2/9/11

las cartas*

“los Jázaros consideran a las personas que
habitan el pasado de un hombre como
prisioneras en el hechizo del recuerdo.”
Milorad Pavic


            Estaba sentado, hablando con alguien más y tomando mate, cuando escuché una voz que se me acercaba por atrás.
–buenas profe… –era una de las coordinadoras– acá llegó Analía
            Me dí vuelta, con el mate en la mano, para ver que a Analía la traían agarrada de los hombros, como una prenda que se saca mojada del lavarropas. Y así la acomodaron en una silla enfrente de mí, del otro lado de la mesa, como si colgaran esa misma prenda en una soga para secarla al sol.
–Analía preguntó por el taller de lectura –explicó la coordinadora– ella está muy interesada
El sol en ese momento entraba por el ventanal de la sala común. Un sol tibio y otoñal, de calor insuficiente. En cuanto la coordinadora se retiró, entendí que necesitaríamos un sol mucho más potente, incluso tropical, en lo posible selvático.
            Porque Analía temblaba como si de verdad la hubieran sacado empapada de un lavarropas. Eran unos temblores suaves, sin sobresaltos, pero persistentes y continuos, de los brazos, las manos, la cabeza, las ondas eran perceptibles en el cabello encrespado que me quedó a contraluz, rojo, la boca temblaba también, y la mirada era furtiva, con ojos grandes y verdes, la cara llena de pecas y miedo. Todo era miedo en Analía, imposible saber miedo a qué, pero miedo patente, evidente, inevitable, en toda la expresión de su rostro, como manifestación fundamental de su persona.
            Hablamos. Los primeros cuarenta y cinco minutos fue más bien un monólogo, el más arduo examen personal al que me vi sometido en mi vida adulta. Mientras hablaba, me resultaba progresivamente más y más difícil saber qué sucedía dentro de la cabeza de Analía que no dejaba de temblar, a pesar de mi suposición de que en algún momento se calmaría. Los temblores estaban perfectamente asimilados a su comportamiento corriente, porque no se detenían. Con la mirada anunciaba que prestaba atención y parecía todo el tiempo a punto de decir algo, pero no decía nada, y cada tanto los ojos se le iban para los costados, para confirmar que la gente permaneciera en su lugar o algo por el estilo. Le acercaron un conito de papel con dos pastillas y un vaso descartable con agua; miró la hora en el reloj de pared y con movimientos lentos y calculados permitió que le acercaran las pastillas primero, el agua después, a la boca.
            Es que la voluntad parecía no ejercer ningún imperio sobre su cuerpo, perfectamente inmóvil más allá de los temblores. Los brazos colgaban muertos a los costados, con los antebrazos apoyados sobre la mesa, sin dar señales de vida. Las manos y los dedos se estremecían como las ramas de los árboles en el viento, con un suave susurro de su abrigo de lana.
La otra chica que estaba con nosotros y que participaba a medias de nuestra charla le acercó un mate. Se lo puso en la mano derecha, y ahí se debe haber producido una crisis en lo más hondo de Analía, porque el esfuerzo que necesitó para arrastrarlo un poco, quince centímetros a la izquierda, hasta ponerlo debajo de su cara, hubiera liquidado a varios hombres cien veces más saludables que ella.  
            Pero Analía deslizó con éxito el mate sobre la mesa a lo largo de esos quince centímetros, lo que le permitió acercar la boca a la bombilla para chupar, sin necesidad de hacer el esfuerzo de levantarlo. Acercó la boca muy lentamente y los temblores redoblaron en ese momento, la bombilla se sacudió como un sismógrafo enloquecido, una contractura triple le atenazó el cuello y las réplicas del dolor se manifestaron en la lenta superficie de la mirada. Finalmente se tomó el mate y aceptó varios otros.
            El horario del taller de lectura había terminado, técnicamente, una hora antes de que Analía pronunciara sus primeras palabras en nuestra conversación. Como el resto de su comportamiento físico, todo lo que me dijo salió atravesado por los temblores y el miedo. No creo que Analía supiera con exactitud qué le provocaba tanto miedo, me imagino que la asustaría complementariamente ese mismo desconcierto. El miedo que no tiene causa, que puede venir de cualquier lado, es un miedo que asusta más porque no se entiende, porque está en nosotros.  
