el abrazo de los sueños y son, para nuestro corazón,
un misterio de duda, de lamento y de desesperación"
D'Aurevilly
en este café conocí a la chica de los ojos verdes (las hydras, la chica de las hydras), y desde la ventana veo el edificio en donde me crucé por primera vez, un poco más tarde, con la madre de mis hijos, y después -o antes, la historia no es tan sencilla- con la morocha lunar que me quemó la cabeza (definición grosera, pero exacta)
pasaron, también en este lugar, muchas otras cosas, pero esas tres mujeres que persisten en el recuerdo (y no solo en el recuerdo), que se yuxtaponen en el tiempo y en la memoria, hacen evidente algo no tan fácil de reconocer a simple vista: nunca somos uno, nunca somos el mismo
el fantasma de las personas que amamos es indistinto del fantasma que fuimos; en el estado de enamoramiento (si es que eso existe) el sujeto de nuestro deseo se mezcla con nuestra imagen de nosotros mismos en relación con ese sujeto; el contacto con el otro nos despierta una versión de nuestro “yo” que muy probablemente no hubiera existido sin ese contacto, y que desaparece junto con la desaparición del otro, con el paso del tiempo, con la disolución de la memoria
perder a alguien es perderse de uno mismo, una pérdida irreparable en cuanto ese “yo” distinto que somos en el otro, es esencialmente una creación del otro, una pertenencia del otro, una versión íntima de nosotros mismos de la que no somos dueños, que no podemos controlar de ninguna manera y que no se encuentra jamás a disposición de nuestra voluntad
cabe destacar, además, que ese estado de enamoramiento (de nuevo: si eso existe) tiene la potencia de germinarnos, de manifestar lo mejor y lo peor de nosotros, de poner a flor de piel nuestros claros y oscuros más extremos, de manera sucesiva y/o simultánea, y dolorosa, y memorable; esto es así porque en torno al amor se anudan los tres factores fundamentales de nuestras estructuras emocionales: el sexo, la palabra y la muerte; el amor es, entonces, un tirano, un titiritero que nos domina ejerciendo sus potencias sobre esas tres riendas
el sexo: hablar del sexo es profanarlo, porque el sexo comparte con la muerte su naturaleza inefable; toda la fuerza ciega de nuestro cuerpo encuentra en el sexo la más incontrolable de sus manifestaciones, la más irracional, la predominante; antes de mencionar ninguna palabra, antes de establecer ningún tipo de juicio o prejuicio sobre el otro, antes de asumir ninguna posición intelectual, antes de la aparición de ninguna idea, el sexo es el indiscutible punto de apoyo sobre el que los cuerpos plantan su bandera y exploran el terreno, determinando indiscutiblemente y en lo sucesivo toda la historia del encuentro entre las personas
sobre esa piedra fundamental vendrán las construcciones más o menos caprichosas, artificiosas, espontáneas o naturales que posteriormente se propongan, pero ese fondo quedará establecido de manera insoslayable; una relación que fracasa veinte años más tarde, con ojo sagaz y sinceridad de conciencia, podría haberse prevenido en su mismo origen si se le hubiera prestado atención a la voz única que surge del encuentro de los cuerpos, un encuentro que no necesariamente deberá ser genital, una voz que nace del simple contacto de las manos, de la manera de distanciarse o acercarse en los asientos alrededor de una mesa, de la manera de coordinar el paso a través de una puerta, de la complicidad de las miradas, del afecto que despiertan en la memoria los olores, etc.
contrariamente a lo que recomiendan dos mil años de civilización y atendiendo a estos argumentos, tal vez la mejor manera de iniciar una relación, un contacto con una persona extraña y ajena, sea comenzar por el sexo, con mayor o menor presencia genital, según sea el caso y el gusto de cada uno, pero mucho antes de las palabras, antes de la timidez y la vergüenza, antes del chat, antes de la cerveza y el bar: primero el coito y, si eso funciona, el resto
no debería sonar tan delirante la propuesta, todo el mundo le reconoce y le endosa esta responsabilidad al primer beso, pero así y todo sabemos que el beso puede engañarnos y corremos un riesgo, y en todos los casos en que ese riesgo se confirma es demasiado tarde: para cuando sucede ese beso, ya hemos abierto previamente la boca para hablar, y la palabra es la más traicionera de las compañeras, el más artero chivo expiatorio, el más traidor de los desertores
la palabra: en nuestras relaciones amorosas (lo sé, suena ridículo, pero no se me ocurre otra expresión) la palabra es el puente de arena que tendemos entre el sexo y la muerte, un puente predestinado a desintegrarse con el primer golpe de olas, arrastrado por una marea que, sólo por el gusto de exacerbar la metáfora, puede ser comparada con el tiempo; en este contexto el lenguaje es sometido a la más dura de las pruebas, y su destino irrevocable es el aplazo: porque le pedimos a la palabra que nos sostenga idénticos, que preserve nuestras identidades, para perpetuar el idilio, para que el puente nos permita transitar el camino del sexo a la muerte con pasos seguros, pero todo lo que tenemos como herramienta es el “yo”, ese monosílabo lleno de nada, absurdamente inepto para representarnos, la más pura, simple y básica de todas las ilusiones
el amor por el otro cuenta, entonces, con un único medio de sostenerse, y es ese medio el que lo predestina al fracaso; en el momento que se despierta el máximo interés por mantener un “estado de cosas”, una identidad (que es el “yo”, nuestro “yo”, del cuál alguien más se ha enamorado) nos encontramos con que ese estado de cosas es frágil hasta la locura, es ingobernable, es ajeno a nosotros mismos; y esto también nos sucede por la vía contraria, porque nosotros también nos enamoramos de un “yo” intrínsecamente inestable, insostenible, metamorfo y ambiguo; y el mismo material de esa ambigüedad, el lenguaje, es el que utilizamos para conciliarla, para restituirla, para perpetuar la ilusión de que somos uno y el mismo siempre, la ilusión de que el otro es uno y el mismo siempre
la palabra se transforma entonces en un contaminante, en un veneno espeso con el que intervenimos al otro y con el que nos intervenimos a nosotros mismos en el afán de sanarnos, de curarnos del paso del tiempo, y sólo alcanzamos calmas aparentes, espejismos multiplicados, laberintos que prometen indefinidamente una salida, postergándola siempre
entonces la muerte: volvemos a encontrarnos con lo dicho al principio, la pérdida del “yo” que fuimos para otros, del “yo” que otros han sido para nosotros; las muertes más o menos parciales o totales que sufrimos sin cesar a lo largo del camino, que nos van alejando irremediablemente de lo que fuimos, hasta transformarnos en nuestras propias versiones irreconocibles e irreconciliables con el pasado
frente a estas muertes parciales la otra, la orgánica, es una muerte sencilla; en la muerte orgánica no hay que presentarle batalla a la memoria, ni a la psíquica ni a la física, que es casi peor que la primera; la pérdida o la muerte del que fuimos en el otro puede convertirse en una pesadilla interminable, puede doler hasta lo inexplicable; intentamos rodearla de palabras (explicaciones, justificaciones, racionalizaciones de todo tipo) y de sexo (ocasional, formal, prostibulario, orgiástico y popular) y nada parece capaz de dar resultados positivos
es que pedimos lo imposible: que el otro vuelva a ser el “yo” del que estábamos enamorados, siendo que nosotros mismos ya somos otro
en este café, en el edificio de enfrente que veo ahora por la ventana, fui muchas personas y seré todavía muchas más; la identidad se diluye sobre el tobogán del tiempo, en un viaje lleno de falsas verdades donde la única certeza es el vértigo, pero el vértigo no se comparte