¡Cómo me cuesta dormir! Cuando no fumo marihuana es casi imposible. Ayer se quedó Ella acá en mi depto. Dormí entrecortado. Nos acostamos después de las doce de la noche. Ella tenía que levantarse temprano para ir a trabajar así que a las 6:20 a.m. (según el reloj del microondas) estábamos desayudando. Me pasé la noche acariciándola con ganas de coger, pero sin animarme por sus horarios de trabajo (en cualquier otra ocasión la hubiera violado, a Ella le gusta eso, pero esta vez no me atreví). A la mañana cogimos antes de salir de la cama.
Ella se fue y me quedé un buen rato dando vueltas sin hacer nada. Un poco en la computadora, un montón en la televisión viendo basura y basura y basura, programas de venta directa, películas que no le interesan a nadie, programación local que le interesa a muchísima menos gente, se las arreglaron para convertir hasta a los noticieros en mierda indigerible. Estaba desesperado por dormir; llevo meses, años durmiendo muy, muy mal. La imperiosa necesidad de dormir me impide el sueño. Empiezo a tener algunos molestísimos tics en los ojos a causa del cansancio.
La falta y la necesidad, la relación patológica con el sueño, con el acto de dormir, me hace pensar en mi vieja y su triste adicción a la cama y a las pastillas.
Me volví a dormir a las nueve y media de la mañana. Once y veinte tocan el timbre. Equivocado. El viejo de la plaza Mitre, que está a pocas cuadras de mi casa, el viejo que saca las fotos de los chicos y se las vende a los padres, en la absoluta ignorancia de que existe desde hace algún tiempo la fotografía digital. Ese viejo me tocó el timbre y me empezó a mostrar una tira de fotos, todos niños hermosísimos y perfectamente desconocidos. Anotó mal la dirección de algunos de ellos –me cuenta– y se tomaba esta mañana para investigar un poco, con la esperanza de encontrarlos. Había fotos que llevaban meses sin entregarse. Revolví las fotos del viejo con muy poco interés en ayudarlo, y no pude hacer nada por él.
Volví al departamento insultando mental e infinitamente al viejo de las fotos, hasta que debí reconocerle que, gracias a él y a su oportuno timbrazo, guardé en la memoria lo que estaba soñando hasta hacía un momento, en ese rato entre las nueve y media y las once. Llevo mucho tiempo quejándome de mi mismo por mi falta de sueños, o más exactamente por la falta de memoria sobre mis sueños. Acá va uno.
Camino a través de un campo idílico, paradisíaco, de vegetación trabajada por la mano del hombre, hay casas hermosas por todas partes y ninguna de ellas me pertenece. Tengo la conciencia de estar más cerca de los jardineros explotados que trabajaron el hermosísimo parque que de los dueños de las casas. Miro las casas pensando lo mismo que cuando miro hermosas casas en la vigilia: no soy apto. Camino por veredas de madera que hacen giros extraños pero que guardan perfectas armonías. A veces incluso suben y bajan acompasadamente, rodeando árboles o saltando pequeños cursos de agua. Hace frío y está nublado. Hay rastros de lluvia reciente.
El camino me obliga a cruzar una serie de casas, atravieso los jardines privados porque me siento conducido por ahí, todo funcionará correctamente mientras no abandone la vereda. Muchos perros por todas partes. Hay dos perros muy cachorros que me siguen porque se los han regalado a alguien que conozco y se encariñaron conmigo. Tengo que cuidar de tanto en tanto lo que están haciendo.
En una de las casas que atravieso hay mucha gente, separada en grupos pequeños. En el primer grupo puedo identificarlos a casi todos. Son ex-compañeros de colegio, del año que pasé en Gesell. Por alguna razón estoy embarrado de pies a cabeza y hecho un desastre impresentable, en cuanto me acerco finjo un desmayo para llamar la atención. La cosa funciona inmediatamente así que una vez corroborado este funcionamiento dejo de fingir. Se me acercan algunos, los que ven el desmayo, y rápidamente caemos en la cuenta de que nos conocemos mutuamente. En un grupo posterior hay gente que conozco de Mar del Plata, me aprecian mucho menos pero no me rechazan. Entre ellos está mi ex-suegra quien no deseo que se acerque mucho y menos que descubra que mi desmayo fue fingido. Voy reconociendo las caras de todos lentamente y mientras lo hago se organiza una fiesta. Por ahí siguen los dos cachorros, esta vez cerca de mi ex-suegra. Uno de ellos cae rodando por un breve barranco; no le sucede nada y no me genera ninguna preocupación, pero tengo que acercarme y levantarlo, y lo acomodo junto con el otro cachorro que está jugando con un perro más grande.
La fiesta se parece mucho a los viejos bailes de mi adolescencia, pero con más gente y al aire libre. Empieza a oscurecer. Estoy besando a Ella contra una pared, en un aparte donde hay muchas parejas besándose y gente yendo y viniendo con bebidas y charlando entre las parejas. Desde ahí se puede ver una ancha escalera que desciende algunos escalones y después mucha gente bailando, un grupo pasa música, otros toman cerveza acodados en una barra hawaiana con luces verdes y guirnaldas de flores, pileta azul celeste, antorchas de caña en el jardín, etc. Ella me dice que se tiene que ir y la veo retirarse. Aprovecho entonces para acercarme a otras chicas y coquetear con todas; la respuesta es muy positiva, así que elijo la que me parece más atractiva y vuelvo al mismo lugar en el que estaba con Ella y comienzo a besarla. En cuanto el movimiento general es el de final de fiesta y la gente empieza a emprender la retirada, Ella decide regresar y reaparece. Me ve besar a la otra chica y baja la mirada, se da vuelta y se va. Sé perfectamente que Ella no va a dejar las cosas así, sólo es cuestión de tiempo.
