25/5/10

Laura Gatti


    La chica le dio una tarjeta que  decía “Dra. Laura Gatti”, era una abogada joven, con un cargo remunerado en tribunales, una belleza apuntalada por la juventud, exótica, casi fea; la había conocido inicialmente por internet, y se entusiasmó porque hacía mucho que no salía con mujeres, pero aquella tarjeta de presentación con ribetes dorados lo había arruinado todo, lo supo en cuanto la vio.
    “Internet amplía las fronteras sociales – pensó mientras la guiaba dentro del departamento, para preparar unos mates y fumar algo que hiciera volar el tiempo – lo que nos permite fracasar más a menudo en nuestras relaciones con el mundo”.
    No tenía en claro las causas verdaderas de ese fracaso, pero sabía que no funcionaría y que, durante la siguiente hora u hora y media, sucedería un lento derrumbe, muy incómodo de presenciar.
    En un posterior análisis mental, encontró algo escondido en ese nombre, una clave oculta capaz de activar ciertas combinaciones de su propia experiencia, un mensaje subliminal de importantes efectos secundarios. Seguía viéndolo con la imaginación, tal como lo recordaba en la tarjeta.
    Debió reconocerse a sí mismo que se trataba de un caso muy particular, único en su experiencia personal (lo que esperaba que se lo disculpara un poco) de discriminación por el nombre. Porque “Laura Gatti” hace pensar en compañeritas del tercer grado de la primaria, de las que se ven de vez en cuando y en los recreos, vecinas de acá dos cuadras que muy bien no se conocen, gente que se menciona por ahí con criterios dispares y poco interés; con ese nombre viene a la imaginación el momento de sacar número para la cola de la panadería, un domingo a la tarde, van por el ochenta y seis pero encontró un número en el piso y lo atendieron delante de mucha gente que había llegado primero, y le dio vergüenza; la cara de los tipos de treinta o cuarenta años, mirándolo, relieves que no guardan rastros de la infancia, y la preparación del café con leche, un par de medialunas, un triple de jamón y queso en la tostadora, reducido departamento de alquilar soltero, más bien divorciado, mesa de fórmica prestada, la húmeda conciencia de estar solo, como un exiliado.
    Claro que todo esto sólo era un prejuicio auditivo, pero creía haber conocido a otra chica, durante su infancia, con el mismo nombre, una Laura Gatti de otros años, lo que le parecía muy normal, ya que todo el mundo habrá oído hablar de ella, o de otra Laura Gatti cualquiera, una especie de ente indefinido que va y viene en los comentarios de terceros, sobre asuntos absurdos y aburridos.

