25/4/09

Las Hidras, escena del maquillaje.


Te veo entrar en el baño de aquel departamento de un ambiente, en un sofá cama espero unos minutos a que te depiles las cejas y después me acerco; te veo un poco en el espejo, un poco de costado; te acaricio la cintura.

Pasó mucho tiempo y a veces me cuesta menos recordar el departamento que recordarte, y pasa también que no puedo distinguir los momentos, los rincones, los olores (pero no, ese “Montana” tuyo es inconfundible; si todavía cuando por casualidad lo siento en la calle me desespero por encontrar a la portadora que, solamente por compartir tu perfume, se me antoja un paso más cerca de la perfección), y ese mismo juego de los recuerdos un día es necesario y al día siguiente perverso o abrumador.

En el espejo te miro lavándote la cara, pienso en esa transparencia densa del agua y en tu piel, pienso en la piel de algunos rincones de tu cuerpo y te sigo acariciando la cintura por debajo de la camisa y ahora tu piel es para mí puro tacto. Después de que te secás la cara te veo sacar del botiquín una cartuchera grande, la abrís y asoman todos esos aparatitos y cajitas y tubitos que hasta antes de conocerte se me habían pasado de largo; pienso en las posibilidades, pienso en el estilo probable para tu cara de esta noche.

Salgo apurado del baño, casi corriendo, siempre pasa lo mismo: se termina el disco en el equipo de música justo cuando empezás a maquillarte y me pedís que ponga algo; yo voy y vuelvo sin pensar en lo que hago, pensando en lo que me estoy perdiendo, tu cara en el espejo o de costado al lado mío mientras te maquillás.

Cuando vuelvo al baño me doy cuenta de que puse el disco de las sinfonías, ese que nos gusta para desnudarnos y prestarnos nuestros cuerpos; pienso en eso que escribiste sobre un atado de cigarrillos alguna vez después de hacer el amor ...“secretar las hidras máximas del deseo”... y me obligo a reaccionar para volver a verte.

Puedo recordar claramente muchos de tus gestos a pesar de no poder ya armarte por completo en la memoria; puedo hacer una lista de tus actitudes, de tus maneras de pararte, aunque la duda me lleva a confundirte con algo que voy inventando sobre la marcha para rellenar los olvidos y nunca sé si te estoy inventando (ahora, mientras te pienso), o si te inventaba (antes, mientras estábamos juntos).

Te veo frente al espejo dibujándote con un delineador los ojos que esperan bien abiertos y ese verde del interior tan grande, tan inexplicable su capacidad de abarcarlo todo cuando tenés los ojos bien abiertos y todo lo que me rodea es verde mientras que tu mano se dispone por completo al servicio del lápiz y el cuerpo se te crispa levemente ante la posibilidad de fallar. Sin darte cuenta acercás la cara al espejo y te ponés apenas en puntas de pié; la camisa se te levanta un poco empujada por los hombros y yo vuelvo a acariciarte la cintura con la palma de la mano bien abierta tocándote apenas, rozándote la piel; entonces se mezcla Beethoven con tu piel–tacto y mi mano–goce y el color de tus ojos inunda la escena montada sobre el gesto de tu cuerpo que es conocido pero siempre tan sorprendente.

Ahora me recuerdo a mí mismo en aquel momento y me veo como el nene “mamá comprame” que nunca podía faltar a la escena del maquillaje bajo pena de un ataque de llanto; te molestaba, te insistía con la mirada durante todo el proceso y así te halagaba. Entonces todo lo tuyo era más lento que de costumbre, me lo mostrabas más despacio; de repente tenías un ojo completamente pintado ...“¿te gusta?”... me mirabas muy fijo con una expresión utilizada solo en ese momento y yo veía en una cara, en ese solo gesto, dos formas de vos desesperantemente atractivas, dos versiones que peleaban parejo para que yo eligiera y nunca podía.

Un poco más y ya eran dos ojos nuevos, sin colores o cantidades exageradas, solamente unas líneas imperceptibles, unas sombras indeterminables, las pestañas un poco más firmes, nada.

Me pongo atrás tuyo agarrándote la cintura con las dos manos, apoyo la pera sobre tu hombro izquierdo y el Montana, mezclado con el olor de cremas y polvos, me llega hasta la nariz. Viene el momento de la boca y quiero estar más cerca, pienso en todos los momentos de tu boca, pienso en todas tus palabras “alcanzame esto y aquello”, en tu voz leyéndome “je sais combien il faut, sur la colline en flamme / de peine, de sueur et de soleil cuisant”... el lápiz de labios André Latour rouge nuit número tres, en la mano que lo hace girar hasta que asoma y en tu cara el gesto lipstick (los labios un poco apretados hacia adelante en forma de beso que no es para nadie) y la barra de crema roja que se va derritiendo mientras los raspa aplastándolos tan poco que casi no se ve; sin manchar las comisuras, sin exceder ningún perímetro apretás labio contra labio para reacomodar ese rojo que los separa; pienso en el día que aprendí a robarte ese rojo para lamerlo un rato largo después de haberte besado.

