12/4/11

la paradoja del futuro

             Paradoja del futuro: los relojes avanzan, y por lo tanto mienten; el tiempo es una cuenta regresiva.
            El futuro, que en nuestra imaginación ubicamos "hacia adelante" y que identificamos con el espacio de "lo posible", donde todo puede suceder, es el punto a partir del cual no hay nada, sólo la muerte, el no acontecer.
            "Ganar tiempo" es una expresión completamente fuera de la lógica, al tiempo sólo puede perdérselo. El tiempo es, indudablemente, la única cosa que perdemos sin pausa y que no podemos ganar de ninguna manera. El estado natural e inevitable del tiempo es el agotamiento.
            El tiempo nos plantea un problema de percepción, un problema de distorsión matemática de la percepción. Es posible establecer, para cada parcela de tiempo, un punto de partida pero no un término. El punto de partida por antonomasia es el nacimiento, el término es la muerte. El nacimiento es dato de agenda, un punto claro y distinto determinable en los calendarios, la muerte no es de ninguna manera previsible. Esto nos lleva a percibir el tiempo como una progresión, como una suma de minutos a lo largo de la vida desde un nacimiento determinado hasta una muerte incierta. Esa imprevisibilidad del recorrido nos impide establecer un término para el tiempo considerado bajo su verdadera forma, la de la cuenta regresiva.
           Vivimos entonces la ilusión de la marcha, la ilusión del camino, del avance, cuando se trata de un retroceso, de un andar hacia atrás. Como consecuencia de esto, nos imaginamos un pasado que se ubica a nuestras espaldas y un futuro que nos quedaría hipotéticamente por delante, o hacia adelante. Ese futuro es matemáticamente infinito, pero se trata de la misma infinidad matemática que le permite a la tortuga vencer en la carrera a Aquiles. Es necesario no perder de vista la aclaración de Diógenes: el movimiento se demuestra andando. La reversibilidad del tiempo se demuestra muriendo. En esta carrera somos la tortuga. Sólo podemos prevalecer en el ámbito de la fábula.
            La consideración matemática del tiempo no es nada más que la superposición de nuestra fantasía racional sobre la realidad. Sufrimos del más severo ataque de egocentrismo mental: creemos que las cosas son matemáticamente determinables porque las matemáticas nos parecen un invento maravilloso y argumentalmente irrefutable. Es lamentable perder de vista que no deja de tratarse de un invento, de una superposición, de otro argumento. Y a despecho de nuestros propios procedimientos racionales, aplicamos el argumento al revés. En el mejor de los casos, la percepción matemática del tiempo debería permitirnos ver nuestro propio discurrir como la activación simultánea de infinitos cronómetros corriendo hacia el cero implacable. Esto es así para todas y cada una de las cosas que nos rodean. Ahora mismo podemos levantar la mirada y elegir uno cualquiera entre los muchos objetos y sujetos a nuestro alcance. Sobre ellos se alza, como la espada de Damocles, un cronómetro secreto que discurre en retroceso la cifra de su sentencia.
           
            La percepción distorsionada el tiempo produce todavía otra consecuencia, la del constante aplazamiento. El tiempo considerado como avance nos pone en situación de procrastinación permanente. Si dejamos de pensar que el tiempo se agota y vivimos bajo la convicción de que se trata de un elemento en estado de aumento, de un elemento cuya cantidad crece indefectiblemente, si pensamos en el futuro como aquel territorio de la utopía, de la próxima realización de nuestros deseos o ambiciones, entonces nos autorizamos a desplazar el presente hacia adelante. Mientras que el tiempo como cuenta regresiva debería obligarnos a vivir el presente en una especie de estado de emergencia, el tiempo como adición inagotable de sí mismo nos lleva a postergarnos.
            Un futuro (hacia el que “avanzamos”) como promesa de que todo podría cambiar y ser mejor. Esa es la ilusión en la que vivimos. No se trata de una utopía política, no se trata de la consagración a posteriori de unos ideales más o menos retrógrados, todo lo contrario. Es nuestro presente inmediato, el presente del cual depende todo lo que somos ahora en lo más intimo y particular de cada uno, es el presente de nuestra propia vida cotidiana el que queda en suspenso, entre paréntesis, a la espera de una solución imaginada, más o menos entrevista en el territorio del futuro. Y en cuanto aceptamos que el futuro queda ahí adelante, inevitablemente en nuestro camino, dejamos de preocuparnos, nos convencemos de que tarde o temprano llegará hasta nosotros.
            La distorsión matemática en la percepción del tiempo se convierte en el punto de partida y sostén de toda nuestra molicie. Nos facilita la aceptación de todas las desgracias. Nos pone en condiciones de esperar, nos resigna, amplía el nivel de nuestra tolerancia de la realidad. En cuanto perdemos la conciencia de lo que verdaderamente nos espera en el futuro y llenamos ese futuro con toda la artillería de nuestra fantasía, nos hacemos dóciles, sumisos, maleables y pacientes en el presente.

             El presente: objeto de toda nuestra distracción, de nuestra más profunda voluntad de  cerrar los ojos o mirar para el costado (o para adelante, hacia el futuro), es también la única versión del tiempo con la que contamos, aunque dure apenas lo suficiente como para sospechar que no existe.


No hay comentarios: