15/11/09

la Bella Durmiente


“elle dit en branlant la tête, encore plus de dépit
que de vieillesse, que la princesse se percerait
la main d'un fuseau, et qu'elle en mourrait.”
Charles Perrault


Una tarde solitaria, después de haberse asegurado la infelicidad de todos los que la querían, con el wisky se tragó cincuenta pastillas y se murió.

***

Cuarenta años atrás, en el día de su nacimiento, las tías llegaron con regalos: las tres más cercanas a la familia trajeron prosperidad, salud y paz; pero la tía mala, a la que nadie había invitado, apareció dramáticamente, con la intención suprema de arruinar la fiesta. Con su voz rota de alcohol y cigarrillos, le dijo bien cerca del oído, metiendo la cara entre las sábanas de la cuna, pero con la fuerza necesaria para que todos escucharan:

– A la edad de quince años, el pinchazo de una jeringa te arrojará en manos de la desgracia más amarga y sin consuelo, y no se encontrará rescate ni salida.

Los padres, sumidos en el horror y el escándalo, expulsaron para siempre a la tía mala y se abocaron a librar de toda preocupación – y de toda jeringa – la vida de su hija. Los médicos, a pesar de estos esfuerzos paternales, no demoraron en diagnosticarle a la niña una diabetes. Hubo que adquirir cientos, miles de jeringas, y durante muchos años fueron los padres quienes la atormentaron con incansables pinchazos de diversos calibres e intensidades.

***

Cuando llegó el momento de festejar sus quince años, nadie recordaba los nefastos augurios de la tía mala. Se organizó una fiesta sin precedentes en la que mucha gente trabajó meses enteros para que resultara memorable; el banquete pantagruélico, los desfiles fastuosos, los miles de invitados, los ostentosos regalos, todo parecía salido del sueño de la princesa más delirante.

Mientras se probaba el vestido, un súbito pánico la llevó a encerrarse en el baño. No se sentía bien, sufría un notable dolor de cabeza, y descubrió que los preparativos podían continuar sin que ella ejerciera la más ínfima influencia. Con una gillette, siguiendo una novedosa llamada de la curiosidad, practicó afanosos cortes en sus propios antebrazos, también en los muslos y en las pantorrillas. Un oscuro placer brotó con la oscura sangre, y un velo denso de ensueños se precipitó sobre sus ojos.

Durante la fiesta bebió alcohol al ritmo de la música y los festejos, nadie le prestó particular atención. En cuanto se abarrotaron las pistas de baile desapareció con algunos amigos. Dejó tirado el vestido en la habitación y envuelta en una sábana negra hizo llevar botellas y velas al rincón más apartado del parque. No eran más de seis o siete entre chicos y chicas, y nunca se supo – todos se negaron a confesarlo – en qué consistió aquel festejo privado.

La agasajada volvió a su habitación pasado el mediodía, dos días más tarde; vomitó largo rato en el inodoro, hasta asegurarse de haber sacado todo lo que contuviera su estómago, mezcló con wisky o tequila un par de xanax, y llorando la mayor parte del tiempo quedó encerrada en su habitación, durante las tres semanas siguientes.

Tajos, vómitos, pastillas y encierro. En eso había terminado su infancia soñada. Nadie podía contenerla ni ayudarla. Los diversos tratamientos psicológicos se sucedían con las estaciones, apareciendo y fracasando como el auge y la caída de las modas.

Salvó la vida milagrosamente de un incendio, después de prender fuego las cortinas de su habitación. Dos veces la encontraron medio desangrada en la bañera, borracha de vino, sumergida en el agua caliente. La pérdida de peso, de pelo, de juventud y belleza era alarmante.

Su cumpleaños número veinte lo pasó aislada, incomunicada, sola. Para entonces llevaba seis meses sin pronunciar una palabra.

