24/8/11

un cuento del verano pasado (más)

          La soledad de esta noche, de esa noche, fue perfecta. Cada cosa en su lugar. Vos armarías la última valija en aquel momento. La gente en los autos, los turistas atrasados, las familias salían y entraban de los restaurantes, llamadas telefónicas y arreglos de último minuto, un cigarrillo en la vereda, sacar a mear al perro. La presión sofocante de las peatonales. Hotelería, gastronomía y comercio; cuentas regresivas en el reloj despertador del banco, del patrón, del empleado. Lucecitas de los barcos afanosos, blancas, rojas y verdes, en el horizonte. Una pareja se besa bajo un farol en la rambla de San Sebastián. Cuando te acostumbrás, las olas tienen el mismo ruido que los motores de los colectivos, el ritmo de los semáforos, el reflujo del peaje. La soledad adquiere volumen y dimensiones concretas. La noche era estrellada, diáfana y honda como el cruce de una frontera ilegal, una noche robada de otra vida que nos mira en el espejo.
Estábamos en un restaurante a la sombra de un cartel gigante que decía “ce n'est pas un restaurante”, y no sólo el cartel: una habitación completa y especial para exhibirlo; cuando llegamos, a nosotros también nos dijo la camarera: “hola buenas noches, si quieren pasar a conocer el restorán…”, como lo había dicho un par de horas antes en el video. Había mucha más gente, las mesas ocupadas, rebosantes con los frutos del mar y los niños desobedientes, servilletas manchadas, panes mordidos y botellas a medio vaciar. Mozos y camareras, pilotos de copiosas bandejas, en estado de fricción permanente, bregando por atravesar angostos desfiladeros de comensales, frotándose unos contra otros los cuerpos; en la caja y en la cocina se trabajaba febrilmente. La música funcional, las conversaciones y el crujido de la vajilla hacían tolerable el ruido de la colectiva masticación. 
Nada más a propósito que un restaurante para observar la relación entre el dinero y el aparato digestivo, con su mecanismo masivo de incorporación y sus deyecciones. Pero teníamos la sospecha intransferible de que eso no era un restaurante, ni una galería de arte, ni siquiera un suceso de la historia, por microscópico y foucaulteano que fuera el enfoque, no teníamos ni la menor idea de qué era eso, y no nos hubiéramos atrevido a afirmar, tampoco, que algo estuviera sucediendo. Me pregunto qué clase de temple se necesita para mantenerse firme entre semejante marasmo de incertidumbres. Vale la pena hacer notar que, cuando la gente se pone a pensar en estas cosas, es incapaz de mirarse a los ojos.
            El superpoder de mirarse a la cara se recupera con facilidad mediante todo tipo de intoxicaciones. Andrea arranca cada noche con dos cañonazos de Jack Daniells en el living de su casa, para templar el espíritu antes de sacarlo a pasear. Tiene una cantidad de horas de entrenamiento en A.A., pero esa etapa de la vida está superada. Ahora solo guarda algunas costumbres de otros tiempos. Lucio no se presenta en público sin vaciar antes una botella de vino; es una cábala, un recurso mágico que aplica, un ritual que no se atrevería a interrumpir. Yo, después de noches como esa noche, llego a la conclusión de que cada década de la vida te trae un amor frustrado y un vicio nuevo. La adolescencia, los veinte, los treinta, los cuarenta… cada una con su pequeña e irresistible caja de pandora.

            Lucio fue el centro indiscutido de la muestra; todos se acercaron para saludarlo, felicitarlo y charlar un rato, y una vez cumplidas las formalidades nos acomodamos en algunas mesas afuera, en la vereda. Treinta o cuarenta personas, con un margen fluctuante de tipos y mujeres que iban y venían no se sabe bien de dónde ni por qué. Como si en alguna parte hubiera algo que valiera la pena, aunque sea por un momento, y no fuera un problema distraerse con esto y aquello y matar el tiempo sin hacer nada entre un lugar y otro y no terminar de aparecer por ningún lado. A la abrumadora mayoría de los comensales me los presentaron esa noche, los saludé a todos muy amablemente, abrigando la certeza de que jamás volvería a verlos. Soy un desastre en el ámbito de las relaciones públicas, los desconocidos me paralizan y cualquier tipo de conversación con otro adulto me agarra siempre a contrapierna, en especial cuando se trata de hombres, y/o mujeres feas.
            Lo que hago en estas situaciones, con la intención de superarlas con el menor monto de daños colaterales (en términos de papelones y momentos vergonzosos), es sonreír y cerrar la boca. Tengo muy poca práctica en el ejercicio de la sonrisa, así que tarde o temprano es imposible disimular mi cara de orto. A mi alrededor la atmósfera puede ponerse un poco tensa y con suerte habrá alguien que me lleve a casa para que no moleste.
            Pero esa noche el vino era gratis, así que todos alrededor de la mesa estaban tremendamente borrachos. Y yo habría resultado el único sobrio si no me hubiera encontrado con el kosovar.


18/8/11

hybris

“Mi mano toma un papel, lo arruga convirtiéndolo en un perfecto bollo, lo tira hacia arriba, con destreza lo vuelvo a agarrar, repito el movimiento una y otra vez, extasiado con mi nueva habilidad.”
H.R. Cuenya, Bollo


     quiero decirte algo, hace mucho que lo pienso, pero cada palabra que pronuncio me lo reprocha
     es muy parecido a pasarse demasiado tiempo en una habitación sin ventanas, haciendo rebotar una pelotita de goma contra la pared, sentado contra la pared de enfrente que no queda muy lejos, y el tutúc tutúc de la pelota es el único ruido del universo, y en la cabeza se empieza a mezclar con los golpes de la sangre en los oídos; una habitación sin muebles ni distracciones
     en el orden estadístico lo que te salva es el hambre; en sentido literal, el hambre que te pone de pie y te hace caminar hasta la heladera, hasta el almacén, hasta el trabajo todos los días, hasta la jubilación, hasta la tumba, siempre marchando, siempre en movimiento, lejos de cualquier habitación sin ventanas donde hubieran quedado las tristezas más o menos inmediatas que intentaran detenerte, pero sin éxito, porque el hambre es más fuerte
    en el orden metafórico el hambre se manifiesta de maneras distintas, según las circunstancias; es el mecanismo perfecto, una relojería infinita para un trabajo infinitamente complicado: cuando el hambre real se calma no hay que volver a la habitación, hay que mantener ese espíritu del hambre puesto en otro lado, en alguna otra cosa, algo que lo contenga y que le dé forma, por eso la metáfora es la pieza más compleja de nuestra ingeniería, porque no tiene nada que ver con la literatura, es el engranaje fundamental de todo nuestro comportamiento
     sin metáforas seríamos una multitud silenciosa en habitaciones solitarias rebotando contra las paredes, pero no somos eso, no, no todos al menos, o sí lo somos, porque tal vez entre cualquier manifestación del deseo y el tutúc tutúc de la pelota no haya diferencias, serán lo mismo, representado con metáforas diferentes…
     suceden dos cosas, no se cuál convenga explicarte primero
     los golpes de una pelota de goma sobre la palma de la mano que la lanza y la atrapa en cada ocasión, son en apariencia los golpes más inocuos que puedan imaginarse, pero tienen la virtud, a largo plazo, de transformar el corazón en cenizas, muy lentamente, sin que te des cuenta, sucede de a poco, por acumulación de impactos, con máxima discreción
     cada vez que se lanza la pelota se tiene plena conciencia de estas consecuencias devastadoras, como al encender un cigarrillo o faltar al dentista, pero es imposible detenerlo, podría suceder el apocalipsis definitivo y yo seguiría tirándole a la pared con mi pelota, perpetuamente, tutúc tutúc…
     porque las metáforas no funcionan, le pasó algo a este mecanismo tan delicado, y no queda nada que nos mueva, que nos saque de la parálisis, de la abulia, de la apatía; porque las metáforas cumplen con su trabajo sólo en el caso de que no las vean, y en este punto su celo es extremo, como Diana y las ninfas a la hora del baño, el impúdico infractor de esa intimidad deberá caer atravesado por una flecha ciega, inmediata,  y en el excepcional caso de su huida, deberá pagar el precio de la hybris y exiliarse del mundo de los hombres, donde las metáforas continuarán con su trabajo en silencio
     entonces, lo que te quiero decir
     es que contra todo lo esperable, en un momento impensado y desconcertante, se desmoronó ese universo de las metáforas y los puntos de vista, y estabas vos sola parada ahí, entre las ruinas, desnuda porque la desnudez te llegaba desde mis ojos, y eras la mujer perfecta