Todo adquiere un matiz pesadillezco, y es notable cuánto tardé en darme cuenta de que era un sueño. Generalmente mis pesadillas se delatan y advierto inmediatamente que estoy soñando. Gracias a eso son tolerables y nunca me despierto por una pesadilla (recuerdo una sola excepción). Pero en este caso no se produjo ninguna toma de conciencia. Comienzo a huir de Ella con un dolor inmenso, con gran sensación de vergüenza por lo que hice y muy arrepentido, todos sentimientos que se potenciaban por el hecho de que, metido muchas veces en situaciones como esa pero con otras mujeres y en otras épocas, nunca sentí la más mínima culpa.
No la veo pero sé que Ella me persigue. Me ayuda a escapar un combinado semántico: mi ex-mujer en el cuerpo de mi novia de Gesell, “La Negra”. La Negra era entonces, y también en mi sueño, y aún hoy en la realidad, una mujer hermosísima. Y estaba vestida de blanco como en la fiesta de egresados. La Negra me agarró de la mano y empezó a dirigir la huida, y yo tenía muy en claro que, a pesar de la apariencia, huía de la mano de mi ex. La carrera devenía más y más confusa, mi ex-mujer –respetando ciertos patrones de la realidad– se ponía más y más nerviosa. Caímos en una zanja y otra vez me ensucio con barro. El paisaje se transforma en una especie de barco laberíntico lleno de sombras sobre la madera, enigmáticas puertas entornadas, pasillos elegantes y ojos de buey. Entramos en una habitación sobre la cubierta del barco. Había una pareja de perfectos extraños sentados, esperaban nuestra llegada. Mi ex-mujer recuperó su apariencia, ahora no cabía dudas de que se trataba de mi ex-mujer en cuerpo y alma. Desde detrás de la puerta por la que entramos apareció Ella con mirada acusatoria. ¡Horror!, mi ex-mujer y Ella conjuradas en mi contra, con el espíritu de La Negra a su favor (que ahora era una diosa del áfrica, fecunda y violenta) amparándolas, trayéndome el recuerdo de la más atroz traición que cometí en mi vida. La conjura tenía por objeto atraparme para hacerme confesar mis pecados, mis traiciones. La hermosa y distante pareja de desconocidos: estaban ahí como testigos, para que la humillación fuera completa.
Nunca hablaría. Pateo una puerta y salgo corriendo. Me persiguieron hasta que acerté a mezclarme con una columna de extraños que se metieron en un enorme y oportuno vestuario de hombres. Mis perseguidoras quedaron afuera. En el vestuario descubro un amigo de la infancia que se ha convertido en actor multimillonario muy reconocido – este personaje no tengo idea de dónde sale o qué relación tendrá con alguien de mi entorno “real” (y tengo conciencia de esto dentro del mismo sueño)– y le pido ayuda, sin mucha esperanza de ser socorrido. Pero accede a ayudarme. Cuando la turba sale al unísono del vestuario mi amigo me lleva con él hacia un rarísimo vehículo-escalera que nos saca del barco. Siento un profundo alivio. Él está muy alegre porque es un tipo sin problemas y con mucha, muchísima plata. Le vuelvo a pedir ayuda, más específicamente le pido trabajo, otra vez sin esperanza de ser socorrido, pero el tipo acepta nuevamente. Descubro que me tenía mucho aprecio cuando éramos chicos, cosa que yo nunca había notado. Sólo me dice que debo estar dispuesto a cortar todos mis lazos con el pasado, porque ese mismo día nos iríamos a otro país. Lo pienso muy detenidamente y acepto, en ese momento el vehículo-escalera se detiene. Bajamos en un casino flotante, un lugar sórdido e ilegal que sólo conoce la gente con mucho, mucho dinero (pienso: es la segunda vez que me paro sobre un piso que flota). Mi amigo me explica que pasaríamos un rato ahí despreocupadamente antes de irnos para siempre. Entramos y le digo que no tengo dinero para estar ahí, y en el acto me extiende cuatro billetes rarísimos, marrones y transparentes, que representan mucho dinero. Después de alcanzarme los billetes mi amigo se pierde en las profundidades del casino, que atraviesa con el paso de los visitantes habituales.
Alguien está muy excitado en la ruleta ganando tremendas cantidades de dinero. Arroja fichas del casino al aire, limosna para los que lo rodean. Pero todo el mundo parece indiferente, las fichas arrojadas se amontonan en pilas amorfas sobre la alfombra. Sólo un grupo de perdedores en un rincón las recoge de vez en cuando, aunque prefieren sus pequeñas apuestas de cincuenta centavos. Pienso que con dos o tres de esas fichas caídas solucionaría todos mis problemas financieros. Por todas partes prevalece el color rojo. Levanto una buena cantidad de fichas del suelo y me pongo en la fila para cobrar. Se demora la fila, el tipo de adelante hace raras martingalas antes de declarar su apuesta. Parece la fila de una quiniela. Se me cae la mitad de las fichas que había juntado y no puedo volver a levantarlas sin perder mi lugar en la cola. Espero todavía mucho tiempo más, con la mirada clavada en las fichas que se me cayeron, con la esperanza de que nadie me las arrebate. Mientras empujo las fichas con el pie, se me ocurre la siguiente definición --> amor: acuerdo circunstancial entre conspiradores que buscan sacarse mutuamente el mayor provecho posible antes de que se agote la confianza. Puedo ver todas las palabras ordenadas en bastardilla al final de un cuento. La sensación de pesadilla comienza a crecer nuevamente.
El viejo de las fotos me toca el timbre y me despierto.
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