18/9/09

Despedida


A Cristina Romero (1983-2009)

Prólogo:

Recién termino de escribir este relato, no tuve oportunidad de corregirlo, y es probable que en breve lo reemplace por la versión definitiva, pero me pareció perentoria su publicación. Si es que estoy capacitado para rendirle homenaje a alguien, éste es mi homenaje a Cristina.


1.

Abrió los ojos y lo vio pasar a Lucio acomodándose la camisa. Los vasos y las botellas abandonados, los ceniceros, cajas de pizza y demás accesorios desparramados sobre la mesa y en la cocina, lo ayudaron a recordar la noche anterior. Había intentado disuadir a Lucio de organizar la reunión un día de semana, para no ir a trabajar con resaca al día siguiente. También recordó que no llevaba más de dos horas acostado.

– levantate que vos también llegás tarde – le dijo Lucio

– me voy a morir – contestó Octavio – ¿cómo hiciste para levantarte tan temprano?

– no me acosté

Se incorporó sobre el brazo derecho y miró alrededor. Lucio le puso delante de la cara un vaso y un cenicero con un cigarrillo encendido.
– tomáte el desayuno, así creces sano y fuerte para soportar los latigazos diarios del opresor de tu jefe

Lucio abrió la cortina y la luz plomiza, de un día otoñal y lluvioso, socavó sus órbitas oculares sin piedad. Algún ruido inesperado, tal vez en la cocina, le hizo sospechar que habría alguien más en el departamento.

– hace un año que no fumo – comentó Octavio con orgullo – y esto que metiste en el vaso tiene pinta de ser ilegal en cuatro paises.

– te felicito por haber dejado el vicio, pero esta ocasión no cuenta; y no hagas tantas averiguaciones, desayuná, levantate y andá a trabajar.

Contra una lógica paternalista tan segura de sí misma, Octavio no tenía nada que objetar. Bebió, fumó y se levanto. Lo último que pudo hacer con pleno dominio de sí mismo y conciencia clara de la realidad, fue asearse en el baño y cambiarse de ropa. El consejo de Lucio fue: “mucho colirio”.

En la calle el viento frío lo mantuvo despejado. Caminó las cuadras de todos los días y sin darse cuenta llegó al depósito. Tocó el timbre y lo recibió, como siempre, Laura.

Octavio no mantenía relaciones extra laborales con sus compañeros de trabajo. Sabía que todos, en mayor o menor medida, pasaban las horas de sus vidas en aquel lugar muy en contra de sus voluntades. Nadie habría elegido, sólo por ejercer el libre albedrío, pasar el tiempo en aquel lugar, ni a las personas con las que trabajaban, ni el trabajo que hacían. Este conocimiento minaba toda posibilidad de acercamiento real entre las personas que ahí se congregaban, apenas se mantenían los intercambios mínimos e indispensables, sin omitir las mínimas e indispensables normas de cortesía. Y sin embargo, Laura era la persona con quien Octavio pasaba la mayor parte de sus días. Ocho horas de lunes a viernes. A nadie frecuentaba con tanta obstinación y puntualidad. Ella era madre de dos, divorciada y vuelta a casar, algo mayor que él, algo más gruesa y mucho más conservadora. Como él, había pasado por la universidad sin obtener títulos, aunque en carreras diferentes. Entre los placeres más importantes en la vida de Laura estaba la inmolación personal en beneficio de los miembros de su familia, prioritariamente en nombre de un marido aburrido y frustrado y unos hijos adolescentes e ingratos. Tal vez fuera aquella actitud de Santa María de las Abnegaciones lo que tanto molestaba a Octavio, lo que ponía tanta distancia entre ellos.

El resto de los compañeros de Octavio trabajaban en las sucursales minoristas. Él y Laura estaban destacados en el depósito-administración-mayorista. Todo este detalle contaba mucho para Octavio, porque de él se desprendía que, en la oficina contigua a la suya, se encontrara el despacho de su jefe, e inmediatamente frente a él, el escritorio donde atendía la mujer de su jefe. Octavio tenía un trabajo descansado y tranquilo, pero bajo la directa supervisión del propietario de todo aquello que pasaba por sus manos (y su señora esposa).

Así que Laura le habría la puerta todas las mañanas. Para cuando llegaba, ella siempre tenía preparado el mate y alguna parte del trabajo ya bastante avanzada. Tal vez se odiaran por esto. Ella pensaría, al abrir la puerta, en su propia eficiencia y en la incapacidad de Octavio para llegar a horario a trabajar; él pensaría que María Abnegada se sentía más cómoda desayunando sola, en el trabajo, que en casa con su marido. Un rato más tarde, a veces veinte minutos, otras veces dos o tres horas, llegaban el jefe y su mujer. Esto les daba la oportunidad de desayunar en paz, sin intervenciones salvo las del ocasional cliente, e iniciar la jornada de un cierto buen humor.

