6/10/09

el lado oscuro



No podía faltarle la inteligencia. Era abogada y ella misma le había contado, tiempo atrás, cómo se había recibido con el mejor promedio de la carrera. Le habían regalado, por ese mérito, una edición completa de la ley que tapizaba las paredes de su despacho. Incluso había sido hermosa durante su juventud y hasta bien entrada la vida adulta, aunque había engordado mucho en los últimos años, y se descuidaba notoriamente al vestirse y maquillarse.

Eran los últimos días de clases. El verano ya estaba prácticamente instalado. Las noches de calor se repetían sin interrupción y Octavio pasaba todas las tardes, después del colegio, en la playa y en el mar. Sus amigos, conocidos apenas unos meses atrás, le explicaban qué hacían los chicos más inteligentes de aquella ciudad al terminar su quinto año: “nos mudamos a mardelplata para estudiar en la universidad”. Nada había sonado más lógico en el mundo. Octavio se enteró de esto a mitad de año y así cobró conciencia de que nadie había pensado qué haría él al terminar el colegio.

Le pareció muy natural trasladar la inquietud a su madre. Octavio quería estudiar, todos lo sabían desde mucho tiempo atrás. Y dadas las circunstancias, no le quedaba más remedio que estudiar en Mar del Plata. Nadie necesitó aclarar que la idea de volver a Buenos Aires, a la casa de su padre, y estudiar allá, era ridícula y carente de sentido: quedarse con su padre no era una opción. No hubo tampoco ningún argumento convincente a favor de que atrasara sus estudios, aunque en este sentido sí se probaron algunos argumentos. La barrera más poderosa que se le logró imponer fue la obligación de conseguir la aprobación y el aporte económico de su padre.

El debate en torno a los estudios de Octavio se prolongó algunos meses. Durante ese tiempo llamó incansablemente, cosa que no acostumbraba, a su padre. El asunto en general se transformó en un debate sobre financiación. El argumento más duro de su padre era el siguiente: ya que su madre decidió arbitrariamente mudarse a ese pueblo de mierda, distante insalvablemente de cualquier universidad, sin pensar ni un momento en el futuro de Octavio (nada menos que un año antes de que debiera comenzar la universidad), entonces le correspondía a ella hacerse cargo de los costos adicionales ocasionados por los estudios. Con un tono llamativo, claramente ambiguo y distante, también ofreció alojar a Octavio en su casa para que estudiara en Buenos Aires. Nunca nadie se tomó en serio ese ofrecimiento.

Una vez logrado el consentimiento de su padre, Octavio aumentó el nivel de insistencia. Mamá estaba muy cansada, venía de sufrir un pico de presión alta que la había dejado postrada algunos meses, a causa del estrés. No tenía muchas ganas de trabajar. No tenía muchas ganas de salir de la cama regularmente. Aquel momento coincidía con el punto culminante en su carrera de adicción a todo tipo de ansiolíticos y antidepresivos. Mamá no paraba de pensar en las dificultades y las tristezas de la vida, en todo lo que tiene de penoso y obsceno nuestro paso por el mundo, en las espinas y en las angustias de los días y de las noches en vela.

Pero no podía faltarle la inteligencia. Era inaceptable suponer que, un año antes, mientras planificaba la mudanza de toda la familia, no hubiera pensado en lo que sucedería un año después de mudados. Aquel pueblito de mierda apenas si tenía dos colegios secundarios. Y Octavio ya cumplía los dieciocho. Y dos años después el hermano de Octavio pasaría por la misma situación. Octavio se negaba a aceptar que aquel detalle hubiera quedado totalmente imprevisto. Su madre confirmaba la imprevisión duplicando las dosis de depresión a partir del momento en que debió considerar el asunto. La totalidad de las discusiones sobre el tema se realizaron en la habitación, ella en la cama, oliendo a piel que no se lava durante días, con la oscuridad metida en la garganta, con los ojos siempre cerrados. Usaba un antifaz para dormir, y se ponía algodones en los oídos. Los algodones se le salían y se iban acumulando entre las sábanas siempre tibias. A veces, por ahorrarse el trabajo de cortar algodones nuevos, revolvía un poco la cama buscando con la palma de la mano, y reciclaba un par de algodones que siempre encontraba debajo de la almohada.

Octavio se llenó de coraje para pasar las horas en aquella caverna oracular, en aquel pozo de pestilencia y pérdida de la voluntad. Luchó contra la sombra de la desesperanza, le propuso acción y trabajo y esfuerzo a la mismísima desidia, al más absoluto desinterés y abandono de sí. Opuso toda su vitalidad adolescente al más oscuro vórtice de la desesperanza y al más hondo sentimiento de vejez y decadencia.

Afuera, luchaba contra el sentimiento de abandono de su hermano, y contra la rapacidad económica del segundo marido/vividor de su madre. Cuando todas las barricadas habían quedado atrás, cuando todas las máscaras fueron retiradas, la discusión se redujo a sus términos económicos. El grupo familiar pasó el tiempo haciendo cuentas en el aire sobre lo que costaría aquella aventura del hijo mayor, mientras Octavio sólo podía ejercer en su favor un alegato bastante pobre: que él no había buscado quedar en semejante situación, él no había elegido generar semejantes gastos, él sólo quería asistir a la universidad.

