29/1/11

un cuento para Octavio

            Octavio, el mayor de mis hijos (5 años), me pidió que le escriba un cuento. Este es el cuento que escribí para Octavio.

§

"The rain it raineth on the just
And also on the unjust fella:
But chiefly on the just, because
The unjust steals the just’s umbrella!"
Baron Bowen (1835-94)

§



            Cerca de casa, a tres o cuatro cuadras, hay un café que se llama Teo, justo en la esquina, enfrente de la plaza. En la vereda de piedras azules hay un árbol con las ramas flacas y largas, sin hojas, llenas de flores rosadas, y también hay unas mesas bajas y sillas de madera oscura, con los respaldos de lona roja. Unos maceteros grises, cuadrados, con algunas plantas muy verdes, y por el otro costado dos árboles con la copa alta y los troncos gruesos, marrones.
            El café es un edificio bajo, con una amplia vidriera y pisos de madera.  Desde casi cualquier mesa se puede ver toda la plaza, y siempre hay por ahí mucha gente. Las camareras usan pantalón negro y camisa, con delantales rayados; los clientes usan corbatas, zapatos, carteras. Todos los clientes tienen llaveros enormes llenos de llaves gordas, doradas y plateadas, letras, monedas, escudos. Van o vienen del trabajo, todos están cansados, y todos hablan mucho, y miran la televisión o escuchan la radio.
            Una tarde, no hace mucho, estaba el café lleno de gente. El sol de septiembre, el más esperado de todo el año, iluminaba las calles a pesar de los oscuros nubarrones que navegaban el cielo. En la vereda casi todas las mesas estaban ocupadas, y también había gente de pié, hablando con otros que, muy cómodos, seguían sentados, tomando de a sorbitos el café. Había dos motos, una azul y una negra, estacionadas en un costado, sobre la vereda. En la moto negra, sentado, un ayudante de cocina le hablaba al oído a una chica con trenzas.
            Adentro del café estaba yo, en una mesa contra la vidriera, sin saber muy bien cómo había llegado hasta esa mesa, y quién me había servido el café que me tomaba (un café muy rico). Pero ahí estaba, entre mucha otra gente. Todos charlaban distraídos. Había señoras y maridos, algunos chicos, unos cuantos muchachos muy serios y dos o tres chicas lindas, pero no tanto. La única chica verdaderamente linda era la camarera, que tenía atado el pelo con una cinta naranja, y que cada tanto pasaba cerca de mi mesa y me miraba con los ojos verdes, entre unas pestañas muy largas. A veces, me parecía que suspiraba.
            Por la plaza vi llegar a un hombre. Me llamó mucho la atención porque usaba sombrero, una cosa que ya no usa nadie, y además era un sombrero muy prolijo y elegante. Un saco largo y gris, camisa, corbata y zapatos. Las dos manos enguantadas: con la derecha llevaba, cerrado, un paraguas que usaba como bastón; la izquierda sostenía un libro y acompañaba el paso mientras caminaba.
            Las nubes de tormenta se juntaban en el cielo para organizar la lluvia que, de pronto, parecía inevitable. El señor del sombrero y el paraguas cruzó la calle, después de esperar un rato a que le diera paso el semáforo, aunque a esa hora nunca hay muchos autos. Miró un poco por todos lados y eligió una mesa en la vereda, la única que estaba desocupada. Se sentó y me parece que pidió un café, pero no estoy seguro. Por un momento dejé de prestarle atención, mientras volvía a pasar mi camarera de ojos verdes.
               Cuando le sirvieron su café, el señor del sombrero abrió el paraguas y lo sostuvo sobre su cabeza. Todos en el café lo miramos sorprendidos, porque no había empezado a llover y las nubes, arriba en el cielo, no terminaban de decidir si finalmente soltarían algún chaparrón. Nadie se defiende con un paraguas del cielo nublado. Los paraguas se usan para hacer sombra, cuando hay mucho sol, o para atajar la lluvia, siempre que llueva. Un paraguas contra el cielo seco y gris no tiene argumentos. Pero el señor del sombrero y del paraguas abierto no le prestó atención a estas cosas. Con una mano sostenía el paraguas sobre su cabeza y con la otra, después de probar el café, abrió su libro y se puso a leer.
            No creo que nadie lo haya notado, pero este señor abrió su libro con una habilidad perfecta y destacable. Lo sostuvo sobre su palma con los dedos, lo partió al medio con el pulgar, sin quitarse los guantes, y alcanzó en el primer intento la página exacta que buscaba. Cuando sus ojos tocaron la primera letra de la primera palabra, empezó a llover.
            Fue un golpe de agua súbito. La lluvia tocó todas las superficies como un baldazo, sin dar tiempo a nadie para encontrar refugio. Los camareros corrieron entre los repentinos charcos y los gruesos chorros de lluvia que caían desde el techo, para cobrarles sus cuentas a los clientes, mientras estos huían soltando los billetes en el aire, se subían a sus autos de un salto y corrían a sus casas.
            Todas las veredas quedaron desiertas. La plaza era un borrón de lluvia vacío, por ninguna parte se veía gente, apenas unas hojas secas y dos botellas vacías que empujaba el viento. Adentro del café se duplicó en un momento la cantidad de gente. Todos los que no alcanzaron mejor abrigo entraron a la carrera y ahora se sacudían la lluvia de los hombros y de las cabezas húmedas. Pero la conmoción provocada por la inesperada tormenta fue mermando, como la bajada de la marea, y aunque afuera podía escucharse la lluvia, y en los aparatos de televisión seguían gritando a voz en cuello los conductores de programas de chimentos, con esa capacidad que tienen en la televisión para ignorar todo lo que los rodea, en el café se produjo un silencio y un suspenso. No se escuchaba ni el chocar de las cucharas contra las tazas del café. Se podría haber señalado con el dedo a la última persona que tragó su pedazo de torta, con ruido de caverna en la garganta, porque hasta la última de las conversaciones y el último de los suspiros se cortaron en el aire.
            Los clientes silenciosos del café mirábamos hacia afuera. En su mesa, paraguas en mano y como si la lluvia no existiera, el hombre del sombrero leía su libro pasando las páginas con el pulgar enguantado. Parecía muy concentrado y contento, como la gente cuando hace exactamente lo que desea. Una pierna cruzada sobre la otra, la espuma del café revuelta por las gotas de lluvia que comenzaban a rebalsarle la taza; sobre la mesa mojada, servilletas y sobrecitos de azúcar empapados.
              El viento arreció y se veían a lo lejos los remolinos de agua. Dentro del café crecía una sensación parecida a la de viajar en auto, en una larga ruta durante la tormenta, el horizonte brumoso, el silencio. Mi camarera de ojos verdes dejó su delantal y se sentó en mi mesa, sin prestarme ninguna atención. Algo apareció allá lejos, al fondo de la línea de fuga de una de las veredas.
            Un hombre de largo saco gris, con impecable sombrero. Camisa, corbata y manos enguantadas; un paraguas abierto en la derecha, un libro cerrado en la izquierda. Caminaba con paso suave, a despecho de la tormenta. La cortina de lluvia ondulaba a su alrededor. De a poco fue creciendo, hasta llegar a la esquina. Cruzó la calle con gran precaución, aunque no se veían autos. 
             Saludó al lector de la vereda con inclinación de la cabeza, el paraguas siempre en alto, los dos. Y la impresión de verlos juntos, desde adentro del café, a través de las vidrieras, hubiera sido notable y memorable, y sólo notable y memorable, sin en ese momento no hubieran llegado otros dos o tres hombres idénticos, con sus paraguas y sus sombreros, sus guantes, sus camisas y corbatas y sus libros, desde distintas direcciones, a través de la lluvia. Impasibles, inconmovibles, serenos, sonrientes.
            En breve, todas las mesas en la vereda del café, las mismas que quedaran abandonadas a las inclemencias del clima momentos antes, se llenaron de lectores con sombreros y paraguas, indiferentes a lo que sucediera más allá de las fronteras de sus libros, cuyas hojas pasaban a gran velocidad y con increíble pericia, piloteadas con el pulgar dentro del guante.
            Nosotros, que éramos tantos y tan silenciosos como ellos, los mirábamos ahí afuera, en la lluvia, separados por el vidrio, una inexplicable frontera.
­­–¡Hola hola!– dijo el último en llegar –¿Qué estamos leyendo hoy?
–Leemos el cuento que escribimos para Octavio– contestaron  algunos de ellos.
–¡Qué casualidad!– dijeron otros –¡Nosotros también escribimos un cuento para Octavio!, ahora mismo lo estamos leyendo.
            Por un buen rato, eso fue todo lo que dijeron. Se dedicaron con empeño a su lectura, mientras la lluvia hacía raros efectos de color y sonido sobre la tela tirante de sus paraguas, que formaban un cómodo techo y cubrían casi toda la esquina. Mi camarera de ojos verdes me agarró de las manos. Todos en el café parecíamos hipnotizados. Una sensación de incertidumbre nos embargaba y se prolongaba indefinidamente.
            Un rato más tarde, mientras la lluvia caía indiferente, algunos de los lectores, nadie sabría decir cuáles, volvieron a hablar.
–¡Qué agradable el aroma de la tierra y el aire después de la lluvia!
–Si si, muy agradable.
–Y los colores parecen más vivos– dijo otro, tal vez
–Si si, más vivos
–Bueno, ¡Hasta pronto!
–¡Adiós!, ¡Hasta pronto!
            Sorprendiéndonos a todos dentro del café y cortándonos la respiración, uno de los lectores se paró y cerró su libro con la mano izquierda y el paraguas con la derecha. Como si alguien en el cielo hubiera cerrado una canilla, la lluvia se apagó sin que una sola gota alcanzara a tocar su sombrero.
            Los demás lectores, con la misma firmeza y con la misma tranquilidad, se pararon, cerraron sus libros y sus paraguas, se saludaron con amables inclinaciones de la cabeza, y se dispersaron bajo los primeros rayos del sol que asomaron entre las nubes.  
            Despertamos. Ella, sorprendida, me soltó las manos. Reanudamos nuestras conversaciones, acabamos nuestro café, terminamos de comer nuestros sánguches tostados y salimos a la calle.
            A los señores de paraguas, sombreros y libros, jamás los volvimos a ver.

14/1/11

invitaciones

Primera:
    El centro cultural Osvaldo Soriano (25 de Mayo y Catamarca, tel. 0223 499-7877) servirá de escenario para la realización de un ciclo de charlas de escritores locales que estará orientado hacia las técnicas de la escritura literaria. Con el auspicio de la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de General Pueyrredon, el taller de verano tendrá como disertantes a dos autores por jornada, siendo de acceso libre y gratuito para todo público. Aquellas personas que deseen adquirir conocimientos respecto al método de redacción tanto de novelas, cuentos o poesía podrán participar sin ningún requisito.

    Todas las charlas, a realizarse los días miércoles de enero y febrero, comenzarán a las 19.30 en la sala B de la Biblioteca Municipal (informalmente, comienza a las 19hs.).-

* 12/1 Carlos Balmaceda / Julio Neveleff

* 19/1 Sebastián Chilano / Gonzalo Viñao

* 26/1 Fernando del Rio / Jorge Chiesa

* 2/2 Vito Amalfitano/ Daniel Roncoli

* 9/2 Evangelina Aguilera / Gastón Franchini

* 16/2 Javier Chiabrando / Mauricio Espil

Segunda:
   La Librería Sibelius de Mar del Plata (Güemes 3381, sibeliuslibros@gmail.com) organiza una lectura de textos blogeros. En esta ocasión participan:
* Martín Zariello (http://www.ilcorvino.blogspot.com/)   
* Gonzalo Viñao (http://www.costanegra.blogspot.com/)
   Leerán diversos textos de sus respectivos blogs y se los invita a leer algún texto de otros blogs de su preferencia.

   Fecha: 21 de enero a las 18:00 (en la librería "Jean Sibelius").-

9/1/11

papel-realismo

para C. B.

algo sobre los libros en lo que tal vez no habías pensado o que quizás no hayas visto

los libros vienen en packs de plástico: paquetes de 10, 5 o 2 ejemplares (si son gordos), 15 o 20 y hasta 50 (si son flacos); plástico y cartón, cajas de cartón, horas y horas y horas de hastío y embalaje; porque a efectos de distribución y reparto los libros son considerados en razón de su peso y tamaño, exclusivamente

si alguien solicita un Borges y dos Lacan son dos kilos ochocientos gramos, y un Luisa Hay y tres Bucay son dos kilos ochocientos gramos, y una guía de calles y doce calendarios son dos kilos ochocientos gramos

para cada libro
muchas manos
manos en la imprenta
manos en lo depósitos
manos en las góndolas
manos en las bibliotecas
manos que empaquetan y desempaquetan
manos que acomodan y desacomodan
manos que llevan y traen y ponen y sacan
sumando muchos más dedos y tacto
que ojos lectores

un libro es cualquier libro, una Biblia, 5000 ejemplares de la edición latinoamericana de San Pablo con sus tapas verdes, rojas o azules (para hacerse notar en el escaparate) plastificadas (para las manos sucias y la mochila escolar) en paquetes apretados, mientras el peón del flete los revolea con artístico movimiento como una acrobacia hasta llenar la caja del rastrojero: su mejor momento

“20 grandes éxitos de Green Peace” en formato cartoné, ilustrado con buen gusto y papel de Botnia, un libro de cocina, catálogos de lencería y habanos, antología de fotógrafos holandeses del siglo XIX, la historia del capitalismo agrario  pampeano, manual para la depilación de la entrepierna, souvenirs de cumpleaños y día de la madre

cuando la editorial se harta de venderlos a precio de asalto remata el lote por cincuenta centavos a costo prorrateado de papel descarte

la palabra clave del libro es: “consignación”

las virtudes contantes y sonantes del libro son:
que no paga impuesto al valor agregado
que la promoción de la cultura es el mejor discurso publicitario
que debemos fomentar la lectura entre los niños
porque son el futuro (cliente) de la industria

el sujeto clave del libro no es el editor, ni el autor ni el lector que sólo interesa porque/cuando compra; del mercado dispone un gerente de ventas que con suerte habrá hojeado algunos libros sobre parejas que se divorcian por allá cuando el fracaso de su tercer matrimonio

algunos piensan (todavía) otras cosas sobre los libros, pero son como Clarisse o Guy Montag: extraviados a los que les costaría organizar un buen argumento para oponer a las estadísticas de venta de Harry Potter

los sabios y los eruditos sólo pueden ver el mundo en el horizonte mientras arde y no encuentran nada para hacer

dicta el consenso general (irrefutable como el destino) que los libros se juzgan por la tapa y todo lo demás también

Bernard Shaw
decía que el dinero
es el sexto sentido
(querido Bernardo
Dios sabe que en lo
hondo de mi
alma estoy de acuerdo)
y nadie se lo tomó más en serio
que el Señor Librero, quien
nunca leyó
“la profesión de la Señora Warren”
con la que comparte mucho
más de lo que imagina

1/1/11

tripanosomiasis

"Tal vez el verdadero Dios usa trucos. Tal vez no sea omnipotente sino que lleva aquí tanto tiempo que lo sabe todo".
Bill Murray

“(…) siento que algo me atrae hacia ti… aunque tu imperio haya desaparecido, aunque allí donde en un tiempo no corrían más que bálsamos curativos, hoy lluevan escorpiones y culebras.”
Milorad Pavic





 
            Me preguntaba a dónde ir, a dónde te llevaría mientras te arrastraba tomada de la mano. Pensaba en tu ropa interior que hace un momento palpaba con la punta de los dedos a la vez que te levantaba el vestido. Caminábamos apurados entre la gente, cruzábamos el playón de la universidad o de algún edificio parecido, con árboles, luces y bancos de piedra, la noche recién caída, la música nos llegaba desde arriba, desde algún punto indefinible, y era imposible descifrarla. Nunca alcanzamos la salida. Nunca la alcanzaríamos.
            El parque con su clima de fiesta, lleno de conversaciones y caras desconocidas, y tu mano en la mía. La conciencia de que el peso más grave de cualquier elección cae por el lado de todo lo que queda descartado. Tu vestido era azul y brillaba. Tu boca llena de besos y promesas que no se cumplirán. La cara interna de tus piernas suaves y calientes llevan escrita en la piel la receta de mi destrucción definitiva.
            El primer síntoma absurdo de tenerte conmigo: la marea de gente que nos rodea empieza a estallar, los cuerpos explotan disgregándose en sus colores primarios, los colores de las ropas, de los ojos, del pelo y los gorros de lana brillante. Rojos y azules y verdes y amarillos, salpicados con violencia pero también con ritmo, con el ritmo de un latido. Un espectáculo de espesas aguas danzantes, relámpagos de pintura líquida y volátil. Imposible despegar la mirada de  esa atomización incomparable, irresistiblemente bella y dolorosamente atroz.
            Nunca llegamos a la salida. Habrás estallado en el huracán de los colores. Tengo las manos vacías. Todo comienza otra vez.

