8/7/10

Outcast

            todo es fiebre y delirio y algunos creen con fe (otros no), algunos se sumergen y se dejan arrastrar, otros resisten hasta sucumbir; narrar es ponerlo afuera para que no nos consuma en su combustión inexplicable

            Caminaba junto a mi padre, a quien me resulta imposible llamar “papá” o “viejo” como a él le gustaría (y como de vez en cuando me lo reclama), así que lo llamo por su nombre o, cuando lo menciono en tercera persona, me refiero a él como “mi padre”, sabiendo que esa fórmula tan rígida y formal le resulta detestable y poco adecuada. Se llama Horacio, es médico, un tipo exitoso y – como todo tipo exitoso – muy conservador, lo que va muy bien con sus más de sesenta años, sus canas y su carácter de autosuficiencia indestructible. A pesar de todo es un tipo sensible, sabe llorar cuando lo encuentra adecuado. La caminata misma resulta inexplicable por varias razones. En primer lugar porque yo iba andando a su lado, en bicicleta, mientras él caminaba, y sería difícil explicar por qué mi padre iba a pie en lugar de trasladarse en esa especie de apéndice de su personalidad que es su auto. En segundo lugar, porque llevábamos muchos meses sin vernos, tal vez más de un año en aquel momento, debido a las distancias que separan nuestros respectivos hogares, y a otras diferencias personales.
Caminábamos por alguna calle de Mar del Plata, cerca de la biblioteca municipal, un mediodía solar de primavera, a media semana, sorteando un tráfico espeso de taxis y colectivos, peatones, veredas rotas y obras en construcción. Mar del Plata se parece mucho a cualquier lugar, a Ramos Mejía por ejemplo, cerca de la estación de tren, sobre Rivadavia, un día de semana con gente. Sólo tiene la ventaja de estar cerca del mar, por donde evacua mejor la mugre. La comparación no es accidental, elijo Ramos Mejía intencionalmente, porque es el mejor ejemplo en mi memoria de un lugar hostil, ajeno a la naturaleza de la vida. El tipo de lugares que elegimos para vivir las personas.  
En los escenarios que presentan agitación y movimiento, preferentemente de carácter laboral, Horacio se mimetiza. En la calle por ejemplo siempre parece un tipo muy ocupado, sin tiempo para prestar atención a nada, compenetrado con la corriente general de la vida hasta dominarla. Yo no puedo eludir el trasfondo de profunda irracionalidad que asoma por todas partes y me quedo cortado, expectante e incómodo, sintiéndome fuera de lugar. Hablábamos del almuerzo y de las distintas razones por las que nos veíamos obligados a separarnos pocas cuadras más adelante; él venía de resolver alguna cuestión de trabajo y todavía se le presentaba una larga serie de tareas impostergables de las que debería ocuparse por la tarde. Es director de una clínica privada en Buenos Aires, de cuyo prestigio suele vanagloriarse, pero sin grandes ostentaciones. No me puedo imaginar cuáles serían en aquel momento sus compromisos marplatenses. A pesar de trabajar rigurosamente de saco y corbata, ese día vestía ropas informales, aunque no sin elegancia, esa elegancia tan característica de la gente que se siente incómoda fuera del ámbito de sus tareas regulares, y que busca por todos los medios que su imagen nunca deje de asociarse con su profesión: mocasines oscuros, pantalón de vestir, camisa pálida, blanca con finísimas rayas rojas verticales, prolijamente arremangada en dobleces grandes, rectos, y luego todos sus accesorios, reloj, cartera de cuero, delicados anteojos bifocales y un grueso y brillante llavero, rebosante de llaves y pesados adornos. Caminaba con aplomo, mirando al frente, atendiendo a los obstáculos pero evitándolos sin dificultad.
Yo iba con una bermuda de jean, zapatos claros de nobuk sin cordones, algo gastados, regalo de mi hermano, y una camisa clara, a cuadros, con dos o tres años de uso, muy fresca, los botones superior e inferior desabrochados, al igual que los puños, que el viento cálido llenaba de movimiento. Iba montado en la bicicleta, subiendo y bajando de la vereda según resultara conveniente, medio pedaleando y medio empujándome con las puntas de los pies, atento al manubrio vacilante y a las contingencias del camino. Cruzada sobre el pecho, la cinta de un morral de cuero con libros y cuadernos que cargo, sólo por hábito, a todas partes, colgando a mi derecha.
No estaría de más señalar una diferencia. Mirar televisión, para Horacio, equivale a programas deportivos tediosos y extensos. Golf y carreras de fórmula uno los domingos, arrancándo a las siete de la mañana, después de haber preguntado toda la semana a qué hora empieza la carrera, a personas que este asunto no interesa. Películas de James Bond en la casa de su cuñado (aunque ya perdieron la costumbre), las novelas que su segunda esposa mira ocasionalmente mientras él almuerza e ignora el televisor. También partidos de fútbol, es hincha de boca, único rasgo popular de su carácter. Escucha las noticias por la radio en el auto, viajando al trabajo. Es el único reemplazo que encuentra para el ruido de la televisión y las personas ajenas, mientras maneja. Yo veo dibujos animados, sin sonido, y pongo música.
Al doblar por Catamarca, justo en frente de la entrada a la biblioteca, se nos presenta el andamio de una obra que estrechaba la vereda, ya muy angosta sin semejante aparato, y debimos bajar a la calle.
– yo sigo, tengo que cruzar – me dijo Horacio mientras buscaba un espacio para pasar entre los autos estacionados – mirá vos qué casualidad, acá viven los Paura.
            Me señaló el edificio siguiente al andamio de la obra, detrás de un árbol, pero desde donde estaba yo, detrás del andamio, no se veía claramente. Él cruzó la calle despidiéndose y yo seguí unos metros buscando el edificio señalado. Pasaba mucha gente en todas direcciones, peatones, albañiles, por la vereda, entrando y saliendo del edificio de puertas acristaladas, algunas personas reunidas ahí mismo conversaban a viva voz y entorpecían todavía más el paso. Unos metros más adelante había un puesto de diarios, exhibición heterogénea de tapas de revistas, libros, discos, etc. En plena calle estaba (junto a un montón indiferente de desconocidos) tristemente acorralado.
            La familia Paura, hasta donde yo sabía porteños de toda la vida, mantenía relaciones ancestrales con mi padre. Carlos Paura y él se conocían desde muy jóvenes, y la relación que comenzara como contacto casual, se transformó al paso de los años en una de las más íntimas del acervo paterno. Además de grandes amigos, mi padre se convirtió casi inevitablemente en el médico de cabecera de la familia Paura. Como muchos de los vínculos de mi padre, sus relaciones con los Paura se vieron interrumpidas durante los once años de matrimonio con mi madre – otro ser en este mundo con el que no tengo la confianza necesaria para un trato más íntimo – pero luego de ese paréntesis, retomaron alegremente el contacto, sin que se produjera mella en su mutuo afecto. Yo no conocí a los Paura hasta después de ocurrido el divorcio, y mis contactos con ellos no pasaron de dos o tres encuentros casuales, tal vez con ocasión de algún festejo navideño, quizás un cumpleaños, y poca cosa más. Como todos los amigos de mi padre, los Paura se mostraron circunstancialmente afectuosos conmigo, con ese tipo de afecto que intenta ser más una señal de aprobación para el progenitor que un intento de acercamiento sincero para con la prole, el tipo de acercamiento que se hace “desde arriba”.
            Desde mi último encuentro con los Paura del que yo tuviera memoria, no habrían pasado menos de diez años.
            El edificio no tiene más de tres o cuatro pisos y, a pesar de ser un poco estrecho, la fachada presenta seis soberbios balcones; desde la vereda se adivina que cada piso coincide con un departamento. El portero eléctrico, además del timbre del encargado,  consta de sólo tres botones. Rematando el timbre en el primer piso, una placa de bronce: “Dr. Carlos Paura”. El Doctor Paura es, si no me falla la memoria, abogado.