ahora no queda nada que me saque de mi habitación
el mundo es esta pelota
lo tiro contra la pared
y vuelve

12/8/11

un beso


“donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio”
J. Cortázar


besos con la boca llena de peces vivos, de peces muertos

con sabor de frutas maduras, de maderas podridas
los mismos besos en colores ocaso y luna, entre apocalipsis y humo
los labios en flor, con olor de abejas y polen
con olor de plantas carnívoras
la lengua húmeda y cálida, la saliva fría de los vampiros
caricias íntimas con las manos ajenas
besos de memoria y aprendérselos de nuevo
porque la memoria es una habitación a oscuras

un beso del recuerdo en el espejo de las pesadillas
el inagotable supremo deseo de bailar sobre un beso de tu cuerpo

y se cierra la puerta





6/8/11

un cuento del verano pasado (sigue)

            La siguiente llamada fue de Andrea. No se qué Octavio atendió el teléfono, el de las visiones preclaras de la vida apenas perduró esos diez minutos memorables. Pero antes de continuar, es indispensable señalar que Andrea pertenece a la excelsa raza de las mujeres nacidas bajo el signo de escorpio, y hacerle el amor es una forma de muerte por veneno o asfixia. Con casi cincuenta años y un cuerpo envidiable a los ojos de sus propias hijas (ninguna de las cuales excede los veinticinco), Andrea es artista plástica de mucho talento y uno de los pocos seres humanos carentes de todo prejuicio actualmente vivos. También es una de esas mujeres que saben lo que dicen, de las que evidentemente no hay muchas. Desde que enterró la mitad de su corazón en un cementerio privado víctima de la cirrosis, mucho antes de los cuarenta, cuando Andrea abre la boca para decir algo hay que escucharla, siempre.
–te van a romper el corazón– me dice sin saludar, en cuanto atiendo –sos un boludo
–muchas gracias, vamos a ser felices, no seas trágica
–enamorarse es para desgraciados– se ríe, mientras me lo dice –gente con ganas de sufrir
–siempre es alentador recibir el apoyo de los amigos
– ¿ya es definitivo? ¿se muda mañana?
            Andrea tiene una pronunciación notable, esto hay que destacarlo. Las ‘r’ y las ‘ñ’ le salen exquisitas entre dientes y labios, y eso es perfectamente apreciable por teléfono.
–ya es definitivo, se muda mañana
–¿y estás solo ahora?
–sí, tenía cosas que hacer, nos quedaba más cómodo –Andrea no me escucha – está terminando de embalar algunas cosas
–bueno, te pasamos a buscar en un rato, supongo que no te habrás olvidado de la muestra de Lucio
–no, no me olvidé, en media hora estoy listo

            Andrea y Lucio deberían preguntarme, en realidad, algo así:
–¿y por qué no viene con nosotros hoy?
–porque ustedes no existen…
–qué tipo macanudo, ¿siempre sos tan agradable?
–no, de verdad, ustedes son de otro momento, nunca existieron juntos
–¿y entonces por qué la mezcla?
–es que me hubiera gustado… no sé, tal vez así habría funcionado

            Unas palabras sobre Lucio: Lucio es escultor, fotógrafo, carpintero, artista plástico. Algo más de treinta años, ojos azules, sonrisa amplia que le ocupa toda la cara, accesible. Habla pausadamente, no hay mucha gente en condiciones de hablar así, piensa lo que dice y lo que no dice también, se puede medir el caudal de pensamiento que dedica a cada interlocutor mirándolo a los ojos mientras habla. Lucio no siempre te sostiene la mirada, puede hablarte mirando un poco para el costado, interrogando con los ojos a otros interlocutores. Es cruel, también, y no le interesa socializar excesivamente.
            Un hombre con sentido del humor que no necesite recurrir a la anécdota deportiva es un caso difícil de encontrar. De ahí en adelante, en lo que se refiere a los hombres, cualquier cosa resulta agradable.