            La textura inigualable de tus nalgas, al contacto mínimo de los dedos, me llena la imaginación con la arquitectura completa de tu cuerpo. Como el enólogo que en la gota púrpura sobre la lengua descubre la almendra y la acacia, el roble y el cilantro, la levadura, la sombra y el calor, pimientos, colores y recorridos de la sangre. ¿Es eso lo que busco? ¿Es eso lo que me empuja por este laberinto en el que estoy condenado a encontrarte una y otra vez, sólo para quedarme con mi deseo muerto sobre las manos?
            No importa cuántos patios, terrazas y habitaciones haya en esta casa infinita, sé que en algún momento aparecerás detrás de alguna puerta. Hablábamos siempre de lo mismo, con idénticos gestos y repetidas inflexiones de la voz, con la mirada que cae, o caía, y volverá a caer como un arpón en el fondo del alma, sin saber que ahí no hay nada, llenando el espacio vacío con la imaginación.
            Será que las páginas de los libros recorridas durante el día se vuelven hacia atrás en los sueños, así como nosotros bregamos en una dirección despiertos y nos remamos en contra en cuanto caemos dormidos.
            El edificio, o la casa, o el laberinto, estaba lleno de gente y de música, lámparas de colores, cortinas y alfombras. En los ojos puedo sentir la trama de los almohadones, los tapizados de las sillas y de los sillones, con sus bordados amarillos y sus gordos y pesados flecos. Las paredes azules, verdes, doradas, con la huella de tantas manos que en la insistencia de recorrerlas mezclan los colores. La música volvía una y otra vez, como el vapor de un aroma que persigue a la bandeja de los manjares. Miradas entrevistas desde puertas entornadas, espaldas que se alejan. Grupos indefinibles de desconocidos se ríen a media voz en los rincones oscuros.
            Te buscaba y vuelvo a buscarte. Te encontraba y te encuentro en todas las cosas, con una tortuosa capacidad de percepción para los detalles. El sol se apagaba en el horizonte, a través de las ventanas, coloreando de ocaso las ondulantes cortinas. Sirven helados y frutas en largas copas de cristal sopladas por los ángeles de un cuento de hadas. Es mi sueño, y no importa: soy el único forastero.
            Después de tanto tiempo que resultaría imposible mensurarlo, te encuentro detrás de una puerta cualquiera, tal vez sea la primera que abro, como si me hubiera saltado los días desde el primero al último y todo en el medio fuera un paréntesis de lo que nunca existió.
            Vuelvo a tu voz para convertirme en órgano auditivo. Vuelvo a tu boca para encontrar tu delgada saliva de terciopelo sobre los labios. Te busco otra vez en tu boca, en las mil y una noches de tu boca. La fiesta se llena de presencias que nos rodean, las presencias de todo lo que no importa cuando te encuentro. La forma ergonómica de tu vientre y tu pecho se me pega como una parte de mi propio cuerpo. Un pájaro se desmaya al atravesar la ventana escapado de la noche.
            Recorría tus piernas levantándote el vestido hasta encontrarte la ropa interior. Seguía la forma de la tela adaptada a tu piel, las costuras y los encajes, metía los dedos entre tus piernas. Sentía las repercusiones del tacto en todo tu cuerpo, en tu pecho, en tus ojos, en tu lengua, en tu respiración.
            Corríamos. Tomados de la mano buscábamos una salida. El laberinto o la casa o el edificio era infinito pero generoso, incapaz de agobiarnos o perseguirnos, como el asesino que nos pone una trampa y nos espera paciente, porque nos conoce, porque somos incapaces de resistirlo.
            Afuera, el viento caliente de un verano que quedó atrás para siempre nos llena el cuerpo con la alegría de otros tiempos. Había mucha más gente que antes, o tal vez no. Tal vez fueran los mismos, y nadie nos ve, nadie presiente el momento que sigue ni la anulación y el fundido a negro y el destino de Sísifo que no es otro que la muerte incansable, repetida.
            Caminábamos hacia la salida cuando todo comenzaba a desintegrarse. Con cada explosión de cuerpos y colores el corazón se llenaba de congoja, pero los ojos no podían dejar de mirar. Los ojos nos crecen donde los demonios llevan los cuernos y el órgano del morbo. Mi mano te pierde en el viento.

            Es un pulso en el pecho, una contracorriente de mis latidos naturales, es una llamada que imagino, es una alarma de autodestrucción, es un tambor que sonó con tanta violencia en el pasado atravesando el tiempo y que no puedo dejar de escuchar. Sé que estás ahí, en la casa o laberinto o edificio, o en el sueño. Entro a buscarte.