17/7/09

Los perros


Los perros. ¿Quién hubiera pensado que un montón de perros llamarían tanto la atención? Me di cuenta después, contándolo ocasionalmente a diferentes personas, en distintas circunstancias, supe que la cosa sonaba interesante. Y al tomar conciencia de esto empecé a contarlo más. Acá y allá. Y a retocarlo un poco. Y en ésta no tuve que mentir. No no. Sonaba suficiente por sí misma. La historia de los perros. Nomás había que cambiar alguna manera de decir. Un énfasis. Un paréntesis. Y después sucedieron cosas. Hasta que llegué a la conclusión de que el cuento funcionaba.

San Bernardo en verano es una ciudad de mierda. La meca del turismo de la clase media/baja del oeste del gran buenosaires, de los hijos de esa media clase, adictos al alcohol por impulso publicitario, abyectos usurpadores del divino camino de la estimulación por medios artificiales, neófitos, ignorantes y un largo etcétera. Esa ciudad infame. Y hay dos síntomas clínicos, para quienes se rehúsan a ver la realidad que se muestra a la luz del día, que nos permiten saberlo. Saber que la ciudad es infame. El olor a mierda y los perros.

Sería injusto afirmar que la ciudad sufre estos dos flagelos durante los veinticuatro meses del año. Apenas se presentan durante cuarenta y pico de días. De principios de enero a mediados de febrero. Pero lo hacen con tal vehemencia que provocan una huella indeleble.

Los turistas llegan a la ciudad. Al principio lo hacen muy escasamente. Podría decirse que lo hacen con timidez, como si no quisieran abrumar con su cantidad irrumpiendo abruptamente en la intimidad de los habitantes autóctonos. Pareciera que a los turistas les preocupa que sus huéspedes se aclimaten lentamente a su presencia. Pero finalmente desechan esta idea y súbitamente, el primero de enero, la densidad poblacional de la ciudad se multiplica cientos, miles de veces. En tan sólo unas horas. Quizás mientras estás durmiendo la siesta.

La infraestructura habitacional se resiente inmediatamente. El impacto es altamente traumático. Los desastres se desencadenan. Y el primer desastre, el primer efecto, se deja sentir por toda la red cloacal de la ciudad. Una red cloacal inadecuada, insuficiente, carente del mantenimiento mínimo, desorganizada, a merced de las travesías políticas de un país del tercer mundo. Esa red cloacal es apenas suficiente para los habitantes permanentes y todos sus defectos de construcción, todos los pecados que están involucrados en su devenir, son puestos a prueba en un mismo momento. Como si un director de orquesta hubiera indicado a miles y miles de intérpretes que tiraran de la cadena de sus inodoros llenos de mierda, al mismo tiempo.

Desencadenamiento inmisericorde del primer síntoma: el olor.
Y alguien menciona las “napas”. Exótica palabra. Algo que ver con lo geológico, con el idiolecto común a la geología. El piso, la tierra, el suelo a través del que fluye el agua que bebemos. Tierra, piso, suelo cuyas “napas”, cuyos ancestrales niveles soliviantados por la mano del hombre aparecen entremezclados. De la mierda que satura las cloacas a la tierra que las contiene al agua que bebemos.

Y el olor.

Hay que aprender a convivir con el olor. En el trabajo, en la calle, en la playa, a la hora de comer, en el sueño.

Y embarcados en esa nube de olor a mierda llega la noche. Las cosas nunca son como uno quiere, así que creo que nadie quería que San Bernardo fuera así. Paseando a la noche – aunque yo no paseaba, esa era mi hora de trabajo más fuerte – se hubiera podido descubrir – aunque para nadie resultaba interesante el descubrimiento – que todos los restaurantes de la ciudad estaban sobre la misma calle. Nadie se asombraba porque la cosa era más bien natural. Todos esperaban que fuera así. Cada uno de los restaurantes. Puestos todos sobre las mismas veredas en un lapso de diez o doce cuadras. Y eran muchos restaurantes. Desde los más caros a los más humildes. Colmados todos de turistas. Se dedicaban a la producción masiva de basura que expulsaban de manera unísona a la calle a una hora determinada de la madrugada. Eran pocos los paseantes que persistían a esas horas. Borrachos, solitarios, extraviados, también algunos empleados. Las montañas de bolsas negras, cuyo mal olor era el único capaz de competir con el general olor a mierda humana, yacían sobre las veredas, apiladas como los cadáveres de una masacre inmunda. Y aparecían los perros.

Razzias, manadas, jaurías salvajes. Pelotones de perros recorriendo el campo de batalla de un Apocalipsis cercano. Parecían abstraídos, indiferentes. Dejaban intuir que no se comían a las personas sólo por la abundancia de alimento más accesible. Se apropiaban de la calle. Se imponían. Celebraban el banquete nupcial de la naturaleza en franca recuperación del terreno perdido frente a la civilización. Espectáculo caótico, atroz y abrumador.

Y daban ganas de correr a esconderse.

Durante el día podía verse ocasionalmente algún que otro grupo de perros sueltos. Recorriendo las playas con apetito atrasado o durmiendo apilados sobre una cuneta. Nunca tantos juntos como a la noche.

Un día de mediados de febrero desaparecieron todos tan de repente como cuando habían llegado.

Los perros eran el segundo síntoma, después del olor, de que San Bernardo era una ciudad de mierda.