11/2/10

El club

1.
El club era famoso porque, hacia el norte y separado solo por un alto tapial de ladrillos viejos, estaba el cementerio, justo detrás de la cancha de fútbol. Entonces el club llevaba el triste apodo de "el funebrero", y cuando el equipo jugaba de local, la hinchada le cantaba al referí que "lo vamos tirar por arriba del paredón".

Pero Lucio, que sabía estas cosas como se saben los secretos de los lugares que frecuentamos, no le prestaba atención al fútbol. Desde muy chico pasaba todos los veranos en el club, en la colonia de vacaciones. La temporada empezaba a mediados de diciembre y terminaba en marzo, con el inicio de las clases. El resto del año servía para esperar impacientemente la llegada del verano.

Y el verano era la colonia, y la colonia era el club. La bandera del club era blanca cruzada por una franja azul. Los días de sol y calor se sucedían pausadamente, con la morosidad de la siesta. La única tristeza era la despedida del final, matizada por la esperanza del reencuentro al otro lado del invierno.

Eran los mismos chicos todos los veranos, llegando desde los diferentes barrios que nucleaba el club; había muchos que sólo se conocían en la colonia y, al final del verano, no volvían a verse hasta el año siguiente; otros venían de las mismas escuelas, de la misma cuadra, a veces de la misma familia.

Lucio pasaba sus días de colonia con su hermano y sus primos. Estas relaciones familiares previas, que al principio resultaban incómodas (porque los chicos se avergüenzan de todo lo que no saben cómo será visto por los extraños), resultaron ser una gran ventaja. Los hermanos y los primos establecían el primer grupo de pertenencia, y a su alrededor se formaba el cortejo de los solitarios, los desvinculados, que intentaban por todos los medios incorporarse a ese grupo formado por el azar y admirado únicamente por el hecho de su solidez, del reconocimiento mutuo que circulaba entre sus miembros. Luego de varios años de persistencia, el grupo de Lucio era ampliamente reconocido como el más antiguo de la colonia.

Tal vez lo que importaba más de la colonia, y que tan bien sintonizaba con el espíritu de sus participantes, era su continuidad. Esa característica difusa de todo lo cíclico, de todo lo que se repite hasta el cansancio, como los días que se repiten idénticos, uno tras otro, a lo largo de la infancia, hasta que en un momento el ciclo se rompe y ya nada funciona como antes.

El club tenía la forma que le imponían los rígidos y conservadores miembros de la comisión directiva. Prolijidad y austeridad: verjas pintadas de verde inglés, largas veredas arboladas, parrillas para el asado del fin de semana, gimnasio de cielo tinglado, cafetería para las tardes de campeonatos de truco o ajedrez (con su correspondiente vitrina exhibidora de trofeos), entrada imponente con boletería y molinetes, enfermería, guardería, estacionamiento. Sus dos orgullos principales eran, previsiblemente, la cancha de fútbol y la pileta olímpica.

Lucio recuerda el verano durante el cual, cada vez que los colonos eran llevados a la pileta, se comentaban las noticias del muerto allí encontrado el invierno inmediatamente anterior. Al parecer se trataba de un muchacho que se había suicidado, nadie sabía por qué, y que al momento de habilitar la pileta para el período estival, los encargados de mantenimiento habían encontrado pegado a la rejilla del fondo, ahogado desde quién sabría cuándo. La historia ponía nerviosas a las chicas, y los varones habían sido castigados varias veces por exceso de perversidad en el relato. Nunca nadie pudo determinar si la historia era cierta.

No es un secreto que, durante el verano, la gente anda más suelta de ropas. Lucio no sabía qué era de la vida de sus compañeros de colegio durante el verano, pero en la colonia veía todos los años a sus mismos amigos y amigas, practicando toda la serie de deportes necesarios para una vida sana, entre los cuales se incluía la natación. Y nadar se nada en malla. Y fueron esas amigas en malla, durante los veranos en la colonia, las primeras mujeres en la vida de Lucio. No en el mismo sentido que las mujeres de su vida adulta. Fueron las primeras mujeres que tentaron su imaginación, las primeras mujeres que despertaron su asombro.

Y la mayor fuente de asombro era el contraste entre esas mujeres, redescubiertas cada año, y el recuerdo que guardaba de ellas, del verano anterior. Hubo veranos, al principio, que esas diferencias no existieron. Pero hubo otros veranos durante los cuales esas diferencias fueron insoslayables. Veranos durante los cuales hubo que admitir que la buena amiga se había transformado en mujer atractiva, y entonces ya nadie reclamaba que, durante los juegos, los equipos se organizaran por sexos; entonces todos querían juegos mixtos, querían contacto, querían acortar la distancia que tanto se habían preocupado por acrecentar los veranos anteriores.