9/5/10

a la mierda en bote

             Me gusta la expresión de los yankis: “kick the shit out of you”, utilizada como la amenaza más sórdida imaginable. Nosotros usamos “romperte el culo a patadas” o "cagarte a patadas", pero la otra es más interesante, es psicológicamente morbosa. La idea es sacarte la mierda del cuerpo a las patadas, o pegarte hasta que te cagues. Tiene doble alcance: funciona como metáfora de una buena paliza, y a la vez puede convertirse en una acción literal, ya que se basa en la realidad más escatológica: si nos pegan lo suficiente, terminamos aflojando el esfínter.  
            Cada tanto me acuerdo de ese insulto, lo repito mentalmente con delectación. Es lo que busco, que me saquen la mierda del cuerpo, preferentemente por medios violentos. Cuando no se quiere entrar en razón, es la única manera.
            La joda en esto viene por el lado de la acción de los terceros. “Alguien” – váyase a saber quién – se ofrecería como voluntario para aplicarme una golpiza que me quite del cuerpo la mierda acumulada. Como un exorcista de grandes aptitudes espirituales luchando contra los demonios que poseen a la chica de la película, un atleta entrenado en la masacre intervendría mi cuerpo para remover toda la materia fecal que impide el correcto funcionamiento de mis engranajes.
            Porque los engranajes funcionan mal, no queda ninguna duda, y es evidente que hay una mierda oscura y humeante que tiene empantanado todo el mecanismo.
            Esto aprendí a reconocerlo gracias a mi madre. No es que ella se dedicara a la pedagogía de la mierda y la violencia, no. Se trata de una lección silenciosa que aprendí más bien por ósmosis, por contagio involuntario. Son esas cosas que nos acostumbramos a ver durante mucho tiempo, hasta que de pronto ya no las vemos más. Y cuando ya no las vemos, es porque se ocultaron en nosotros mismos.
            Ahora despierto de un sueño de varios días, un sueño lleno de los vicios viejos. Los vicios nuevos, no los “novedosos” sino los que el vicioso recién descubre, son pasatiempos de excéntricos y flaneurs; los vicios viejos, esos a los que se vuelve sin saber por qué, son los vicios de los verdaderos viciosos, tanto más tristes y humillantes cuanto menos trabajo les ocupa someternos la voluntad. Decía: vuelvo de varios días de vicios tristes y pequeños, ninguno de los vicios más evidentes sino vicios de obnubilación lenta y solitaria.
Algunos vicios –no se me ocurre llamarlos de otra manera – son como el fusible de la mierda interior, y al reaccionar no queda otro remedio que reconocer la mierda que nos lleva y nos trae en sus mareas subterráneas. Así que necesito una buena paliza para que me la saquen.
            Todo el tiempo anterior, todo el tiempo de “normalidad” serena y templanza de espíritu, fue nomás una fantasía ingenua. Como pegarse una ducha para volverse a ensuciar. No aguanto la normalidad durante mucho tiempo. Y no es que me crea “superior” a la normalidad, sino todo lo contrario. La normalidad, tan accesible y sencilla, me cuesta un esfuerzo insufrible, es un estado de tensión permanente y desproporcionada que, al final, no me lleva a ningún lado, ni me produce el menor resultado. Es inalcanzable, termino desistiendo, soltándola, dejándola que se vaya, y me digo “bueno, hasta acá llegamos”.
            Es que la mierda no está sólo en los intestinos, hay que desalojarla de la cabeza, la misma cabeza con la que miramos y medimos todas las cosas, y en ese proceso de mirar y medir todo queda sucio con lo que llevamos adentro.
            En fin, este no era el tema.
            No hay nadie dispuesto a sacarnos la mierda del cuerpo a patadas, ese es el tema. No es asunto ajeno, nuestra mierda. Podemos (y creo que debemos, o por lo menos esa es la “tendencia”) disimularla lo mejor posible, mientras intentamos eliminarla, si es que nos interesa interactuar en sociedad. Imagino que habrá gente que la disimular mejor, y otros tendrán una mierda simpática y cotizada que no necesitará de ningún disimulo. No tengo esa suerte.
            Honestidad: reconocer que la mierda está ahí, dentro nuestro, siempre, e intentar desalojarla, poniendo en el intento nuestras fuerzas más sinceras. No se puede ser honesto todo el tiempo, a mi no me sale tanta honestidad sin intermitencias.
            Pero insisto con lo importante: no hay terceros (ni segundos) en este proceso. Incluso si hubiera terceros involucrados, cuando “new shit come to light” (como dice el Gran Lebowski) los terceros desaparecen a la velocidad del pedo. Y eso no está mal, ya bastante tiene cada uno lidiando con la mierda propia. Y esta soledad de la mierda es la mejor lección espontánea que aprendí de mi madre, que siempre fue muy buena en estos asuntos.
            Pero cuidado, que todos están acostumbrados a echarle la culpa a cualquiera de los malos olores. Insistiendo con la metáfora hasta el cansancio, pienso en esos rescates a lo “Baywatch” que se nos ofrecen de vez en cuando. ¿Quién no se agarra a un salvavidas en el maremoto de la caca? (y acá hay que hacerse cargo, esto no va por mí, que la cosa me cuesta bastante y lo se, esta va para todos, ¡abrid los ojos! ¡no hay nadie que no nade en el mar de sus deyecciones!); lo que digo es esto: te agarrás a una soga y lo siguiente es bracear y patalear hasta el sofoco en la mierda ajena. Calladito y contento, porque si abrís la boca, resulta que toda la porquería es tuya.
            Así somos todos.
            Al final, mierda y vicio; desconsuelo de los demás, abandono de uno mismo. Y no me cabe en la cabeza esa gente que va nadando estilo rana lo más campante, contenta y sonriente, y así cruza los océanos de la vida, ignorando con qué materia están constituidos. No le sienten ni el olor, peor todavía, ¡le sienten olor a perfume!
            Total, que ya no se entenderá de qué estoy hablando.