La soledad de esta noche, de esa noche, fue perfecta. Cada cosa en su lugar. Vos armarías la última valija en aquel momento. La gente en los autos, los turistas atrasados, las familias salían y entraban de los restaurantes, llamadas telefónicas y arreglos de último minuto, un cigarrillo en la vereda, sacar a mear al perro. La presión sofocante de las peatonales. Hotelería, gastronomía y comercio; cuentas regresivas en el reloj despertador del banco, del patrón, del empleado. Lucecitas de los barcos afanosos, blancas, rojas y verdes, en el horizonte. Una pareja se besa bajo un farol en la rambla de San Sebastián. Cuando te acostumbrás, las olas tienen el mismo ruido que los motores de los colectivos, el ritmo de los semáforos, el reflujo del peaje. La soledad adquiere volumen y dimensiones concretas. La noche era estrellada, diáfana y honda como el cruce de una frontera ilegal, una noche robada de otra vida que nos mira en el espejo.
Estábamos en un restaurante a la sombra de un cartel gigante que decía “ce n'est pas un restaurante”, y no sólo el cartel: una habitación completa y especial para exhibirlo; cuando llegamos, a nosotros también nos dijo la camarera: “hola buenas noches, si quieren pasar a conocer el restorán…”, como lo había dicho un par de horas antes en el video. Había mucha más gente, las mesas ocupadas, rebosantes con los frutos del mar y los niños desobedientes, servilletas manchadas, panes mordidos y botellas a medio vaciar. Mozos y camareras, pilotos de copiosas bandejas, en estado de fricción permanente, bregando por atravesar angostos desfiladeros de comensales, frotándose unos contra otros los cuerpos; en la caja y en la cocina se trabajaba febrilmente. La música funcional, las conversaciones y el crujido de la vajilla hacían tolerable el ruido de la colectiva masticación.
Nada más a propósito que un restaurante para observar la relación entre el dinero y el aparato digestivo, con su mecanismo masivo de incorporación y sus deyecciones. Pero teníamos la sospecha intransferible de que eso no era un restaurante, ni una galería de arte, ni siquiera un suceso de la historia, por microscópico y foucaulteano que fuera el enfoque, no teníamos ni la menor idea de qué era eso, y no nos hubiéramos atrevido a afirmar, tampoco, que algo estuviera sucediendo. Me pregunto qué clase de temple se necesita para mantenerse firme entre semejante marasmo de incertidumbres. Vale la pena hacer notar que, cuando la gente se pone a pensar en estas cosas, es incapaz de mirarse a los ojos.
El superpoder de mirarse a la cara se recupera con facilidad mediante todo tipo de intoxicaciones. Andrea arranca cada noche con dos cañonazos de Jack Daniells en el living de su casa, para templar el espíritu antes de sacarlo a pasear. Tiene una cantidad de horas de entrenamiento en A.A., pero esa etapa de la vida está superada. Ahora solo guarda algunas costumbres de otros tiempos. Lucio no se presenta en público sin vaciar antes una botella de vino; es una cábala, un recurso mágico que aplica, un ritual que no se atrevería a interrumpir. Yo, después de noches como esa noche, llego a la conclusión de que cada década de la vida te trae un amor frustrado y un vicio nuevo. La adolescencia, los veinte, los treinta, los cuarenta… cada una con su pequeña e irresistible caja de pandora.
Lucio fue el centro indiscutido de la muestra; todos se acercaron para saludarlo, felicitarlo y charlar un rato, y una vez cumplidas las formalidades nos acomodamos en algunas mesas afuera, en la vereda. Treinta o cuarenta personas, con un margen fluctuante de tipos y mujeres que iban y venían no se sabe bien de dónde ni por qué. Como si en alguna parte hubiera algo que valiera la pena, aunque sea por un momento, y no fuera un problema distraerse con esto y aquello y matar el tiempo sin hacer nada entre un lugar y otro y no terminar de aparecer por ningún lado. A la abrumadora mayoría de los comensales me los presentaron esa noche, los saludé a todos muy amablemente, abrigando la certeza de que jamás volvería a verlos. Soy un desastre en el ámbito de las relaciones públicas, los desconocidos me paralizan y cualquier tipo de conversación con otro adulto me agarra siempre a contrapierna, en especial cuando se trata de hombres, y/o mujeres feas.
Lo que hago en estas situaciones, con la intención de superarlas con el menor monto de daños colaterales (en términos de papelones y momentos vergonzosos), es sonreír y cerrar la boca. Tengo muy poca práctica en el ejercicio de la sonrisa, así que tarde o temprano es imposible disimular mi cara de orto. A mi alrededor la atmósfera puede ponerse un poco tensa y con suerte habrá alguien que me lleve a casa para que no moleste.
Pero esa noche el vino era gratis, así que todos alrededor de la mesa estaban tremendamente borrachos. Y yo habría resultado el único sobrio si no me hubiera encontrado con el kosovar.
3 comentarios:
Encontré este blog a través de Networkedblogs y me parece muy interesante. Saludos.
Qué serie tan rara esta. Terminar de leerla va a hacer que algo cambie en mi vida (más le vale)
Escribis cada dìa mejor
Publicar un comentario