Me acuerdo de las sábanas llenas de nuestra transpiración, de tu Montana y restos de maquillaje, tan llenas de la noche anterior que en el recuerdo parecen ganar volumen; siempre las imaginé ‘agradecidas’ de esas noches, de los tirones y los desgarros y los temblores, llenas de nuestras “hidras máximas”, de la música y del humo de los cigarrillos, de migas de tostada y unas gotas de café la mañana siguiente. Hoy puedo acordarme de las cortinas y del sofá blanco de aquel departamento del 4to (¿del 5to?) como si el esfuerzo inútil que hice ayer para recordarlos no existiera.

Con un pincel muy grueso en una mano y una polvera en la otra te preparás para los toques finales en los pómulos, la frente, el cuello. Ahora tus movimientos son más dinámicos y mi mirada te persigue con el frenesí de la desesperación por no perderte el rastro. Y tu cara... esta vez un gesto que no es solo ojos o solo boca, un gesto que es toda la cara a la vez y que es solamente para el espejo, el más hermoso de tus gestos y no es mío y quisiera habértelo arrancado para que no sea tan efímero, para preservarlo del tiempo; pienso en ese gesto y me duele la imperfección de la imagen en los recuerdos, pienso en las sensaciones que me despertaba ese gesto y esas prevalecen completas, pienso en la imposibilidad de atrapar los gestos, de ponerlos a funcionar fuera de la casualidad.

Entonces, cuando estabas lista para salir del baño ya sabías que eras otra, (otra forma, otra cantidad de azares que te renovaban) y recién ahora lo entiendo pero igual me impacta y la sorpresa se renueva, aunque empieza a aparecer esa costumbre de repasar los hechos que los desvirtúa profundamente, que los rarifica y me hace pensar que todo sucede de nuevo como en fragmentos, en partes organizadas por la casualidad de los recuerdos que van apareciendo a medida que se me antoja reconstruirte.

Cuando creo que todo terminó, cuando estamos por salir del baño, te veo mirarte en el espejo y dudar... suspenso lleno de tus ojos y tu presencia... te miro y te miro en el espejo mientras espero. Agarrás un frasco y sacás un poco de gel, lo humedecés en la canilla y lo repartís por tu pelo cortado sobre los hombros que tantos disgustos parece traerte. Sacudís la cabeza y el pelo, lo peinás, lo reajustás por completo hasta la más invisible de las hebras entrecerrando los ojos, usando las dos manos. Todos los colores, el verde, el rojo, y ahora el amarillo, se van ajustando hasta la posición más exacta, respondiendo a un cálculo que solamente vos y tu cara conocen; pienso en Beethoven, que acaba de dejar de sonar, pienso en otras músicas y otras miradas que se pararon frente a tu espejo (¿alguien más habrá notado lo increíble de tu escena del maquillaje?), pienso en el taxi dentro de un rato y salir entre la gente donde vamos a ser menos privados, menos prestados el uno al otro.

Salimos del baño y la música que hago sonar ahora es un Piazzola por guitarra, bandoneón y traversa que me provoca un café antes de salir para escuchar un rato más. Pienso escucho “lo que vendrá” y sigo mirándote. Ahora me acuerdo que en momentos así me daba por extrañarte aunque estuvieras justo al lado mío, charlando, acomodando alguna cosa o revolviendo la cartera, como si todo fuera tan fácil, como si alcanzara con retrasar el momento de reaccionar, de despertar.

Con todo listo nos queda terminar el café, fumar un cigarrillo y salir ...“es raro que no estemos apurados”... y te sentás en mis rodillas, dándome unos besos pequeñitos que yo no conocía antes de vos. Pienso que ya voy a tener tiempo de arrancarte ese rojo crema para lamerlo a escondidas.

3 comentarios:

Lucía dijo...

Muy buen relato erótico.

Ya aprenderás que en la red es mejor presentarse con nombre y apellido.
Los ladrones del asfalto pululan en todas las redes.


Lu. Folino

Anónimo dijo...

Impactante! un relato lleno de erotismo en la sencillez de una seción de mauqillaje...me he quedado perpleja! Ojalá un hombre me mirase de esa manera.

Julio Alcántara dijo...

que buenos recuerdos!