13/6/10

vacas medievales

    En cualquier estudio de historia o literatura medieval, tarde o temprano se escucha algún comentario de este estilo: “aquella sociedad (aquella es una palabra interesante) se encontraba fuertemente estamentada, y sus estamentos eran herméticos. Existía la nobleza y la gleba, y esta división era considerada permanente, inalterable e ineludible, porque por encima de la voluntad del hombre estaba la voluntad de Dios, velando para que todo se mantuviera en orden.” No es una cita literal, pero se le parece bastante.
   Creemos que existen cosas como la movilidad social y los golpes de suerte, pero esto se mantiene en el mismo terreno de las creencias en el que habitaba la fe en Dios. Nos mantiene sosegados un horizonte de promesas. Algunos, incluso, medran; pero medrar es la tarea de los mezquinos, y hasta donde puede verse, en estos casos tampoco se alcanza nada parecido a la felicidad. No, felicidad es un término equívoco, particularmente en la era de la publicidad. Una plenitud que apacigüe la ansiedad, que nos exima de esta actitud suicida y ciega, y que excluya el miedo al prójimo, son aspiraciones ajenas al medroso.
   Es un tiempo de puertas cerradas, de gente que se muere en la vereda de una casa mientras los ocupantes miran programas de televisión, un tiempo de silencio contenido, donde florecen sólo palabras medianas, en los rincones presupuestos donde no molestan a nadie. Dios no está velando nuestras noches, pero dormimos con la íntima convicción (convicción medieval) de que todo es así inevitablemente, de que supera nuestras fuerzas, de que así quedarán las cosas para siempre.
   Y no, no es una arenga. Es una lastimosa descripción de los hechos.
   Nos quedamos solos, y quemamos la inteligencia en afanes chicos, de corto plazo, vinculados a la planificación de las vacaciones y los gastos mensuales (en el mejor de los casos). Y así parece funcionar todo, lejos nuestro, como un interdicto que nos aísla y nos ahoga en la incertidumbre. No nos asombra ni la pasividad de nuestras concesiones.
   Hay también una necesidad íntima, que se adquiere por contagio, por interacción, una necesidad de disimular las aflicciones, la falta de certezas. Suponemos que la soledad ajena, como la nuestra, no se quiere ver perturbada por las incomodidades de los desconocidos. Una indolente combinación de vanidad y molicie que nos lleva a cerrar los ojos dejándonos arrastrar.
   La impresión que causa la organización medieval de la sociedad, tal vez se deba a la incapacidad de nuestra imaginación para vernos en aquel caso, el caso del condicionamiento total del hombre por su entorno. Es importante decirlo de esta manera: somos incapaces de imaginarnos, de vernos a nosotros mismo encerrados, ¿será por eso que no vemos nuestro encierro? No lo tenemos a Dios para resolver inquietudes (ya ni a los más fervientes adeptos de las religiones se los cree sinceros en la fe) pero no nos faltan brebajes hirvientes en los cuales disolver nuestras aprehensiones, como por infusión. Y somos gente tranquila y calmada, en estado de mansedumbre permanente, gente que sabe resignarse a los pesares de la vida, en especial cuando los padece el vecino.
   En términos filosóficos, se repite que el asunto trascendental del hombre es la muerte. Pero la muerte adquiere una forma demasiado abstracta en el terreno intelectual, o queda escondida entre los hospitales y la burocracia sanitaria cuando se hace pedestre. Lo cierto es que vivimos como vacas, pastando y rumiando, y también morimos como vacas, ignorantes de todo menos del dolor. No hay filosofía u hospital que valga, no es un problema científico, es la nada, cabezas vacías frente a la pantalla, lo más parecido a la lucidez es un corte de luz.


   P. S.: Hágase el experimento. Es necesario conseguir un corral, y meter dentro unas cincuenta, o cien, diez o quinientas vacas. Al aire libre, en el campo, con los árboles y el olor de la bosta. Bajo cualquier condición climática. Hágase el experimento de entrar al corral, pararse en el centro y esperar. Cinco, diez minutos. Las vacas lentamente te rodean, todas, sin excepción. Y te miran. No ven nada, por supuesto, pero te miran. Se convierten espontáneamente en auditorio, mudas y distantes, a tu alrededor. Esto es cierto, para cualquier vaca. Y no tiene explicación. Te miran con ojos humanos, más humanos que los ojos de la gente.

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