4/8/10

el contador

By extending an arm any one of them could have touched the eighth man, who lay on the table, face upward, partly covered by a sheet, his arms at his sides. He was dead.
Ambrose Bierce

    En el barrio Los Troncos de la ciudad de Mar del Plata, en una habitación ocupada por un cadáver y seis personas de pie a su alrededor, ya podía verse el último pedazo de sol hundirse en el horizonte a través de las cortinas blancas. El viento suave de enero hacía la noche agradable.
    La habitación, ubicada en el tercer piso de un caserón severo y ostentoso, estaba iluminada con una luz pálida; una lámpara de pie en un rincón, al lado de la biblioteca, y algunas luces encendidas en la araña del techo, de pulido bronce. Se había colocado con cuidado el cadáver, vestido con un traje negro, sobre una mesa grande; lo cubría una sábana impecable. Debajo de la sábana podía distinguirse el color de la corbata.
    Los hombres presentes no hablaban y evitaban mirarse unos a otros. Algunos caminaban unos pocos pasos, miraban la decoración, evaluaban la alfombra; otros esperaban parados con las manos a la espalda, con la vista en el techo o el piso, tensos e indiferentes. Todos estaban muy serios y circunspectos. Ninguno buscaba reposo en las sillas que se encontraban en la habitación, ni apoyándose en los muebles o en el marco de la puerta, que vigilaban con discreción. Cada tanto alguien miraba un reloj.
    Si alguno de aquellos hombres hubiera mirado por la ventana, habría visto un auto estacionando frente a la casa. Un auto grande y gris, flamante, fabricado en el extranjero con el propósito de impresionar a la gente pobre del tercer mundo, oscuro en la penumbra ámbar de la tardenoche, con todas sus luces rojas encendidas mientras retrocedía. Los focos blancos al frente iluminaron por un momento la soledad del asfalto. Cuando se detuvo, todas las luces se apagaron y se abrió la puerta del conductor. Una mano blanca asomó y se agarró del techo, le faltaba firmeza y buen pulso, se produjo un movimiento en el interior, después salieron las dos piernas juntas, girando al mismo tiempo. Desde la ventana, el observador no hubiera escuchado los bufidos graves y contenidos del visitante, que no terminaba de encontrar la fuerza suficiente para dejar el auto. El pantalón del traje se levantó un poco en el proceso, mostrando unos tobillos flacos y agudos, lo que hubiera hecho pensar en otro tipo de hombre, pero este era un hombre grueso, de panza y papada, y llevaba un anillo de oro, desde hacía muchos años, que le apretaba el anular derecho entrado en carne. Era además un hombre viejo, muy viejo, con la piel finísima, seca y satinada, llena de manchas hepáticas y verrugas, acumuladas principalmente en la espalda y en la nuca calva, sobre la cabeza laureada de canas. Cuando recuperó el equilibrio y terminó de acomodarse el traje, parado en la vereda, volvió a quedar en claro que se trataba de un hombre elegante.
    El contador. Así lo conocían y así lo llamaban, hasta no recordar nadie su nombre. El contador necesitaba descargar cierto equipaje, así que un empleado, el valet de la casa, lo ayudó en cuanto se acercó a la reja de entrada. El contador accionó un control remoto con botones rojos y verdes y se abrió el baúl del auto. El valet cargó en los brazos varios estuches grandes y cerró la puerta con un ruido seco, que llamó la atención de los hombres en la habitación. Entraron a la casa y ya no pudo vérselos desde la ventana. Pero nadie estaba mirando.
    En la habitación, minutos después, pudieron oírse pasos sobre la alfombra del pasillo. Sonó un ruido metálico en la puerta, llaves y engranajes de la cerradura. Un rechinar confortable de herrajes firmes. El contador entró acompañado por el valet que traía una lámpara. Caminaron hasta un escritorio junto a la mesa con el cadáver, desestimando las atentas miradas de los presentes; el valet conectó la lámpara y salió dejando la puerta abierta, volvió con los estuches del contador, los dejó sobre el escritorio y salió definitivamente. Se oyeron otra vez los engranajes de la cerradura y los pasos discretos en el pasillo, alejándose.    
 