***

Aquel año llegó el esperado príncipe azul, y pareció ser el único capaz de sacarla de su apatía. Un romance fugaz le devolvió algo de la alegría perdida, volvió a comunicarse con el mundo, hizo algunos viajes y paseos, recuperó amigos. Los padres, en un alarde de amor y reflejos, aprovecharon la situación para desembarazarse de ella; organizaron un discreto casamiento y dos meses de luna de miel en alguna playa de centroamérica, con los gastos cubiertos.

– No soy una mujer fácil – le dijo al novio el día del casamiento – ni si quiera soy alegre o divertida.

– Nos amamos ¿qué más podemos necesitar? – contestó él, convencido – yo te voy a apoyar, y vamos a estar bien.

– No hagas promesas que no se pueden cumplir.

– Nunca hago promesas que no puedo cumplir.

***

No tenían amigos, no salían nunca, cuidaban su mascota con más esmero que a cualquiera de sus relaciones familiares, no conocían a sus vecinos, no hacían más que pasar los días juntos, lejos del mundo. Y los días se transformaron insensiblemente en años, las distancias se multiplicaron, la tristeza regresó bajo formas menos ostensibles pero más persistentes.

Se la veía menos en la casa, no hablaba y casi no comía, hasta parecía evitar los encuentros con su marido. La cama, donde la noche se estiraba cada vez más sobre las horas del día, no le daba paz ni descanso, la torturaba, le llenaba de dolores el cuerpo, la llenaba de tristezas y llantos. En pocos meses volvió a las pastillas y, con la convicción de que nadie la descubriría, escondía botellas de wisky debajo de la almohada.

El marido debía asistirla para orinar y defecar, la bañaba con una esponja varias veces por semana, le daba de comer sopas y papillas con una cuchara. Por la tarde le leía novelas de amor y dos veces al día levantaba las persianas, abría los postigos y la sometía a la tortura de la luz. La imposibilidad de sacarla de su cueva, de arrancarla de las sábanas, los reproches desgarrados de su mujer, la carga de culpabilidad, de impotencia, le dieron a conocer una nueva dimensión de frustraciones cotidianas, llena de amarguras y derrotas. Discutían en un tono que se elevaba ostensiblemente. Llegó a pegarle para sacarla de la cama, y después le pegó por provocarse el vómito una tarde, también le pegó cuando ella lo escupió y le adjudicó todas las responsabilidades. Ella era un pozo negro y sin fin que absorbía todo lo que encontraba a mano.

Se marchitaban como el jardín abandonado de una imponente mansión, vegetación en manos del tiempo, azotada por el clima, olvidada. El espectáculo del matrimonio era triste como lo sería el espectáculo de ese jardín, visto con los ojos del jardinero que lo cultivara durante años y que al final, viejo y solo, ya no tiene fuerza para cuidarlo. Tras un brevísimo apogeo de mediana felicidad, los dos veían el avance de la decadencia, se sentían impotentes y el desprecio los embargaba.

Era imposible saber quién ejercía mayor peso gravitatorio en aquel descenso al infierno. Las botellas que ella no podía ocultar, él se las arrancaba de las manos para beberlas en el baño. Compartían las pastillas para dormir, compartían las sesiones de terapia, las noches de gritos y llanto, el miedo y el resentimiento mutuo. Él la amenazaba con irse para siempre, ella lo amenazaba con suicidarse.

– Me voy una semana – dijo él, resuelto, una tarde – necesito un poco de aire fresco. Hace años que no sé nada de mis padres.

– Me voy a matar – contestó ella, la voz salía de lo profundo de la cama, en la oscuridad de la habitación, que lo mismo fuera el sepulcro.

– Me voy una semana, no me importan tus amenazas, así no podemos seguir, te voy a terminar matando yo.

– No podés matarme – dijo tranquilamente, y después agregó, destacando cada palabra – sos un cobarde.

***

A la vuelta de ese viaje la encontró muerta en la habitación. En la nota que había dejado, hacía responsable de su muerte a sus padres, a las tres tías buenas y a su marido. A él un poco de aire fresco le había hecho bien, y creyó que aquella muerte lo llenaría de alegría.

