23/2/10

Retrato de "X." - Tercera parte


     “X.” se pregunta, compenetrándose con un vagaroso espíritu colectivo, ¿Por qué no nos escapamos de todo? ¿Porque no sabemos cómo? “Estoy perdiendo el juicio – piensa “X.” cada vez más seguido – “Dios salve a la reina marihuana, último vínculo con algo parecido al bienestar del espíritu.” “X.” está sorprendido de sus propios ataques de pánico, estaba convencido de que era imposible tenerlos, los ataques, le cuesta creérselos. Hay que ser imbécil, se explica, para tenerlos. Miedo del miedo. Suena tan lejano.
     Según la Real Académia Española, la ortografía regular indica que debe utilizarse la palabra “mariguana”, con la letra “g” en lugar de la “h”, que “X.” normalmente prefiere. Y la definición reza: “Cáñamo índico cuyas hojas, fumadas como tabaco, producen trastornos físicos y mentales”. Vigésimo segunda edición. La edición vigésimo sexta lleva algunos años de retraso.
     Los actos de sumisión sólo en apariencia son actos pasivos. El sometimiento precisa de un pesado, y sub-moral, ejercicio de la voluntad.  Los vicios, por ejemplo, imponen el peor de los sometimientos, el que demanda además la confirmación voluntaria y permanente. Acceder a fumar, por ejemplo, o al ejercicio conspicuo del sexo, son manifestaciones de la necesidad de dependencia. Declaraciones manifiestas con la intención de exclamar la necesidad del sometimiento.  El destino final del viaje es la desolación de la neurosis. El círculo cerrado de la insolvencia espiritual, el callejón sin salida de la resignación.
     La idea más ingenua y evidente de Freud, el aplazamiento del deseo, resulta que es la peor y la más terrible de todas. Y nos la fumamos en pipa. A nadie le importa. No hay oro al final de ningún arco iris. Hay que sostener la pose, proponen. Y “X.” lo intenta, tenazmente, pero no puede. No se lo permiten sus escasos recursos. Y tiene ese pozo ciego ahí en la boca del estómago que se lo impide. Todo.
     Ataque de pánico en la playa: “X.” drogado toma sol a las dos de la tarde, en la Bristol, a menos de veintitrés centímetros de un testículo ajeno. Después de sostener durante dos meses una dieta exenta de azúcar, decidió romperla con coca cola y alfajores triples, expuesto al rayo del astro mayor. Y quince meses más tarde volvía a fumar tabaco. El calor, el azúcar, el tabaco y la cercanía entre los genitales de todo aquel pueblo argentino que decide visitar la misma playa, en el mismo momento, le explotan a “X.” en su cabeza llena de marihuana. “X.” se siente vigilado, y está convencido de que va a vomitar. Está mareado, tiene abrasados los párpados, puede oler la ingle de un ser humano desconocido. Debajo de su esterilla, la misma que lleva a la plaza y que le parece tan ridícula, la arena está húmeda, encharcada. El hombre que lo acompaña está dormido a su izquierda, roncando contra su muslo. “X.” tiene un deja vu de ideas, piensa en una especie de abismo. Siempre imaginó que llegaría ese momento pero no estaba seguro. ¿Así nos convertimos en un loco? ¿Será cierto que después no importa nada?
     Pero la única preocupación verdadera son los vómitos, porque nunca se ha visto a nadie vomitar en la playa. Primero, “X.” se ve a sí mismo haciendo un pozo, con las manos, y depositando poco discretamente en ese pozo el contenido íntimo de su estómago. La gente a su alrededor dirige sus cabezas a un costado, con gesto revulsivo, alzando las manos. Y después tapa otra vez el pozo, temiendo las últimas arcadas y regurgitaciones, mirando atentamente el piso. Recoge las hojotas, la remera, el bolso, la esterilla, y la bolsa con los envases de las golosinas, despertando a su compañero, dándole algunas explicaciones. Después, “X.” se imagina corriendo hacia el mar, apretándose el estómago con una mano, tapándose la boca con la otra, convulso. Cuando el agua le enfría las piernas se dobla y, con las manos en las rodillas, suelta su chorro caliente sobre la salobre frescura del mar. Las madres corren a retirar de inmediato a sus niños. Las viejas se ponen a bajar los santos del cielo. Algún señor lo increpa, violento, recomendándole que haga un pozo.
     Se sienta, vuelve a acostarse, lucha contra el mareo y el estómago revuelto, transpira, intenta distraerse de la ineludible taquicardia, respira con dificultad. Algunos momentos después se tranquiliza y vuelve a relajarse.
    

18/2/10

Outsider.


    Noche cerrada: se desplazaban nubarrones pesados y se agitaba un viento cargado de tormenta. Como es de esperar, ella no recuerda de aquella noche más que un conjunto de detalles aislados, una serie de impresiones que se disuelven en la verdadera noche de los eventos posteriores.
    Había llegado a la casa después de diez horas de trabajo agotador. Preparó rápidamente una cena liviana a base de verduras y cuando terminó de comer se permitió un duchazo largo como un exilio.
    Al salir del baño empezó la lluvia o quizás algo más tarde. Prefirió música a la televisión; encendió el equipo de audio y sonó Verdi en los parlantes, algún aria de Nabucco. Se sirvió una copa de vino blanco y se hundió en el sofá del living.
    Transcurrió así una medida de tiempo indeterminable, con las ideas dispersas entre la música y la tormenta y con el cuerpo aletargado por el vino. Se distrajo solamente cuando notó, con asombro, que todos los sonidos de la casa habían quedado suspendidos, sepultados en el aire.
    Un singular y perpetuo instante como un augurio: buscó con la mirada, reconoció el equipo de música donde el display indicaba que algún disco seguía girando, vio la botella de vino a un costado, confirmó la lluvia a través de la ventana y los relámpagos... todo ahogado en el más inverosímil de los silencios.
    Luego el estallido de la puerta tras ella; un ruido seco y las astillas de madera que saltaron desparramándose sobre la alfombra. Inmediatamente Verdi y la tormenta fueron audibles otra vez.
    Asustada miró hacia atrás desde el sillón y lo vio entrar. Indeciblemente sucio de barro y, tal vez fuera la impresión posterior, de sangre. En su gesto se articulaba todo lo ajeno y lo desconocido; con su exaltación frenética y sus movimientos nerviosos irradiaba un aura indeseada.
    La miró desde la puerta, miró entre sus piernas y el escote de la camisa incapaz de evitar (o no pudiendo distinguir) la excitación. Ella se sintió desnuda.
    Comenzaron entre ellos unos pasos de baile irracionales: él corrió desde la puerta hacia el sillón con los brazos extendidos. Ella se sintió incorpórea aunque no dejó de percibir unos latidos violentos en el pecho y las sienes y comenzó a retroceder con torpeza. Él fue dejando un rastro de saliva y barro sobre la alfombra; ella notó el aumento de la opresión en su garganta, supo que no podría gritar y se sintió asfixiada.
    Corrió dándole la espalda. El otro atravesó el aire en diagonal buscándole el cuerpo. Apareció en su mano un cuchillo injusto y ella alcanzó a ver el brillo del metal; sintió un calor profundo en el costado y la sangre suya cayéndole por la cintura. Un tajo largo y fino que ella comprendió pero no tuvo tiempo de sufrir.
    Siguió corriendo, llegó a la escalera y la trepó con todo el cuerpo. Él la persiguió hipnotizado. La vio entrar en una habitación y por reflejo metió la mano entre el marco y la puerta que se cerró con furia. Quedaron atrapados los dedos; la mano se retorcía y se escuchó un grito como un reproche.
    Algunas patadas rabiosas profanaron la segunda puerta. Ella retrocedió y él volvió a estirar el cuchillo brotándola de sangre por el antebrazo.
    Ella le arrojó un velador o el reloj despertador y recibió un golpe insoportable en el rostro; cayó al piso entre la cama y el armario y golpeó con la espalda la mesa de luz que se abrió. Él la miró con fascinación, guiado por lascivia se agachó y la tomó de los tobillos forcejeando con sus piernas.
    Ella también lo miró y un odio y un asco le crecieron en el vientre. Buscó agitada en la mesa de luz y encontró el arma.
    La pistola se interpuso entre los cuerpos. Ella la sostuvo con las dos manos, apuntó y lo buscó con los ojos. Él se detuvo, comprendió y suspiró lenta y largamente. Sus brazos delicados se sacudieron cuando sonó el estampido y la frente del otro recibió la bala. Todo su cuerpo cayó hacia el costado siguiendo el recorrido de la cabeza.
    Ella pasó entonces un largo rato viéndolo ahí tirado, quieto sobre sus piernas. No podía evitar sus ojos abiertos ni la sangre que abundaba sobre el acolchado. En la caja del pecho percibía las poderosas explosiones del corazón. No se sentía capaz de levantarse.
    Se recostó contra la mesa de luz, se metió la mano debajo de la ropa interior, entre las piernas, y sin cerrar los ojos, se masturbó lentamente.

15/2/10

Retrato de "X." - Segunda parte

    “X.” tiene mucho miedo de la soledad y del aburrimiento. Entonces se hace el alternativo; después de luchar durante horas muertas para apagar el televisor, se va a leer a la plaza. Se lleva una esterilla. Le gustaría ir al mar, a la playa, pero le queda más lejos. Se fuma su porro. Se lleva su libro.
    Cuando sale a la calle, los comerciantes del barrio no lo miran mucho, ni él los mira más de lo corriente. Apenas se saluda con ninguno. Compra pilas, salchichas, yogur, helado, frutas. Es cliente regular en algunos negocios. Sabe por experiencia propia que los empleados, en cada rubro, catalogan según una escala muy espontánea y caprichosa a la gente, en términos estrictamente económicos. Si se pudiera hacer una transcripción fiel de esa información, se obtendría entonces la cotización más exacta del valor de los seres humanos. A “X.” le intriga saber qué lugar ocupa él en esos catálogos, aunque le interesa de una manera distante, poco contundente. Sabe que para averiguarlo hay que convertirse en uno de ellos. Almacenero, verdulero, carnicero, kioskero, y subalterno, empleado de comercio. En fin, implicaba la peor de las catástrofes, de la que además él mismo no anda tan lejos.
    “X.” intuye contextos peores, como la guerra, y admite que no conoce esos contextos personalmente. Pero morirse de un balazo en el frente, uno y anónimo entre miles de millones, en la lluvia y en la mierda y muerto de miedo y cobardía sin sentido, incluso eso es considerado más conveniente, heroico y honorable, que morirse porque se te cayó la ventana de un quinto piso en la cabeza, en santa fe y corrientes, una tarde cualquiera mientras comprabas cebolla, y que esa ventana fuera la única cosa con cierto relieve en tu vida, tanto que hasta te permita salir, por única vez, en los diarios.
    Y después de tus padres y tus hijos, nadie en el mundo será capaz, por los siglos de los siglos, nunca más, jamás, de recordar tu nombre ni mucho menos. Ningún rastro deja la existencia.
    En este sentido a “X.” le preocupa el lugar. Todo podría volverse claro y razonable sin el problema del lugar. Es el problema que más lo acorrala. A veces mirando las calles, los edificios, el cielo, las antenas de tv satelital, la ropa de los peatones, el mar, la basura en el cordón de las veredas, “X.” se confiesa a si mismo que no entiende absolutamente nada de lo que sucede a su alrededor. ¿Por qué éste, y no otro lugar? ¿Por qué ahora? ¿Por qué no uno mejor, o uno peor? “X.” no encuentra respuestas para esas preguntas, y en caso de encontrarlas dejarían de importar, y se presentaría otra cosa. Pero si el lugar del problema no es afuera… “X.” no sabe buscar adentro.
    Entonces se fumó su porro y se cargó un libro y una esterilla hasta la plaza. En el camino compró una gaseosa y alfajores. El calor era tórrido y grueso, a la sombra. En la plaza, “X.” se encontró con un paisaje mucho más selvático y mosquiteril de lo que esperaba. Buscaba el mediterráneo y llegó al África. Los verdes eran más intensos, los marrones mojados, las cosas parecían toscamente filtradas por la humedad. Contra toda indicación prudente, “X.” se acomodó sobre su esterilla a leer, en la plaza, en el pasto, bajo el sol. Pero el sol lo golpeó como un martillo de acero, implacable sobre la piel poco ventilada, aunque limpia, de “X.” Decidió buscar reparo a la sombra, bajo un árbol, con todo lo que implica el traslado de un picnic, pero en pocos minutos los mosquitos lo espantaron, haciéndolo sentir a él mismo un mosquito rechazado por una mano enorme, zumbante e invisible.
    Así acaban las excursiones aventuradas, generalmente.
    “X.” tiene un talento inútil, que en lugar de reportarle algún ínfimo beneficio le hace la vida más ardua y difícil, si cabe. Entre las muchas cosas que “X.” no sabe, hay que incluir su ignorancia radical sobre cómo aprovechar ese talento que, igualmente, está pasado de moda y ha caído en desuso.
    Cuando “X.” vuelve de la plaza, caminando despacio, al sol, recorriendo las líneas indiferentes de las baldosas rotas, los trazos caprichosos de la sombra de los árboles, se va preguntando cómo resuelve la gente su incomodidad más íntima. Esa incomodidad que no se puede explicar, ni transferir de ninguna manera, esa que todos terminan haciendo a un lado ciegamente. La gente anónima y sin rostro como él mismo, y que parece ir por la vida tan tranquila. “X.” no encuentra manera de resolver esa incomodidad. La vida pastando y eso es todo, para ir a reventar en algún matadero innoble, pabellón de hospital público, sábanas sucias y enfermeras irritables, cáncer de colon, sepelio de obra social. Miles de millones por cada uno que cree haber dado con la clave. Y cada uno de esos pocos “afortunados” no son más que tipos circunstancialmente confundidos.
    "X." se ha tomado la costumbre de pensar en la soledad, y piensa que es muy misteriosa. Demasiado abstracta. Inefable. La única medida posible de la soledad es el silencio. Ése sí que es bien concreto y palpable, según piensa "X.". La fuente misma donde la soledad parásita encuentra toda su fuerza. No podemos acostumbrarnos a la soledad, piensa "X.", porque no existe. Como no existen la guerra, ni el amor. Sólo existen las balas y los muertos, el sexo y la euforia. Tampoco hay soledad, sólo silencio.
    Cuando "X." se concentra, puede disfrutar el silencio. Se compenetra con él, le pierde el miedo, y lo acepta. Ése le parece el único camino hacia la comunión con la soledad. Y no es un camino fácil. La alienación y la locura van esperando por ahí, como asaltantes siniestros, aunque sin mucho empeño. Al final, ni eso les importa. Perdió la gracia volverse loco. Todo el mundo es raro.

