28/6/10

"X." espera visitas

    cuando “X.” piensa en lo que le haría desnuda, y en eso piensa ahora mismo mientras la espera, se le ocurre que la parte fea de la vida es una mierda, pero siempre hay espacio para algunas cosas buenas…
    “X.” tiene hambre en los dedos, así que ahora, porque no faltan más que un par de horas, no sabe ni si quiera si va a saludarla, a decirle algo, antes de meterla desnuda en la cama, en cuanto llegue, le va a lamer la cara, especialmente la boca, y va a agarrarla completa sólo con la yema de un par de dedos, se va a dedicar con holgura y paciencia al tacto, porque quiere aprendérsela de memoria
    “X.” piensa qué bueno haberse dado tiempo, un rato antes, de imaginárselo, de concentrarse un poco en eso, así puede disfrutarlo con repaso, dentro de un par de horas, y quemarlo bien profundo en el recuerdo, porque esas cosas son las que van a quedarle, la película del último momento antes de la muerte y entregarlo todo a la más insípida indiferencia, una larga sucesión de pornografía
    “X.” piensa en chuparla mientras mira televisión, quiere chuparla distraída, conoce la geografía de su cara a lo largo del camino que la lleva hasta desmayarse, las repercusiones involuntarias de un movimiento en la carne firmemente acolchada, la temperatura en sus muñecas, en las piernas, en las axilas; la quiere mirar a los ojos, mientras juntan las bocas abiertas y las lenguas, y recibe ese abrazo caliente de los genitales, y se pierden, como en las películas, pero en serio

25/6/10

caras

la experiencia indica que fuera del contexto del amor y de la guerra (excepciones) nadie entra en crisis, nadie tiembla, nadie pierde el pulso ni se desmorona

hay una anestesia circulatoria, indefinida, como un engrudo espeso hirviente, sobre la superficie, donde explotan de vez en  cuando unas burbujas pesadas de furia, con la piel grasa y gruesa, quemándo un poco las manos cuando salpica, una marea plácida y acunadora en la que se intercalan pataleos y rencores turbios 

la más significativa de las manifestaciones: broncas ajenas que se descargan sobre los particulares, que no entienden de dónde llega esa artillería del resentimiento

y las caras (¡todas las caras!) hace falta un corazón blindado para mirarlas a los ojos, caras predestinadas a reflejar el orden del universo, supone Ovidio, que se van transformando en testimonio de la mierda que empuja para salir a flote desde el alma, comprueba Céline

¿quién encuentra coraje para defender los principios de un utópico socialismo entre todas esas caras hechas de aguantar, de adaptarse, de resignar, de someterse, a cambio de perseguir un sueño hecho de publicidad y hebillas para el pelo?

como si

   es como si un domingo de calor a la tres de la tarde te tomaras dos litros de ginebra comiendo asado con ravioles al rayo del sol, y con el último pedazo de pan que usaste para limpiar la grasa del plato todavía en la mano, apareciera un tipo sin piedad y con toda la fuerza del destino te pateara las bolas; es como si te fueras a dormir y muchos días más tarde, al reaccionar, todavía tuvieras el 70% de aquel almuerzo intacto en tu estómago esperando para destruirte, y para refrescarte la memoria te patearan las bolas otra vez con una fruición sádica y maciza, y te obligaran a caminar muchos kilómetros desnudo; justo cuando sabés que lo más íntimo de tus órganos digestivos quedará expuesto a la vista de los presentes, que son desconocidos con una opinión más bien negativa de tu persona,
 justo en ese momento alguien te dice “ya no te
quiero” al oído