La redacción del epitafio corrió por cuenta de la tía mala: “Aquí duerme su sueño la bella durmiente, no buscó piedad ni compasión, nadie recuerda su nombre”.

10/11/09

Andrés en el infierno


1.
Lo nuevo duele. Todas las cosas que cambian son dolorosas. Pero hablo nada más que de los verdaderos cambios, de las cosas distintas, radicalmente distintas, que se presentan súbitas. La aparición de un contexto desconocido en reemplazo inmediato del contexto precedente, sin el convenio de nuestra voluntad, nos pone en situación de añorar el pasado por triste contraste con el presente, sin más consuelo que adaptarnos a todas las desavenencias que se hayan presentado.

Un triste y olvidado comerciante al minoreo de mercaderías prescindibles, puede verse obligado de poner a prueba los más exigentes límites de la tolerancia humana, si la guerra se desencadena sobre su vida en nombre de lejanas burocracias internacionales. En cualquier otra ocasión no hubiera pasado de mediocre pero ahora, en el más profundo abismo del dolor y la desesperanza, no le queda más remedio que brillar como sólo puede brillar un ser humano exigido al máximo de sus fuerzas físicas e intelectuales.

Algo como lo que dice Nietzsche, que el hombre sólo saca lo mejor de sí mismo cuando se involucra en las peores situaciones, que sólo la exigencia más violenta obtiene lo mejor que una persona puede dar. Tampoco puede ser tan terrible. Hay demasiados ejemplos de gente satisfecha que igualmente alcanza simas altísimas.

Involucrado en el infierno, nadie sufre verdaderamente del calor. Lo intolerable es quemarnos el pulgar cualquier tarde de un otoño frío. Cuando los cambios se producen, cuando las nuevas situaciones nos arrastran, no somos concientes de lo que sucede. Pasarán años antes de que podamos comprender lo sucedido, antes de que podamos medir los alcances de sus secuelas. Y finalmente tendremos todas las respuestas, que nunca serán ni remotamente parecidas a las que imaginábamos al principio.

A los seis años un chico lleva no más de tres o cuatro hablando su idioma materno, no tiene caligrafía, su propio cuerpo está apenas explorado por sí mismo, el universo que lo rodea es un sistema indiscutible de eventos imperturbables, y ese sistema y la autoridad que lo instituye emanan natural y previsiblemente de papá y de mamá. El sistema que mamá y papá habían construido para Andrés respondía al ideal de hace unos treinta años atrás, según el modelo de una clase media de burgueses sin ninguna conciencia política. Neutros. Andrés había nacido, a mediados de los ’70, entre ese grupo de tristes argentinos que rigieron sus inteligencias al son del epigrama máximo: “no te metás”.

El papá de Andrés se tomaba una botella de whisky cada tarde, sentado en un sillón del comedor, mientras caía el sol detrás de las cortinas blancas que cubrían dos amplios y luminosos ventanales. La mamá de Andrés acababa de pasar de las manos de su propio padre a las manos de su marido, y no había percibido ninguna diferencia en el orden natural de su universo personal.

Los abuelos maternos de Andrés habían cedido su propia casa a la nueva pareja. Para sí mismos habían construido un pequeño departamento en el fondo. Pero pronto dejaron de incomodar. El abuelo murió por una mala extracción de tejido pulmonar, complicada por la diabetes. La abuela se pegó un tiro algunos años más tarde.

La mamá de Andrés heredó la casa, con el departamentito recién construido en el fondo, también un auto, y seis o siete locales comerciales que el abuelo alquilaba a distintos comerciantes. Eso y un gran local que junto con el Papá de Andrés habían constituido en su propio estudio. Los dos eran abogados.

Para cuando Andrés cumplió los seis años ya no guardada ninguna memoria de sus abuelos, cursaba su primer grado en un colegio de curas del barrio y tenía un hermano tres años y medio menor que él, que se llamaba Hernán. Andrés se sentía responsable por su hermano, al punto de sentirse autorizado a tomar cualquier tipo de decisiones en su nombre. Su hermano apenas comenzaba a hablar.

Una de las formas educativas más influyentes, y a la vez una de las influencias más nefastas, en la constitución de su psiquis profunda fueron los paseos de compras con su madre. Largas y tediosas sesiones de adoctrinamiento sobre el valor del dinero, sobre dónde gastarlo y sobre en qué valía la pena gastarlo. El papá de Andrés no hacía grandes aportes a su desarrollo personal: además de tomar whisky en el comedor, trabajaba mucho afuera de la casa (se dedicaba a “hacer tribunales”), y los fines de semana lavaba el auto, preparaba ocasionalmente algún asado, leía el Clarín. Algunas veces invitaba a Andrés a pelotear en el patio: se pateaban mutuamente una pelota a lo largo de un piso de lajas negras, hasta que alguno de los dos se aburría y pedía permiso para ir al baño.

Ya desde aquel momento supo Andrés que nunca lograría alcanzar con su padre la intimidad incipiente que sentía en presencia de su madre. Para él su mamá era su hogar, y su papá un visitante ilustre. Sólo fuera de la casa esto cambiaba un poco. El papá de Andrés viajaba mucho los fines de semana. Le gustaba pescar y siempre lo llevaba a Andrés, nunca a su hermano, lo que para Andrés era motivo de mezquino orgullo. Durante esos viajes la realidad aparecía tamizada por la mirada del padre. Y sólo viajando en esas ocasiones Andrés se sentía cómodo con él.


2.
Cuando un Andrés ya maduro y con sus propios hijos de cuatro o cinco años se separase de su propia mujer, quedaría para siempre establecida la duda que presentan todas las simetrías: ¿dependen las cosas del azar, de nuestra voluntad, de la voluntad de alguien más? Pero a los seis, cuando sus padres se separaron, Andrés no podía medir los alcances de lo que estaba sucediendo. La realidad estaba dando un vuelco, sin consultarlo, y tendría que adaptarse sin importar cuánto rechazo sintiera por la nueva situación. Pero no sintió ningún rechazo. La nueva situación pareció en aquel momento un enorme alivio, un montón de nudos desatándose en algún rincón oscuro, remanso y clama.

Recibió una gruesa y abundante información en lo referente al término “divorcio”. Papá y mamá “se están divorciando”. Todos parecían muy interesados en dejar bien en claro lo que esto quería decir, en lograr que Andrés comprendiera la expresión en todos sus alcances y restricciones. En un primer momento Andrés comprendió esto: Papá y mamá ya no se quieren, pelean mucho, incluso se llevan muy mal y los hace muy infelices vivir juntos, y a causa de esa infelicidad la conviviencia general es horrible, angustiosa y está plagada de resignaciones, malos tonos y malos tratos; los dos buscan denodadamente una manera más efectiva de ser felices y han convenido en que la solución es cortar entre ellos todos los vínculos materiales que los unen, ya que los vínculos emocionales hace tiempo que dejaron de existir; para concretar todos estos anhelos decidieron que papá se mude a otra casa. Andrés estaba por completo de acuerdo con el planteo. Mucho tiempo después descubriría que la situación general era otra: papá estaba harto de mamá, de sus hijos, de la casa, de su propia vida en general, y se iba sin consultarlo mucho con nadie, aunque su cobardía le impidió reconocerlo abiertamente, y se dedicó a montar una larga tirada de excusas, acreditando varias falsas culpas en el balance de mamá; papá quería hacerse a un lado y nada más.

El papá de Andrés salió a las corridas de su vida, sin olvidarse de llevar una buena tajada del capital familiar: reuniendo los fondos ahorrados al dinero producido por la venta de un par de propiedades (de mamá), una lancha y dos autos (comprados en común), papá pudo comprarse una casa y un auto propio, dos posesiones a las que apenas había aspirado, y que probablemente nunca hubiera logrado por sus propios medios, además de un local acomodado para establecer su estudio.

Andrés podría haber pensado que semejantes pérdidas económicas bien pagaban el poner fuera de alcance a su papá. No estaba enterado de todos estos entretelones financieros, dejaba que la tranquilidad general lo invadiera, inaugurando una desconocida sensación de libertad y comodidad. Sabía perfectamente que comenzaba una nueva etapa de su vida caracterizada por una más completa conciencia personal. Estas sensaciones tan complacientes se interrumpían ocasional pero sistemáticamente: todos los miércoles por la tarde y fin de semana por medio caía en el más oscuro pozo que se hubiera horadado jamás en las profundas vetas del aburrimiento. Visitaba la casa de papá.

Y el papá de Andrés, para aderezar esas visitas, adquirió nuevos gustos: veía televisión sin que nadie que no fuera él determinara la programación (capítulos viejos de la serie “Combate”, fútbol, carreras de autos, partidos de golf), hacía pequeños arreglos en la casa, pedía comida por teléfono, se reunía con su socio, su madre (la abuela paterna), su hermana (la tía Mirta) y su cuñado a jugar al póquer los sábados a la noche, seguía tomando unos cuantos wiskys todas las tardes, pero ahora para disfrutarlos mejor se alquilaba dos o tres películas de James Bond en VHS.

En ese mismo momento, la que fuera años atrás su novia de colegio, se estaba separando de la única pareja que se le conociera (además del papá de Andrés, en un pasado remotísimo). Ella y su novio vivían juntos, pero él decidió dejarla para seguir su vocación: cursaría el seminario, haría votos de castidad, y se convertiría en sacerdote de la iglesia católica. El papá de Andrés la reencontraría en circunstancias que Andrés nunca llegó a conocer y la convertiría en su segunda esposa y madre de sus siguientes tres hijos.

Ciegamente dedicado a ganar dinero, el papá de Andrés conoció, desde entonces, una vida próspera y tranquila, que decidió no compartir con los hijos de su primer matrimonio.


3.
La mamá de Andrés dedicó los siguientes doce o trece años de su vida a mantener, e incluso mejorar, el nivel de vida de su menguada familia. Puso en esto todo su cuerpo y su alma, y al final sucumbió a una crisis depresiva que la arrastró a la más triste de las indolencias, sin lograr recuperarse jamás. Los padres de Andrés pusieron en evidencia, aunque él tardaría muchos años en percibirlo, una enfermiza y lamentable relación con la verdad y con el dinero.

La mamá de Andrés no tardó en convocar un candidato para ocupar el puesto vacante en su vida. El sujeto designado ya mantenía ciertas relaciones con ella incluso un año antes del divorcio, y el papá de Andrés lo sabía, su mujer nunca se lo había ocultado. Ella le había pedido la separación y él a cambio le pidió esperar un año, con la esperanza de “arreglar las cosas”. Ella aceptó pero le aclaró que estaba “viendo” a otra persona. Él aceptó las “condiciones”.

Un año y medio después de aquella conversación, llegaba a la casa de Andrés el segundo marido de su mamá. El clima general de la casa no se alteró mucho, apenas se volvieron un poco incómodas ciertas situaciones, determinados momentos del día, algunos tonos al hablar y un incremento en la discreción promedio. Pero el marido de mamá era un tipo macanudo, agradable, accesible, con gustos en apariencia sencillos (o sencillos desde su punto de vista) y sincero y directo en el diálogo. Según Schirer, así era también Goëring si se lo comparaba con la personalidad de Hitler, así era percibido por el pueblo Alemán, como un tipo campechano y simpático. La pequeña variación de escala que se generó con este ingreso fue creciendo con el tiempo, estimulada por la creciente fiebre laboral de la mamá de Andrés, y finalmente aumentada por la depresión hasta convertirla en un abismo entre todas las partes de aquella sociedad involuntaria.