14/2/10

Retrato de "X." - Primera parte


"Ya no nos queda demasiada música dentro para hacer bailar a la vida: ahí está. Toda la juventud ha ido a morir al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y a dónde ir, afuera, díganme, cuando no llevamos con nosotros la suma suficiente de delirio? La verdad es una agonía ya interminable. La verdad de este mundo es la muerte." Louis-Ferdinand Céline, “Viaje al fin de la noche”

***

    “X.” es un tipo con las mangas manchadas. Con ropa de dos o tres años, o más, que lava por tandas una o dos veces por semana. Casi toda ropa regalada en cumpleaños y navidades. Espera ansioso el verano, para andar en ojotas y ahorrar en zapatillas. ¡Quiere con ganas comprarse ropa nueva! Pero no puede comprarse, no puede.
    Anda por ahí con un peinado medio raro, se hace el loco, pero nomás es feo. En la calle las chicas le rehuyen la mirada, enseguida, para eludirlo, y él piensa que es electrizante. Aunque a veces sospecha.
    Las mujeres son muy sospechosas para “X.”.
    No tiene muchas puertas, ni muchas ventanas, la casa de “X.”; y las puertas están dispuestas de manera incómoda, y las ventanas mal orientadas. Tampoco es suya la casa. Alquila. Así que dedica buena parte de su tolerancia involuntaria – que se ve obligado a producir en abundancia – a la humedad y a las hormigas.
    Otra inversión abundante de su paciencia se acredita en el carácter tan particular de sus vecinos. Un jubilado hemipléjico. Su esposa reumática y lisiada, que lo mantiene limpio y alimentado, siempre bufando con aires de Sísifo. La hija de este matrimonio. Cuarentona cándida, fea y andrógina. Para más señas: docente, del nivel primario. Y por el otro lado la familia de ocupas. En pleno centro. Casa tomada. Generalmente tranquilos, no molestan. Aunque atrincherados en la misma y más absoluta de las quietudes, de tal forma que para “X.” son algo fantasmagóricos e indeterminables, proliferan y horrifican un paisaje de tiradero abandonado con perfección hollywoodense.
    Desde siempre se siente un tipo raro “X.”, aunque intuye que lo es cada vez menos. Raro de alguna manera extraña. Ineluctable. Para él todos los demás son “X.”, y en relación con ellos se siente “no tan “X.” como los otros”. En términos más bien pesimistas.
    “X.” tiene un secreto. Sabe apreciar la diferencia entre el valor de las cosas, y el valor que las cosas adquieren apuntaladas por la vanidad. Pero hubiera preferido apreciarlo sin perder la posibilidad de darse a sí mismo todas las vanidades disponibles. Tampoco le queda claro que eso fuera posible. La gente vanidosa le resulta, indiscriminadamente, insoportable y soez.
    Entonces “X.” se dice a sí mismo, haciendo muchas carambolas para amortiguar el golpe: “por supuesto que “X.” es pobre”. Éste es el tabaco mental que “X.” se fuma continuamente.
    Hay ciertas conclusiones a las que se llega por un solo camino, lentitud y dolor. “X.” sabe que la vida es una mierda triste y horripilante. Decide mantenerse tranquilamente apartado de esa idea, sin olvidar nunca que anda por ahí. Incluso, de vez en cuando, con miedo de encontrarla de repente, desprevenido.
    La relación más familiar que “X.” mantiene con cualquier otro ser humano, es la guerra silenciosa e intermitente con su ex esposa. “X.” la odia, la desprecia y la ignora alternativa o simultáneamente, según el estado del clima. Y ella siente por él algo parecido. Mantienen el vínculo, en su mínima expresión, por causa y cuenta de sus hijos.
    Tiene también un hermano. El hermano de “X.”. Pero la misma corriente que a él lo arrastra, a su hermano se lo llevó a la distancia suficiente como para separarlos hasta perder el contacto. Claro que esa no es una distancia tan grande, pero para su magra economía y disponibilidad de tiempo resulta insuperable.
    “X.” se siente un tanto joven e insolvente para enfrentar su condición paternal, y demasiado viejo e insolvente para enfrentar su condición de hombre soltero e independiente. Cree tan fervientemente que el dinero solucionaría el 100% de sus problemas, que no tiene ningún sentido discutírselo. Y tal vez no esté equivocado.
    El trabajo de “X.” puede calificarse como una mierda de trabajo. Su salario puede calificarse como una mierda insuficiente. Sus gastos, además de muy mal contabilizados, son agobiantes. Sus horarios, un poco más razonables que los de la explotación directa, son abrumadores. Le demandó seis años ganarse siete días más de vacaciones. Esto quiere decir que para ganarse sus próximas ciento sesenta y ocho (168) horas de vacaciones, debió trabajar quince mil trescientas doce (15.312) horas. Ganarse cada una de esas horas a su favor, le costó casi cuatro días de su vida dedicados al beneficio económico de su jefe. En total: trescientos treinta y siete días (337). Cambió una semana de vacaciones por casi todo un año de trabajo ininterrumpido. “X.” es incapaz de entender a la gente que encuentra razonables esos cálculos.
    Cuando lleguen las vacaciones de “X.”, “X.” no tendrá dinero suficiente para disfrutarlas.
    Su última novia lo dejó por la plata. Por la plata que a “X.” le falta. Y tal vez por una cuestión de carácter. Quién sabe. “X.”, que ya tiene hijos, y no es ningún jovencito, ni un galán, ni un trotamundos acaudalado, está en problemas. Todos los indicadores se manifiestan contrarios a la futura prosperidad de “X.” No le quedaron dosis de felicidad al destino; ese reparto es, de todos, el más misterioso.

11/2/10

El club

1.
El club era famoso porque, hacia el norte y separado solo por un alto tapial de ladrillos viejos, estaba el cementerio, justo detrás de la cancha de fútbol. Entonces el club llevaba el triste apodo de "el funebrero", y cuando el equipo jugaba de local, la hinchada le cantaba al referí que "lo vamos tirar por arriba del paredón".

Pero Lucio, que sabía estas cosas como se saben los secretos de los lugares que frecuentamos, no le prestaba atención al fútbol. Desde muy chico pasaba todos los veranos en el club, en la colonia de vacaciones. La temporada empezaba a mediados de diciembre y terminaba en marzo, con el inicio de las clases. El resto del año servía para esperar impacientemente la llegada del verano.

Y el verano era la colonia, y la colonia era el club. La bandera del club era blanca cruzada por una franja azul. Los días de sol y calor se sucedían pausadamente, con la morosidad de la siesta. La única tristeza era la despedida del final, matizada por la esperanza del reencuentro al otro lado del invierno.

Eran los mismos chicos todos los veranos, llegando desde los diferentes barrios que nucleaba el club; había muchos que sólo se conocían en la colonia y, al final del verano, no volvían a verse hasta el año siguiente; otros venían de las mismas escuelas, de la misma cuadra, a veces de la misma familia.

Lucio pasaba sus días de colonia con su hermano y sus primos. Estas relaciones familiares previas, que al principio resultaban incómodas (porque los chicos se avergüenzan de todo lo que no saben cómo será visto por los extraños), resultaron ser una gran ventaja. Los hermanos y los primos establecían el primer grupo de pertenencia, y a su alrededor se formaba el cortejo de los solitarios, los desvinculados, que intentaban por todos los medios incorporarse a ese grupo formado por el azar y admirado únicamente por el hecho de su solidez, del reconocimiento mutuo que circulaba entre sus miembros. Luego de varios años de persistencia, el grupo de Lucio era ampliamente reconocido como el más antiguo de la colonia.

Tal vez lo que importaba más de la colonia, y que tan bien sintonizaba con el espíritu de sus participantes, era su continuidad. Esa característica difusa de todo lo cíclico, de todo lo que se repite hasta el cansancio, como los días que se repiten idénticos, uno tras otro, a lo largo de la infancia, hasta que en un momento el ciclo se rompe y ya nada funciona como antes.

El club tenía la forma que le imponían los rígidos y conservadores miembros de la comisión directiva. Prolijidad y austeridad: verjas pintadas de verde inglés, largas veredas arboladas, parrillas para el asado del fin de semana, gimnasio de cielo tinglado, cafetería para las tardes de campeonatos de truco o ajedrez (con su correspondiente vitrina exhibidora de trofeos), entrada imponente con boletería y molinetes, enfermería, guardería, estacionamiento. Sus dos orgullos principales eran, previsiblemente, la cancha de fútbol y la pileta olímpica.

Lucio recuerda el verano durante el cual, cada vez que los colonos eran llevados a la pileta, se comentaban las noticias del muerto allí encontrado el invierno inmediatamente anterior. Al parecer se trataba de un muchacho que se había suicidado, nadie sabía por qué, y que al momento de habilitar la pileta para el período estival, los encargados de mantenimiento habían encontrado pegado a la rejilla del fondo, ahogado desde quién sabría cuándo. La historia ponía nerviosas a las chicas, y los varones habían sido castigados varias veces por exceso de perversidad en el relato. Nunca nadie pudo determinar si la historia era cierta.

No es un secreto que, durante el verano, la gente anda más suelta de ropas. Lucio no sabía qué era de la vida de sus compañeros de colegio durante el verano, pero en la colonia veía todos los años a sus mismos amigos y amigas, practicando toda la serie de deportes necesarios para una vida sana, entre los cuales se incluía la natación. Y nadar se nada en malla. Y fueron esas amigas en malla, durante los veranos en la colonia, las primeras mujeres en la vida de Lucio. No en el mismo sentido que las mujeres de su vida adulta. Fueron las primeras mujeres que tentaron su imaginación, las primeras mujeres que despertaron su asombro.

Y la mayor fuente de asombro era el contraste entre esas mujeres, redescubiertas cada año, y el recuerdo que guardaba de ellas, del verano anterior. Hubo veranos, al principio, que esas diferencias no existieron. Pero hubo otros veranos durante los cuales esas diferencias fueron insoslayables. Veranos durante los cuales hubo que admitir que la buena amiga se había transformado en mujer atractiva, y entonces ya nadie reclamaba que, durante los juegos, los equipos se organizaran por sexos; entonces todos querían juegos mixtos, querían contacto, querían acortar la distancia que tanto se habían preocupado por acrecentar los veranos anteriores.

Lucio recuerda especialmente de aquella época a Cecilia. Pero recordar no es la palabra adecuada. Lucio sabe que alguna vez una cantidad impensada de emociones encontradas y contradictorias se ponía en movimiento cada vez que una de sus amigas de la colonia, Cecilia - ahora mujer, se le acercaba, le hablaba, le apoyaba la mano en el hombro. Entonces pasaba las tardes intentando estar más cerca de ella, intentando lograr su reconocimiento, su compañía, su afecto, y sintiendo un poco de vergüenza de sí mismo al hacerlo. Entonces los juegos no se jugaban para ganar sino para Cecilia, y si Cecilia jugaba en el equipo contrario se jugaba a perder.

De Cecilia también sabe que fue, por primera vez, una separación anticipadamente dolorosa. Ese verano no terminó como todos los otros, porque aquella vez se había sumado la ansiedad por ella, ansiedad que no podría ser tolerada a lo largo de todo un inacabable invierno.

Lucio por primera vez extendió en círculo de sus relaciones de colonia más allá del verano y la fue a buscar a su barrio, a su escuela y a su casa. Se hicieron grandes amigos, pasaron mucho tiempo juntos ese invierno pero a Lucio sólo le sirvió para perder su primera batalla. El enemigo oculto, insospechadamente, había sido su propio primo. Todos quería acercarse a Cecilia, cualquiera lo habría previsto pero Lucio todavía era un chico.

Durante el verano siguiente, la temporada de colonia fue un infierno de celos y competencia entre primos. Lucio hubiera ganado a los ojos de cualquier juez, pero el juez era Cecilia y ella hizo ganador al traidor. Lucio nunca pudo comprenderlo.

Pero recordar no es la palabra indicada. Lucio sabe que todas estas cosas pasaron, incluso todavía al pensarlo siente unas punzadas de dolor remotas, teñidas de pudor y enredadas con unas emociones que no puede desentrañar. No puede recordar la cara de Cecilia, aunque sabe con precisión qué sentía cada mañana al verla llegar al club. No puede recordar el rencor, pero sabe de la traición de su primo. Sabe que gustosamente volvería a intentar ganarse el aprecio de esa mujer, que entonces no tendría más de doce o trece años, si tuviera una segunda oportunidad.

2.
Más allá de los datos accesorios e intransferibles, más allá de las inexplicables sensaciones de infancia que nos van quedando – cada vez más amortiguadas en la memoria – Lucio guarda un solo recuerdo de aquellos veranos. Un recuerdo acreditado a fuerza del mal momento que pasó, cuando ya no era tan infantil el juego que se jugaba con las chicas.

Los profesores de natación eran estrictos con los horarios. Tenían dos horas por tarde para hacer uso exclusivo de la pileta, con excepción de los fines de semana, cuando debían compartirla con los socios regulares del club. Los profesores los llevaban a los vestuarios y les daban diez minutos para prepararse. Ingresaban a los vestuarios por un costado y desde ahí accedían a la pileta. A medida que se iban presentando se paraban en el borde, a la vista de los profesores, todos quietos y sin tocar el agua hasta que el último estuviera presente. Los más chicos tendrían clases de natación. Los que ya sabían nadar podían hacer uso de los trampolines.

Una vez formado el pelotón de chicos y chicas al borde de la pileta, los profesores solían elegir a dos o tres, sin aviso previo, para evaluar sus aptitudes atléticas. Los elegidos debían nadar un "largo", esto es, recorrer a nado toda la pileta, ida y vuelta, lo que equivalía a doscientos metros. Lucio nunca tuvo problemas con estas evaluaciones, pero para algunos era un momento difícil. Especialmente para el grupo que debía esperar al borde de la pileta hasta que el último de los nadadores completara su recorrido. Si alguno de los evaluados resultaba ser un mal nadador, la operación solía prolongarse más de lo tolerable; el chico se detenía varias veces para recobrar el aliento, tomado de los pasamanos laterales, soportando las burlas de todos sus compañeros apenas contenidos por las miradas severas de los profesores.

Finalmente, con un terrible estallido de silbato, los profesores autorizaban la zambullida general, y como a despecho de tanta energía contenida, en un gesto que pretendía insultar a la autoridad que hasta entonces los había mantenido de pie, erguidos al borde de la pileta, todos saltaban al agua aullando y cayendo unos sobre otros, salpicando y agitándose frenéticamente. De aquellas inmersiones muchos resultaban magullados más de la cuenta. No era raro que alguno de los más chicos fuera inmediatamente derivado a la enfermería.

Lucio recuerda uno de aquellos momentos, esperando al borde de la pileta, haciendo chistes y riéndose entre dientes de los comentarios de sus amigos sobre el culo de la profesora de natación. Ese verano la chica que se robaba todas las miradas era Romina. Había cambiado mucho desde el año anterior, y la tarde que recuerda Lucio era la primera que la veían en malla. Un bikini de dos piezas, rojo. Romina había cambiado mucho, decididamente. Y ninguno de los chicos podía sacarle los ojos de encima. El padrino de Romina era amigo del padre de Lucio; trabajaba en una inmobiliaria a la vuelta de su casa. Los padres de Lucio a veces visitaban a la familia de Romina, que tenía un hermano menor, Andrés, que también estaba ese día al borde de la pileta. El padre de Romina gerenteaba una distribuidora de cerveza con un socio. Años más tarde se fundirían a causa de la mala administración. Pero por aquella época de la colonia todavía les iba bien con los negocios. Lucio había estado muchas veces en casa de Romina. Nunca la había visto como esa tarde al borde de la pileta, porque ella nunca había estado así, en malla, y porque él empezaba, también, a ver algunas cosas de otra manera.

El sol les pegaba en la cara y la sensación del agua fresca a solo un paso parecía una burla. Los nadadores estaban tardando demasiado, iban por la mitad de la pileta en su viaje de ida. Los chicos, en voz baja, empezaron a hablar de las tetas de Romina. Unas tetas preciosas que no estaban ahí el verano anterior. El comentario servía para distraer la espera. Romina se sentía un poco incómoda con sus tetas nuevas, nunca las había exhibido como en ese momento, sencillamente porque antes no las tenía. Cuando los chicos dejan de ser chicos, y empiezan a sentirse atraídos por las chicas, al principio no saben cómo reaccionar. Intentan ocultar la vergüenza y la torpeza separándose de las chicas, pero un impulso más fuerte que la voluntad los manda tras ellas y al no poder evitarlo, y al no poder controlar el miedo al rechazo, el miedo a no ser aceptados, se vuelven agresivos. Algunas chicas reaccionan también agresivamente y entonces los golpes, las escupidas, los insultos y toda clase de malos tratos se vuelven moneda corriente en sus relaciones. Detrás de todo no hay más que un deseo inexplicable, y ese deseo requiere tiempo para aprender a manejarlo, a satisfacerlo y a curarlo cuando no encuentra satisfacción.

Lo que sucedió esa tarde, lo que forjó el recuerdo de Lucio, fue inevitable. Antes de que los nadadores completaran la vuelta, alguien empujó a Romina y cayó al agua. Uno de los profesores de natación imaginó que esa caída accidental requería una respuesta proporcional, y no sabiendo qué otra cosa hacer, pitó su silbato. Los chicos lo interpretaron como la autorización acostumbrada para meterse al agua y saltaron, todos juntos, gritando. Los más grandes de entre los varones, inopinadamente, dieron todos una misma dirección a su salto; unos doce chicos de entre once y catorce años fueron a caer sobre Romina.

Todo sucedió en un momento. Luego de su caída Romina apenas había tenido tiempo para sacar la cabeza del agua cuando todos empezaban a tirársele encima. Y todos los que cayeron sobre ella sabían lo que querían; sin hablar, sin haberse puesto de acuerdo de antemano, pero también sin valor para mirarse las caras, para confesarse mutuamente lo que iban a hacer.

La rodearon y la mantuvieron un poco bajo el agua, lo suficiente para evitar los gritos, y comenzaron a armar un revuelo de agua y chapoteos capaz de ocultar sus verdaderos intereses. Paralizada por la sorpresa, aturdida por lo repentino del ataque, Romina soportó por algunos minutos los manoseos, apretones de unas manos desesperadas que se prendían a su cuerpo para probarla, para saborearla como si fueran bocas. Alentados por el coraje que brindan las acciones colectivas, los chicos se sintieron protegidos por el anonimato que del tumulto, llegando a extremos que nunca hubieran alcanzado por separado.

Cuando la desesperación le dio las fuerzas necesarias, Romina comenzó a debatirse como un animal atrapado y logró mantener la cabeza fuera del agua el tiempo suficiente como para gritar. Se escucharon unos alaridos agudos, indignados, estridentes al principio, llenos de miedo al final. Los profesores largaron una andanada de silbatazos sobre el motín y los involucrados comprendieron lo único que fue capaz de detenerlos: estaban siendo observados.

El grupo de revoltosos se dispersó a nado. A Romina la sacaron del agua llorando desconsoladamente. Tardó un buen rato en calmarse y explicar lo que le había pasado. Entre las cosas que dijo, incluyó el siguiente informe: "lo peor fue cuando alguien me metió la mano por abajo de la malla, creo que fue Lucio, me tenía agarrada de atrás".

Lucio estaba presente cuando Romina lanzó la acusación. Urgido por la violenta y sorpresiva necesidad de defenderse, juró que no había hecho nada como eso. Buscó en su memoria y aquel acto del que lo acusaban no estaba. Supuso que su inspección introspectiva había sido sincera, pero no estaba seguro. La información faltaba dentro de su cabeza, pero faltaba como las cosas que no recordamos durante los desmayos. Tal vez porque no había sucedido, o tal vez porque él decidió borrarlo para que su defensa resultara sincera, para no asumir que él mismo era capaz de semejante aberración.

Los profesores consolaron a Romina y dejaron que sobre todo el asunto cayera un manto de incertidumbre. De haberse tomado la acusación de la víctima seriamente, deberían haber impartido penas extremas, castigos ejemplares, inusuales en la historia de la colonia.

3.
Así fue la tarde de pileta que Lucio recuerda de sus veranos de colonia. El único momento del que retiene hasta los detalles más inaprensibles. Lo demás tiene la forma vaga de lo casi olvidado.

6/2/10

de Luis a Lucio


Lucio:

     Pasé estas últimas dos semanas releyendo tu carta. No puedo entender una curiosidad que llega tan tarde, que revuelve tantas cosas viejas, no puedo explicarme una curiosidad tan desactualizada.
      Tampoco entiendo este reclamo de una respuesta por escrito, ¿es que te hace falta material documental?, en qué andarás… hace algunos meses, cuando se cumplió un año de la muerte de Octavio, se vinieron hasta Baltimore dos periodistas porteños que andaban buscando información sobre el año que pasamos juntos en Mar del Plata. Eran dos pibes jovencitos; ofrecieron poca plata y así fue que se quedaron sin historia. Y ahora vos… ¿qué querés saber?, espero que no estés pensando en publicar un libro o algo así.
       En fin, que ésta también es tu historia y no tengo derecho a cobrarte la información, y que además es muy probable que nunca nos volvamos a ver las caras. No podría contarte todo esto y mirarte a los ojos.
     Vos recordarás que hubo un verano, que pasamos en Villa Gesell, durante el cual Octavio y yo trabajamos juntos en un balneario. Vos le diste una mano a Octavio para que enganchara el laburo primero, y Octavio después me metió a mi. Trabajamos de mediados de noviembre a mediados de marzo sin parar un solo día; éramos carperos, lavacopas, mozos, hacíamos de todo; a cambio nos daban sueldo, cena en la cocina del bar y cama en una piecita de servicio. Pasamos cada día de ese verano en la playa, nos divertimos mucho y no nos faltaron ni mujeres ni propinas. Pero Octavio siempre andaba preocupado por lo que íbamos a hacer durante el invierno; en realidad se preocupaba por lo que iba a hacer yo, él ya tenía sus asuntos en Mar del Plata, con la universidad y sus minas de allá. La cuestión es que me insistió todo el verano para que me fuera con él y al final me convenció.
     Agarramos la guita y alquilamos un departamento fenomenal. Vos debés acordarte, aquel del piso catorce, con balcón a la calle. Quedaba en Tucumán y Arenales o Gascón, por el centro.
      Octavio me anotó en la universidad. Decía que me iba a hacer estudiar a las patadas, si era necesario. Me consiguió los libros, me enseño a tomar apuntes, a hacer resúmenes. Se pasaba horas ayudándome con unas materias de economía que no tenían nada que ver con lo que hacía él. Yo nunca pude entender por qué no estudió economía, le hubiera ido bárbaro.
      En aquella época yo andaba con Analía, vos la conociste, una morocha que estaba buenísima. Yo, en realidad, siempre quise tener algo con la hermana, pero bueno… se agarra lo que se puede o no se agarra nada. Nos llevábamos bien y pasamos un montón de tiempo juntos; mi vieja siempre decía que hubiera sido una esposa ideal. Vos hubieras apostado cualquier cosa a que terminábamos casados. Cualquiera en aquella época hubiera dicho que Analía y yo íbamos derechito para la iglesia.
     Cuando planeaba mudarme para Mar del Plata con Octavio, lo que me terminó de convencer de todo aquel asunto, fue que Analía ya estaba viviendo allá. Nos podríamos ver todos los días y ella estaba entusiasmadísima con que yo estudiara. Enseguida se hizo cómplice de Octavio, con el que se llevó bien desde el primer día. Me controlaban que asistiera a clases, me tomaban las lecciones y ese tipo de cosas.
    Yo empecé a sospechar cuando me di cuenta de que se veían casi todos los días en la facultad. Se juntaban a tomar café y a charlar, “cosas de amigos” me decía Analía. Al principio me dieron unos celos terribles, pero en seguida me agarró Octavio y me tranquilizó. Me dijo que él sería incapaz. Pero vos viste cómo era Octavio para dar explicaciones, a uno nunca le quedaba nada en claro.
      Al final no hubo lugar para dudas. Octavio podía comportarse como el mejor de los amigos, pero la que me empezaba a fallar era Analía. Las minas son así che, más jodidas, más traicioneras. Venía a casa toda contenta pero si no estaba Octavio le cambiaba el ánimo, se quedaba un rato y después se iba; siempre andaba preguntando cuáles eran sus horarios en la facultad, para ver si se lo cruzaba; si yo viajaba a Gesell para ver a mi familia, podía contar con que ella se instalaba en el departamento a pasarse todo el fin de semana con Octavio. Para resumir, un día la encaré y le dije lo que pensaba. Me contestó que si yo no era capaz de entender una buena amistad que me hiciera a un lado, por bruto.
      Entonces yo pensé que me tomaba por pelotudo. Y en realidad nunca entendí nada, ni lo que había entre ellos ni mucho menos lo que pasaría después. Todavía hoy no lo entiendo.
      La cuestión es que con Analía la cosa se ponía difícil. Yo estaba a punto de terminar la relación por falta de méritos. No sabía cómo encaminar las cosas, no sabía cómo reaccionar. La mina andaba atrás de mi amigo todo el día y Octavio que, para ser sinceros, no daba el menor indicio de mostrarse interesado. Lo peor era que los desplantes de Octavio ella me los hacía pagar a mi. No sé cómo explicarte, pero yo podía adivinar cómo andaban las cosas entre ella y Octavio por sus estados de ánimo. Cuando todo estaba bien entre ellos, la cosa andaba bien entre nosotros; cuando Octavio le encajaba algún desplante la mina se convertía en una fiera y a mí se me armaba. En algún momento supuse que el que más se divertía con el asunto era Octavio, pero no estaba seguro. Hoy lo doy por confirmado.
     Uno de esos días pasó algo entre ellos que yo nunca voy a terminar de saber. Una de esas cosas que mejor olvidarse. Pero el resultado, las consecuencias, como siempre, me llegaron inmediatamente. Analía me lo puso muy clarito: que ella se quería encamar con Octavio y que Octavio le había dicho que no, porque era mi amigo.
     ¿Entendés?, no sé si soy claro. La muy puta me vino a reprochar que, como yo era su novio, mi amigo no se quería acostar con ella. Y que ella, a pesar de todo, estaba muy convencida de lo que quería. Le dije que dejáramos de vernos y que entonces podría hacer lo que quisiera, pero no. Quería acostarse con Octavio y seguir conmigo. Yo no sé…
     Al principio todo me parecía muy cómico. Era tan inverosímil que causaba gracia. Y lo más gracioso era que todavía no habíamos pasado por la parte ardua. Es decir, todavía no había llegado, por lo menos para mi, lo más difícil de entender.
     Con Analía llegamos a un acuerdo. Como ella y yo no podíamos solucionar el problema, íbamos a dejar que Octavio decidiera. Yo estaba muy seguro de lo que diría Octavio… ¡Qué pelotudo que fui!
     Para todo esto Octavio ni aportaba. Andaba metido en unos asuntos de la facultad con un profesor suyo, un tal Sergio Méndez (con el cual, hasta donde yo sé, se metió en varios quilombos), y hacía días que no venía al departamento. Lo esperamos casi dos semanas hasta que finalmente apareció. Entonces Analía lo encaró y le largó todo: “Yo me quiero acostar con vos – le dijo, así como te lo cuento – pero él ¬– por mi – sigue siendo mi pareja, ¿está claro?”
     Nunca más, después de ese día, lo vi a Octavio riéndose con tantas ganas. Se rió tanto rato que Analía empezó a sentirse incómoda (hasta humillada), y estuvo a punto de irse. Al final dijo que si yo estaba de acuerdo, que él no tenía problema; ¡que no tenía problema dijo!, “¡qué hijo de puta!” pensé. Pero lo peor fue cuando dijo “con una sola condición”.
     Lucio, tengo que aclararte una cosa. Si te cuento esto es porque Octavio fue tan amigo mío como tuyo, porque pasamos juntos nuestros mejores veranos en Gesell, porque siempre vamos a ser los mejores amigos, aunque nunca volvamos a vernos; pero también te lo cuento ahora por eso, porque nunca vamos a volver a vernos, porque nunca más voy a tener que mirarte a la cara. Espero que puedas entenderlo, y si estás pensando en hacer guita con lo que te estoy contando, ahora que Octavio se hizo famoso y justo que se murió… bueno, por favor hermano, no me arruines.
     La cuestión es que Octavio puso como condición que yo no me quedara afuera. Que él no se quería encamar con mi mujer, pero si yo participaba él lo hacía igual. Y andá a saber qué clase de fantasías homosexuales se le metieron en la cabeza a Analía que enseguida se prendió. La puta esa estaba más excitada que un náufrago y ni por un minuto se le cruzó por la cabeza que todo podía terminar en un desastre. El único que pensaba en esas cosas era Octavio.
     Lo mejor fue que Analía se creyó que todo iba a quedar ahí, por lo menos ese día. Vos tendrías que haberle visto la cara cuando Octavio le ordenó (no se lo pidió, se lo ordenó) que se desnudara. Ahí nomás, sin preámbulos. “Bueno ¬– le dijo – desnudate”. La mina empezó a decir que no hacía falta que empezáramos ese mismo día, pero a Octavio no lo parabas así nomás. La encaró y le metió una trompada que me dolió a mí, que estaba a dos metros. Y yo por un momento estuve a punto de reaccionar y agarrarlo a patadas, pero la verdad es que me sentí tan bien cuando escuché el golpe, cuando a Analía se le dio vuelta la cara y después cuando se le caían las lágrimas de la bronca, tuve una sensación tan fuerte, algo así como cuando se salda una deuda, como cuando se hace justicia, que no pude hacer nada. Entonces me di cuenta de que Octavio sabía lo que hacía. Por lo menos sabía más que yo.
     Y a Analía no le quedó más remedio que desnudarse, llorando y todo. Fue como verla por primera vez, después de tanto tiempo fue como si nunca la hubiera visto desnuda. Y se la veía tan excitada que entré a calentarme yo también, aunque me sentía incómodo con toda la situación, y con Octavio que estaba ahí mirando. Pero eso fue todo lo que hizo Octavio, por lo menos ese día. Después empezó a participar. A Analía se le fue la vergüenza y al final no hacía nada conmigo si no estaba Octavio. Fue todo un proceso muy lento, y muy de a poco nos animamos a ir haciendo cosas que antes ni nos hubiéramos imaginado. Lo que más me costó fue con Octavio. Al principio no quería ni tocarlo, porque apenas rozarlo me daban ganas de irme a la mierda. Pero el tipo me daba espacio; se daba cuenta de que yo no quería saber nada con él y me lo respetaba.
     Lo más difícil de reconocer, lo que más me cuesta admitir es que, al final, el que lo buscaba a Octavio en la cama era yo. Siempre tuve la impresión de que Octavio sabía esto desde el principio. Y hoy estoy más seguro que nunca; aunque en el recuerdo es difícil decidir quién fue el primero que le tocó el culo a quién, pero era parte del juego, era parte de las cosas que Octavio tenía en claro y por donde a mi me agarró desprevenido.
    Después pasaron los días y el problema era que, mientras Analía vivía a una hora de viaje de nuestro departamento, Octavio y yo estábamos juntos todo el tiempo, todas las noches. Llegó un momento en el cual ella no era nada más que un pretexto entre nosotros. Al principio ese pretexto era fundamental, por ahí había empezado todo y parecía muy difícil pasar a otra cosa. Pero empezaron a sumarse uno atrás del otro los momentos en que ella no estaba y nosotros estábamos solos, y de a poco dejamos de necesitar pretextos. Por otro lado, a Analía casi nunca me la encontraba sin Octavio, y cuando Octavio no estaba entre nosotros no pasaba nada. Octavio era necesario para Analía y para mí, pero a Octavio y a mi dejó de interesarnos Analía, y todo se fue a la mierda cuando Analía se enteró.
     Nos peleamos un día a los gritos en la facultad, y a los gritos llegamos al departamento. Ahí estaba Octavio que inmediatamente se abrió del asunto. Dijo algo sobre manejar las cosas con madurez, sobre nuestra ineptitud para las cosas serias, y además dijo que no quería saber nada más con todo el asunto, porque lo superábamos con nuestro “nivel de histeria”. Analía se puso como loca y se fue llorando. Esa fue la última vez que la vi.
       Yo pensé que Octavio se la quería sacar de encima, a ella. Y me llevé una terrible desilusión cuando me di cuenta de que quería cortar la historia conmigo también. Discutimos mucho, hasta que se fue sin dar explicaciones. Estuvo casi un mes sin volver. Yo estaba desesperado, perdí los exámenes de la facultad y ya empezaba a planear la vuelta para Gesell cuando reapareció.
      Entró en el departamento como si hubiera salido cinco minutos antes. Venía con algunos compañeros de la facultad y algunas minas que yo no conocía. Estuvieron un rato y se fueron. Así supe que se había terminado todo. Esa tarde hice los bolsos y me fui.
      Después mi vida tomó el rumbo que vos conocés. Me salió una oportunidad de trabajo en Miami y me vine. Desde entonces vivo acá, yendo y viniendo a donde me mande el trabajo. Nunca más volví a la Argentina. Nunca me casé. Nunca volví a acostarme con un hombre.
      Vos que conociste a Octavio tanto como yo, y mucho mejor que yo también, no te vas a asombrar de verlo involucrado en una historia como ésta. Espero que esta carta responda a todas tus preguntas, y espero también que sepas qué hacer y qué no hacer con lo que acabo de contarte.

Un abrazo… Luis.