   es como si todo dependiera de no vomitar


23/6/10

los días

    los días pasan cerrando filas, hacen un pelotón de fusilamiento alegre, lleno de adornos divertidos, una margarita en la punta del cañón
los días son de otro, sonríen como un tipo comprando provisiones de almacén mientras calcula el nivel de asexualidad de una empleada que manipula verduras, se mantienen a la distancia de un brazo, se los puede tocar y se mueven como el agua
estos días que se queman como yesca de fogata, entre los médanos oscuros con ruido de olas, dejando una ceniza negra de contornos vivos, en señal de extinción, por todo testimonio, disolviéndose contra las estrellas mientras los ves
no son días amargos, tienen una anestesia edulcorante de origen indeterminado, parece que todo se amortigua en algún lado y viene de rebote, un poco manoseado por los desconocidos, lleno de veredas desoladas minutos antes de que pase el camión recolector de residuos
los días del medio, cuando el medio parece que nunca se termina, se arman sobre la cabeza como el rompecabezas de un desinteresado ignorante, o de un maníaco resentido, alternando indiferentes
uno de estos días es baratísimo, los demás no
otro día parece que se abre paso, abandona el pelotón y camina un poco solo, con espíritu de aventuras, pero a los metros cae exánime porque su impulso inicial lo ha destrozado, o sus compañeros de marcha le tiran por la espalda, para que no se haga el loco ni les altere los nervios

unas mujeres caminan por la calle sin hablarse, los días se las tragan cuando doblan las esquinas; siempre es tranquilizador que usen anteojos porque las mujeres se revelan cuando te miran, y eso es tan incómodo y tan insinuante
las que te hacen el tiempo en palabras y después rompen los papelitos y te los tiran como una lluvia sobre el flequillo en los días del invierno, después de un verano lleno de salvas y bienvenidas
los días como el eco de una voz de una mujer, de una cosa que hacíamos con tanto placer pero ya nos olvidamos, como la renovada promesa de la vejez

una voz de mujer en las manos te manda un beso atrás de la oreja, y que descanses todos los días