            Mi bicicleta se desvaneció en el aire, dejé de prestarle atención cuando vi salir por la puerta, esquivando a la gente que iba y venía, como yo mismo lo estaba haciendo en aquel momento, a dos hombres maduros cargando bagaje tal vez de pesca o de camping, hablando con desenvoltura. Uno de estos hombres, con una barba candado llamativa y puntiaguda, campera náutica roja, de los dos el que llevaba el bolso más grande, iba revolviendo un ruidoso llavero, buscando el interruptor de la alarma de un coche cercano. Ese hombre, intuí sin ninguna seguridad, podría ser Carlos Paura. Carlos Paura comparte ampliamente los gustos televisivos de mi padre, permitiéndose una más nutrida variedad de películas de acción.
            Al cruzarme con él en la vereda, y a pesar de no poder confirmar que fuera el amigo de mi padre, me sobrevino la convicción de que, si él salía, atrás quedaba su casa vacía. Esta convicción fue, desde todo punto de vista, irracional e injustificable. En el caso de que aquel tipo fuera Carlos Paura, podrían estar todavía en su casa su mujer o sus hijos, una empleada doméstica, cualquier pariente, un electricista. Pero su paso me absorbió como un reflujo, como una marea inversa, y me sentí arrastrado hacia el edificio como arrastran las olas en el mar cuando se retiran. Pasamos muy cerca, hombro con hombro, al mismo tiempo, por debajo del amplio marco de la puerta de acceso.
            En el caso de que efectivamente se tratara de Carlos Paura, no dio la menor señal de reconocimiento al cruzar miradas conmigo. Esto ya me había pasado otras veces con gente que trato a diario. Lo adjudico a un cambio notable que se produjo en mi aspecto físico durante los últimos meses y que no está de más explicar, aunque no sea otra cosa que una circunstancia bastante tonta. Durante mucho tiempo, desde los doce o trece años, mantuve la costumbre de afeitarme regularmente la cabeza, y también la cara cuando comenzó a ser necesario. Y esto lo hice por espacio de casi veinte años, hasta que cambié la costumbre de pronto, y ahora me veo en el caso de tener que ser presentado nuevamente a casi toda la gente que conozco, quienes no me descubren detrás del pelo largo casi hasta los hombros y la barba espesa. El camuflaje capilar, en pocos meses, me sumergió en un cálido anonimato; hasta he sentido en mi entorno un impulso reflejo al rechazo, un impulso espontáneo, desde que mi imagen personal se volviera un tanto barbárica, un poco menos civilizada, aunque esto no va más allá de la  primera impresión. Por mi parte no se trata de un cambio psicológico o moral, no pasa de ser una nota física, quizás llamativa, pero nada más. Y el rechazo del que hablo no llega al extremo brutal de la marginación, es simplemente la consecuencia de un prejuicio que antes no había notado. Quizás sea más fácil explicarlo en relación con los desconocidos: los desconocidos que cruzo por la calle, los mismos que tal vez antes se sentían libres de sostenerme la mirada, incluso de examinarme detenidamente si por casualidad se producía el contacto visual, ahora tienden inmediatamente a desviar su atención al verme. Es un acto impensado, espontáneo, y descubro que caigo inmediatamente dentro de cierta categoría preconcebida, debido a la cual, antes de que me echen una mirada en toda regla, deciden no mirarme. Y esa misma decisión es la que descubro a veces en gente que sí conozco, pero que no está informada del cambio de aspecto y momentáneamente no me reconoce.
            Y tal vez sí, tal vez el cambio físico incluya de alguna manera un cambio personal de otra especie.
            En el hall del edificio también circula una buena cantidad de gente entrando y saliendo de los ascensores. Un grupo indeterminado, frente al espejo que cubre toda la pared derecha, espera pacientemente que uno de sus miembros finalice una conversación por celular, personal de maestranza trasegando herramientas y elementos de limpieza, alguien se ocupaba de arreglar las plantas que adornan unas pesadas macetas rojas. Todos flotan sobre una brillante superficie de cerámica, porcelanato. Limpiar, pulir y perfumar son los verbos en los que se piensa inmediatamente al entrar a ese tipo de edificios, como en los shoppings (o no, yo pienso en esos verbos porque me falta el hábito de los edificios limpios, de pisos pulidos y ambiente perfumado, y quienes sí tengan esa costumbre ya no lo notan). Nadie me presta atención, lo que me produce la impresión de que a mi paso todos miran en otra dirección, o que incluso no hay nadie ahí con órganos aptos para la percepción, caras sin ojos, lisas y exentas de toda irregularidad, excepto tal vez la mujer del teléfono, que apoya el aparato contra una oreja intuible (oculta bajo el cabello oscuro) y que modula sonidos a través de un orificio bucal de frutillas y marfil.
            Gané discretamente la escalera, poniendo toda mi intención en pasar desapercibido, lo que no demandó gran esfuerzo. ¿Por qué entraba? No intenté resolver esa duda en ningún momento. Me movía impulsado por los vagos recuerdos de la familia Paura, que me daban una sensación de autoridad impune, permitiéndome suponer que, en el caso de ser descubierto, aquella familiaridad trasnochada y la evocación del nombre de mi padre me protegerían de cualquier eventualidad. Para todo puede encontrarse una buena explicación, si se logran las mínimas condiciones de diálogo necesarias entre cualesquiera interlocutores.
             Como me había imaginado, en el pasillo del primer piso encuentro dos puertas. Una oscura, la del ascensor, y la otra blanca, de finas molduras, justo enfrente, la del departamento. Probando el picaporte descubro que está cerrado, pero la puerta se mueve haciendo sonar las trabas de la cerradura, invitándome a concentrar toda la atención en el mecanismo. Pero digo mal, no era en el mecanismo en lo que se concentraba mi atención, sino en la posibilidad de superar sus engranajes, en el procedimiento necesario para desplazar sus muescas y pestillos. De la billetera saqué un carnet plastificado y lo introduje entre el marco y la puerta, como tantas veces vemos en las películas, amplificando mi sentido del tacto a través de la superficie plástica, tanteando con la tarjeta la superficie fría de la madera pintada, reconociendo las formas rectas y todavía más frías de la cerradura. No había llamado a la puerta, ni intenté tocar el timbre que descubro tarde, a la derecha, casi a la altura de mi pecho, mientras deslizo mi lámina flexible hasta descifrar la clave correcta y abrir la puerta. Irracionalmente persistía y no tenía dudas de que la casa estaba vacía.
            El lugar aquel debía resultarme necesariamente familiar y conocido, aunque de manera brumosa y resentida por el paso de los años. Mis recuerdos, ya tan viejos, chocarían contra sí mismos y contra el trabajo de los habitantes de aquella casa, dedicados durante tanto tiempo a mantenerla y cuidarla, a renovarla, a pintarla y cambiar muebles y lavar las cortinas. Esa familiaridad me tranquilizaría, sería una prueba más de mi autoridad sobre ese espacio porque ¿se puede decir que no nos pertenece lo que tomamos de nuestra propia memoria? Y me encontré con lo que esperaba, una combinación perfecta de lo conocido y lo desconocido, un conjunto de elementos que me daban la bienvenida entre una oleada de factores que me rechazaban, que me resultaban impenetrables. Una travesía imperfecta sobre las aguas del Leteo.
            La casa es blanca y luminosa, limpia, fresca. Junto a la puerta una mesita blanca, con dos cajones de herrajes dorados y un florero encima, flores azules, donde la costumbre acumularía las llaves y la correspondencia. Una silla sobria y un perchero de pié, vacío. A través del largo pasillo destaca, al fondo, el movimiento ondulante de las cortinas, las persianas abiertas de los balcones que antes había  visto desde la calle, los pesados muebles de la sala. A lo largo del pasillo una serie de puertas y bifurcaciones permiten intuir la ramificación orgánica de la casa. Por debajo del silencio un latido, como el sonido crujiente de un barco viejo en alta mar. Todo está en calma y reposo.