Una vez dentro del local y lejos del frío de la calle, Octavio descubrió que las medidas preventivas tomadas por Lucio contra la resaca funcionaban espléndidamente. Se sentía alegre, relajado y bien predispuesto, todo esto sobre un fondo tenue de embriaguez y poniendo entre paréntesis la incapacidad para concentrarse y una tendencia permanente a la divagación. Aquel día, como todo el último mes, habría poco para hacer. Con un poco de suerte podría tener todo listo para el mediodía y pasar el resto de la tarde leyendo en su escritorio. Se pusieron a trabajar.

Una hora y media más tarde, cuando empezaban a preguntarse a qué hora llegaría el jefe, Octavio recibió un mensaje en su celular. Era de la mujer de su jefe (lo que hacía del mensaje un mensaje inusual) y decía: “Tengo que contarles que esta madrugada falleció Cristina. La están velando en Magallanes entre Chaco y Hacha”.

Cristina había sido empleada por el jefe de Octavio de manera intermitente. Octavio había trabajado con ella durante todo un verano, un par de años antes, y después se habían cruzado durante las ferias del libro, que se hacían siempre cerca de fin de año. También había trabajado Cristina con ellos, con Octavio y Laura, unos meses antes, en el depósito, durante dos o tres semanas. Era una chica amable, de veintiséis años, petisa. Tenía novio, vivía con la madre y dos hermanos. Estudiaba ciencias de la educación. En alguna ocasión Octavio la escuchó contar que tenía lupus, sin darle mayor importancia. Los enfermos de lupus tienen una expectativa de vida de cuarenta a cuarenta y cinco años, siempre que sigan el tratamiento médico. La obra social que proveía los medicamentos de Cristina estaba, desde hacía algunos días, sospechada de vender medicamentos falsos. Aparecía incansablemente en las radios y la televisión. Los médicos suponían que Cristina llevaba ya dos años sin el tratamiento adecuado. Para cuando Octavio recibió el mensaje en su celular, hacía dos días que había quedado internada en terapia intensiva, pidiéndole a su madre que se la llevara a casa.

“Esa chica tan buena” pensó Octavio, se dio vuelta y le soltó la noticia a Laura. No se le ocurrió poner ningún reparo al decirlo: se murió Cristina. Cuando su jefe explicó, oportunamente, las circunstancias de la internación de Cristina, Octavio supo que no le quedaban oportunidades. Y supuso que eso estaba absolutamente claro para todos. No se imaginó que a Laura esa noticia la tomaba desprevenida.

Laura se sentó sobre una de las mesas de trabajo e hizo algún esfuerzo para no llorar. Octavio se sintió muy incómodo al suponer que iba a llorar, pero se contuvo. En presencia de otra persona tal vez hubiera llorado.

Casi todo el trabajo de aquel día lo tenían terminado. Faltaban detalles, en una hora más lo tendrían todo resuelto. Ninguno de los dos sentía un afecto especial por Cristina. Octavio había pasado mucho más tiempo con ella que Laura, por eso no entendía a qué venían sus casi lágrimas. Supusieron que el jefe cerraría sólo la sucursal en la que trabajaba Cristina y al parecer, de acuerdo con un segundo mensaje al celular de Octavio, estaban llegando al velatorio.

Ahora ya sabían qué estaban haciendo el jefe y su mujer.


2.

La esposa del jefe llegó con más noticias una hora después. La mamá de Cristina, incurablemente desconsolada, decidió no ir al velatorio. La cuidaba uno de los hermanos en su casa. El otro hermano recibía el saludo de la gente frente al cadáver, lloraba y no dejaba de mostrarse muy preocupado por la mamá. Octavio no sabía nada de un hipotético padre, y nadie lo mencionaba. Sí se hablaba, en cambio, de un juez nacional que los había citado en la causa que se le seguía a la obra social y del cronograma de la funeraria: Cristina había fallecido esa madrugada y el entierro era a las cinco de la tarde. La esposa del jefe explicó que habían cerrado la sucursal en la que trabajaba Cristina, y que no sabían cómo manejarse con el resto de las sucursales. Octavio se sintió obligado a expresarse sinceramente. Dijo que le parecía una falta de respeto hacer de cuenta que no pasó nada y seguir trabajando como si fuera cualquier otro día. Lo dijo serenamente pero con convicción, y con la esperanza de que no pareciera desesperado por tomarse el día libre, porque no era así. La esposa del jefe se quedó hablando un rato con Laura, en la cocina.

