12/11/08

Tristram y la canulle

El hombre, en su infinita ignorancia, es como el niño pequeño: vive convencido de que el universo fue inventado ayer, con sus animales y sus autovías asfaltadas, con el cielo, las lluvias, y la contaminación ambiental.
Es menester aclarar, muy especialmente a ciertas señoras y a algunos funcionarios públicos, que esto no es así. El mundo no fue inventado ayer, no depende de la imaginación de un sujeto en particular, y no va a desaparecer cuando ellos dejen de existir.
Un buen ejemplo de que el mundo nos precede es la obra de Lawrence Sterne “Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy”. Considerada uno de los más importantes antecedentes de la novela moderna junto con obras como “El Quijote de la mancha”, el Tristram de Sterne, o mejor dicho sus capítulos iniciales, aparecen publicados por primera vez en el año 1759.
Podemos decir que, si alguna vez existió realmente el año 1759, es nuestro deber revisar las arcas de la historia universal para tenerlas en cuenta a la hora de acometer el presente y el futuro, no sea cuestión de andar repitiendo lo que ya está hecho, mucho menos los errores que ya fueron cometidos.
Entre las muchas cosas interesantes que componen la historia de Tristram Shandy, algunas son verdaderas joyas que merecen nuestra atención mejor predispuesta. Una de esas joyas es un pequeño documento que cita el autor, un brevísimo texto del médico holandés Heinrich van Deventer (1651-1727, fechas que con toda probabilidad han pasado por el calendario de la humanidad al igual que el día de ayer, aunque nos cueste creerlo). El texto que menciona Sterne proviene de las “Observations importantes sur le manuel des accouchements”, redactadas por este señor Deventer.
¿Qué nos debiera interesar de un documento redactado por un médico holandés a principios del siglo XVIII? El hecho simple y evidente de que nuestros más arraigados prejuicios quedan patentes, y encuentran alguna explicación, en ese documento.
Heinrich van Deventer es, hasta donde mi muy limitada documentación me permite saberlo, uno de los primeros médicos ocupados en resolver un tema históricamente inherente a la fe y a la religión: ¿a partir de qué momento un ser humano puede ser considerado como tal? La preocupación no es vana, ya que si la persona en cuestión muere antes de convertirse en ser humano, por aquella época se creía que quedaba impedida para acceder al paraíso, y su alma sería condenada eternamente. Este debate, hasta la aparición de médicos como Deventer, se resolvía indiscutidamente según la opinión de Tomás de Aquino, santo según el cual una persona se convierte en ser humano al consumar el sacramento del bautismo (considerado un “nacimiento espiritual”), acto que solo puede realizarse después del nacimiento “carnal” del sujeto en cuestión. Ya que antes del parto el niño no puede, evidentemente, ser bautizado, si muere en el vientre de su madre no conseguirá plaza en el cielo.
Esta ha sido una importante preocupación del cristianismo en la historia de occidente, especialmente en épocas de poco desarrollo en el ámbito de la medicina, durante las cuales la muerte prenatal era mucho más común que en nuestros días, y la fe en la vida ultraterrena pesaba de otra manera en la vida de las personas. ¿Qué pasaba con los niños muertos antes de nacer? Santo Tomás decía “baptizari possunto nullo modo”, y los mandaba derecho al infierno.
Algún tiempo después los teólogos declaraban que, para bautizar al niño, era suficiente con que el ministro de la iglesia que llevara a cabo la ceremonia pudiera ver alguna parte de su cuerpo. Pero incluso era éste un caso bastante particular. Muchos de los que morían lo hacían sin exponerse a la luz del sol.
Sólo fue necesario que transcurriesen unos cuantos cientos de años para que la medicina estuviera a la altura de las circunstancias. En 1733, un grupo de médicos de la Sorbona – y esto es lo que nos cuenta Deventer en sus Observations – explica que es del todo posible bautizar a un feto introduciendo, en caso de necesidad que lo justifique, una “canulle” o pequeña jeringa en la vagina de la madre, por medio de la cual enviar la necesaria ablución de agua bendita. Si este procedimiento se acompañaba de la liturgia correspondiente, la ciencia ya podía declarar que había alcanzado un nuevo logro: el bautismo intrauterino.
Amigo lector, no creas que abuso de tu inteligencia: tanto Lawrence Stern como el doctor Deventer y el siglo XVIII son productos de la realidad en cuya creación mi imaginación no ha tenido parte. Médicos y teólogos han dedicado su tiempo y sus ciencias a estas cosas sin que nadie los obligue, y durante mucho tiempo los escritores se han burlado de ellos sin que pueda hacérseles reproche alguno.
Sin embargo esto que parece el relato de un ridículo traspié en la historia de la inteligencia humana, ha tenido gravísimas consecuencias.
Para empezar, no hay una sola palabra, de Santo Tomás a Deventer, que explique de dónde sacan la autoridad que se arrogan en estos temas. Ningún médico o teólogo, en toda la historia de la medicina o la teología, desde sus orígenes a nuestros días, justifica de manera suficiente la autoridad de intervenir en el vientre materno con todo el aparato de sus erudiciones. Sobre este asunto el silencio; sobre tu útero, mujer, la ciencia.
En segundo término, aunque no menos importante, la posibilidad de bautizar par le moyen d’une petite canulle produce un efecto inmediato sobre todos los vientres en proceso de gestación: cada uno de estos vientres llevará en adelante, si no en acto por lo menos en potencia, no ya un feto cualquiera sino un cristiano por derecho propio. Podemos llamar a esto el “prejuicio de la caña”.
Para las señoras ocupadas en estos temas quisiera destacar nuevamente que, sin tener en cuenta que estos asuntos se remontan a los yertos debates de la escolástica y sólo considerándolo a partir de la aparición del “bautismo cañero”, el interés en torno de esta discusión tiene más de trescientos años. Y esa es la edad exacta que podemos ponerle a aquel prejuicio: 300 años considerando, gracias a los médicos de la Sorbona, que toda embarazada es portadora de un hijo de Dios.
Y a nadie le importa ahora si la embarazada es o no es cristiana, si profesa la fe en el bautismo, si se propone someter a su futura progenie, una vez nacida a la vida, al sacramento que la hará renacer en cristo. Si la medicina autoriza a la iglesia a pensar que todo niño puede ser bautizado no ya a partir del momento del parto, como pensaba Tomás de Aquino, santo, sino a partir del momento de la concepción, entonces todo niño es cristiano desde el momento de la concepción, y como cristiano debe ser tenido en cuenta.
Aquí tenemos, entonces, el primer gran argumento de la historia occidental en contra del aborto, y se lo debemos a una canulle introducida en la vagina de sabrá Dios qué mujer, y seguramente sin su consentimiento.
Si dejamos correr los años, vemos como la ciencia en general, y la medicina en particular, crecen y se fortalecen muchas veces en detrimento de la religión y la fe. Son muchos los autores que ven en la ciencia al reemplazante predilecto en occidente para las religiones. El debate sobre la concepción es uno de estos puntos en los cuales el desplazamiento ha sido casi perfecto, hasta lograrse un reemplazo impecable incluso con el resultado (¿inesperado?) de mantener los mismos criterios. Puede sonar complicado pero no lo es: la medicina ha confirmado y justificado los prejuicios religiosos en contra del aborto, con argumentos “científicos”.
La aparición del microscopio, el conocimiento de la materia viva en su nivel celular, el descubrimiento paso a paso del proceso de concepción humana, reemplazan el argumento de la canulle y el bautismo: en cuanto el hombre comienza a sentirse indiferente por su destino en el más allá, esta distinción entre bautizados y no bautizados cae en el olvido. Ahora importa saber si la “cosa” está viva, y si está viva será que tiene conciencia de sí, y si tiene esta conciencia será que ha leído el “discurso del método”, intuye al universo y su creador, y desde ese momento es un crimen cualquier atentado contra su “vida”. Afortunadamente para esta nueva “vida” el debate no da margen a los argumentos lacanianos que discuten seriamente aquella idea de “conciencia de sí”.
Así el prejuicio religioso es reemplazado por el prejuicio científico. Ninguno de estos prejuicios ha pedido permiso para meter sus “ciencias” en las vaginas de las mujeres embarazadas.

El cuento viene a colación de los muchos debates sobre el aborto que escucho en diferentes ámbitos. El tema no se agota aquí ni mucho menos, sólo me interesaba destacar un antecedente histórico y poner en evidencia un trasfondo de prejuicios, malentendidos e ideas equivocadas que subyacen en esos debates. Mi posición al respecto es clara y evidente, pero no es éste el momento de argumentar a favor o en contra.
Sólo me resta un comentario final.
De un solo objeto en este universo podemos decir que verdaderamente nos pertenece, y tanto es así que nos pertenece a pesar, e incluso en contra nuestro. Ese objeto es nuestro cuerpo. Estoy convencido de que nadie debería decirnos qué hacer con él, de la misma manera que nadie se atrevería a decirnos qué hacer con nuestra casa, con nuestro dinero, con nuestro gato. Podrán aconsejarnos, podrán recomendarnos, incluso intentar convencernos de qué es lo mejor y lo peor que podemos hacer con nuestro cuerpo, pero cualquier intento de imponernos límites y restricciones es injustificable.
Todas las formas de coerción tienen como objetivo el cuerpo que oprimen y disciplinan. No encuentro otra alternativa de vida que la de resistir, en la medida de mis posibilidades, las formas de coerción que me rodean.

2 comentarios:

Fernando dijo...

Hay algunas cosas que me indignan en este mundo, y una es la hipocresía de la iglesia católica. Por un lado impide el aborto, pero también impide la educación sexual en las escuelas porteñas y la distribución gratuita de preservativos. Por un lado habla del valor de la vida y la concepción, y por otro sus funcionarios no pueden reproducirse. Por un lado prohíbe el uso del preservativo, alegando que impide la concepción y mata la vida, y por otra hasta el más casto de los curas mata cientos de miles de potenciales vidas en una polución nocturna. En palabras aproximadas del Gran Wyoming: "los curas dicen que formar una familia es bueno - se nota que ellos no lo hacen". Lo mismo puede decirse de tener hijos no deseados. Falta libertad, sobran fanáticos que quieren imponer su voluntad a toda la humanidad. ¿Una mujer está en contra del aborto? Que no aborte. Ojalá la ley argentina algún día se convierta en un instrumento para proteger la libertad individual, y no para cercenarla.

Saludos desde España, donde católicos sobran pero el aborto es legal.

Gonzalo Viñao dijo...

Habitualmente el asunto me producía mucho enojo, ahora llego a un equilibrio espiritual y moral superador: solo siento lástima por ellos.

Saludos!