10/11/09

Andrés en el infierno


1.
Lo nuevo duele. Todas las cosas que cambian son dolorosas. Pero hablo nada más que de los verdaderos cambios, de las cosas distintas, radicalmente distintas, que se presentan súbitas. La aparición de un contexto desconocido en reemplazo inmediato del contexto precedente, sin el convenio de nuestra voluntad, nos pone en situación de añorar el pasado por triste contraste con el presente, sin más consuelo que adaptarnos a todas las desavenencias que se hayan presentado.

Un triste y olvidado comerciante al minoreo de mercaderías prescindibles, puede verse obligado de poner a prueba los más exigentes límites de la tolerancia humana, si la guerra se desencadena sobre su vida en nombre de lejanas burocracias internacionales. En cualquier otra ocasión no hubiera pasado de mediocre pero ahora, en el más profundo abismo del dolor y la desesperanza, no le queda más remedio que brillar como sólo puede brillar un ser humano exigido al máximo de sus fuerzas físicas e intelectuales.

Algo como lo que dice Nietzsche, que el hombre sólo saca lo mejor de sí mismo cuando se involucra en las peores situaciones, que sólo la exigencia más violenta obtiene lo mejor que una persona puede dar. Tampoco puede ser tan terrible. Hay demasiados ejemplos de gente satisfecha que igualmente alcanza simas altísimas.

Involucrado en el infierno, nadie sufre verdaderamente del calor. Lo intolerable es quemarnos el pulgar cualquier tarde de un otoño frío. Cuando los cambios se producen, cuando las nuevas situaciones nos arrastran, no somos concientes de lo que sucede. Pasarán años antes de que podamos comprender lo sucedido, antes de que podamos medir los alcances de sus secuelas. Y finalmente tendremos todas las respuestas, que nunca serán ni remotamente parecidas a las que imaginábamos al principio.

A los seis años un chico lleva no más de tres o cuatro hablando su idioma materno, no tiene caligrafía, su propio cuerpo está apenas explorado por sí mismo, el universo que lo rodea es un sistema indiscutible de eventos imperturbables, y ese sistema y la autoridad que lo instituye emanan natural y previsiblemente de papá y de mamá. El sistema que mamá y papá habían construido para Andrés respondía al ideal de hace unos treinta años atrás, según el modelo de una clase media de burgueses sin ninguna conciencia política. Neutros. Andrés había nacido, a mediados de los ’70, entre ese grupo de tristes argentinos que rigieron sus inteligencias al son del epigrama máximo: “no te metás”.

El papá de Andrés se tomaba una botella de whisky cada tarde, sentado en un sillón del comedor, mientras caía el sol detrás de las cortinas blancas que cubrían dos amplios y luminosos ventanales. La mamá de Andrés acababa de pasar de las manos de su propio padre a las manos de su marido, y no había percibido ninguna diferencia en el orden natural de su universo personal.

Los abuelos maternos de Andrés habían cedido su propia casa a la nueva pareja. Para sí mismos habían construido un pequeño departamento en el fondo. Pero pronto dejaron de incomodar. El abuelo murió por una mala extracción de tejido pulmonar, complicada por la diabetes. La abuela se pegó un tiro algunos años más tarde.

La mamá de Andrés heredó la casa, con el departamentito recién construido en el fondo, también un auto, y seis o siete locales comerciales que el abuelo alquilaba a distintos comerciantes. Eso y un gran local que junto con el Papá de Andrés habían constituido en su propio estudio. Los dos eran abogados.

Para cuando Andrés cumplió los seis años ya no guardada ninguna memoria de sus abuelos, cursaba su primer grado en un colegio de curas del barrio y tenía un hermano tres años y medio menor que él, que se llamaba Hernán. Andrés se sentía responsable por su hermano, al punto de sentirse autorizado a tomar cualquier tipo de decisiones en su nombre. Su hermano apenas comenzaba a hablar.

Una de las formas educativas más influyentes, y a la vez una de las influencias más nefastas, en la constitución de su psiquis profunda fueron los paseos de compras con su madre. Largas y tediosas sesiones de adoctrinamiento sobre el valor del dinero, sobre dónde gastarlo y sobre en qué valía la pena gastarlo. El papá de Andrés no hacía grandes aportes a su desarrollo personal: además de tomar whisky en el comedor, trabajaba mucho afuera de la casa (se dedicaba a “hacer tribunales”), y los fines de semana lavaba el auto, preparaba ocasionalmente algún asado, leía el Clarín. Algunas veces invitaba a Andrés a pelotear en el patio: se pateaban mutuamente una pelota a lo largo de un piso de lajas negras, hasta que alguno de los dos se aburría y pedía permiso para ir al baño.

Ya desde aquel momento supo Andrés que nunca lograría alcanzar con su padre la intimidad incipiente que sentía en presencia de su madre. Para él su mamá era su hogar, y su papá un visitante ilustre. Sólo fuera de la casa esto cambiaba un poco. El papá de Andrés viajaba mucho los fines de semana. Le gustaba pescar y siempre lo llevaba a Andrés, nunca a su hermano, lo que para Andrés era motivo de mezquino orgullo. Durante esos viajes la realidad aparecía tamizada por la mirada del padre. Y sólo viajando en esas ocasiones Andrés se sentía cómodo con él.


2.
Cuando un Andrés ya maduro y con sus propios hijos de cuatro o cinco años se separase de su propia mujer, quedaría para siempre establecida la duda que presentan todas las simetrías: ¿dependen las cosas del azar, de nuestra voluntad, de la voluntad de alguien más? Pero a los seis, cuando sus padres se separaron, Andrés no podía medir los alcances de lo que estaba sucediendo. La realidad estaba dando un vuelco, sin consultarlo, y tendría que adaptarse sin importar cuánto rechazo sintiera por la nueva situación. Pero no sintió ningún rechazo. La nueva situación pareció en aquel momento un enorme alivio, un montón de nudos desatándose en algún rincón oscuro, remanso y clama.