Octavio se comprometió a completar el mínimo indispensable de trabajo para no dar espacio a reproches, y después pedir permiso para retirarse. Se sentía muy incómodo ocupándose de cuestiones triviales de trabajo, incomodo por no dar espacio a una manifestación sincera y en consonancia con lo que estaba sucediendo. Le parecía que la forma más importante de despedida que Cristina fuera a tener, dependía de la voluntad de su jefe: cerrar todo el negocio por un día, el día del velorio. No habría mayor hito en el mundo que señalara esa muerte. Octavio se sintió impotente porque esto no dependía de su voluntad, y todo hacía suponer que el negocio permanecería abierto. Le había reportado un notable esfuerzo mental procesar toda esa información y alcanzar algunas conclusiones.

La esposa del jefe salio a la calle hablando por celular.

– y esta será, también para nosotros, nuestra despedida – le dijo Octavio a Laura, con tono lúgubre – no puedo creer que vayan a seguir trabajando.

– ay, qué exagerado – contestó Laura.

Pero Laura estaba, le pareció a Octavio, perturbada y genuinamente emocionada. Octavio disponía de algunas hipótesis: 1. “Laura entiende los alcances de esta noticia mejor que yo”, 2. “Soy un insensible”, 3. “A Laura no la conmueve este caso en particular sino la idea de la muerte en general”, y 4. “Ella llora porque es mujer, y yo no lloro porque a Cristina no la conocía mucho”.

Finalmente llegó el jefe, entró con su mujer y se pusieron a trabajar. El jefe venía charlando con un proveedor, se habían encontrado en la puerta. La mujer del jefe volvía hablando por teléfono, daba la orden a todas las sucursales para el cierre. Laura pensaba “me parece que hacen lo correcto” y Octavio pensaba “no quiero ir a un velatorio”, aunque no estaba en claro que fueran a cerrar también el depósito.

Por causa del azar, era el primer velatorio en la vida de Octavio. Todos los muertos de su familia habían fallecido durante su primera infancia. A este velatorio no quería ir, ni a ningún otro, la más lejana sospecha de que le ofrecerían ir ya lo había puesto muy nervioso. Nunca había visto un muerto, y no lo quería ver. Al mismo tiempo sabía que la obligación era ineludible, y que la cumpliría. La mujer del jefe les dijo que hicieran lo que quisieran, sin dar a entender nada. Podrían ir al velatorio, si así lo deseaban, o si no… y en este punto se le deshacía la voz en un hilo. El jefe seguía trabajando en la oficina, él sí que daba algo a entender: que ahí se iba a quedar trabajando y que había lugar para cualquiera que quisiera quedarse a trabajar, a nadie se le reprocharían los escrúpulos de ver al muerto, si se quedaba a cumplir con sus tareas.

Se abrigaron, saludaron a todos y se fueron en el auto de Laura. La funeraria estaba en el puerto. Tardaron quince minutos en llegar recorriendo calles feas y húmedas, llenas de gente triste, pobre y resignada; el día era gris, llovía desde temprano y el viento era frío, parecía uno de esos días ideados por hollywood para causar sensaciones de soledad, melancolía y desamparo. “La gente se muere igual en verano” pensaba Octavio, mientras repasaba desde la ventanilla el paisaje sórdido de la ciudad. Mientras Alejandra estacionaba el auto le preguntó si se sentía mal, Octavio había hecho todo el recorrido sin dejar de refregarse las manos contra los pantalones.

En la puerta de la funeraria estaba Pablo, el encargado de una de las sucursales, jefe directo de Cristina en los últimos tiempos. La sucursal en la que trabajaban era nueva y todavía con poco movimiento de clientes, así que entre ellos dos se arreglaban. Pablo estaba en el velorio desde temprano, se lo veía serio y cansado, la misma cara que tenían todos desde hacía un buen rato. Se le sumaron Octavio y Laura, y mientras se saludaban llegaron algunos empleados de las otras sucursales. En total eran siete. Una vez que estuvieron todos juntos ninguno supo qué decir, y Octavio se dio cuenta de que, entre todos aquellos compañeros de trabajo, no tenía un solo amigo, y todo indicaba que a Cristina le había pasado lo mismo. Había quienes barajaban la posibilidad de permanecer en la vereda, pero finalmente alguien dijo “bueno, entremos” y el grupo se desplazó hacia el interior de la funeraria.


3.