            Ignorando livianamente todas las convenciones que deberían evitarme aquella situación, que deberían impedirme semejante invasión, una pregunta se presentó impostergable. En mi conciencia la pregunta ¿por qué estoy haciendo esto? ya se había rendido sin encontrar respuesta, porque “hacer eso”, digamos, la “invasión”, respondía a una llamada íntima e inexplicable. Pero a la pregunta ¿para qué, entonces, estoy haciendo esto? no podía dejarla sin respuesta. Ahora que estaba ahí, algo habría que hacer, para empezar explorar y recorrer, en silencio, expectante de todo sonido, de cualquier presencia. ¿Y después? Después la apropiación del espacio, aquel recupero de los recuerdos traspuestos a la realidad, ese movimiento de la memoria que me dio el primer impulso, que despejó cualquier duda y que me franqueaba todos los pruritos y todos los obstáculos que pudiera ponerme a mí mismo, tomó cuerpo concreto, se hizo prosaico y real, se concretó sobre los objetos. ¿Es que había entrado a robar? Suponiendo que, por el sólo hecho de haber estado ahí alguna vez (aunque ni si quiera esto fuese seguro), me sentía dueño de todo eso que ahora volvía a descubrir,  ¿pretendía hacer efectiva esa sensación de propiedad?
            Me detuve en medio del pasillo, para inspeccionar mi conciencia. ¿Entraba como ladrón en aquella casa?, cualquiera que me descubriese podría afirmarlo con total seguridad. Pero aunque así fuera para todo el mundo, ¿debía yo asumir esa sentencia como propia? Nada de lo que me rodeaba en ese momento me pertenecía, pero yo había entrado asumiendo su pertenencia, apoyando mi derecho en la materia – para mi tan concreta, aunque velada – de mis recuerdos. Lo que intentaba definir era el paso siguiente, el definitivo, el condenatorio: ¿qué haría a continuación?, ¿metería cualquiera de los objetos que por ahí encontrase en uno de mis bolsillos y me lo llevaría a mi casa? ¿como trofeo? ¿por necesidad? ¿por arrogancia?
            ¿Cómo es posible, por otra parte, que los Paura, familia tan porteña por tradición y por elección, tengan su casa de siempre en Mar del Plata, a no más de quince o veinte cuadras de mi propia casa, y esto sin que yo lo hubiera descubierto durante tanto tiempo? Esta casa que yo conocí en mi adolescencia, en Buenos Aires, no puede estar enfrente de la biblioteca municipal, a la que concurro semana tras semana, sin haber visto por ahí a ninguno de los Paura, jamás.
            Al avanzar descubro una aserie de habitaciones vacías, quietas, un baño, cuadros en las paredes que me resultan lejanamente conocidos. Pensé en llegar a la sala de los balcones, pero preferí no acercarme para evitar que me vieran desde afuera y dieran el alerta. Girando a la derecha me interno en la cocina. Como en tantas otras casas, es este ambiente el más visitado por sus ocupantes. Sobreabundan los utensilios de uso cotidiano, tazas y platos, manteles y repasadores, multitud de papeles sujetos con imanes al frente de la heladera, el reloj del microondas marca las “12:27” con dos puntos titilantes entre los números, un televisor instalado sobre un soporte de pared, su control remoto en la mesa junto al diario del día, un reloj de agujas con forma de girasol, cortinas a cuadros en la ventana, sobre la mesada, flameando sobre un exprimidor de naranjas cromado. Sentí la tentación de revisar los cajones, las alacenas, abrir la heladera buscando frutas, golosinas, helado. Me contuve con una puntada de resentimiento, el deseo era grande pero la necesidad de silencio mucho mayor. Ahora extrañaba una hipotética familiaridad más importante, una familiaridad concreta que se desprendía de todos aquellos objetos sin pertenecerme, que me hablaba de Carlos Paura sirviéndose café en una taza blanca, preparado en aquella misma cafetera que estaba mirando pero que no podía tocar, mientras su mujer apuraba a los chicos para la escuela o para la facultad, con la televisión encendida en las noticias de la mañana. Una familiaridad colectiva que mi propia vida no había conocido jamás.
