5/7/10

Alcira en el país de las zancadillas (1)

    Como si fuera poco, alguien le inventó una historia y la expuso públicamente, le puso de nombre Alcira y le llenó el pasado de tristeza.
    Pero me quedan algunas dudas sobre cómo contar esa historia de Alcira, por dónde empezar, y como sólo puedo sacarme a Alcira de la cabeza contándola, me urge el relato. Voy a empezar contando algunas cosas del padre. El padre de Alcira se llamaba Oscar.
    Oscar era un tipo cualquiera. Macanudo. Siempre joven, hay gente que sabe cómo hacerlo, mantenerse joven, algo que no tiene nada que ver con la cirugía ni el ejercicio. Oscar era de esos, de los que merecen congelarse en la adolescencia pero, como todos, envejecen, y lo hacen de mala manera. Toda la rebeldía espontánea que estas gentes no pueden controlar, se les vuelve para adentro, y un poco los envenena, les queda algún rincón resentido. Oscar, sin embargo, era de los que saben controlar ese resentimiento, y se sentía en paz consigo mismo. Una paz con altibajos.
    Se decía a sí mismo: “cuando yo era un pendejo pelotudo quería ser fotógrafo o pintor, y después la vida me puso al trote”. Oscar era perfectamente consciente de todos los aspectos de su vida. Trabajaba en una estación de servicios, atendiendo los expendedores de gasoil, a veces en el kiosko vendiendo cigarrillos. Cargar nafta es una actividad que permite conocer mucha gente, en especial cuando la actividad se desarrolla durante unos treinta y pico de años, así que Oscar era un tipo muy conocido, porque además era de carácter afable, lo que resultaba muy notorio hacia el final, cuando ya estaba viejo.
    Conoció a su mujer, la madre de Alcira, como “la chica de la panadería”, a donde compraba el almuerzo todos los mediodías. Después de encontrarse por casualidad una noche, salieron un par de veces juntos; ella quedó embarazada y decidieron, tras arduas discusiones, abortar. La relación se volvió un poco tensa, pero continuaron juntos porque eso los “fortalecería”. Pareció funcionar durante un año, hasta que ella volvió a quedar embarazada y entonces se casaron.
    Alcira pasó largas horas de su infancia jugando en las cocheras, varios pisos de subsuelo debajo del asfalto sobre el que trabajaba su padre. Los colores de esa infancia son los que dejan las luces apagadas en la esquina distante de una losa de hormigón, con manchas de aceite en el piso, un rojo oscuro y brillante mezclado en la sombra, de los Peugeot o los Renault, la reja naranja del ascensor que sube chillando a fierros.
    El amor de Oscar por Alcira era quieto y profundo. Hubiera deseado que ese amor lo redimiera, pero no quería cargar a su hija con un peso semejante. Oscar, además, tenía otros problemas.
    Es difícil compartir la revelación de que la vida es un fraude con cualquier persona, y mucho más si esa persona observará, a lo largo de los años, cómo este descubrimiento nos aplasta hasta hacernos irreconocibles, una caricatura de lo que hubiéramos soñado. Oscar y Norma, “la chica de la panadería”, no tuvieron un buen matrimonio. Discutían y no se soportaban, en ningún momento.
    A todo esto podemos agregar las inclinaciones genéticas, la influencia del medio ambiente y el magro desempeño social de la pareja, como pareja e individualmente. Oscar se dio temprano a la bebida. Tomaba ginebra, con una brutalidad incontenible.
    Hay que reconocerle a Oscar su absoluta falta de violencia. Jamás maltrató físicamente a ninguna persona, con alguna excepción en caso de defenderse. Alcira y Norma no tienen nada que reprocharle por este camino. Oscar nunca abandonó su puesto de trabajo, incluso encontrándose en condiciones clínicas deplorables seguía expendiendo combustibles con fríos y tormentas. Siguió velando por ellas, a su manera y poco eficazmente, siempre. Oscar abandonó la realidad, en términos ostensibles y definitivos. De vez en cuando podía vérselo retornar, pero huía de inmediato a caballo de un trago de medio litro de ginebra, precipitado en la garganta con apuro.
    Los médicos comenzaron a mencionarle el problema del deterioro y distintos aspectos relacionados con la conservación de su estado físico. Oscar no estaba en condiciones de escuchar nada, sin importar quién lo hubiera dicho, amigo o desconocido. Para Oscar dejó de existir la gente, hasta el ruido del mundo le llegaba apagado y distante, amortiguado como por un líquido.
    La situación empeoró a lo largo de los años. A Oscar ya no podía encontrárselo. En el trabajo, a veces, mientras sostenía las mangueras, en la mirada perdida reverberaba algún brillo – jamás lágrimas – que también podría haber sido ceguera. Pero Oscar ya no estaba.
    Con un poco más de cincuenta años lo obligaron a seguir un régimen por causa de la diabetes. Norma le inyectaba la insulina, Alcira descubría las jeringas y no había santo que a Oscar le sacara la botella. Se deshojó como una margarita: primero un dedo de la mano izquierda, por cortarse mal las uñas; después la cosa le fue subiendo por el pié izquierdo, los médicos hicieron todo lo que pudieron, pero hubo que cortarle hasta la rodilla. Pensión por invalidez, y Oscar se vio encerrado en su casa, sin hacer nada, así que ganó tiempo y libertad para dedicarlos a su vicio. Un tiempo después perdió la vista de un ojo, más tarde empezaron con diálisis, en poco tiempo el hígado se le transformó en una piedra y murió delirando.
    La mamá de Alcira, Norma, vivió todo el proceso anegada en un maremoto de mierda depresiva. Debido a las continuas crisis nerviosas causadas por el alcoholismo de su marido y a la ingestión desmesurada de ansiolíticos y demás subproductos farmacológicos, la echaron del trabajo. No podía hablar con la gente, arrastrada por ataques de pánico o de llanto alternativamente.  Norma dedicaba todas las horas de su vida a dormir, excepto cuando discutía a gritos con Oscar, y cuando se murió Oscar se quedó durmiendo, sin interrupciones.  La habitación de Norma era un pozo, negro y frío, donde sólo se sentía algún calor entre las sábanas de su lado de la cama, junto con un olor intenso a pedos, transpiración y mal aliento.
    Norma acusaba de todo esto a la vida de mierda que le había tocado. Se la escuchaba de a ratos en su habitación, llorado y gritando de vez en cuando: “¡esta vida de mierda que me ha tocado!” decía, Alcira la escuchaba. Todavía se acuerda. Norma después se dormía.
    Alcira vivió una infancia inestable. Cuando era muy chica, en esa época de la vida de la que no se tiene memoria, en su casa había más plata, porque en la familia de Norma algunos tíos y cuñados eran solventes, pero ese dinero con el tiempo se fue disipando, dejando a todos abrumados por la nostalgia. Alcira se acuerda de la escuela pública en el barrio durante un corte de luz, sus compañeritas de guardapolvo blanco, la sensación de que los días pasaban como una anestesia por detrás de la oreja, un parque de lejos, las ventanas de sus vecinos vistas desde la ventana de su departamento.

1 comentario:

Pablo Hernández M. dijo...

Me gustó el estilo de tu narrativa, sobre todo al principio...

me llamó la atención eso de que "el amor redime... pero no quiso que cargara con ese peso"... a veces buscamos quien nos salve de nosotros mismos, no? y nos olvidamos que solo nosotros podemos salvarnos y que los demás no siempre están por la tarea de ser salvadores de nadie

saludos!