17/6/09

la situación más incómoda


Lo que voy a contar es una buena excusa para divagar, para revolver un poco los recuerdos de infancia, los intermedios – ni dolorosos, ni felices; recuerdos que tienen que ver con mi padre, aunque sea de manera indirecta.

Salí hace un rato de mi casa, pasado el mediodía. Hace mucho frío pero el sol ilumina espléndidamente las calles y resulta muy agradable para caminar.

Ví salir a una mujer (que no es la protagonista de esta historia) de la guardia de una clínica (esas instituciones que, entre nosotros, reemplazaron a los hospitales y anegaron a los pobres en la falta de atención sanitaria). No era hermosa, la mujer, no llegaba a ser linda, era aceptable. No parecía enferma, como podría pensarse de alguien que sale de una consulta médica; tal vez fuera ella misma doctora o enfermera, o perteneciera el staff general de la clínica. Morocha, delgada, tapada de ropa y envuelta en una bufanda negra, ojos y pelo oscuros. Según el cálculo automático que se pone en marcha a la vista de cada mujer con la que me cruzo en este mundo, decidí que podría acostarme con ella si se presentaba la ocasión y no requería demasiado esfuerzo (y ningún compromiso) de mi parte.

En cuanto se alejó un poco y hacía el repaso final de sus facciones, antes de descartar el encuentro incluso como recuerdo de nulo interés, supe qué me había llamado la atención en esa chica: era muy parecida a la mujer de mi padre (no mi madre, sino su segunda mujer).

A pesar de que mis habituales cálculos sexuales se desencadenaran como un reflejo antes de este último reconocimiento, sentí cierto escalofrío, si se me permite, edípico-freudiano. Al mismo tiempo recordé la situación más incómoda que viví jamás, y decidí descartar mis (pocos y débiles) escrúpulos morales para dedicarme tranquilamente al repaso del recuerdo.

El recuerdo, esta vez, se presentó a raíz de la chica que salió de la clínica, una tarde de sol, pero ya se había presentado antes. Sentí mayor curiosidad todavía por su carácter recurrente, y llegué a la conclusión de que su persistencia se debía al matiz de vergüenza y embarazo que tenía relacionado, como una voz que me hablara por detrás de un escenario.

Mi padre: le decimos, mi hermano y yo, “viejo”. Hablamos “del viejo” cuando él no está, y lo tratamos de “viejo” cuando estamos con él. En algún momento que no puedo precisar (pero del que tengo absoluta conciencia) él mismo fue quien sugirió esta fórmula, y la adoptamos con gusto. Ya no era posible, supongo, decirle “papá” o “papi” como hasta entonces. ¿Qué había cambiado?, entiendo que dos cosas: nosotros (mi hermano y yo) ya no éramos niños en sentido estricto, y por otra parte no vivíamos con él, mi padre, quien algunos años antes había cumplido con los trámites del divorcio separándose de su primera esposa, a quien yo llamo “mamá” aunque sé que no es de su agrado.

El viejo se mudó. El anuncio de la mudanza y del divorcio fueron uno y el mismo. Cierto día nos subieron al auto, a mi hermano y a mí. El viejo manejaba y mamá iba en el asiento del acompañante. Encendieron la radio y anduvieron un buen rato sin hablarse. Yo siempre viajaba detrás del asiento de mamá, porque detrás del que ocupaba el viejo había menos espacio y naturalmente le correspondía a mi hermano, que era más chico. No le presté atención al paseo, ni al lugar al que íbamos y menos todavía al tiempo transcurrido, cuando finalmente se detuvieron, se dieron vuelta y alguno de los dos dijo, señalando la casa frente a la que habíamos estacionado: “ a partir de ahora papá va a vivir en esa casa”, y alguna cosa más que no recuerdo.

Señores padres: consideren el párrafo anterior como una buena muestra de manual de lo que no se debe hacer a la hora de anunciarles el divorcio a sus hijos.

En contra de toda expectativa, lo primero que sentí fue un enorme alivio. Inmediatamente me lamenté por no haber prestado más atención para hacerme alguna idea de la distancia que habíamos recorrido. Intuí que ir desde la casa de mamá hasta la casa de papá me daría más trabajo del que podría realizar solo, en aquel barrio desconocido y tan desorientado como estaba.

Pero a eso nos fuimos acostumbrando todos. Mamá ya tenía nueva pareja para cuando se separaron. El viejo pasó uno o dos años ejerciendo la soltería antes de casarse por segunda vez, con la que había sido su novia del colegio. Su única novia antes de conocer a mamá. No estoy seguro. Es que a partir de entonces, desde el divorcio, las historias de uno y otro, los cuentos sobre uno y otro, las versiones, los chismes, las diatribas encendidas, fueron cada vez más abundantes.

La chica saliendo de la clínica se parecía, para ser exactos, a lo que puedo imaginar que habrá sido la segunda mujer de mi viejo durante su juventud.

La idea que tengo sobre la mujer de mi viejo, a quien llamaré María, lo que sé de ella, lo que infiero y lo que recuerdo, me obligan a describirla como una mujer creyente y devota (si es que hay alguna diferencia), dedicada a su familia, especialmente a sus hijos, con una carrera profesional destacada en una profesión de segunda o tercera línea, conservadora y poca cosa más. Una mujer con opinión formada acerca de muchas cosas, a mi gusto demasiadas, sin ninguna capacidad de asombro y que, como a todo buen miembro de su clase media acomodada, le gusta hablar y opinar indiscriminadamente sobre vidas y haciendas ajenas.

Nunca nos relacionamos mucho, ni tuvimos oportunidad de hacerlo. La relación con el viejo era intermitente, ni él ni nosotros (mi hermano y yo) le pusimos nunca gran dosis de entusiasmo. Pasábamos meses sin vernos. Pero llegamos a generar, con su nueva esposa, algún intercambio y una cantidad de recuerdos en común. En una ocasión hasta mantuvimos una charla personal, aunque llena de desencuentros disimulados (por mi parte, al menos).

Cuando tenía doce o trece años la casa de mi viejo era el lugar más aburrido del mundo. Si teníamos suerte (mi hermano y yo) alguno de nuestros primos podía pasar a rescatarnos para ocuparnos en algo verdaderamente interesante, pero eso pasaba muy de vez en cuando. Mis medio-hermanas, las nuevas hijas de mi viejo, eran nuestra única y permanente compañía: tenían entonces cuatro o cinco años y nadie (ningún ser humano en esa casa) parecía capacitado para tratar con niños que superaran esa edad. Toda la apuesta pedagógica estaba puesta en el televisor, siempre que el viejo no estuviera mirando carreras de fórmula uno, partidos de golf o películas de guerra.

Personalmente, sentía alguna especie de compromiso durante aquellas visitas, como si se esperara algo de mí, determinada conducta o comportamiento que jamás alcancé a descifrar. La única diversión pasaba por revisar un viejo ropero que había en la habitación que ocupábamos, mi hermano y yo, las veces que nos quedábamos a dormir. Pero casi nunca nos quedábamos a dormir, y revisar el ropero a la noche (por lo que, además, ya habíamos sido castigados) no nos resolvía el problema de qué hacer durante el resto del día. Pasar una tarde en la casa de mi viejo era como meterse de golpe en el living de cualquier extraño y tener que quedarse mucho tiempo ahí, un tiempo incalculable en término de horas y minutos, durante el cual la dueña de casa (cualquier vieja desconocida) nos estuviera vigilando con una actitud de cortés desconfianza.

Una de esas tardes, mirábamos televisión y jugábamos con las nenas, en el living donde siempre pasábamos el tiempo, y algo pasó, que no recuerdo, por lo que decidí subir la única escalera de la casa buscando al viejo. Querría preguntarle alguna cosa relacionada con mis hermanas, o algo por el estilo. Siempre me movía por la casa esperando que surgiera alguien que me acusara de una infracción indefinida, como si se preparara a mis espaldas una sorpresa y no supiera nunca dónde me la iba a encontrar. Y me sentía molesto conmigo mismo por la presión de semejante incomodidad; esa era la casa de mi viejo y yo, su primogénito, no tenía nada de qué asustarme, ahí mucho menos que en cualquier otro lado.

Subí la escalera, decía, no recuerdo bien por qué. Arriba estaba el baño grande, la habitación de las nenas, la habitación del viejo y un cuarto extra, donde estaba el ropero y donde se tiraban los colchones para que durmiéramos nosotros, mi hermano y yo. También había un lavadero y una terraza. Lo que más me gustaba de toda la casa era esa terraza, en la que hubiera pasado todo mi tiempo leyendo en un banquito. Como era previsible, el miedo a que me cayera (más adecuado para mis hermanas de cinco o seis años que para mí) hizo que me prohibieran la terraza.

Al llegar arriba escuché la voz del viejo a la derecha, venía de la habitación del ropero; dí un paso más girando en esa dirección y entré en el cuarto hablándole, preguntándole algo desde antes de haberlo visto. Y ahí estaba mi viejo conversando con su mujer, María; ella estaba en ropa interior: corpiño y bombacha azules con proliferación de encajes, medias negras de tres cuartos, semitransparentes, el pelo suelto, gesticulando con naturalidad, absolutamente inmersa en una más de las tantas situaciones cotidianas de su vida. No importa cómo la describa, nunca me la había imaginado así.

Mi viejo se paralizó y no llegó a decir nada. María soltó unas quejas que se obligaron a sí mismas a no ser muy escandalosas, “¡Ay! ¡Ay!” dijo conteniéndose, mientras se tapaba lo mejor que podía con los brazos, que sin embargo tapaban bastante. Intenté mitigar mi cara de asombro todo lo que pude, bajé la vista (haciendo un enorme esfuerzo para no taparme la cara con una mano, lo que me pareció poco adecuado y grosero) y con un sólo paso rápido al costado quedé afuera de la habitación, al lado del marco de la puerta, pidiendo todas las disculpas del caso, explicando lo desprevenido que me había encontrado la situación, y aclarando que volvía a bajar inmediatamente. Desde la habitación, el viejo y María minimizaban el accidente y afirmaban que no eran necesarias tantas explicaciones.

Cuando me faltaban un par de escalones para llegar otra vez a la planta de abajo, alcancé a ver al viejo saliendo de la habitación. Exploró la escalera para confirmar mi retirada. Se quedó un momento mirándome hasta que salí del alcance de su vista. No recuerdo qué expresión tenía. Tal vez ninguna en particular.