9/11/09

esta tarde y ninguna otra*


dentro de tres horas y media, cuando salga de trabajar y recupere el pleno ejercicio de mi voluntad, tengo que caminar once o doce cuadras de ida, cino o seis de vuelta, en una tarde fría y dorada, con viento, por una mar del plata llena de caras de crisis económica, para ir a pagar la factura vencida del teléfono (nunca me la enviaron, consulté al operador por teléfono y me recomendó pagar en un pagofácil presentando una serie de datos, así que es probable una discución con la correspondiente cajera frígida e inoperante), menos mál que me fumé un faso, porque extrañarte se parece cada vez más a caer por un pozo negro y sin fondo, y nada de esto que es mi presente guarda la más mínima relación arcana con la felicidad

* la imagen que acompaña este post corresponde a la Avenida Colón, en la ciudad de Mar del Plata

8/11/09

confesión (autorretrato inmediato II)


a la noche leo acostado en la cama, pero cuando leo durante el día lo hago de pié, incluso caminando, tomo mate en la cocina y me muevo con el libro en la mano, a veces cobro conciencia repentinamente del cansancio, especialmente en las piernas, causado por el trabajo de ocho horas desgraciadas de cada uno de los días de mi vida, y ahí me ordeno depositar mi cuerpo en un sillón verde que tengo, para seguir leyendo, pero esto me pasa cada vez menos (a veces leo acostado en la plaza, tomando mate, o en la playa, cuando hace calor y hay buen sol), ese rato de lectura me redime, me recupera para mí mismo, justifica el paso lento y vertiginoso de cada minuto, no se juntan dos días seguidos en los que ese rato no se presente

cuando leo devoro las horas, no hay día en el que no abra, en consideración exclusiva de mi propio interés – eso no lo pueden decir muchos – entre diez y doce libros, algunos los leo en pocas horas, todo el tiempo que se le perdió a Proust yo lo encontré en cuatro noches arrancando después de cenar y sin llegar nunca dos minutos tarde al trabajo por la mañana, y me enorgullece compartir con Fitzgerald y kerouac la idea de que no es un verdadero escritor quien no haya leído a Proust

cuando una encuesta pregunta:
“¿Cuántos libros lee al mes?
A- ninguno
B- 1
C- 5
D- 10
E- más de 10”
me río de la pregunta, de la gente interesada en la respuesta, de la gente que la responde

leyendo, especialmente cuando leo parado, se me juntan unas palabras en la cabeza, y me pregunto si tienen fondo, de qué lugar vienen, les pido credenciales, y si las tienen me fijo para adelante, ¿a dónde van? me pregunto, esperando que puedan llegar muy lejos, si el examen es satisfactorio dejo el libro y escribo en un cuaderno, ahora tengo el hábito de escribir en la computadora, pero siempre estoy tomando notas en papel, necesito renglones largos porque escribo con una letra redonda y enorme que ocupa mucho espacio, escribo cada vez más apurado y resisto en el ámbito del papel todo lo que puedo, hasta que las ideas empiezan a estirarse demasiado, y ahí me paso a la computadora, esto quiere decir que además de leer parado, empiezo a escribir parado también, en mi cuaderno de renglones anchos

escribir es una forma muy específica de la felicidad, irónicamente intransmisible por medio del lenguaje

tengo épocas en las que escribo poesía, y después se me da vuelta la cabeza y sólo me sale prosa, a partir de ahí la poesía se convierte en otro idioma, no la entiendo ni como lectura, soy incapaz de descifrarla, pienso y sueño en prosa, registro y proceso toda la realidad en formatos desconocidos para el verso, tengo un ataque adolescente en mi glándula de la lógica (entiéndase: una lógica personal que no encuentra adaptación alguna en el marco de la realidad, pero que tampoco es compatible con la poesía), algunas de mis propias ideas, ocasionalmente, me ha dado motivos para la persistencia

una de las cosas que encuentro más agradables, a la altura misma del placer sexual, del placer de las drogas, del placer que se alcanza al obtener el más rotundo éxito en esta vida, es leer en voz alta, placer que encontré en dos únicas ocasiones considerando la influencia definitoria que ejerce sobre este punto el contexto: leyendo en voz alta para mis hijos, y leyendo en vos alta para una absoluta desconocida de la que estoy enamorado

a mis hijos podré infligirles estas lecturas el tiempo que me plazca, hasta que sean físicamente capaces de impedírmelo a puñetazos, la otra forma de este placer me ha sido vedada a partir de hoy

4/11/09

la bella y la bestia


Érase una vez un príncipe hermoso y joven, de excelentes modales y perfecta caballerosidad, inteligente, cuyo fino humor y buen carácter eran famosos entre las familias más encumbradas; el príncipe de esta historia vivía en el palacio de sus antepasados saturado por el lujo y el confort.

Una imprecisa trama de casualidades desembocó en el casamiento de este príncipe con la hermosa hija de un comerciante local. El matrimonio, nacido de un idilio de amor romántico, lleno de promesas de felicidad y prosperidad, dio comienzo entre agradables aventuras e intensas alegrías.

Con el paso de los años, la bella y joven esposa perdió un poco la línea y la nobleza de su figura como consecuencia de tres embarazos consecutivos. Los niños, muy mal criados en un ambiente de abundancia sin límites, adquirieron la costumbre de berrear y hacer dramáticas pataletas sólo por el gusto de fastidiar a sus padres.

El príncipe resultó un muy mal administrador de los bienes heredados, tal vez por no haberse enfrentado jamás a la necesidad de hacer el esfuerzo de adquirirlos. No demoró en presentarse la necesidad de trabajar para vivir, lo que desmoronó el frágil equilibrio de su felicidad, como una ráfaga de viento que tira por el piso un castillo de cartas. Por aquella época aparecieron las máquinas tragamonedas en las casas de bingos (una reprochable política del estado y la administración de Loterías y Casinos), y a estas máquinas destinaba el total de sus ganancias el príncipe de nuestra historia. Cuando el dinero se evaporaba en el juego, el príncipe recurría al alcohol para tranquilizar sus nervios y correr un velo que lo separara de las quejas de su esposa y sus hijos. La otrora bella joven, ahora una gruesa y desilusionada madre que se empleaba en un local de comidas rápidas para poder afrontar los gastos del supermercado, se desahogaba llorando profusamente todas las noches. Como era predecible, pronto fueron notorias las sórdidas historias que involucraban al príncipe con otras mujeres.

Recurrió el príncipe a los extremos de hipotecar, y luego malvender, sus propiedades. El procedimiento le trajo breves remansos de calma que desembocaron en indescriptibles huracanes de frustración y amargura. No muchos años más tarde, la familia se encontraba en la más absoluta bancarrota y abrumada por las deudas.

Al trágico matrimonio no le demandó ningún esfuerzo convertirse en una reunión de ilustres desconocidos cuyo único vínculo era la desgracia y el techo compartido. La presencia de los hijos completaba un escenario en el cual abundaban los desencuentros. Ella intentó recuperar el amor perdido y una tarde, tras adquirir la triste conciencia del tiempo transcurrido sin mirarse mutuamente a los ojos, buscó a su marido para besarlo. Lo que descubrió fue que el príncipe había desaparecido, y en su lugar una bestia ignominiosa y abominable se presentó para molerla a golpes y dejarla inconsciente en el piso del baño.

El príncipe, o la bestia que ahora ocupaba su lugar, ciego y borracho pero con frialdad y sin ninguna vacilación, cargó un arma y disparó contra sus hijos mientras dormían. Prendió fuego la casa y luego, mientras las llamas se le acercaban, se pegó un tiro.