Octavio había cumplido también con otro requisito, consiguiendo trabajo para esa temporada. Trabajaría desde el diez de diciembre hasta los primeros días de marzo, sin francos, entre doce y catorce horas por día. Este sacrificio era considerado como razonable por todos los que querían estudiar en Mar del Plata. Les permitía demostrar con hechos, cada verano, todo lo dispuestos que estaban a estudiar durante el invierno siguiente. El dinero recaudado le permitiría pagar el alquiler íntegro de nueve meses, y aún le dejaría un margen acotado. Necesitaba que sus padres costearan los demás gastos mensuales, y que mamá diera su autorización.

Todo estaba dispuesto. No quedaban espacios vulnerables al reproche o la crítica, el proyecto en su mayor parte estaba encaminado. Pero mamá no había vuelto a pronunciarse en semanas. Octavio había dejado pasar un poco el tiempo sin insistir, alejándose del cubo negro en el que ella se atrincheraba. Visitaba las playas todas las tardes, necesitaba el sol y el mar y poner un poco las ideas al viento; no se olvidaba, sin embargo, de que no había recibido todavía la confirmación oficial.

A la vuelta del colegio un viernes, con la perspectiva del último fin de semana libre antes de empezar a trabajar, Octavio decidió saldar la cuenta definitiva. Dejó el uniforme en el canasto de la ropa para lavar y almorzó con su hermano y el marido/vividor. A la hora de la siesta, cuando sabía que su madre enfrentaba severos golpes de conciencia contra las horas pasadas en cama, lo que hacía de aquel momento el de mayor actividad del día en su esquema depresivo, revolviéndola entre las sábanas a fuerza de remordimientos, a esa hora Octavio entró en la habitación.

No la tocaba desde hacía meses. No se abrazaban ni se besaban, no se hacían ninguna manifestación de afecto. Cuando la visitaba en su cubil, acercaba una silla al borde de la cama, según hacia qué lado ella estuviera acostada en ese momento, para poder hablarle a la cara. Ella usaba unos tonos de voz muy tenues, lo que hacía difícil escucharla, excepto cuando lloraba. Podía ver el antifaz de dormir y una bola de algodón pegada en la frente, entre una maraña de pelos mal teñidos de rubio.

Lo más difícil era arrancar las conversaciones. Muchas veces su madre pasaba horas sin abrir la boca, durmiendo o repasando sus neurosis y frustraciones, sin una gota de agua, sin una gota de aire. Cuando intentaba pronunciar las primeras palabras separaba lenta y pesadamente los labios y asomaba la lengua, como un gusano rosa, gordo y pálido arrastrándose sobre la arena. Removía y restregaba esa lengua contra los labios varias veces, buscando una humedad que no encontraba, despidiendo un olor verde y pesado que estremecía el aire ya viciado. Tensaba todos los rasgos de la cara y se debatía como haciendo un esfuerzo insoportable. Se incorporaba un poco, ciega por el antifaz, y estiraba un brazo torpe, flácido y transpirado pidiendo agua. Octavio respondía solícito, el vaso estaba siempre en la mesa de luz donde llevaba horas olvidado, podía verse la marca del agua que se había evaporado, podrían haberse calculado por esa marca las horas de oscuridad y polvo que el agua llevaba absorbidas. Mamá bebía ruidosamente, se atragantaba y tosía, a veces derramaba el vaso, en otras ocasiones sólo escupía un poco de agua en el piso. En conjunto, Octavio no dejaba de asombrarse por la teatralidad insistente, por la estabilidad en los contenidos y la prolongación interminable del ritual. Se preguntaba reiteradamente hasta dónde todo ese teatro era inconsciente o voluntario. Se sentía involucrado en un juego de improvisación entre actores que no tenían ningún control del libreto, absolutamente incapaces de pronunciar sus propias palabras. Esa puesta en escena muchas veces era intolerable para Octavio, no podía pasar del primer acto y se retiraba dando un portazo. Esas eran las ocasiones en que creía que todo era un simulacro, el resto de las veces no le prestaba atención, concentrado en sus propios intereses, y dejaba que la depresión de su madre fluyera a su alrededor, suponiendo que ese contacto no podía afectarlo de ninguna manera.

Entre las ventajas a largo plazo de estudiar en Mar del Plata, junto con la de obtener un título universitario, Octavio ponía la de evitar en lo sucesivo muchos de esos encuentros con su madre. Su madre anotaba la suspensión de aquellos encuentros entre los muchos, muchos motivos para seguir postrada. La diferencia entre esta y otras injusticias por el estilo cometidas por su madre, era que en este caso no podía dejar de reconocer la injusticia misma, porque era alevosa. Había quedado en evidencia la arbitrariedad de todas las decisiones de su madre, era notorio que nunca había pensado más que en si misma, y el agravante era que todas esas decisiones fueron tomadas desde lo más profundo de su estado depresivo e irracional. La luz de esta verdad era demasiado fuerte para que Octavio la mirara de frente, y su madre terminaría accediendo a sus estudios en Mar del Plata en un afán por disimular sus faltas.

La conversación fue deslizándose penosamente a la sombra de las cortinas, amortiguada por la alfombra, enredada en almohadones y acolchados. La confirmación definitiva se despachó como un asunto menor y secundario. Hubo muchos lloros y reproches, algunas recomendaciones, y mamá impuso también sus condiciones. Octavio debió confirmarle muchas veces que era una buena madre y que siempre hacía lo mejor por sus hijos.

Salió victorioso de la habitación, asegurándose de dejar bien cerrada la puerta a sus espaldas. Llamó a sus amigos y fue a encontrarlos en la playa. Necesitaba un sol muy fuerte para volver a calentarse la piel.

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