29/12/09

Despertar II (2001 - 2010)


claro, toda vida es un proceso de demolición
F. Scott Fitzgerald


Mi día empezó a las 6.45 de la mañana. Llovía copiosamente y hacía calor. Anoche mis chicos se quedaron a dormir en casa, así que me levanté temprano para prepararles el desayuno. Para el más grande medición de glucosa y 8.5 unidades de insulina antes de que se terminara la leche. Esos pinchazos diarios están a mitad de camino de convertirse en un hábito, y a mitad de camino – también – de destrozarme los nervios. Comieron, los vestí, charlamos sobre los juguetes que se llevarían a la casa de su madre y los juguetes que dejarían en mi casa. Habiendo pasado sólo dos días desde la Navidad tienen bastante material qué distribuir. 7:45 llegó el taxi que nos llevó veintipico de cuadras, a las ocho en punto los dejé con su madre. Lo primero que hice al separarme de ellos fue arrepentirme de cada reto a voz en cuello y de cada penitencia que les había impuesto durante el fin de semana; habían estado particularmente difíciles.

Esperando que no se repitiera el chaparrón de la madrugada, caminé las veintipico de cuadras de vuelta, pasando por la puerta de mi casa y caminando todavía cinco cuadras más, hasta el trabajo. Hubiera podido pedirle al taxi que me llevara pero no quise gastar más. No volvería a llover antes de las seis de la tarde.

Me recibió mi compañera: María la Mediocre, todo abnegación y autosacrificio familiar, la típica mentalidad de colmena de los borg en la serie “Star Treck”; inmolación y supresión del sentido de la individualidad. Algunos necesitan eso para vivir, sacarse del medio, borrarse del cuadro, gente que no soporta la visión de si misma.

En el trabajo, libros. Sólo en el día de hoy, mil doscientos treinta y dos títulos. Libros libros libros. Poner un libro sobre el otro, y apilarlos durante ocho horas. Título, autor, editorial, colección, formato, código de distribución, isbn, remito, factura, venta, reposición, clientes, proveedores, unos sobre los otros, en cajas, en paquetes plásticos, en promoción, todos y cada uno de los mil doscientos libros. Autores como Wood, Garwood, Lindsey, Quick, Coelho, Dresell, Tholle, Estivil; títulos como “El ganso está afuera”, “El sabio de las montañas azules”, “1001 trucos para adelgazar vomitando y provocándose diarreas”; libros sobre golf, sobre narcotráfico, sobre puericultura, libros de Louisa Hay, de Stephen King, de Jorge Bucay, de “elige tu propia aventura”, de escritores galardonados con el premio novel, de novelistas argentinos pedantes y pretenciosos.

Treinta minutos para almorzar. El jefe se fue temprano así que estiré mis treinta minutos hasta casi cincuenta.

Ya a las ocho y poco más de la mañana había pensado en escribirle. Llevamos más de una semana sin vernos, hablando por teléfono pero muy desencontrados. El domingo no hablamos en todo el día, si yo decidía no escribirle pasaríamos – casi con seguridad – todo el lunes sin comunicarnos. Se suponía que todo estaba bien, pero habría que poner a prueba el lunes, no quería escribirle yo, como siempre. Soy un pésimo administrador de mi soledad, porque mi soledad me espanta. La extraño y caigo en sus manos y caigo cada vez más bajo mendigándole tiempo. Pero no mendigo más, cuando dejé de fumar me prometí sacarme de encima todo lo que me hace mal, y voy a sostenerme mi promesa. No soy idiota, puedo ver que estoy de más donde nadie me necesita.

Más libros. Charla intrascendente. Ocho horas tiradas en compañía de gente sin ninguna imaginación, incapaz de despertar el más mínimo interés, con la que no tenemos nada en común. Trabajar es apretarse las bolas con el marco de la puerta, voluntariamente.

A las cinco de la tarde salí. Desde ese momento y hasta que me acostara a dormir, mi tiempo sería mío y sólo mío. Fuera del trabajo, una tarde sin mis hijos, llevaba unos diez o doce días esperando ese momento. Había pensado que para entonces nos habríamos puesto de acuerdo para pasar la tarde juntos, pero ella seguía sin llamar. entocnes lo llamé a Lucio, habíamos arreglado para encontrarnos en su casa en cuanto terminara mi trabajo, aunque no me sentía muy atraído por ese proyecto. Lucio me atendió desde la cama, estaba durmiendo y quería dormir más.