Un pasillo ancho y oscuro; los materiales más destacados: granito oscuro para el piso, madera oscura para las paredes, yeso blanco para el techo. Sobre la pared de la derecha una larga columna (solo interrumpida de vez en cuando por unos ceniceros altos y llenos de colillas) de sillones grandes y vacíos, excepto los sillones a mitad del pasillo, que estaban llenos de ropa de abrigo y carteras. Frente a esos sillones el pasillo daba a un ambiente pequeño y separado por cuatro puertas de vidrio, las dos puertas centrales estaban abiertas. Al amparo de esas puertas había un silencioso grupo de gente. Una gran corona de flores estaba apoyada a la derecha de las puertas de vidrio, una segunda corona estaba dentro de aquel cuarto, apartada al fondo. La corona del frente decía “Flía. Distribuciones Alem” (esa corona la había pagado su jefe), Octavio no alcanzaba a leer lo que decía la otra corona. Dentro de la habitación había alguna gente más, casi todos sentados a la derecha, en el centro el féretro, detrás del féretro hablaba un cura sosteniendo la Biblia. Octavio se paró detrás de toda la gente que ahí había. En cuanto un movimiento de espaldas y el reacomodar de cabezas le permitió dirigir la mirada sobre el ataúd de su compañera, supo que no se le acercaría. Podía verle los ojos cerrados y la nariz, los pómulos y la frente, todo lo demás era una sábana blanca cubriéndola. No se le acercaría. No compartía con los presentes el deseo morboso de echar el ojo. Ya le parecía suficiente trabajo soportar el olor. Hubiera esperado que las flores de las coronas prestaran un mayor servicio en ayuda de su olfato, pero un olor indefinido, muy fuerte, se le metía perentorio por la nariz, ineludible. No era el olor de la corrupción física, Octavio suponía que vendría de la morgue, una mezcla de gases expelidos por líquidos y fluidos de alguna manera relacionados con el formol.

Rezaron varios Ave Marías y Padrenuestros. A cada momento la gente hacía la señal de la cruz. El cura, excedido de peso, con gesto amable, ensayaba distintos tipos de discursos de consuelo, basando sus argumentos en la dudosísima hipótesis de la reencarnación. Nadie le hubiera adjudicado a aquel personaje campechano dos o tres oficios fúnebres diarios en los últimos diez o doce años. Son muchos muertos para que una sola persona les haga frente y todavía conserve su alegría de vivir.
Para Octavio y sus compañeros de trabajo era imposible adivinar quienes eran los demás participantes del velorio. Un hombre grueso y calvo entró de pronto, vestido con ropa impermeable negra, pasó entre toda la concurrencia y llamó a una señora que lloraba muy cerca del ataúd. Se abrazaron. Octavio notó que el impermeable negro que llevaba aquel tipo tenía pintadas un par de alas grises en la espalda, a la altura de los omóplatos. Después entraron algunas mujeres llorando discretamente, y aguardaron a la misma distancia que él. El hermano de Cristina estaría más adentro, tal vez entre la gente que se veía sentada a la derecha del ataúd. El ambiente general era tenso y triste, sin explosiones de emoción ni grandes llantos; todos sucumbían al asombro de lo inexplicable.

Octavio se preguntaba cuánto se parecería aquello a su propia muerte; la pregunta le pareció inevitable y se imaginó que todos en aquel velorio se la estarían formulando de una u otra manera.

Pablo se separó del grupo y caminó hacia la puerta, Octavio salió detrás. El resto del grupo quedó adentro. Se pararon en la vereda a ver pasar los autos. La agencia de sepelios estaba en la cuadra más triste del puerto, enfrente de una rotisería miserable, al lado de un corralón de materiales. Seguía lloviendo, pasaban autos y colectivos, gente al trote rápido levantándose las solapas de los abrigos. Octavio preguntó la edad de Cristina y Pablo dijo “veintiséis”. Hicieron algún otro comentario sobre el asunto de los medicamentos falsos y el juicio, que se comentaba en la televisión, a la obra social. Tuvieron la perfecta certeza de que no tenían nada relevante que hacer en aquel lugar y decidieron irse. Pablo se ofreció a llevarlo en moto hasta su casa, Octavio aceptó.


4.

Se bajó empapado y aterido en la esquina de su casa. Cuando finalmente entró lo encontró a Lucio tirado en el sofá del comedor.

– ¿no fuiste a trabajar?

– me sentía muy descompuesto, me pedí el día – explicó Lucio, y con sólo verlo se podía confirmar lo que decía – ¿y vos qué hacés acá?

– se murió una compañera, estaba internada desde hacía algunos días, cerramos por duelo.

Octavio pensó en prepararse el baño pero se arrepintió y se sentó en el mismo sofá que ocupaba Lucio. Otra vez ruidos en la cocina, otra vez la sospecha de que habría alguien más en el departamento.

– preparame otro desayuno – le pidió

– ¿qué desayuno?

– no se, lo que me hayas dado de tomar y de fumar esta mañana, quiero más.

***

2 comentarios:

Solange Noguera dijo...

Es difícil prepararse para enfrentar todo lo que rodea a la muerte física del ser humano, nos cuesta leer sobre el asunto y es el tema evadido por excelencia, a pesar de que la tenemos acechando todo el tiempo, porque forma parte de la vida misma aunque suene paradójico.
Bien dice el dicho que para morir sólo es necesario estar vivo.
Cristina se fué físicamente, pero permanece en este escrito.
Saludos

Carolina Bugnone dijo...

crudo y bello