9/4/09

La vieja

Tuve que esperar un rato en la sala. Un ambiente oscuro y fresco, lo que parecía imposible de encontrar aquel verano tan caluroso. Había mesas de diverso tamaño y sillas oscuras, adornos pequeños colgados en las paredes y distribuidos en repisas. Fotos viejas. Una pintura en la que aparecía un nene vestido de payaso sosteniendo un palo o un paraguas. Dos ventanas grandes con las persianas bajas aunque no del todo cerradas; las rendijas permitían un ingreso mínimo de luz, pero suficiente. Cortinas blancas de una tela delicadas sobre cortinas más espesas, de terciopelo oscuro. La casa en general, y esa sala en particular, parecía nostálgica de un pasado esplendor. Como si en algún momento se hubiera perdido el interés por sus cuidados, como si se hubiera dejado de mantener y renovar sus detalles.

Avisaron que tendría que esperar ahí unos veinte minutos o más, ofrecieron que me pusiera cómodo. Ocupé una silla cualquiera. Me acordé de la vieja. Me acordé porque al sentarme descubrí que la tenía adelante, sentada justo delante de mí.

La había visto antes, siempre en esa sala, sentada. Nunca en la misma silla, nunca en el mismo rincón. Hacía creer que la cambiaban de lugar según las horas del día. Como si alguien se ocupara de trasladarla, de rato en rato. Tal vez tuvieran algún tipo de alarma, un relojito o algo que avisara: “Es hora de mover a la vieja”.

De pronto me saludó. Nunca la había escuchado hablar. “Buenas tardes joven”. La voz era típicamente la voz de una vieja, muy amable, aunque no quedaba del todo claro si hablaba conmigo. Algunos viejos tienen eso, tal vez a causa de la visión disminuida. Cuando hablan no se sabe muy bien con quién. “Buenas tardes Señora” le contesté. Estábamos solos.

Tenía un vestido de verano verde florido, con unas florcitas blancas muy chiquitas, con el centro amarillo. Los colores del vestido habrían sido muy vivos en otra época. Yo suponía que la vieja había conocido el esplendor de la casa, que tal vez fuera suya. Como nunca había visto un viejo por ahí, suponía que la muerte del marido había puesto el punto final a aquel esplendor. Desde entonces todo estaría entristecido con la misma tristeza de la vieja tan sola y melancólica. Pero nunca tuve oportunidad de confirmar todo eso que no era más que un intento, de mi imaginación, por llenar las lagunas de incertidumbre en las que me sumía aquella casa y su funcionamiento, su vida cotidiana.

“Usted es el novio de la Paulita”. La vieja no me preguntaba nada, simplemente establecía los hechos, me permitía saber hasta dónde llegaban sus conocimientos. Era muy amable, o eso me parecía. Buscaba algún tipo de complicidad. Alguna vez intenté averiguar si se trataba de la abuela de “la Paulita”, si las reunía algún lazo familiar. También creí entender que se trataba de la casera que alquilaba los cuartos. Podría incluso haberse tratado de una combinación de ambas situaciones. “Efectivamente”, le respondí en un pretendido registro vetusto, o lo que a mí me parecía un registro vetusto. Así nos entenderíamos mejor. O tal vez no. Le podría haber dicho simplemente “si”, pero me pareció que así no correspondería con su amabilidad. Por un momento estas disquisiciones me resultaron complicadísimas, casi algebraicas. Finalmente decidí no preocuparme más por el asunto del registro. Dijera las cosas como las dijese, la vieja me entendería.

“Espero que no lo haga esperar mucho” dijo “aunque aquí en la sala se está muy cómodo, es el ambiente más fresco de la casa”. La vieja hablaba despacio. Se agitaba, parecía que fuera a agitarse y por evitarlo hablaba despacio. Tal vez quisiera hacerme notar que no me caería con una catarata de palabras. Algunos viejos se desesperan por hablar un rato, pero esta vieja no, o yo creía que no era el caso. Quería decirme algo más y por no asustarme, por evitar que me resultara tediosa la conversación, hablaba despacio y destacando, con la entonación, que el final de sus comentarios estaba ahí cerca, que no demoraría mucho en terminar. Me dijo “Yo prefiero pasar las tardes acá en la sala, especialmente en verano. Casi siempre me duermo un rato, aquí sentada nomás”.

“Yo no puedo dormir sentado, no estoy acostumbrado”. Intentaba ser amable con la vieja. No sé por qué. No tenía razones para no serlo. Al no ver relojes en la sala me intrigó cómo haría para saber qué hora era mientras estaba ahí. Volví a repasar mi conjetura de que habría alguien en otra parte de la casa, alguien atento a las agujas de un reloj, que se ocuparía de llevar y traer a la vieja por la sala, por la casa, avisándole de los almuerzos y las cenas, de la hora del baño, del comienzo y del fin de la siesta. De repente me exalté, “¿no le habré interrumpido la siesta verdad?” le pregunté apenado. Honestamente apenado. Alguien me ofreció acomodarme en la sala y yo imaginé que eso no le traería problemas a nadie. “No joven, para nada. No se preocupe. Últimamente tengo unos sueños muy movidos que me impiden dormir. Así que le agradezco la conversación”.

¿Qué cosas soñará la vieja? Confieso que eso había despertado mi curiosidad. Me la imaginé un poco roncando mientras buscaba posición en la silla, con algún dolor de espalda, haciendo crujir la madera. Alguna vez la habré visto dormir, ahí en la sala, pero no había ninguna seguridad en esto. La vieja estaba por entero compenetrada con los muebles, con los adornos, con el ambiente general de la sala. Mimetizada. Camuflada. Era imposible saber si estaba o no, si dormía o no. En aquel mismo momento, hablando de forma tan amable, no se hubiera sabido si era conmigo o con algún recuerdo, o con algún sueño, con quien compartía sus comentarios. Los ojos entreabiertos, entrecerrados. La cabeza apuntando en una dirección que definitivamente no era la mía. Los gestos breves, mínimos, económicos, orientados hacia el aire a mi derecha.