En casa comí algo, lavé los platos y me dí una ducha larga y fría. Seguía haciendo mucho calor. Cuando salí del baño se largó a llover sin ninguna misericordia. Lucio me llamó y me dijo que estaría en lo de Fernando. Tenía que llevarle un caloventor. La palabra “caloventor” me resultó llamativa.

– si volvés a tu casa avisame y voy – le dije – prefiero dormir un rato, no quiero ir a lo de Fer

– vamos a estar acá hasta tarde

– bueno, dénse muchos besos en la cola de mi parte

Corté. Me acosté, intenté leer un rato, me dormí.

A las ocho de la noche todavía había sol y ella seguía sin llamar. En ese momento acepté que ya no llamaría. Me cago en el alma sin pecado de todas las monjas vírgenes que sueñan con sádicos sodomitas. Quería apagar cigarrillos en las tetillas de los bebés recién nacidos, quería echar líquido para frenos en los maceteros con flores de mi vecina la viuda, quería cogerme por el culo a mi ex. Necesitaba salir a distraerme un rato.

Me vestí, ordené un poco los libros y los juguetes de los chicos, no quise llamar antes de llegar a la calle por miedo de arrepentirme y no salir. Cuando finalmente atravesé todas las puertas, abriendo y cerrando todas las cerraduras, y ya me sentí seguro, en la calle, lejos de la soledad abrumadora de mi departamento, llamé. Atendió Lucio.

– estamos en lo de Fer – “predecible” pensé – traete una coca que tenemos Fernet.

– ok, llego en diez

Caminé unas ocho o nueve cuadras. Estaba todo húmedo, con un sol indeciso, gente dando vueltas con cara de crisis económica – la cara más vista y repetida en los últimos quince o veinte años. Como siempre, crucé unas cuantas chicas lindas con las que hubiéramos mantenido un buen sexo si se hubiera dado el caso. Yo por lo menos – pensaba al verlas por la calle – lo pasaría muy bien.

La casa de Fernando, en la que Fernando vive con su hermano Juampé, es el último lugar al que nadie querría ir durante un acceso de melancolía. Llevan siete u ocho meses sin pasar una escoba, hay prendas de vestir disecadas en los rincones, bolsos a medio armar/desarmar que se fueron acumulando entre los distintos viajes a Villa Gesell de Fernando o de su hermano, el baño huele a orín, la ducha no tiene cortina, el botiquín no tiene puerta ni espejo, hay telarañas impregnadas en el techo, mojadas con el vapor de la ducha, las toallas hieden humedad y sudoración, hay una mancha de dentífrico y barro en el piso; la cocina está peor. No hay un solo punto agradable en todo el departamento en el cual descansar la vista. Un par de cañas de pescar arrinconadas detrás del modular lleno de polvo y cajitas de cigarrillos. Una bicicleta oxidada en el balcón. Nada más.

La computadora es el epicentro de aquella tierra baldía. Incluso por sobre el televisor al que, aunque siempre encendido y a todo volumen en algún programa insoportable, nadie le presta atención. En la computadora siempre está sentado alguno de los dos hermanos, horas y horas, hoy estuvo Fernando todo el rato mientras estuvimos ahí; para cuando llegué a las ocho y pico de la noche ya llevaría unas tres horas de PC, y ahí estuvo todavía tres horas más. Los tres, Fernando, Juampé y Lucio, se dedicaban a eso con todo ahínco, a la computadora, a los juegos on-line, juegos de rol y juegos de tiros y juegos de estrategia. Trabajaban para poder jugar en el tiempo libre, pagaban un alquiler para jugar en el tiempo libre, luz e internet, los pagaban para poder jugar en su tiempo libre; paraban a cagar, a comer, y lo menos que fuera posible a dormir, para poder jugar en su tiempo libre. Y eran capaces de no cagar para que nadie les ocupara el lugar. A veces se visitaban mutuamente y pasaban el rato viendo cómo jugaba el otro, en su casa, durante su tiempo libre. Y el principal tema de conversación con ellos era el juego, y hablaban sobre el juego durante su tiempo libre, y casi no hablaban de nada más. Yo había tenido mi época que adicción y de jugar compulsivamente, fue una de las primeras cosas que dejé después del cigarrillo. Inmediatamente después de dejar de fumar y de jugar, luego de atravesar un período confuso de readaptación a la realidad, me puse a trabajar en mis cosas y había pasado (había trabajado y había conseguido) un buen año. Mi primer “buen año” en una década y monedas. Estaba contento con eso, y quería más, y estaba convencido de que no jugar tenía mucho que ver con que el año hubiera sido tan bueno.