Lucio recuerda especialmente de aquella época a Cecilia. Pero recordar no es la palabra adecuada. Lucio sabe que alguna vez una cantidad impensada de emociones encontradas y contradictorias se ponía en movimiento cada vez que una de sus amigas de la colonia, Cecilia - ahora mujer, se le acercaba, le hablaba, le apoyaba la mano en el hombro. Entonces pasaba las tardes intentando estar más cerca de ella, intentando lograr su reconocimiento, su compañía, su afecto, y sintiendo un poco de vergüenza de sí mismo al hacerlo. Entonces los juegos no se jugaban para ganar sino para Cecilia, y si Cecilia jugaba en el equipo contrario se jugaba a perder.

De Cecilia también sabe que fue, por primera vez, una separación anticipadamente dolorosa. Ese verano no terminó como todos los otros, porque aquella vez se había sumado la ansiedad por ella, ansiedad que no podría ser tolerada a lo largo de todo un inacabable invierno.

Lucio por primera vez extendió en círculo de sus relaciones de colonia más allá del verano y la fue a buscar a su barrio, a su escuela y a su casa. Se hicieron grandes amigos, pasaron mucho tiempo juntos ese invierno pero a Lucio sólo le sirvió para perder su primera batalla. El enemigo oculto, insospechadamente, había sido su propio primo. Todos quería acercarse a Cecilia, cualquiera lo habría previsto pero Lucio todavía era un chico.

Durante el verano siguiente, la temporada de colonia fue un infierno de celos y competencia entre primos. Lucio hubiera ganado a los ojos de cualquier juez, pero el juez era Cecilia y ella hizo ganador al traidor. Lucio nunca pudo comprenderlo.

Pero recordar no es la palabra indicada. Lucio sabe que todas estas cosas pasaron, incluso todavía al pensarlo siente unas punzadas de dolor remotas, teñidas de pudor y enredadas con unas emociones que no puede desentrañar. No puede recordar la cara de Cecilia, aunque sabe con precisión qué sentía cada mañana al verla llegar al club. No puede recordar el rencor, pero sabe de la traición de su primo. Sabe que gustosamente volvería a intentar ganarse el aprecio de esa mujer, que entonces no tendría más de doce o trece años, si tuviera una segunda oportunidad.

2.
Más allá de los datos accesorios e intransferibles, más allá de las inexplicables sensaciones de infancia que nos van quedando – cada vez más amortiguadas en la memoria – Lucio guarda un solo recuerdo de aquellos veranos. Un recuerdo acreditado a fuerza del mal momento que pasó, cuando ya no era tan infantil el juego que se jugaba con las chicas.

Los profesores de natación eran estrictos con los horarios. Tenían dos horas por tarde para hacer uso exclusivo de la pileta, con excepción de los fines de semana, cuando debían compartirla con los socios regulares del club. Los profesores los llevaban a los vestuarios y les daban diez minutos para prepararse. Ingresaban a los vestuarios por un costado y desde ahí accedían a la pileta. A medida que se iban presentando se paraban en el borde, a la vista de los profesores, todos quietos y sin tocar el agua hasta que el último estuviera presente. Los más chicos tendrían clases de natación. Los que ya sabían nadar podían hacer uso de los trampolines.

Una vez formado el pelotón de chicos y chicas al borde de la pileta, los profesores solían elegir a dos o tres, sin aviso previo, para evaluar sus aptitudes atléticas. Los elegidos debían nadar un "largo", esto es, recorrer a nado toda la pileta, ida y vuelta, lo que equivalía a doscientos metros. Lucio nunca tuvo problemas con estas evaluaciones, pero para algunos era un momento difícil. Especialmente para el grupo que debía esperar al borde de la pileta hasta que el último de los nadadores completara su recorrido. Si alguno de los evaluados resultaba ser un mal nadador, la operación solía prolongarse más de lo tolerable; el chico se detenía varias veces para recobrar el aliento, tomado de los pasamanos laterales, soportando las burlas de todos sus compañeros apenas contenidos por las miradas severas de los profesores.

Finalmente, con un terrible estallido de silbato, los profesores autorizaban la zambullida general, y como a despecho de tanta energía contenida, en un gesto que pretendía insultar a la autoridad que hasta entonces los había mantenido de pie, erguidos al borde de la pileta, todos saltaban al agua aullando y cayendo unos sobre otros, salpicando y agitándose frenéticamente. De aquellas inmersiones muchos resultaban magullados más de la cuenta. No era raro que alguno de los más chicos fuera inmediatamente derivado a la enfermería.

Lucio recuerda uno de aquellos momentos, esperando al borde de la pileta, haciendo chistes y riéndose entre dientes de los comentarios de sus amigos sobre el culo de la profesora de natación. Ese verano la chica que se robaba todas las miradas era Romina. Había cambiado mucho desde el año anterior, y la tarde que recuerda Lucio era la primera que la veían en malla. Un bikini de dos piezas, rojo. Romina había cambiado mucho, decididamente. Y ninguno de los chicos podía sacarle los ojos de encima. El padrino de Romina era amigo del padre de Lucio; trabajaba en una inmobiliaria a la vuelta de su casa. Los padres de Lucio a veces visitaban a la familia de Romina, que tenía un hermano menor, Andrés, que también estaba ese día al borde de la pileta. El padre de Romina gerenteaba una distribuidora de cerveza con un socio. Años más tarde se fundirían a causa de la mala administración. Pero por aquella época de la colonia todavía les iba bien con los negocios. Lucio había estado muchas veces en casa de Romina. Nunca la había visto como esa tarde al borde de la pileta, porque ella nunca había estado así, en malla, y porque él empezaba, también, a ver algunas cosas de otra manera.