19/6/10

La barba de Lennon

   La cuestión de la barba es un tema secundario, pero con valor agregado. Lo que al principio pareció una estupidez, se fue superponiendo con otras cosas, fue ganando consistencia.
   Llevaba casi un año sin cortarme el pelo cuando fuimos a ver la película de John Lennon. La pasaron en una librería a la vuelta de la facultad, en un edificio en condiciones de emergencia pública, frente a las vías, subiendo unas escaleras de metal. Me daba muchísimo gusto encontrar cosas interesantes para hacer con Diana, ponía mucho empeño y cuidado en elegir esas actividades y salidas, disfrutando de antemano el placer que le causarían a ella. En este caso se trataba de un ciclo de cine documental, en el que dieron seis o siete películas, aunque nosotros sólo fuimos a ver dos. La de Bukowski y la de John Lennon. Inicialmente sólo me interesaba la de Bukowski, a la de Lennon hice todo lo posible por evitarla, hasta que Diana me llevó casi a la fuerza.
   Era un local chico, sin comodidades de ningún tipo. Vimos la película sentados en el piso, al lado de la estufa, abrazados y entumecidos. No habría más de quince espectadores. Esos lugares provocan siempre la sensación de que todo va a parar al tacho, de que en ningún otro lugar podría verse una película que realmente valiera la pena, porque esa película a nadie más le interesa. Imperdible, insuperable, pero incapaz de atraer a más de doce personas, del género mediocre e intrascendente, en un ambiente pobre y depresivo.
   El mundo es más eficiente para vivir sus propias fantasías. Los curiosos son puestos entre paréntesis (o anestesiados con becas del conicet).  
   La película cuenta los años más combativos de Lennon, mientras vivió en New York. En una entrevista en la que aparece con Yoko, durante la encamada por la paz, en Canadá o en Londes, Lennon hace la propuesta más inteligente, evidente y ridícula que pueda pensarse; propone no cortarse el pelo hasta alcanzar la paz mundial.
   Por eso me llamó la atención: como dije, yo mismo llevaba unos meses sin cortarme el pelo y la barba, por sugerencia de Diana. Ella ve el mundo de otra manera y, aunque no entiendo exactamente cómo lo ve, la dejo hacer conmigo lo que quiera, porque me gusta más cómo ve las cosas ella.
   La propuesta de Lennon es el chasco moral más terrible de la historia. Cuando la escuché, pensé “¿cómo no se me ocurrió esta pavada? ¿cómo no se le ocurrió a nadie?”. Ni si quiera puedo confirmar que se trate de una idea original de John Lennon, pero ¿cómo no lo habíamos pensado antes? Como dicen las publicidades de lavarropas: “tan simple que hasta las mujeres y los niños pueden manejarlos”, en pocas palabras ¡es para tarados!
   La pregunta inmediata es ¿por qué no lo hacemos?, una protesta mundial, pacífica, silenciosa, intrínsecamente no violenta, y con un enorme potencial para llamar la atención: miles de millones con las barbas hasta el piso, el cabello trenzado envuelto en gruesos rodetes, manifestación ineludible de una potente voluntad de cambio. Bello público y axilas para los más contundentes. Una explícita negativa para todo lo que nos disgusta, contra todos los horrores de la vida.
   Es que somos unos hipócritas y no nos importa. Ni la guerra ni la gente que se muere, y no hay dolor ajeno que nos conmueva en el mundo y nos aleje de nuestro pequeño confort, a menos que nos explote en la cara, lo que suponemos imposible. No estamos dispuestos a negociar nuestra imagen personal a cambio de una vida ajena, y punto. Hasta John Lennon terminó cortándose el pelo.
   Imagino el impacto en la vida ordinaria, inmediato e ineludible, visual y poderoso. Presencia insoslayable de la conciencia moral, de los valores éticos, del respeto por la vida. Pelo y nada más que pelo. En la calle, en el transporte público, en el trabajo, entre los vecinos, en los almacenes de barrio, en la televisión.
   Pero tal vez fuera peor, porque el plan es demasiado bueno y sencillo como para no traer problemas. Alcanzaría con una gruesa garganta televisiva, gritándonos sin parar en lo profundo de la cabeza, no se qué cosas sobre barbas más o menos patrióticas, sobre lampiños leales y pelados mercenarios.
   De la paz universal, habremos pasado a objetivos más modestos, en un afán por conseguir logros a corto plazo, por no desperdiciar el sobrante de energía manifestado en la fuerza de la protesta, y así comenzaría la dispersión. Manifestaremos con barbas y melenas a favor o en contra de medidas domésticas, inconexas, seremos militantes de “ONGs”, nos lavarán el cerebro. Nos haremos de derecha o de izquierda, revolucionarios, democráticos, militantes, fachos. Y todos podremos reconocernos entre las diferentes facciones por nuestro espesor capilar.
   Peludos por el sí, pelados por el no. Según el caso. La marca ideológica y sectaria omnipresente. Represión pródiga para todos, mientras unos pocos se van acomodando, para cargar las tintas con carne de cañón.
   Los filósofos introducirían gravísimos matices hasta polarizar los bandos, mecidos en la marea de nuestras inclinaciones violentas, de nuestra brutalidad colectiva. La situación general cada vez más tensa, alimentada por oscuros intereses, hasta erizar las melenas con la estática ambiental.     
   ¿Qué bando declarará abiertas las hostilidades? Se derramará sangre durante años para responder esta pregunta.
   Al final, nos obligarían a dejarnos crecer el pelo, o lo cortarían, sin preguntarnos nuestra opinión ni tener en cuenta nuestro gusto. Con el consuelo de que así es mejor, o no.
   ¿Acaso alguien tiene más coraje que John Lennon? Hay que morfarse un plomo en el central park para averiguarlo.
   Después de la película nos volvimos a casa caminando. A Diana le gustó. Hacía frío, pero en aquel tiempo no nos importaba el frío.
   Yo a Lennon no pude esquivarle la idea, pero disimulo y no me lo creo lo suficiente. O será algo que me digo. A veces las cosas que nos decimos en lo más profundo de la conciencia, incluso sin darnos cuenta, son las que hacen la diferencia. En cualquier caso, es la única receta verosímil que escuché jamás sobre cómo detener la guerra.
   Como todas las recetas, ésta también fracasa por impericia de los cocineros.