Recibió una gruesa y abundante información en lo referente al término “divorcio”. Papá y mamá “se están divorciando”. Todos parecían muy interesados en dejar bien en claro lo que esto quería decir, en lograr que Andrés comprendiera la expresión en todos sus alcances y restricciones. En un primer momento Andrés comprendió esto: Papá y mamá ya no se quieren, pelean mucho, incluso se llevan muy mal y los hace muy infelices vivir juntos, y a causa de esa infelicidad la conviviencia general es horrible, angustiosa y está plagada de resignaciones, malos tonos y malos tratos; los dos buscan denodadamente una manera más efectiva de ser felices y han convenido en que la solución es cortar entre ellos todos los vínculos materiales que los unen, ya que los vínculos emocionales hace tiempo que dejaron de existir; para concretar todos estos anhelos decidieron que papá se mude a otra casa. Andrés estaba por completo de acuerdo con el planteo. Mucho tiempo después descubriría que la situación general era otra: papá estaba harto de mamá, de sus hijos, de la casa, de su propia vida en general, y se iba sin consultarlo mucho con nadie, aunque su cobardía le impidió reconocerlo abiertamente, y se dedicó a montar una larga tirada de excusas, acreditando varias falsas culpas en el balance de mamá; papá quería hacerse a un lado y nada más.

El papá de Andrés salió a las corridas de su vida, sin olvidarse de llevar una buena tajada del capital familiar: reuniendo los fondos ahorrados al dinero producido por la venta de un par de propiedades (de mamá), una lancha y dos autos (comprados en común), papá pudo comprarse una casa y un auto propio, dos posesiones a las que apenas había aspirado, y que probablemente nunca hubiera logrado por sus propios medios, además de un local acomodado para establecer su estudio.

Andrés podría haber pensado que semejantes pérdidas económicas bien pagaban el poner fuera de alcance a su papá. No estaba enterado de todos estos entretelones financieros, dejaba que la tranquilidad general lo invadiera, inaugurando una desconocida sensación de libertad y comodidad. Sabía perfectamente que comenzaba una nueva etapa de su vida caracterizada por una más completa conciencia personal. Estas sensaciones tan complacientes se interrumpían ocasional pero sistemáticamente: todos los miércoles por la tarde y fin de semana por medio caía en el más oscuro pozo que se hubiera horadado jamás en las profundas vetas del aburrimiento. Visitaba la casa de papá.

Y el papá de Andrés, para aderezar esas visitas, adquirió nuevos gustos: veía televisión sin que nadie que no fuera él determinara la programación (capítulos viejos de la serie “Combate”, fútbol, carreras de autos, partidos de golf), hacía pequeños arreglos en la casa, pedía comida por teléfono, se reunía con su socio, su madre (la abuela paterna), su hermana (la tía Mirta) y su cuñado a jugar al póquer los sábados a la noche, seguía tomando unos cuantos wiskys todas las tardes, pero ahora para disfrutarlos mejor se alquilaba dos o tres películas de James Bond en VHS.

En ese mismo momento, la que fuera años atrás su novia de colegio, se estaba separando de la única pareja que se le conociera (además del papá de Andrés, en un pasado remotísimo). Ella y su novio vivían juntos, pero él decidió dejarla para seguir su vocación: cursaría el seminario, haría votos de castidad, y se convertiría en sacerdote de la iglesia católica. El papá de Andrés la reencontraría en circunstancias que Andrés nunca llegó a conocer y la convertiría en su segunda esposa y madre de sus siguientes tres hijos.

Ciegamente dedicado a ganar dinero, el papá de Andrés conoció, desde entonces, una vida próspera y tranquila, que decidió no compartir con los hijos de su primer matrimonio.


3.
La mamá de Andrés dedicó los siguientes doce o trece años de su vida a mantener, e incluso mejorar, el nivel de vida de su menguada familia. Puso en esto todo su cuerpo y su alma, y al final sucumbió a una crisis depresiva que la arrastró a la más triste de las indolencias, sin lograr recuperarse jamás. Los padres de Andrés pusieron en evidencia, aunque él tardaría muchos años en percibirlo, una enfermiza y lamentable relación con la verdad y con el dinero.

La mamá de Andrés no tardó en convocar un candidato para ocupar el puesto vacante en su vida. El sujeto designado ya mantenía ciertas relaciones con ella incluso un año antes del divorcio, y el papá de Andrés lo sabía, su mujer nunca se lo había ocultado. Ella le había pedido la separación y él a cambio le pidió esperar un año, con la esperanza de “arreglar las cosas”. Ella aceptó pero le aclaró que estaba “viendo” a otra persona. Él aceptó las “condiciones”.

Un año y medio después de aquella conversación, llegaba a la casa de Andrés el segundo marido de su mamá. El clima general de la casa no se alteró mucho, apenas se volvieron un poco incómodas ciertas situaciones, determinados momentos del día, algunos tonos al hablar y un incremento en la discreción promedio. Pero el marido de mamá era un tipo macanudo, agradable, accesible, con gustos en apariencia sencillos (o sencillos desde su punto de vista) y sincero y directo en el diálogo. Según Schirer, así era también Goëring si se lo comparaba con la personalidad de Hitler, así era percibido por el pueblo Alemán, como un tipo campechano y simpático. La pequeña variación de escala que se generó con este ingreso fue creciendo con el tiempo, estimulada por la creciente fiebre laboral de la mamá de Andrés, y finalmente aumentada por la depresión hasta convertirla en un abismo entre todas las partes de aquella sociedad involuntaria.

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