4/9/10

la ciega

    Mar del Plata durante el invierno, alrededor de las tres o cuatro de la mañana de cualquier día de la semana, es un páramo deshabitado. Las tonalidades de este paisaje van del gris asfalto al amarillo del alumbrado público, con parpadeos rojos y verdes en los semáforos. Los colectivos cruzan por las avenidas como balas en un tiroteo que se apaga, cada vez más dispersas. Todo se hamaca un poco, como si se tratara de un barco viejo mecido al ritmo de la marea, pero la causa real es el viento, que sopla sin descanso los doce meses del año, y el mar tan cerca sugiere la metáfora náutica.
    El frío es cruel e intenso, multiplicado por el viento y centuplicado por la lluvia, y un hombre en mangas de camisa desentona notablemente con el paisaje.  Este hombre en particular, al que acompañamos en su paseo, viste un pantalón ligero, mocasines, una camisa de mangas cortas y un sombrero. Camina con la ropa empapada en agosto, a las tres de la mañana, con las manos en los bolsillos. Pasea, sin apuro. La temperatura es de dos o tres grados bajo cero. La lluvia no se interrumpe.
    El tipo del sombrero camina por Irigoyen, al amparo de la municipalidad, y le faltan unos pocos metros para alcanzar la esquina de Luro. Los semáforos de la avenida colorean los chorros de lluvia y flamean en el viento, pasan algunos autos haciendo ruido sobre los charcos, a la derecha se agitan las copas de los árboles, en la plaza amplia y oscura.
    En esos metros antes de llegar a la esquina, el hombre del sombrero ve a la vieja aparecer por la izquierda. Una vieja contrahecha, torcida, vestida de negro, con un paraguas y un bastón blanco, grita. Se acerca al cordón de la calle golpeando ferozmente su bastón contra el suelo, grita y gira la cara en todas direcciones. Busca con los gritos en la oscuridad, no quiere que nadie se le escape. El filo de los huesos asoma en los hombros, en los codos, a lo largo de la espalda; el vientre es un bulto envuelto en chalecos de lana. Grita sin pausa para que la ayuden a cruzar la calle. El tipo del sombrero supone que la vieja lo escuchó acercarse y le reclama socorro. El tipo sonríe y se detiene, piensa en la mejor manera de abordar a un viejo conocido de carácter indócil.
    Aparece, también por la izquierda, otro hombre, un joven despreocupado. Cuando descubre al segundo peatón, el tipo del sombrero entiende que la vieja había escuchado a aquel sujeto que estaba más cerca, y por eso los gritos. El joven, apurado, desvía la mirada y asume una trayectoria satelital entorno a la vieja, para evadirla. Pero la vieja se da vuelta en el momento justo, y lo captura con la mano del paraguas, lo que provoca un revuelo de agua y los dos resultan empapados. El joven, para evitar mayores complicaciones, asume la conducta más cordial que su carácter le permite en esas circunstancias, y se dispone a esperar el semáforo con su diestra enlazada a la siniestra de la anciana, para cruzarla sana y salva hasta el otro lado, como su conciencia se lo dicta.
    La avenida, en ese momento, esta desierta. Sólo el viento la recorre soberbio e implacable. El brillo de los faroles se desparrama sobre el asfalto mojado, que se convierte en un río dorado y turbio. Grandes pozos de oscuridad entre los árboles, en las veredas, en las bocacalles y en el cielo, como pedazos de algodón negro.
    Cuando la hilera de semáforos que, de esquina en esquina, se extiende hasta el horizonte, pasa completa al rojo, todo el ambiente parece dar un vuelco de carácter, y el joven samaritano baja su pié izquierdo a la calle. Una pareja inusual que un día cualquiera y en condiciones climáticas deplorables cruza la avenida. El hombre del sombrero, en ese momento, se para en la esquina, en el mismo lugar que la pareja había abandonado.
    Avanzan despacio, incómodos, calados por la lluvia y azotados por el viento. La vieja se queja, con una voz distante y apagada, cada vez que se resbala. El joven de buen carácter trata de agarrarla más fuerte. Para cuando llegaron al medio de la avenida, pareció por un momento que la vieja decía algo con voz firme, o ser reía un poco, o regurgitaba. El hombre del sombrero mira desde la vereda, indiferente.
    El joven samaritano siente las uñas de la vieja atravesando la ropa, hasta hundir el filo desparejo en cinco puntos ardientes de su antebrazo. El reflejo inicial de quitar el brazo resulta perfectamente contenido por una fuerza inapelable. Los ojos de la vieja, blancos y húmedos como la leche, pero turbios y carentes de pupilas, se clavan en los suyos. La mirada, los ojos aguados, resplandecen. Diluidos y dilatados, aumentan el brillo hasta convertirse en un chorro sólido y enceguecedor. Una bocina estruendosa y desesperada, frenos que chillan sobre el asfalto mojado, una sombra se disuelve en el aire y el golpe de los huesos contra el acero implacable.
    El camión frena casi en la esquina siguiente. El conductor sale del vehículo y corre bajo la lluvia hacia el cadáver, arrojado mucho más lejos. En breve llegaría la policía y alguna ambulancia ociosa.
    El tipo del sombrero escucha, a su espalda, los golpes cortos y rápidos del bastón de la vieja contra el piso, estallidos con salpicadura de lluvia. Gira la cabeza hasta incluirla en su campo visual, pero sin dirigirle la mirada. La vieja se ríe con una risita corta y ensortijada, y le hace una seña, negando con la mano. El tipo vuelve la vista al frente y cruza la calle.

   

3 comentarios:

g. dijo...

es asi. mar del plata es exactamente asi en una madrugada de agosto.
y la muerte puede andar por ahi, seguro.
salut,

laconicalambada dijo...

Nunca más ayudo a ninguna vieja.
Che, Quilmes es parecido en invierno. Y San Telmo...

Pablo Hernández M. dijo...

ahhh!... genial!