La posesión (de cualquier cosa) es el acto más brutal y convencional de la vanidad, y las convenciones, por más brutales que sean, echan gruesas raíces en nuestra conciencia. Nuestra conciencia y nuestra vanidad son la misma cosa.
            Del lado opuesto de la cocina encuentro otra puerta, con marco metálico y vidrios esmerilados, iluminados. Salgo por esa puerta y encuentro un patio amplio, acristalado, lleno de sol y plantas en canteros y macetas, piso rústico de baldosas claras con figuras amarillas, una parrilla, algunos muebles de fundición pintados de blanco, una mesa larga, bancos y sillas con almohadones en fundas plásticas, soportes para las macetas, todo el conjunto da la impresión de haber sido largamente calculado para resultar espontáneo y agradable. Del otro lado del patio, en desorden, herramientas de jardinería, una regadera verde de lata y un par de bicicletas. Evalué la tentación de regar las plantas, de revolver entre la leña y el carbón, de sentarme un rato en alguno de los bancos y disfrutar el sol derramado por ventanales amplios, altos hasta el techo. Las voces sonaron en el pasillo y se abrió la puerta por la que yo había entrado al departamento sin darme tiempo a nada. Dos voces de mujer, ruido de llaves, bolsas de supermercado, la puerta otra vez, cerrándose. Avanzan por el pasillo.
            Crucé la cocina en dirección inversa y asomé la cabeza apenas. Dos señoras: una muy arreglada, seguramente la esposa de Carlos Paura; la otra, que caminaba hacia la cocina cargando las bolsas con las compras, más desprolija y casual, tal vez una empleada doméstica. Otro esfuerzo de la memoria intentando reconocerlas, esfuerzo infructuoso. Sé que la Señora de Paura mira telenovelas nacionales, tiras de ficción con actores de moda, cuyas vidas sentimentales sigue con atención en las revistas del corazón, tolera con estómago firme las películas de acción que mira su marido, y de vez en cuando logra intercalar alguna historia romántica, o dramas de cotillón con final feliz. La otra mujer es del tipo que se mantiene con una estricta dieta de productos venezolanos.
Tenía que salir de la cocina (a donde seguramente llevarían esas bolsas) y pensé refugiarme en algún baño, para lo que tendría que cruzar el pasillo, y me imaginé que podría hacerlo rápido y sin ser visto, contando con la ventaja de que las mujeres no suponían mi presencia, pero fue imposible. Una nena de unos catorce años salió corriendo de detrás de las mujeres, corrió por todo el pasillo hasta la sala de los balcones y encendió la televisión, pasó justo delante de mí sin verme, iba con uniforme de colegio, jumper gris, camisa blanca, sweater azul, el pelo trenzado, apenas la vi de espaldas. Empiezo a transpirar, sufro palpitaciones, en un delirio vertiginoso se me presentan mil escenas de escándalo, algunas de las cuales incluyen oficiales de policía y ambulancias.
            Vuelvo silenciosamente al patio, apoyándome en el marco de las puertas, me tiemblan las manos y mis pasos vacilan. Las mujeres hablan trivialidades y desorientan, no se por dónde aparecerán, cómo evitarlas sin que me vean. Me abruma el desconocimiento de la casa. Busqué sin esperanza algún lugar para esconderme y cuando el patio me parecía el lugar más seguro, las dos mujeres llegan por una puerta que no era la de la cocina y que yo todavía no había visto. La señora Paura fue la que me descubrió, parado en el medio del patio, y quedó paralizada, pálida, agarrándose el pecho con la mano derecha, mientras la otra mujer le sigue hablando muy concentrada en las bolsas y los gastos de la casa. La señora Paura retrocede dos pasos, con tanto miedo como yo mismo, buscando algo de que agarrarse con la mano libre, hasta que  encuentra la ropa de su acompañante. Pegó dos tirones a la pollera de sarga y logró que la otra mirara al frente. La situación se desencadena con el grito de la empleada.
