecinos; en lugar de esto concedió esa oportunidad, mediante una serie de artificios y liturgias ambigüas, a los emprendimientos privados, transformando el bienestar de muchos en la superabundancia de unos pocos; estos privados consienten en ofrecer algo a cambio (una renta, alquiler o canon) pero se les debería caer la cara de vergüenza si se compara esa cuota con las ganancias que generan en el proceso
    lo que hacen estos privados es abrir un paraguas, extienden un diario sobre la cabeza de la gente, y les cobran; se los llama “balnearios”, y diversos avances tecnológicos les permiten montar una laberíntica sucesión de carpas y sombrillas, atendidas por sus propios dueños (o no), puestas al servicio del turista; en la jerga, a esa actividad, se la denomina “vender sombra”
    con “vista al mar”, la misma que se consigue en otras carpas girando la cabeza hacia un costado (pero en este caso el beneficio radica en no hacer ese esfuerzo), cuesta más caro


4/9/10

la ciega

    Mar del Plata durante el invierno, alrededor de las tres o cuatro de la mañana de cualquier día de la semana, es un páramo deshabitado. Las tonalidades de este paisaje van del gris asfalto al amarillo del alumbrado público, con parpadeos rojos y verdes en los semáforos. Los colectivos cruzan por las avenidas como balas en un tiroteo que se apaga, cada vez más dispersas. Todo se hamaca un poco, como si se tratara de un barco viejo mecido al ritmo de la marea, pero la causa real es el viento, que sopla sin descanso los doce meses del año, y el mar tan cerca sugiere la metáfora náutica.
    El frío es cruel e intenso, multiplicado por el viento y centuplicado por la lluvia, y un hombre en mangas de camisa desentona notablemente con el paisaje.  Este hombre en particular, al que acompañamos en su paseo, viste un pantalón ligero, mocasines, una camisa de mangas cortas y un sombrero. Camina con la ropa empapada en agosto, a las tres de la mañana, con las manos en los bolsillos. Pasea, sin apuro. La temperatura es de dos o tres grados bajo cero. La lluvia no se interrumpe.
    El tipo del sombrero camina por Irigoyen, al amparo de la municipalidad, y le faltan unos pocos metros para alcanzar la esquina de Luro. Los semáforos de la avenida colorean los chorros de lluvia y flamean en el viento, pasan algunos autos haciendo ruido sobre los charcos, a la derecha se agitan las copas de los árboles, en la plaza amplia y oscura.
    En esos metros antes de llegar a la esquina, el hombre del sombrero ve a la vieja aparecer por la izquierda. Una vieja contrahecha, torcida, vestida de negro, con un paraguas y un bastón blanco, grita. Se acerca al cordón de la calle golpeando ferozmente su bastón contra el suelo, grita y gira la cara en todas direcciones. Busca con los gritos en la oscuridad, no quiere que nadie se le escape. El filo de los huesos asoma en los hombros, en los codos, a lo largo de la espalda; el vientre es un bulto envuelto en chalecos de lana. Grita sin pausa para que la ayuden a cruzar la calle. El tipo del sombrero supone que la vieja lo escuchó acercarse y le reclama socorro. El tipo sonríe y se detiene, piensa en la mejor manera de abordar a un viejo conocido de carácter indócil.
    Aparece, también por la izquierda, otro hombre, un joven despreocupado. Cuando descubre al segundo peatón, el tipo del sombrero entiende que la vieja había escuchado a aquel sujeto que estaba más cerca, y por eso los gritos. El joven, apurado, desvía la mirada y asume una trayectoria satelital entorno a la vieja, para evadirla. Pero la vieja se da vuelta en el momento justo, y lo captura con la mano del paraguas, lo que provoca un revuelo de agua y los dos resultan empapados. El joven, para evitar mayores complicaciones, asume la conducta más cordial que su carácter le permite en esas circunstancias, y se dispone a esperar el semáforo con su diestra enlazada a la siniestra de la anciana, para cruzarla sana y salva hasta el otro lado, como su conciencia se lo dicta.
    La avenida, en ese momento, esta desierta. Sólo el viento la recorre soberbio e implacable. El brillo de los faroles se desparrama sobre el asfalto mojado, que se convierte en un río dorado y turbio. Grandes pozos de oscuridad entre los árboles, en las veredas, en las bocacalles y en el cielo, como pedazos de algodón negro.
    Cuando la hilera de semáforos que, de esquina en esquina, se extiende hasta el horizonte, pasa completa al rojo, todo el ambiente parece dar un vuelco de carácter, y el joven samaritano baja su pié izquierdo a la calle. Una pareja inusual que un día cualquiera y en condiciones climáticas deplorables cruza la avenida. El hombre del sombrero, en ese momento, se para en la esquina, en el mismo lugar que la pareja había abandonado.
    Avanzan despacio, incómodos, calados por la lluvia y azotados por el viento. La vieja se queja, con una voz distante y apagada, cada vez que se resbala. El joven de buen carácter trata de agarrarla más fuerte. Para cuando llegaron al medio de la avenida, pareció por un momento que la vieja decía algo con voz firme, o ser reía un poco, o regurgitaba. El hombre del sombrero mira desde la vereda, indiferente.
    El joven samaritano siente las uñas de la vieja atravesando la ropa, hasta hundir el filo desparejo en cinco puntos ardientes de su antebrazo. El reflejo inicial de quitar el brazo resulta perfectamente contenido por una fuerza inapelable. Los ojos de la vieja, blancos y húmedos como la leche, pero turbios y carentes de pupilas, se clavan en los suyos. La mirada, los ojos aguados, resplandecen. Diluidos y dilatados, aumentan el brillo hasta convertirse en un chorro sólido y enceguecedor. Una bocina estruendosa y desesperada, frenos que chillan sobre el asfalto mojado, una sombra se disuelve en el aire y el golpe de los huesos contra el acero implacable.
    El camión frena casi en la esquina siguiente. El conductor sale del vehículo y corre bajo la lluvia hacia el cadáver, arrojado mucho más lejos. En breve llegaría la policía y alguna ambulancia ociosa.
    El tipo del sombrero escucha, a su espalda, los golpes cortos y rápidos del bastón de la vieja contra el piso, estallidos con salpicadura de lluvia. Gira la cabeza hasta incluirla en su campo visual, pero sin dirigirle la mirada. La vieja se ríe con una risita corta y ensortijada, y le hace una seña, negando con la mano. El tipo vuelve la vista al frente y cruza la calle.