         Media hora después subí al auto. Manejaba Andrea. Éramos seis o siete en un auto de tres puertas. El puerto está lejos y hay que hacer economía, una vez agotados los lugares conocidos donde se puede tomar gratis el dinero de la noche se invierte exclusivamente en bebidas. Si alguien hubiera mencionado cualquier detalle irrelevante, como la cuestión del “conductor designado” o que “la salud es primero”, se hubiera quedado a pie en aquel instante. La mitad de los pasajeros ya estaban borrachos, la otra mitad había llegado tarde.
            Cerrábamos una trasnoche que había durado todo el verano. La gira comenzaría con la muestra de Lucio en Baltar C., una galería (una habitación, un cuartito) de arte sobre un restaurante. Un comedero de mariscos en el centro comercial del puerto. Baltar C. se hizo un nombre después de siete años de exposiciones mensuales ininterrumpidas. Una salita de 3x2 y sólo eso, un nombre. Punto fijo y espacio de encuentro para artistas plásticos, la versión neurótica y gratuita de un sindicato, las cosas que inventa la gente cuando ejerce una profesión no colegiada, donde todos los meses se puedan buscar caras conocidas alrededor de una mesa y vino gratis con la inauguración de cada muestra. Eso me explicaron Lucio y Andrea. Por mi parte, no soy muy amigo de los artistas plásticos. No soy muy amigo. Punto.
           Cruzamos Mar del Plata de noche, sobre el asfalto nocturno, dorado y viejo, entre turistas desorientados y semáforos, viendo de a ratos esa garganta negra atrás de los edificios, desde la que ruge el mar tragándose todo en la oscuridad. Y cada vez que lo vuelvo a ver me trae la tranquilidad arcana de su presencia: una inmensidad hacia la que se puede mirar sin encontrarse una sola cara, una sola mirada, ni un gesto, nadie.
            Conozco sólo a la mitad de la gente dentro del auto. De los otros seguramente me hablaron en algún momento. Mi memoria es poco efectiva con los nombres, por lo general son otras las cosas que me impresionan y se quedan en el recuerdo. Dos italianas en el asiento de adelante, Lucio y yo atrás, con una chica desconocida y Boian, un búlgaro, traductor de francés. Alguien más, sin identificar, o un espejismo, o la ilusión de otra presencia. En el estacionamiento del puerto bajamos y por primera vez, a la luz del alumbrado público, nos vimos las caras. Hacía calor y todos estábamos contentos. Lucio grabó un video de la muestra, que yo ví antes de visitarla. El auto estacionado en el mismo lugar que nosotros. El video empieza ahí, parados al lado del auto estacionado, mirando hacia el restaurante. La cámara avanza, Lucio camina, cruza la calle, lo reciben las camareras en uniforme, se ve a los mozos, a la derecha los cocineros, Lucio recorre el mismo camino que hacemos nosotros en aquel momento, al fondo la caja, las escaleras, yo había visto ese recorrido en video media hora antes de hacerlo con mis propios pies. La entrada a los baños, espejos, la sala de la muestra. Exactamente el mismo recorrido.
            Ahora lo recuerdo, lo repaso, lo vuelvo a componer en la memoria, se repite en el video, en el recuerdo, en el relato, es un eco detrás de un eco, y detrás no hay nadie. El video es éste: 



             La muestra de Lucio es un éxito. En estas inauguraciones el éxito es accesible, pero poco meritorio y no reporta grandes beneficios; el fracaso, por lo contrario, puede ser más contundente que en ningún otro lado.  