– ¿y usted quién es? – preguntó la dueña de casa, alarmada – ¿qué hace acá?
            Quise responder, pero me desconcertó la segunda pregunta. A la primera hubiera respondido con gusto, me hubiera ocupado una cantidad de tiempo dar cuenta de mi persona, pero lo habría logrado. El problema fue que yo mismo no tenía en claro qué hacía ahí, y cobré conciencia de que toda la situación redundaría en un terrible descrédito para mi padre, en caso de que revelara mi identidad sin explicar cabalmente los motivos de mi visita. Cuanto más demoraba en responder, más se alteraban las mujeres y más nervioso me ponía yo. También se me hizo presente mi propio aspecto, poco amistoso para el observador desprevenido, y mis interlocutores se encontraban en situación de desprevención absoluta. Doy un paso en dirección a la cocina pero resulta ser, de todas, la peor elección posible.
– ¡mi hija! ¡llévese lo que quiera pero no lastime a mi hija!
            Está todo dicho: la Señora Paura, al borde de la histeria, me había declarado enemigo hostil y mi silencio era una concesión en ese sentido. Di todo por perdido y decidí salir de ahí a como diera lugar. Caminé hacia las mujeres buscando la puerta por las que ellas habían entrado. Se asustaron todavía más y retrocedieron tropezando entre ellas, abrazadas, enredándose en uno de los bancos de hierro. Las bolsas cayeron al suelo y las compras se desparramaron con ruido a huevos rotos. Las paso de largo y cruzo la puerta. La hija, después de escuchar los gritos, llega al patio cuando yo salgo, preguntando asombrada por qué tanto escándalo.
            Salí. En la puerta del departamento me crucé con un chico de diecisiete o dieciocho años y otro algo mayor, los hijos de Paura. Finalmente una cara conocida, inmediatamente conocida: el mayor de los Paura, Roberto o Rodolfo, tal vez Rodrigo, es el más firme en mi recuerdo de todos los que había visto hasta ese momento. Me mira a los ojos y queda petrificado, absorto, tal vez afectado por mi agitación, por el susto que se me notaba en la cara, además de encontrarse de repente con un desconocido saliendo de su casa a las corridas. No sabiendo qué hacer ni cómo reaccionar, sonríe con cara de bobo, sólo le falta babear. El otro, el más chico de los dos, estaba arrodillado en el piso ordenando útiles escolares y ropa dentro de una mochila. Me mira desde abajo, tan desconcertado como yo mismo, pero no puedo prestarle demasiada atención. No sé si me habrán reconocido, espero que no.
            Llegué al hall del edificio e hice todo lo posible por disimular la urgencia. La gente que circulaba por ahí, cuando yo entraba, ahora había desaparecido, pero la puerta final sigue abierta. Me fui caminando, pensando que no tardarían en llamar a la policía y esperando que nadie fuera capaz de identificarme. Esto último me preocupaba especialmente, así que todo el fervor de mi deseo se volcaba por ese pozo vacío. Cuando la busco, mi bicicleta no está.

4 comentarios:

Ingrid dijo...

Estoy leyendo Gonzalo, todavía no termino, pero está muy interesante, me gusta tu estilo.

Ingrid dijo...

No sé si lo viste, pero terminé de hacer mi comentario en el face, porque en el blog no me lo aceptaba. Ya sé que no es importante mi opinión, pero quería hacerlo porque me gustó mucho el relato.
Saludos

Ingrid dijo...

Ah, en el face soy Ingrid.

verolamora dijo...

Impresionante... qué buen relato!
Saludos
V