13/6/10

vacas medievales

    En cualquier estudio de historia o literatura medieval, tarde o temprano se escucha algún comentario de este estilo: “aquella sociedad (aquella es una palabra interesante) se encontraba fuertemente estamentada, y sus estamentos eran herméticos. Existía la nobleza y la gleba, y esta división era considerada permanente, inalterable e ineludible, porque por encima de la voluntad del hombre estaba la voluntad de Dios, velando para que todo se mantuviera en orden.” No es una cita literal, pero se le parece bastante.
   Creemos que existen cosas como la movilidad social y los golpes de suerte, pero esto se mantiene en el mismo terreno de las creencias en el que habitaba la fe en Dios. Nos mantiene sosegados un horizonte de promesas. Algunos, incluso, medran; pero medrar es la tarea de los mezquinos, y hasta donde puede verse, en estos casos tampoco se alcanza nada parecido a la felicidad. No, felicidad es un término equívoco, particularmente en la era de la publicidad. Una plenitud que apacigüe la ansiedad, que nos exima de esta actitud suicida y ciega, y que excluya el miedo al prójimo, son aspiraciones ajenas al medroso.
   Es un tiempo de puertas cerradas, de gente que se muere en la vereda de una casa mientras los ocupantes miran programas de televisión, un tiempo de silencio contenido, donde florecen sólo palabras medianas, en los rincones presupuestos donde no molestan a nadie. Dios no está velando nuestras noches, pero dormimos con la íntima convicción (convicción medieval) de que todo es así inevitablemente, de que supera nuestras fuerzas, de que así quedarán las cosas para siempre.
   Y no, no es una arenga. Es una lastimosa descripción de los hechos.
   Nos quedamos solos, y quemamos la inteligencia en afanes chicos, de corto plazo, vinculados a la planificación de las vacaciones y los gastos mensuales (en el mejor de los casos). Y así parece funcionar todo, lejos nuestro, como un interdicto que nos aísla y nos ahoga en la incertidumbre. No nos asombra ni la pasividad de nuestras concesiones.
   Hay también una necesidad íntima, que se adquiere por contagio, por interacción, una necesidad de disimular las aflicciones, la falta de certezas. Suponemos que la soledad ajena, como la nuestra, no se quiere ver perturbada por las incomodidades de los desconocidos. Una indolente combinación de vanidad y molicie que nos lleva a cerrar los ojos dejándonos arrastrar.
   La impresión que causa la organización medieval de la sociedad, tal vez se deba a la incapacidad de nuestra imaginación para vernos en aquel caso, el caso del condicionamiento total del hombre por su entorno. Es importante decirlo de esta manera: somos incapaces de imaginarnos, de vernos a nosotros mismo encerrados, ¿será por eso que no vemos nuestro encierro? No lo tenemos a Dios para resolver inquietudes (ya ni a los más fervientes adeptos de las religiones se los cree sinceros en la fe) pero no nos faltan brebajes hirvientes en los cuales disolver nuestras aprehensiones, como por infusión. Y somos gente tranquila y calmada, en estado de mansedumbre permanente, gente que sabe resignarse a los pesares de la vida, en especial cuando los padece el vecino.
   En términos filosóficos, se repite que el asunto trascendental del hombre es la muerte. Pero la muerte adquiere una forma demasiado abstracta en el terreno intelectual, o queda escondida entre los hospitales y la burocracia sanitaria cuando se hace pedestre. Lo cierto es que vivimos como vacas, pastando y rumiando, y también morimos como vacas, ignorantes de todo menos del dolor. No hay filosofía u hospital que valga, no es un problema científico, es la nada, cabezas vacías frente a la pantalla, lo más parecido a la lucidez es un corte de luz.


   P. S.: Hágase el experimento. Es necesario conseguir un corral, y meter dentro unas cincuenta, o cien, diez o quinientas vacas. Al aire libre, en el campo, con los árboles y el olor de la bosta. Bajo cualquier condición climática. Hágase el experimento de entrar al corral, pararse en el centro y esperar. Cinco, diez minutos. Las vacas lentamente te rodean, todas, sin excepción. Y te miran. No ven nada, por supuesto, pero te miran. Se convierten espontáneamente en auditorio, mudas y distantes, a tu alrededor. Esto es cierto, para cualquier vaca. Y no tiene explicación. Te miran con ojos humanos, más humanos que los ojos de la gente.