De alguna manera intuyó mis divagaciones. A decir verdad la había dejado con las palabras en el aire, sin respuesta. No llegó a ser un silencio incómodo, pero debería haberle contestado algo. No lo hice y la vieja lo notó, y decidió ocupar generosamente mi turno en la conversación, disimulando mi descortesía. Me preguntó “¿Usted sueña joven?”. Era la pregunta que yo hubiera querido hacerle a ella – y que no me hubiera atrevido a formularle – pero ella era vieja y su vejez le disculpaba ciertos atrevimientos. El tono de la pregunta parecía dar por cierta esa disculpa de mi parte. Se alisó la muy lisa falda del vestido sobre el regazo, con la palma de la mano derecha, y después dejó esa mano descansando sobre la otra. No había espacio para evadirse sin respuesta.

“Nunca sueño” le dije “o por lo menos nunca me acuerdo de lo que sueño”, y no le estaba mintiendo. ¿Por qué le mentiría? Sopesé la posibilidad de decir “a veces sueño con la Paulita”. Porque si ella era la abuela, o por lo menos una casera amable y con alguna intimidad con sus inquilinos, la noticia de mis sueños le llegaría a la misma Paulita. Lo que no hubiera estado nada mal. No, no hubiera estado mal. Pero decidí ahorrarme una mentira tan poco necesaria, fundada en la vaga esperanza de un incierto correveidile. Tal vez la memoria de la vieja anduviera fallando y fuera incapaz de retener el dato de mis sueños lo suficiente como para transmitirlo más tarde. Tal vez no me atreví a mentir. Nomás por algún prurito que yo mismo no entendí en ese momento, no me atreví.

La vieja se acomodó mejor en la silla. “Debería intentar durmiendo sentado, así seguro que se acuerda de todo”. Subrayó sus palabras dando unas palmaditas en la silla que tenía a su derecha. Parecía una invitación a echar una siesta. La vieja sonreía desmintiendo cualquier desconcierto que hubieran despertado sus comentarios. Esa sonrisa que uno utiliza con el verdulero cuando le pide dos kilos de papas. “¡Todo esto es tan normal!” decía aquella sonrisa. “Ya tendré ocasión de hacer la prueba” le contesté. Me hubiera gustado encontrar un tono amable, pero que dejara definitivamente cerrado el tema. No lo logré. “Si quiere yo lo ayudo a soñar alguna cosa. Mejor dicho, lo ayudo a recordar algún sueño. Estoy muy práctica para esas cosas”. Lo que despistaba era la convicción en el tono de voz, palmeando otra vez la silla a su lado, sonriendo con tanta amabilidad.

El sol había bajado un tanto, la tarde avanzaba. Se notó en la inclinación de las sombras dentro de la sala, en la orientación de la luz que dejaban pasar las rendijas de las persianas. Sentado y quieto, empecé a notar que se me enfriaban los pies, aunque afuera no había menguado el calor. La vieja se acomodó un poco el peinado, las canas atadas en un rodete alto y prolijo. Estaba cansado, y sentí ese cansancio repentinamente. Mi organismo me traicionaba. Me proponían dormir y el cuerpo reaccionaba favorablemente. Puse una fuerte dosis de concentración en despabilarme, aunque no quería que mis esfuerzos en ese sentido fueran muy notorios, no daría el brazo a torcer. Sólo por no faltar a la cortesía le dije “no veo cómo podría ayudarme en una cosa así”. Otra vez intentaba cerrar el asunto, pero debo reconocer que con esa respuesta no hacía más que franquearle una puerta a la vieja, le permitía trasponer mis últimas prevenciones. No tenía más que darme la explicación faltante, tras lo cual poner en práctica su experimento sería la consecuencia natural.

“No se preocupe” me contestó, “no resulta para nada complicado, es cuestión de un momento. Sólo quisiera preguntarle, primero, si sabe a qué se debe que no recuerde sus sueños” Tal vez la vieja me hablara en voz baja, o bajara la voz a medida que me hablaba. Creí que se había alejado, o que por lo menos se había corrido. Un cambio de silla, alguna silla detrás de mí. No llegué a responder su pregunta. Lamenté dejarla otra vez con las palabras en el aire, pero la vieja era tan amable. Retomó ella misma la conversación por no apenarme. “Veo que se duerme, no perdamos tiempo con detalles”.

Me dio un golpecito seco en la rodilla. O algo así me pareció. Y tras el golpecito seco todo comenzó a derrumbarse. Una caída profunda, una precipitación lenta. Me dormí y soñé, y cada cosa que vi, con total nitidez, en el sueño se grabó en mi memoria, de la misma manera que se graban los sucesos de la vigilia. Ahora no puedo olvidar.

Desperté apenas unos momentos después. Creí haber dormido muchas horas, pero me equivocaba. Me sentí empapado en transpiración. La vieja seguía en la silla de enfrente, semisonriente, semidormida. No hablaba.

Me paré y busqué la puerta. Alguien se interpuso preguntándome si me sentía bien, que por qué me iba. Se mencionó a “la Paulita”. Caminé hasta encontrar la puerta, decidido a sortear cualquier obstáculo. Crucé el umbral.

Tuve que esperar un rato en la sala. Un ambiente oscuro y fresco, lo que parecía imposible de encontrar aquel verano tan caluroso…

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