El sol les pegaba en la cara y la sensación del agua fresca a solo un paso parecía una burla. Los nadadores estaban tardando demasiado, iban por la mitad de la pileta en su viaje de ida. Los chicos, en voz baja, empezaron a hablar de las tetas de Romina. Unas tetas preciosas que no estaban ahí el verano anterior. El comentario servía para distraer la espera. Romina se sentía un poco incómoda con sus tetas nuevas, nunca las había exhibido como en ese momento, sencillamente porque antes no las tenía. Cuando los chicos dejan de ser chicos, y empiezan a sentirse atraídos por las chicas, al principio no saben cómo reaccionar. Intentan ocultar la vergüenza y la torpeza separándose de las chicas, pero un impulso más fuerte que la voluntad los manda tras ellas y al no poder evitarlo, y al no poder controlar el miedo al rechazo, el miedo a no ser aceptados, se vuelven agresivos. Algunas chicas reaccionan también agresivamente y entonces los golpes, las escupidas, los insultos y toda clase de malos tratos se vuelven moneda corriente en sus relaciones. Detrás de todo no hay más que un deseo inexplicable, y ese deseo requiere tiempo para aprender a manejarlo, a satisfacerlo y a curarlo cuando no encuentra satisfacción.

Lo que sucedió esa tarde, lo que forjó el recuerdo de Lucio, fue inevitable. Antes de que los nadadores completaran la vuelta, alguien empujó a Romina y cayó al agua. Uno de los profesores de natación imaginó que esa caída accidental requería una respuesta proporcional, y no sabiendo qué otra cosa hacer, pitó su silbato. Los chicos lo interpretaron como la autorización acostumbrada para meterse al agua y saltaron, todos juntos, gritando. Los más grandes de entre los varones, inopinadamente, dieron todos una misma dirección a su salto; unos doce chicos de entre once y catorce años fueron a caer sobre Romina.

Todo sucedió en un momento. Luego de su caída Romina apenas había tenido tiempo para sacar la cabeza del agua cuando todos empezaban a tirársele encima. Y todos los que cayeron sobre ella sabían lo que querían; sin hablar, sin haberse puesto de acuerdo de antemano, pero también sin valor para mirarse las caras, para confesarse mutuamente lo que iban a hacer.

La rodearon y la mantuvieron un poco bajo el agua, lo suficiente para evitar los gritos, y comenzaron a armar un revuelo de agua y chapoteos capaz de ocultar sus verdaderos intereses. Paralizada por la sorpresa, aturdida por lo repentino del ataque, Romina soportó por algunos minutos los manoseos, apretones de unas manos desesperadas que se prendían a su cuerpo para probarla, para saborearla como si fueran bocas. Alentados por el coraje que brindan las acciones colectivas, los chicos se sintieron protegidos por el anonimato que del tumulto, llegando a extremos que nunca hubieran alcanzado por separado.

Cuando la desesperación le dio las fuerzas necesarias, Romina comenzó a debatirse como un animal atrapado y logró mantener la cabeza fuera del agua el tiempo suficiente como para gritar. Se escucharon unos alaridos agudos, indignados, estridentes al principio, llenos de miedo al final. Los profesores largaron una andanada de silbatazos sobre el motín y los involucrados comprendieron lo único que fue capaz de detenerlos: estaban siendo observados.

El grupo de revoltosos se dispersó a nado. A Romina la sacaron del agua llorando desconsoladamente. Tardó un buen rato en calmarse y explicar lo que le había pasado. Entre las cosas que dijo, incluyó el siguiente informe: "lo peor fue cuando alguien me metió la mano por abajo de la malla, creo que fue Lucio, me tenía agarrada de atrás".

Lucio estaba presente cuando Romina lanzó la acusación. Urgido por la violenta y sorpresiva necesidad de defenderse, juró que no había hecho nada como eso. Buscó en su memoria y aquel acto del que lo acusaban no estaba. Supuso que su inspección introspectiva había sido sincera, pero no estaba seguro. La información faltaba dentro de su cabeza, pero faltaba como las cosas que no recordamos durante los desmayos. Tal vez porque no había sucedido, o tal vez porque él decidió borrarlo para que su defensa resultara sincera, para no asumir que él mismo era capaz de semejante aberración.

Los profesores consolaron a Romina y dejaron que sobre todo el asunto cayera un manto de incertidumbre. De haberse tomado la acusación de la víctima seriamente, deberían haber impartido penas extremas, castigos ejemplares, inusuales en la historia de la colonia.

3.
Así fue la tarde de pileta que Lucio recuerda de sus veranos de colonia. El único momento del que retiene hasta los detalles más inaprensibles. Lo demás tiene la forma vaga de lo casi olvidado.

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