            Hablamos de libros, de autores, de lecturas. Le pregunté, sintiéndome en territorio neutral y conocido, qué le gustaba leer, y desplegó un muy amplio panorama de conocimientos literarios, sorprendente desde cualquier punto de vista. Indagué un poco más sobre el contexto y el origen de estas preferencias, y me enteré de que estaba en proceso de escribir su tesis universitaria. Deduje además que el objeto de sus estudios le permitía un notable grado de conocimiento sobre su propia enfermedad.
            Estas conversaciones son como campos minados, se intuyen los detonantes, se auguran zonas de peligro, pero es una cuestión de puro azar no caer en cualquiera de los sectores en sombras. Con la misma seguridad de antes le pregunté, resueltamente, si además de leer también escribía.
–si escribo –me dijo temblando– escribo cartas, desde hace tres años o un poco más
–¿sólo cartas? ¿siempre cartas?
–si, cartas
            Hubo una pausa en la conversación, como una hoja en blanco, el profesor del taller de lectura no supo qué leer en ese silencio. Una contradicción del sentido que se hizo patente en la divergencia de las miradas, a mitad de camino entre lo que me quería decir y lo que no se animaba a pronunciar, entre lo que yo quería y lo que no quería saber. Evidentemente no hablábamos de lo mismo, y los dos pensábamos en la posibilidad de hablar de esa otra cosa, sin animarnos del todo. Podríamos pasar la vida viajando miles y miles de kilómetros alrededor del mundo y no encontrar nunca el pasillo de tres metros que nos acerque a otra persona.
–Las cartas –me aclaró Analía, mientras yo me preguntaba si de verdad había dejado de temblar– son para alguien…
            Analía se afirmó con las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante, parecía otra persona. La voluntad extraviada había encontrado circunstancialmente un camino de regreso, y se manifestó como una primavera que entra con toda la pompa por las ventanas de los ojos.
–para alguien… –dudé un momento– ¿para el mismo? ¿siempre?
–siempre –insistió– todos los días…
            El brillo en los ojos se le apagó tan rápido como había llegado. Volvió a inclinarse lentamente contra el respaldo de la silla, y a medida que retrocedía volvían los temblores. Dijo que nadie había visto jamás las cartas, y que nadie las vería. Dijo que estaban escritas con propósitos personales y que eran cartas privadas. Que nunca había escrito ficción, ni nada que otros leyeran, más que su único destinatario. Al mencionarlo por segunda vez, yo mismo sentí el estremecimiento de Analía como un golpe en el vacío que me cortó el aliento.
            Le hubiera jurado en ese momento, desconociendo las cartas, comprometiéndome a no leerlas nunca, que ese tipo de cosas eran las únicas que merecían ser escritas, pero tenía un nudo en la lengua, como si cobrara repentina conciencia de estar jugando a la ruleta rusa, y no me atreví a pronunciar una sola palabra.
            Sin girar el cuello, apenas buscándola con la voz y con la mirada, Analía le pidió a nuestra compañera de mesa un cigarrillo y fuego. Le dejaron la caja de fósforos y un paquete de Phillips a una distancia razonable de las manos. Me miró un segundo a los ojos y de inmediato saqué un cigarrillo del paquete, se lo dí, temblando se lo puso en la boca, encendí un fósforo y se lo acerqué a la cara. Fue sencillamente inútil, imposible. Saqué otro cigarrillo y lo encendí por mi cuenta, después se lo cambié por el cigarrillo apagado que volví a guardar en el atado.
            Se acercó el cigarrillo, encendido y vacilante, a la boca. El sol del otoño disparó su último rayo contra los rulos colorados de Analía, que fumaba con la mano temblorosa y la boca crispada, a contraluz de la ventana. Los ojos verdes caídos como una lluvia sobre su propio regazo, donde apretaba un morralito de colores con la mano desocupada. 
–si querés las busco –me dijo, mientras yo juntaba mis cosas– y te las muestro… tendría que ordenarlas un poco
–como quieras, me encantaría verlas, si no te hace sentir incómoda
–no, para nada, me gustaría mucho que las leas
            Dos o tres veces por semana vuelve a prometérmelas.




*publicado en el blog O qué de Carolina Bugnone

No hay comentarios: