17/4/10

La ceremonia

    La novia no ingirió en las últimas semanas más que purgantes, con el objetivo de calzarse un vestido varios talles menor al suyo, y su estado de avanzada deshidratación – causado por la constante diarrea – le perjudicó notablemente el cutis. Esto la obligó a cubrirse las ojeras y la extrema sequedad de la piel con varias capas de maquillaje, complicando las tareas de ingeniería estética y aumentando las ya exorbitantes sumas aportadas en la peluquería.
    El novio pasó sus últimos días de soltería junto a sus amigos, en estado de borrachera permanente desde su fiesta de despedida – casi un mes atrás. La empresa de bañarlo, afeitarlo y vestirlo, requirió el esfuerzo de tres personas, varias horas de trabajo y unas cuantas jarras de café, acompañadas de aspirinas y sopapos de diverso calibre.
    Esas eran las condiciones en que se encontraba la afortunada pareja luego de concluida la ceremonia civil, que se había hecho efectiva gracias a una hábil maniobra ejecutada por los familiares en conjunto; los novios firmaron sus actas de matrimonio mientras se encontraban, técnicamente, secuestrados. Felicitas, la novia, lloró mucho el papelón público mientras Octavio, el novio, se mantenía perfectamente inconsciente de todo suceso. Alguien debió advertir esto, alguien debió comprenderlo como un augurio. Concluido el acto formal, cada familia se llevó a su novio correspondiente a su casa.  
    El casamiento religioso se llevaba a cabo – como lo requiere el protocolo – el sábado por la noche, y las costas por los festejos corrían a cuenta de los padres de la pareja, quienes no querían privar de nada a sus hijos en aquellos momentos de felicidad extrema.
    Pero las voluntariosas intenciones de los padres, que afortunadamente encontraron repercusión en generosas billeteras, entraron en conflicto. Ya la confección de las participaciones generó una larga serie de disputas, cuando novia y novio no llegaron a ningún acuerdo sobre el papel, la tipografía, la gráfica y el texto. La discusión se trasladó a las consuegras – quienes vieron abierta la posibilidad de adueñarse del gerenciamiento de la fiesta – y se extendió a la elección de la iglesia, del salón de fiestas, del catering, de la torta, de la música, de todo.
    En medio de los más feroces combates, la organización del casamiento tomó algo más de siete meses, durante los cuales la pareja corrió los más diversos peligros de separación, pero la férrea disciplina familiar contuvo los ímpetus juveniles: las nupcias ya estaban decididas, los invitados convocados y las listas de regalos colmadas; no quedaban caminos para evitar el destino ineludible.
    Se decidió que la ceremonia se realizara en la Parroquia del Sagrado Corazón, donde comulgaba habitualmente María Celia, madre de Octavio, pero estaría a cargo del padre Raúl, confesor y amigo personal de Ana Clara, madre de Felicitas.  Los festejos posteriores se llevarían a cabo en un hotel céntrico, donde la feliz pareja pasaría la primera noche de su luna de miel. Los invitados superaban en número cualquier expectativa.
    Distribuir los asientos en la iglesia no resultó un problema menor, y la noche del casamiento pudo verse a las personas más discretas faltar a todos los acuerdos previamente alcanzados, olvidando hasta las más esenciales normas de urbanidad. El novio esperaba en el altar con la marcha nupcial resonando estridente mientras amigos, familiares y meros desconocidos, seguían luchando por las locaciones.
    Felicitas fue llevada a la Parroquia en costosa carroza tirada por caballos verdaderos (“¡Qué lindos! – exclamó al verlos – ¡son de verdad!”), y para el momento en que ingresó por la puerta principal, despertando todo tipo de suspiros y exclamaciones románticas, llevaba cuarenta y ocho horas sin verle la cara a Octavio. Los novios habían discutido por la distribución de gastos, por la distribución de invitaciones, por la distribución de asientos en el banquete, y gritándose toda clase de improperios se habían separado tras  la ceremonia civil. El padre Raúl tranquilizó a la familia: “son los nervios, les pasa a todos, no hay de qué preocuparse”, declaró.
    La radiante novia, de blanquísimo blanco, fue festejada por su fino talle y su vestido de ensueño, realzado por la palidez de su rostro; el novio, de chaqué impecable, se sostenía con esfuerzo a causa del mareo y la descompostura intestinal. El padre Raúl, advertido de la fragilidad física y psíquica de los participantes, economizó recursos e impuso brevedad a las formalidades. Las damas de honor – dos primas de Felicitas y la hermana de Octavio, de vestidos rosados primorosos – se quejaron mucho por el laconismo de la ceremonia.
Octavio había temido y evitado aquel momento, el casamiento, durante toda su vida; ahora que había finalmente sucedido, le pareció menos terrible que en su imaginación: quedaba con la sensación, reconfortante para quien espera los peores males, de que nada sustancial había ocurrido. Felicitas había ansiado aquel momento, también, durante toda su vida; ahora sentía, con extrañeza, que sus altas expectativas fueron vanas: triste sin exagerar, más bien desilusionada, abandonaba la iglesia.
    Al salir, desde el atrio, Felicitas se ocupó de lanzar el ramo a las fieras que se debatían con bravura, mientras a Octavio una mano lo tomaba por la cintura y alguien – su hermana – le susurraba al oído frases inconexas sobre la fiesta y el champagne.
    Perseguidos por tres fotógrafos y un equipo de filmación que incluía cuatro cámaras de video, la afortunada pareja huyó hacia el salón de fiestas en la carroza que había llevado antes a la novia. Se abrazaron durante el viaje, se besaron – ya lo habían hecho en la iglesia – y sintieron que todo entre ellos volvía a ser posible; la fuerza de las situaciones convencionales los vencía.
    Al llegar al hotel se encontraron con la bienvenida brindada por sus invitados que, prevenidos, habían cruzado la ciudad en sus autos a setecientos kilómetros por hora. Se respetó la música elegida por Felicitas para entrar: alguna extravagancia de Barbra Streisand, e inmediatamente se sucedió el vals con el novio, con los padres de la pareja y con toda la peregrinación de familiares, siempre con música interpretada por una orquesta en vivo.
    La novia recorrió todas las mesas, saludando a cada convidado personalmente y sonriendo para las fotos, mientras Octavio se dedicó aplicadamente a la bebida, inseparable de su hermana, abonando fuertes propinas a los camareros para que lo abastecieran a pesar de los ruegos de ambas familias. Cenaron un menú sofisticado e inmediatamente se realizó el corte oficial de la torta de bodas, mucho antes de lo previsto, suponiendo que el flamante esposo se vería incapacitado para hacerlo si se retrasaba el asunto; luego se declararon abiertos los festejos y el baile general.
    En el remolino de festejantes – bailarines, familiares y alcoholizados, niños enloquecidos, camareros y fotógrafos – la pareja se perdió de vista; después de las primeras dos horas de comida inagotable y bebidas fuertes ya a nadie le importaban. Afortunadamente para Octavio, el padre de la novia parecía dispuesto a negársela a cualquiera que la pretendiera aquella noche, y mantenía a Felicitas muy ocupada en la pista de baile. El novio y su hermana se encontraban en la mesa de honor, ella sentada sobre sus rodillas con una copa en la mano, más allá de la atención del público, perdidos en la marea de luces estroboscópicas y carnaval carioca, con su bonito cotillón.
    En toda fiesta de casamiento puede alcanzarse a percibir un mismo espíritu incierto, oculto entre los festejos y las bebidas y las carcajadas etílicas, un celaje melancólico más triste aún por no pertenecer exclusivamente a estas fiestas: se lo puede encontrar también, y preferentemente, en los cumpleaños de las quinceañeras; se trata de esa visión en retrospectiva que nos impone la naturaleza misma de estos encuentros, encuentros que todos viven en tiempo pasado, como si en lugar de asistir a ellos uno estuviera revolviendo el arcón de los recuerdos, mirando fotos viejas y videos caseros donde vemos saludando gente desaparecida largo tiempo atrás. No es otra cosa que la poco envidiable sensación del paso de los años, de la cercanía de la vejez, del tiempo perdido, de la implacable marcha hacia la muerte y la nada.
    Quizás jaqueada por esos pensamientos Felicitas decidió ocultar sus lágrimas en el baño, pero no logró disimular lo suficiente como para evitar la atenta mirada de las consuegras. Cuando las matriarcas la interceptaron en un rincón del salón sólo alcanzó a decir: “Octavio... no sé dónde está...”, mientras se sonaba enfáticamente la nariz entre las contracciones del llanto. Las veteranas  madres de la pareja decidieron consolar a la novia y la acompañaron en su camino a los sanitarios: habían sido meses cargados de emociones fuertes, el ánimo de Felicitas se encontraba “sensibilizado”.
    Era la hora incierta en que los invitados comienzan a pensar dónde habrán puesto sus abrigos y carteras, mientras los mozos sirven los últimos helados y algunas bebidas trasnochadas. La esposa novicia, junto a las madres de la familia, entró en el baño de damas sin saber que se enfrentaba a uno de aquellos sucesos destinados a la negación y al silencio, una de esas situaciones que endurecen el carácter.
    Al atravesar la puerta con la placa “ellas”, en bronce lustroso, se encontraron con un espectáculo que sus mentes no pudieron procesar de inmediato. Felicitas exclamó “¡Octavio!”, y automáticamente le tendió los brazos a su esposo; lo hubiera abrazado sin dudarlo si la poderosa zarpa de María Celia no la hubiera detenido. “¿Qué hace Ud. acá?, ¿no ve que este es el baño de damas?”, interrogó la madre de Felicitas, abrazando a su hija. Sólo una inspección más atenta les permitió a las mujeres descubrir que la mujer que allí también se encontraba era Cecilia, la hermana de Octavio. Y Cecilia – tan borracha como su hermano – transpiraba y jadeaba y no les prestaba atención; permanecía al margen del mundo, con el vestido alzado hasta la cintura, aferrada a las canillas del lavatorio, con una rodilla levantada sobre la mesada de mármol y su ropa interior en la boca del novio, que la mordía como perro de presa; Octavio, parado detrás de ella, con una mano la agarraba por la cintura y con la otra le revolvía el pelo, sus pantalones caídos sobre los tobillos y la mirada turbia. Los hermanos, aullando agitados, convulsos y extasiados, continuaban con lo suyo sin atender a los mirones.
    La novia se desmayó automáticamente y Ana Clara sacó a su hija del baño arrastrándola como pudo; María Celia debió enfrentar a sus hijos: con el corazón en el puño, sin pronunciar palabra y mientras las lágrimas rodaban incontenibles por su rostro, surtió de incontables cachetazos los rostros de Octavio y Cecilia hasta lograr separarlos. Los tres comenzaron a gritar,  Cecilia intentó escapar pero Octavio la retuvo con gesto pretendidamente heroico; María Celia sólo podía insultarlos, y en eso estaba cuando llegaron Horacio y Oscar, respectivos padres de Felicitas y Octavio, quienes asistieron en su crisis a María Celia entre las trompadas que el novio alcanzó a repartir, abrumado por los sopores del alcohol.
Octavio no se calmó hasta asegurarle un salvoconducto a su hermana: le entregó una fuerte suma de dinero – aportada por su padre – y obtuvo a cambio la promesa de que se retiraría en taxi a su casa. Con Cecilia fuera de escena se pudo reducir a Octavio, a fuerza de paciencia, algunos golpes y whisky.
