1/1/11

tripanosomiasis

"Tal vez el verdadero Dios usa trucos. Tal vez no sea omnipotente sino que lleva aquí tanto tiempo que lo sabe todo".
Bill Murray

“(…) siento que algo me atrae hacia ti… aunque tu imperio haya desaparecido, aunque allí donde en un tiempo no corrían más que bálsamos curativos, hoy lluevan escorpiones y culebras.”
Milorad Pavic





 
            Me preguntaba a dónde ir, a dónde te llevaría mientras te arrastraba tomada de la mano. Pensaba en tu ropa interior que hace un momento palpaba con la punta de los dedos a la vez que te levantaba el vestido. Caminábamos apurados entre la gente, cruzábamos el playón de la universidad o de algún edificio parecido, con árboles, luces y bancos de piedra, la noche recién caída, la música nos llegaba desde arriba, desde algún punto indefinible, y era imposible descifrarla. Nunca alcanzamos la salida. Nunca la alcanzaríamos.
            El parque con su clima de fiesta, lleno de conversaciones y caras desconocidas, y tu mano en la mía. La conciencia de que el peso más grave de cualquier elección cae por el lado de todo lo que queda descartado. Tu vestido era azul y brillaba. Tu boca llena de besos y promesas que no se cumplirán. La cara interna de tus piernas suaves y calientes llevan escrita en la piel la receta de mi destrucción definitiva.
            El primer síntoma absurdo de tenerte conmigo: la marea de gente que nos rodea empieza a estallar, los cuerpos explotan disgregándose en sus colores primarios, los colores de las ropas, de los ojos, del pelo y los gorros de lana brillante. Rojos y azules y verdes y amarillos, salpicados con violencia pero también con ritmo, con el ritmo de un latido. Un espectáculo de espesas aguas danzantes, relámpagos de pintura líquida y volátil. Imposible despegar la mirada de  esa atomización incomparable, irresistiblemente bella y dolorosamente atroz.
            Nunca llegamos a la salida. Habrás estallado en el huracán de los colores. Tengo las manos vacías. Todo comienza otra vez.

            La textura inigualable de tus nalgas, al contacto mínimo de los dedos, me llena la imaginación con la arquitectura completa de tu cuerpo. Como el enólogo que en la gota púrpura sobre la lengua descubre la almendra y la acacia, el roble y el cilantro, la levadura, la sombra y el calor, pimientos, colores y recorridos de la sangre. ¿Es eso lo que busco? ¿Es eso lo que me empuja por este laberinto en el que estoy condenado a encontrarte una y otra vez, sólo para quedarme con mi deseo muerto sobre las manos?
            No importa cuántos patios, terrazas y habitaciones haya en esta casa infinita, sé que en algún momento aparecerás detrás de alguna puerta. Hablábamos siempre de lo mismo, con idénticos gestos y repetidas inflexiones de la voz, con la mirada que cae, o caía, y volverá a caer como un arpón en el fondo del alma, sin saber que ahí no hay nada, llenando el espacio vacío con la imaginación.
            Será que las páginas de los libros recorridas durante el día se vuelven hacia atrás en los sueños, así como nosotros bregamos en una dirección despiertos y nos remamos en contra en cuanto caemos dormidos.
            El edificio, o la casa, o el laberinto, estaba lleno de gente y de música, lámparas de colores, cortinas y alfombras. En los ojos puedo sentir la trama de los almohadones, los tapizados de las sillas y de los sillones, con sus bordados amarillos y sus gordos y pesados flecos. Las paredes azules, verdes, doradas, con la huella de tantas manos que en la insistencia de recorrerlas mezclan los colores. La música volvía una y otra vez, como el vapor de un aroma que persigue a la bandeja de los manjares. Miradas entrevistas desde puertas entornadas, espaldas que se alejan. Grupos indefinibles de desconocidos se ríen a media voz en los rincones oscuros.
            Te buscaba y vuelvo a buscarte. Te encontraba y te encuentro en todas las cosas, con una tortuosa capacidad de percepción para los detalles. El sol se apagaba en el horizonte, a través de las ventanas, coloreando de ocaso las ondulantes cortinas. Sirven helados y frutas en largas copas de cristal sopladas por los ángeles de un cuento de hadas. Es mi sueño, y no importa: soy el único forastero.
            Después de tanto tiempo que resultaría imposible mensurarlo, te encuentro detrás de una puerta cualquiera, tal vez sea la primera que abro, como si me hubiera saltado los días desde el primero al último y todo en el medio fuera un paréntesis de lo que nunca existió.
            Vuelvo a tu voz para convertirme en órgano auditivo. Vuelvo a tu boca para encontrar tu delgada saliva de terciopelo sobre los labios. Te busco otra vez en tu boca, en las mil y una noches de tu boca. La fiesta se llena de presencias que nos rodean, las presencias de todo lo que no importa cuando te encuentro. La forma ergonómica de tu vientre y tu pecho se me pega como una parte de mi propio cuerpo. Un pájaro se desmaya al atravesar la ventana escapado de la noche.
            Recorría tus piernas levantándote el vestido hasta encontrarte la ropa interior. Seguía la forma de la tela adaptada a tu piel, las costuras y los encajes, metía los dedos entre tus piernas. Sentía las repercusiones del tacto en todo tu cuerpo, en tu pecho, en tus ojos, en tu lengua, en tu respiración.
            Corríamos. Tomados de la mano buscábamos una salida. El laberinto o la casa o el edificio era infinito pero generoso, incapaz de agobiarnos o perseguirnos, como el asesino que nos pone una trampa y nos espera paciente, porque nos conoce, porque somos incapaces de resistirlo.
            Afuera, el viento caliente de un verano que quedó atrás para siempre nos llena el cuerpo con la alegría de otros tiempos. Había mucha más gente que antes, o tal vez no. Tal vez fueran los mismos, y nadie nos ve, nadie presiente el momento que sigue ni la anulación y el fundido a negro y el destino de Sísifo que no es otro que la muerte incansable, repetida.
            Caminábamos hacia la salida cuando todo comenzaba a desintegrarse. Con cada explosión de cuerpos y colores el corazón se llenaba de congoja, pero los ojos no podían dejar de mirar. Los ojos nos crecen donde los demonios llevan los cuernos y el órgano del morbo. Mi mano te pierde en el viento.

            Es un pulso en el pecho, una contracorriente de mis latidos naturales, es una llamada que imagino, es una alarma de autodestrucción, es un tambor que sonó con tanta violencia en el pasado atravesando el tiempo y que no puedo dejar de escuchar. Sé que estás ahí, en la casa o laberinto o edificio, o en el sueño. Entro a buscarte.

7 comentarios:

Carolina Bugnone dijo...

Gonzalo: nunca leía algo tan bello de todo lo que leí de vos hasta ahora. Y te consta que soy tu fan, esto es: sublime.

paula dijo...

hay mucho de lo que odiás acá.
y perpetraste el odio de una manera macabra y misteriosa. no hay mejor manera para lograr un buen texto.
me gusta, sí.

Gonzalo Viñao dijo...

ey!!! gracias!!!

clar i dijo...

Me encantó!

g. dijo...

una explosión circular de colores. me gustó mucho viñao.
abrazo,

Veronica Centurion dijo...

Gonzalo: tuve que armar un perfil para poder opinar,con lo que me cuesta, con la sola intención de formalizar mi opinión sobre este bellísimo relato, y que te quede registrado (para vos y tus seguidores), lo mucho que me conmovió leerlo. (¿será real?) el autor tiene la respuesta...

blopas dijo...

Sublime. Poético. Buenísimo, Gonzalo!