4/8/11

un cuento del verano pasado (intro)

          Algo que me repito mentalmente, de vez en cuando, es “no te desmientas”. Pero hay que poner la frase en sus dimensiones adecuadas. No se trata de un “no te contradigas”, tampoco se trata del desmentido público, no tiene nada que ver con las normas de la conducta y no involucra ningún contenido moral. Es un desafío privado, exclusivamente mío, y que resulta inevitable perder, eso está claro.
            Porque una persona puede abrigar la intención de no desmentirse a condición de ser siempre una y la misma persona. En el caso de sostener la identidad constante e inquebrantable a lo largo del tiempo, y sólo en ese caso, no desmentirse, no contradecirse, no engañarse ni desconfiar de si mismo, pueden considerarse virtudes asequibles.
            Pero la identidad es la madre de todos los espejismos. La ilusión funciona, sin lugar a dudas, todos estamos más o menos convencidos de eso y actuamos en consecuencia. Para las cosas importantes nos afeitamos, porque tenemos que mostrar la cara, y llevamos el documento, para que nadie se olvide quiénes somos. Pagamos impuestos, por ejemplo, porque reconocemos una y otra vez que el nombre en la factura es el nuestro. Alcanzaría con decir, cualquier día de estos: “no, ese no soy yo” y el universo colapsaría. Nuestro universo particular, por lo menos, pero ¿existen otros universos? Y en caso de admitir la existencia de esos universos diferentes: ¿importan? ¿deberían importarnos?
            La evolución de un concepto filosófico: desde “dame un punto de apoyo y moveré el mundo”, hasta “dame un punto de vista y multiplicaré el universo”.
            Es el juego más raro de todos el de la identidad, el de las caras afeitadas, el de los registros oficiales; es un juego que ocasionalmente deja espacios vacíos, y en una de esas vueltas te encontrás con tu propia cara en un espejo, una cara de otro tiempo que no se reconoce, y ahí es cuando nos miramos a los ojos y me digo “no te desmientas”, y casi nunca funciona.
         Cuando uno se habla a sí mismo debería observar el buen hábito de hacerlo en tiempo presente; en cuanto se empieza a conversar con un interlocutor futuro la imaginación se desequilibra, si nos desplazamos hacia el pasado es como hablar con un inquietante desconocido.
            A veces le hablo a un Octavio que fui durante apenas quince o veinte minutos, casi dos años atrás, un Octavio con el que nunca más tuve contacto. El que soy ahora le dice, de vez en cuando, que valdría la pena el reencuentro, que deje de evitarme, que se acerque. Le digo “no me desmientas” pero no contesta, se queda en la cocina tomando mate.
          En la cocina. Ya no vivo en ese departamento, pero en aquel momento recién me había mudado. Era al final del verano, una noche cálida, tomaba mate en malla y ojotas, después de la cena; domingo o lunes, o cualquier día de la semana, y no tenía nada planeado para esa noche, ni para el día siguiente. Tendría que ir al trabajo, en algún momento, supongo. Escuchaba los ruidos de la calle que entraban por la ventana, entre las plantas, y seguramente había música aunque ahora no me acuerdo cuál, el motor de la heladera, el zumbido de las lámparas, el goteo húmedo de la canilla. El mate.
          Sonó el teléfono y hablamos un rato. Corté y me quedé pensando en lo que habíamos decidido, en lo que yo mismo había incentivado, pensaba en la mañana siguiente cuando vinieras con tus cosas a casa, y ésta es la última noche pensaba, en qué quilombo me estoy metiendo.      
            Lo que me separa de aquel Octavio que tomaba mates en la cocina hace dos años, en malla y ojotas, es la ansiedad. Aquel Octavio no conocía la ansiedad, y de verdad fue la última noche. Una noche de calma perfecta y astros alineados, todo ocupaba el lugar correcto, el universo había entrado aleatoriamente en equilibrio, un equilibrio que duraría sólo una noche (y que sería visible desde cualquier otra noche de mi vida, menos desde esa).  
            Plena conciencia: son raros los momentos en los que podemos verlo todo, y generalmente tomamos la decisión equivocada con plena conciencia.