    Las madres se encargaron de la novia y los padres del novio. Felicitas fue conducida a la habitación del hotel, costosísima suite nupcial, donde se le aplicaron toda clase de calmantes y sabios consejos. Ana Clara, su madre, se cuidó mucho de asegurarle a su hija – a modo de consuelo sutil – que la mujer que encontraron con Octavio no era Cecilia. María Celia, con el alma ensombrecida y su instinto maternal destruido, convenció a la novia de que Octavio no dejaba de ser un buen muchacho, que ya tendrían tiempo entre todas de sacarlo bueno y que no debía prestarse demasiada atención a los pecados de juventud. Las consuegras se pusieron firmes en lo referido al matrimonio: la pareja no debía disolverse, aquello por Dios reunido no sería por los hombres dispersado, y correspondía a la templanza de Felicitas, correspondía a su carácter de esposa fiel y sumisa, aceptar las desventuras así como las alegrías. Pronto todo quedaría en el pasado y florecería la dicha en el seno de la incipiente familia.
    A todo esto seguía Octavio en el baño del salón, más tranquilo y más aporreado que antes, escuchando la enfática perorata de su padre, discurso con voz de tenor, con acento de sermón moral, con retórica marcial, y con desesperación de hombre en tierras desconocidas. Soportó el novio estoicamente estas arengas durante más de dos horas, bajo la mirada torcida del padre de la novia, que no aportó más que su silencio resignado. Los invitados a la fiesta habían comenzado a retirarse, sorprendidos de que nadie de la familia se dignara a saludarlos. Todos preguntaron por la pareja feliz, pero obtuvieron, por única respuesta, que ya se encontraban en su habitación disfrutando de su luna de miel. El manto de discreción impuesto por la familia, apañado por el diligente servicio del hotel, obtuvo un éxito abrumador.
    Los últimos invitados alcanzaron a ver a Octavio cuando salía del baño, perseguido por los padres que dedicaron amplias sonrisas para todos. El novio finalmente decidió meterse en su habitación, el cansancio lo embargaba. No compartió aquella noche el lecho nupcial junto a su esposa, que ya se encontraba completamente dormida, a fuerza de narcóticos, cuando él llegó. Tampoco intercambió más palabras con las consuegras, quienes al verlo decidido a dormir en el enorme sofá que coronaba el moblario de la suite, abandonaron la habitación.
    Una vez que Horacio y Oscar liquidaran las cuentas por la fiesta, la cúpula familiar sostuvo un breve meeting en el lobby del hotel. No había mucho para comentar, tampoco se trataba de compartir los diferentes puntos de vista que cada uno pudiera aportar. En líneas generales, no había opiniones divergentes: la pareja pasaría aquella noche en el hotel y a la mañana siguiente serían llevados al aeropuerto, iniciarían un largo viaje de luna de miel, como estaba previsto, y con el tiempo olvidarían el asunto. Era prioritario mantener una conducta mesurada y cautelosa en lo referente a Cecilia; bajo ninguna condición debía reunirse con su hermano, se le prohibiría acercarse al aeropuerto en el momento de la despedida, y se daría el aviso en el hotel para que no le permitieran el acceso por el resto de aquella noche. También debía acordarse que, en pro de sostener la salud de Felicitas tanto como la estabilidad de la feliz pareja, se afirmaría a ultranza que la mujer que se encontró esa noche con Octavio no era su hermana, siempre que no fuera posible mantener un silencio sepulcral en torno a aquellos desgraciados sucesos.
    Los cuatro salieron del hotel, los hombres fumaban y las mujeres divagaban con la mirada perdida, en pos de sus maridos como quien camina tras una sombra, guiadas por la costumbre de una presencia. El valet del hotel trajo sus autos y, en algún momento antes de separarse las familias, los padres de Octavio intentaron torpemente disculparse; holgaron las palabras, menudearon las torvas miradas en los torvos rostros de los padres de la novia, y sin saludarse, todos se retiraron.

2 comentarios:

diana poblet dijo...

Muy bueno. Me gustó el manejo del relato, fluye rápido hasta el final a pesar de su diversidad interna.
Buen texto. Atrapa.
Con mi abrazo.

MARIA PIA DANIELSEN dijo...

Muy bueno.Las apariencias ante todo.Bien escrito. Consigue que te sumerjas en la trama y casi veas los sucesos.Felicitaciones! Abrazo