    El contador, sentado al otro lado de un mueble de madera, mostraba todas las debilidades de su vejez. Parecía perdido en un mundo estrecho, limitado al perímetro escaso que alcanzaba con su casi nula visión, ignorante de los detalles del entorno. Hacía mucho esfuerzo con los músculos de la cara concentrando la vista, llenándose de arrugas, mientras se calzaba los anteojos gruesos. Le costó un rato acomodarse en la silla, después de sacarse el saco del traje y colgarlo con prolijidad en el respaldo. Se aflojó un poco la corbata con dos dedos de la mano izquierda, y se sirvió en un vaso el agua que lo esperaba sobre la mesa. Terminados los preparativos, comenzó a revisar los estuches con paciencia y cuidado, ordenándolos según la fecha que figuraba en letra ilegible en todas las solapas. Eligió uno, el primero en términos cronológicos, y lo abrió.
    Dentro del estuche, con el alarde de una tautología, había un pesado libro contable. Era un libro color borgoña, con el lomo verde oscuro y gastado, y anchas tapas de tela sucia. El contador lo acomodó con torpeza sobre el escritorio. Tropezó con la lámpara, derramó agua sobre la alfombra, necesitó correr algunos objetos y, al apoyarlo,  el libro levantó una tenue nube de polvo. En la portada también figuraba una fecha y el nombre del muerto; lo abrió en la primera página. Los seis hombres de pie se dispusieron a escuchar en silencio. La voz del contador era frágil y distante, con un fondo de desolación.
– señores – pausa considerable – doy comienzo…
    Vibró el aire un instante, las cortinas se agitaron y la luz vaciló. El contador inició la lectura del primer libro, en el que se narraban los inicios comerciales del occiso adyacente. No se trataba de un relato agradable, sino de la simple sucesión de detalles económicos y financieros, dispuestos bajo la estricta forma del debe y el haber, de los ingresos y los egresos, de las compras y las ventas y las subas y las bajas. Una larga progresión de asientos contables.

    El muerto había heredado los servicios del contador directamente de su propio padre. Así conseguía este milenario burócrata sus clientes. Formaba parte de las tradiciones familiares de determinada gente, se lo transmitían de generación en generación. Y desde el primer intercambio comercial, por insignificante que fuera, en el que un cliente intervenía en su temprana juventud, hasta el último de su agitada carrera a través del camino del dinero, quedaba consignado en los diarios contables. Ordenados y presentados con el detalle, la puntualidad y la obsesión del artista que retrata el universo en un grano de arroz.
Día tras día, hora tras hora, crecían las montañas de libracos en los prolijos e inconmensurables archiveros. El curioso podría asombrarse de que todo ese papel y todo ese esfuerzo se invirtieran en un grupo tan notablemente acotado de sujetos. La capacidad de trabajo, en este sentido, era muy limitada, y así crecía sin fronteras la cotización de los honorarios del contador, poniéndolo fuera del alcance de la mayoría inmensa de las personas.
    Sus servicios tenían, además, otro motivo por el cual eran tan solicitados, y recompensados generosamente.
    En la voz del contador retumbaban los tambores de incontables máquinas de escribir resonando infinitas en oficinas polvorientas sin ventanas. Leyó caudalosamente sus cuadernos con la monotonía de una cascada, imperturbable. Apenas se detenía para pasar de cada libro al siguiente, reemplazándolos sobre el escritorio, tragándose los años en minutos. Los seis testigos presentes escuchaban sin ninguna impaciencia, resignados al transcurso de la lectura, más o menos desesperando por tanta minuciosidad ociosa. Como un conjuro, como una exhortación, como una misa de clima solemne y ceremonioso, pero enrarecido.  
    Ninguno calculó con exactitud las seis horas que ocupó desarrollar la descripción de las íntimas actividades comerciales del muerto. Todos anticiparon con ansiedad el final de la liturgia cuando el contador abrió el último cuaderno.
    Este último cuaderno era, de todos, el más voluminoso. En este cuaderno ya no corría el tiempo, no transcurrían los días, no se cumplía el ciclo vital; el nacimiento, los sucesos, la muerte y la restitución a la naturaleza no tenían cabida en sus páginas. La portada indicaba escuetamente “balance”, escrito con letra impersonal: enumeración completa de los bienes, los objetos del mundo, los hechos concretos, lo perpetuamente existente. Exposición total y atemporal de la obra magna.
    Pero al cerrar el balance por la contratapa y apilarlo en el piso, como todos los demás libros, el contador exhaló una primera bocanada de aire atrapada quizás al comienzo de la noche, revolvió su portafolio y extrajo otro documento.
    Se trataba, en este caso, de una anticipación. Como todo lo anterior correspondía al pasado y al presente, ahora el contador ponía su atención en sentido contrario, y se proyectaba hacia el futuro. Explicaba con la misma parsimonia impersonal y exenta de sentido cuál era el destino que les esperaba a los dominios de aquel cadáver. Los asientos contables dieron lugar a un vigoroso enjambre de recitados jurídicos en el transcurso del cual se nombraron distintas deudas, una larga lista de herederos conflictivos, dificultades sucesorias de todo tipo, distribuciones, reparticiones, subdivisiones y tarifas, impuestos y comisiones de diverso calibre. Éste era un relato más interesante para quien hubiera soportado la insolencia, la soberbia sin límites de todo el desmesurado racconto anterior; un relato al que cualquier oyente hubiera agregado la cuota de cinismo y satisfacción por los males ajenos que el contador era incapaz de expresar.
    La luz azul gris del amanecer se fue deslizando paulatinamente en la habitación, mezclada con el resplandor amarillo de las lámparas, y nadie distinguió la lenta retirada de la noche, la llegada de la primera claridad del día. Cuando cualquiera hubiera afirmado que faltaba un solo segundo para ver el sol estallando en el horizonte, el contador dejó los últimos papeles sobre el escritorio, y todo quedó en silencio.
    Una ráfaga de viento caliente sacudió las cortinas. La sábana que cubría al muerto se agitó, la superficie se llenó de olas que la suspendieron en el aire y descendió sobre el cadáver un poco más al costado, apenas. El peso de la tela colgando a un lado de la mesa comenzó a deslizarla. La sábana se fue amontonando, lentamente, como una montaña de crema, en el suelo. Todos se dieron vuelta para mirar al muerto, que estaba al alcance de la mano, consternados.

    Al otro lado de la puerta, en el pasillo, también hacía su acto de presencia la luz del día. El valet que había recibido al contador seguía ahí; esperaba a una respetuosa distancia, con las llaves de la puerta en la mano. No había encontrado el ánimo necesario para cerrar los ojos y dormir en ningún momento de la noche. La voz del contador, como un murmullo de arena deslizándose, le había llegado a los oídos sin intermitencias de ningún tipo.
    En cuanto el valet descubrió que era de día, la voz monótona y muerta del contador, al otro lado de la puerta, se detuvo. Sintió arcadas y unas intensas ganas de vomitar que adjudicó a la prolongada vigilia. Golpes claros y fuertes en la habitación, muebles arrastrados, cuerpos cayendo al piso, retumbar en las paredes, a veces en puntos muy altos, golpes secos y rápidos, un estruendo contra el techo, vidrios estallando. De no haber sucedido tan rápido se podría haber sentido miedo y se hubieran escuchado, tal vez, algunos gritos. Silencio.
    La voz del contador, otra vez. El tono era distinto, las pausas y la fuerza de la voz eran otras. El contador no leía, hablaba con alguien. Un diálogo tranquilo, corriente, interrogatorios de rutina, otra voz le contestaba y a su vez formuló algunas preguntas.
    El empleado caminó hacia la puerta y la abrió, usando la llave. El contador y el dueño de casa se hacían respetuosas señales con los brazos extendidos para darse paso. Mientras caminaba expuesto a las primeras luces de la mañana, podía confirmarse – ahora sin la interferencia de la sábana – que la corbata de aquél lozano cadáver era roja.
    Atrás quedaba la habitación vacía.