Intentaba que Lucio despegara también del juego, pero no me creía autorizado a intervenir más de la cuenta. Intentaba recordarle cada vez que me fuera posible que la vida continuaba más allá de la pantalla, pero nunca me atreví a hacerlo sentir mal sobre el asunto de los juegos. Su esposa lo había dejado algunos meses antes, precisamente por los juegos, y también porque estaba loca y no valía ni el peso de su sombra; no era el mejor momento para molestar a Lucio. Así que le regalé algunos libros (a él siempre le gustó leer de vez en cuando) con la esperanza de distraerlo un poco y que le dedicara alguna energía a otra cosa.

En media hora liquidamos la primera botella de Fernet. Tomábamos Juampé y yo, Fernando estaba jugando muy concentrado y Lucio miraba televisión, hablábamos del juego, de las series de la tele, de los estrenos del cine; Lucio me agradecía la novela que le había regalado para navidad, había leído casi doscientas páginas de un tirón en el trabajo; hablamos de las mujeres, a Fernando y a Juampé no les iba tan mal, Lucio y yo estábamos muy pesimistas y nuestras opiniones fueron sombrías. Le pedí a Juampé que armara unos porros y fumamos la marihuana mustia y con olor a raid que desde hacía meses era la única que conseguíamos. Pedimos empanadas para Lucio y para mí, cenamos y tomamos más Fernet, y fumamos. Fernando y Juampé, cerca de las once de la noche, se cambiaron la ropa y salimos todos, los hermanos tenían una cena en la casa de la novia de Fernando. Lucio y yo nos fuimos.

Por inercia fui a la casa de Lucio, estaba a unas dos cuadras y no quería caminar de vuelta hasta mi casa. El departamento de Lucio siempre olía a humo de cigarrillo y encierro. Dos potus flacos colgaban del caño de la cortina del ambiente principal, en la habitación ropa revuelta y sábanas sucias, el baño era más chico y estaba un poco más limpio, la mugre reunida en las barridas de las últimas tres semanas se acumulaba detrás del tacho de basura en la ínfima – y poco utilizada – cocina. Lo primero que hizo Lucio en cuanto llegó, entre que abrió la puerta y prendió las luces, fue encender la computadora. Se sentó, revisó superficialmente el mail, y conectó el juego.

Hablamos un rato más, sombríamente, de su ex mujer, de mi ex mujer y de mi chica que seguía sin llamarme. Lucio no tenía nada para tomar ni para fumar, no dejé de pensar que tal vez tuviera algo de marihuana y no quisiera compartirla, no por egoísmo pero tal vez a raíz de algún prurito moral sobre mi tendencia a enfervorizarme con los vicios. Hablamos del juego. Era un juego que yo nunca había jugado así que no me resultó muy interesante. Un compañero del trabajo de Lucio se mudaba a su departamento al día siguiente, así que Lucio tenía que ordenar su ropa en el armario para hacerle espacio. Cerca de las dos de la mañana me avisó que se podría a trabajar en eso, así que decidí retirarme.

Ocho o nueve cuadras nocturnas, Mar del Plata de calor y humedad, entre navidad y año nuevo, tenía que caminar rápido para evitar el siguiente chaparrón, el clima estaba desencadenado, el cambio climático ya es una locura de lluvias y sequías de todas las tardes, devastadores efectos de la soja y el desmonte, gracias monsanto y todos los multimillonarios responsables, mis hijos se ocuparán de ellos cuando el último recurso alimenticio del mundo sea la carne humana. El verano estaba a punto de desatar las cultas y refinadas hordas turísticas del gran buenosaries. Querido Jorge Luis: no son los espejos ni el coito los que multiplican a los seres humanos, esa proliferación se la debemos a McDonal's, a la playa Bristol, a los sweaters de la calle Juan B. Justo, a los tristes espectáculos callejeros de la rambla y la peatonal San Martín, a la ruta dos y a la ruta once, al salario y al trabajo en negro, al comercio golondrina, a los shoppings, a los micros de larga distancia, a la red cloacal saturada de mierda, a los rosarinos, a los cambios de quincena, a los fines de semana largos y a los feriados, etc.

Caminé. Cada tanto podían verse grupos de seis o siete personas, todas inidentificables, entre sombras, hablando por momentos en voz alta, con actitudes intimidantes; evadir uno de estos grupos implicaba inevitablemente ir a dar sobre otro: grupos de taxistas, grupos de amigos tomando helados – a las dos de la mañana – sentados en bancos largos en la puerta de las heladerías, incluso grupos de gentes que no se sabía qué estaban haciendo, mirando un auto, alguno tirado en el asfalto mojado debajo del motor; un patrullero pasó a buena velocidad cruzando una bocacalle. Entré al minishop de una estación de servicio para comprar una cocacola, quería tomar algo cuando llegara a casa, iba pensando en la ginebra que había llegado oportuna y gratuitamente a mis manos unos días antes. Tuve que esquivar al empleado del minishop que estaba lavando la puerta de vidrio. Esperé pacientemente a que terminada de juntar la espuma con el secador, a esa hora cada cliente lo arrimaría más y más al inevitable ataque de nervios, algún día llegaría a sacar un arma de debajo del mostrador y se desquitaría por toda la mierda que le hubieran hecho comer en el trabajo la manga de desconsiderados que, como yo, decidía comprar su cocacola a las dos de la mañana. Era mejor manejarse con cierta cortesía. Finalmente me cobró la cocacola y salí guardando el vuelto y la billetera en mi mochila, embocándole una patada plena al balde de agua sucia plantado en medio del camino, debajo del marco de la puerta. Se desparramó toda el agua espumosa y negra en el piso del local que parecía recién trapeado.

– perdón – confusión, embarazo – no lo ví…

El empleado me contestó algo que no entendí. Seguí caminando y me alejé. El minishop, vacío cuando yo había llegado, ya se había llenado de gente esperando por sus cocacolas.

Una pareja discutía en la cuadra siguiente. Parece a veces que todo está dispuesto y sincronizado como en las películas. Él le pedía que no lo deje, le pedía a la mujer que se quedara, no quería estar sólo. Ella empezó a contestarle y parece que a él no le agradó lo que escuchaba porque decidió dejar de responder y hacerle burla, imitaba su timbre agudo y chillón y hacía unos ruiditos molestos “¡ñim ñim ñim ñim!” arrugando la cara y dando saltitos, y después agregó “dale, no me dejes por esas pelotudeces”. Ella intentaba hablar otra vez y él “¡ñim ñim ñim!”; ya se sabía todas las respuestas que ella le daría, los dos ya conocerían el desenlace de toda la escena. Estaban algo viejos para esas peleas, cuarenta y pico, tal vez ya pisando los cincuenta. Hay cosas que te envuelven, te arrastran, y nunca te das cuenta a dónde te llevan hasta que, después de haberte pegado unas buenas masticadas, te escupen en cualquier esquina.

La misma patrulla que había visto antes volvió a pasar, había retomado la calle unas cuadras más arriba, y ahora hacía su recorrido lentamente, a paso de hombre, observando.

Cuando llegué a casa me preparé una ginebra con cocacola. Alcoholizado de pena para apagar la soledad, el más triste de los lugares comunes. No, hay uno peor: ganarse un tostador en el sorteo de fin de año del trabajo. Nunca el televisor o el viaje a Bariloche. Por lo menos mis hijos disfrutan las tostadas.

Quise tomar un analgésico y se me cayó al sacarlo del blister. Parece a veces que todo está dispuesto y sincronizado como en las películas. Películas trágicas y patéticas. Estuve un rato agachado para recuperarlo de debajo de la cómoda. Otro rato más limpiándolo de pelos y mugre.

Dos o tres ginebras más tarde, me voy a dormir.

4 comentarios:

g. dijo...

me gusto, es muy descriptivo de ese estado de animo horrible que nos invade cuando sentimos que la vida es mas miserable de lo que suele ser.
feliz año.

javnoneim dijo...

"Hay cosas que te envuelven, te arrastran, y nunca te das cuenta a dónde te llevan hasta que, después de haberte pegado unas buenas masticadas, te escupen en cualquier esquina."
:)
triste soledad
que el 2010 nos traiga menos ansiedad (o al menos a mí)
feliz nuevo año

RM dijo...

Muy lograda aquella sensación a la que no quiero acercarme.... no probaste con un yogur??!
Feliz año! ;)

RM dijo...

no se xq salio desde ahi, pero soy yo: Isis