31/5/11

Scott

para P.B.

cualquier valor humano que yo pudiera tener desaparecería si me condeno a mí mismo a una vida de ascetismo al que no estoy acostumbrado ni por hábito ni por temperamento, ni por las circunstancias de mi oficio
F. Scott Fitzgerald


              Ésta es una historia del corazón.
           El protagonista hace su aparición con apenas veinte años. Imaginemos un gentleman de la clase alta norteamericana, con la cabeza llena de cosas como el buen nombre y honor de la familia y las últimas modas de Londres y París, recién alistado en el ejército a la espera de la guerra (a la que finalmente no acudiría), cuya única ocupación fueran las charlas en el Club de Oficiales y las salidas al teatro para ver en escena a las chicas de Princeton, Harvard y Yale. Rubio, con los ojos transparentes, los rasgos filosos y el ego de un megalómano.
            Lo único que tal vez preocupara un poco, en aquel momento, a Scott Fitzgerald, fuera su lamentable desempeño académico durante los tres años que él mismo pasara aburriéndose en Princeton. El joven Fitzgerald da por sentado que él es un individuo intelectualmente superior, predestinado a las más altas manifestaciones del éxito, y no hay fracaso académico que lo detenga. En su imaginación fabuladora, este fracaso también se debe a su incalculable (y poco convencional) inteligencia. 
            Ese año en particular, el año del ejército, una vez abandonados sus estudios universitarios, anota en su diario personal: “El año más importante de mi vida. Todas las emociones y la obra de mi vida se decidieron en aquel momento. Desgraciado y loco de felicidad, un gran triunfo.” Y es muy llamativo que se encontrara vistiendo el uniforme militar. A pesar de no haber disparado una sola bala en el campo de batalla, no iba a faltarle guerra: ese año la conocía a Zelda Sayre. Esta entrada en su diario hace específica referencia a uno de sus primeros encuentros.
            Y de ese encuentro, mucho después, Fitzgerald saca la idea central para una de sus novelas, “El Gran Gatsby”(1), y varios de sus cuentos. La clave de esa novela es la siguiente: Daisy Buchanan rechaza el matrimonio con Jay Gatsby, a los 18 años, por cuestiones de dinero y posición social. Lo espera algunos meses, pero finalmente se casa con otro. Tiempo después Jay regresará a buscarla, esta vez con todo el dinero del mundo en el bolsillo. El desenlace de la novela pertenece a la ficción (a la ficción literaria de nivel superior), pero el problema del dinero, a la hora de concretar su relación, fue real en el caso de Zelda y Scott.
            Los privilegios sociales de Fitzgerald tocaban fondo junto con la herencia de sus abuelos. Con el abandono de los estudios y el fin de las hostilidades en Europa, la caja familiar exhausta y sin profesión, Fitzgerald no encuentra otra alternativa que enfrentarse al mundo del trabajo. En un acto de desesperación y exacerbado dramatismo, se anota en una lista de espera para ingresar como obrero a una fábrica. Con algo más de criterio se muda a Nueva York y consigue trabajo como escritor de jingles para una agencia publicitaria.
            Todos los sueños ególatras de Fitzgerald se desmoronan en cuatro meses de oficina y salario, durante los cuales su relación con Zelda se evapora por correo. Gana noventa dólares por mes, lo que apenas le alcanza para sobrevivir, exponiéndose, entre otros martirios, a perderse las modas de una o dos temporadas. Pero lo que de verdad lo desespera es perder a Zelda, y perderla, además, precisamente por esto. El dinero y el amor, como todos sabemos, juntos resultan despreciables. Fitzgerald, sin embargo, no piensa así. Perder un amor a causa de una guerra, por ejemplo, o en manos de la traición, en medio de un cataclismo cualquiera, perder un amor por cuestiones de verdadero peso, eso puede resultar comprensible y en algunos casos inevitable. Pero no por dinero, perder un amor por dinero debería quedar fuera de discusión. El dinero debería saber guardar su correspondiente estatus de insignificancia.
            Scott le envía a Zelda el anillo de compromiso de su madre, pero recibe a cambio una respuesta fría y distante. En Nueva York renuncia a su trabajo y dedica tres semanas completas a emborracharse. El día numero veintidós se ve obligado a dejar de beber, una ley prohíbe el consumo del alcohol, todos la conocemos como la “ley seca”. El impacto de la sobriedad inicial debió resultar brutal y ensordecedor, y no se aplacaría antes de que, un par de meses más tarde, hicieran su aparición los contrabandistas.
            Regresa a la casa de sus padres después de tomar una decisión desesperada: corregir el manuscrito de su primera novela, comenzada a los diecinueve años y ya rechazada una vez por los editores. Del manuscrito original sólo conserva la mitad y rescribe el resto (en algo así como veinte días). Cuando vuelve a presentarla, la novela es aceptada. 
            “A este lado del paraíso” le daría a Fitzgerald doce mil dólares de ganancias a lo largo de un año. Con la confirmación de la publicación, su agente literario comienza a vender los cuentos de Fitzgerald al Smart Set, a la Scribners Magazine y al Saturday Evening Post; éste último paga por el primero unos cuatrocientos dólares. Los derechos de ese cuento se venden a la industria del cine en dos mil quinientos dólares. Algunos años después cada cuento de Fitzgerald valdría unos cuatro mil, y el autor publicaría entre ocho y doce por año.
            Valores: con el dinero ganado por un solo cuento, en la entreguerra europea, Fitzgerald podía pagar dos años de alquiler en una mansión francesa sobre la costa del mediterráneo.
            Seis meses de desasosiego, y repentinamente el éxito. El día que Scott entra a la casa de la familia Sayre con un ejemplar de su primera novela bajo el brazo, Zelda acepta el matrimonio.
            En una habitación del Ritz, Fitzgerald festeja regalando a cada uno de sus amigos una botella de whisky importado por el contrabando, deja propinas de cincuenta dólares y, al salir, abre todas las canillas e inunda el hotel.
            De sus primeras apariciones públicas como pareja quedan algunos testimonios, como el de Alexander McKraig, director editorial en Princeton: “Fui a ver a Scott y su mujer. Ella es una bella caprichosa del sur. Come chicle, muestra las piernas, los dos toman demasiado. Antes de tres años están divorciados. Scott escribirá algo importante y morirá en una buhardilla a los treinta y dos.”
            Pero Scott y Zelda sólo se separarían mucho más tarde, a causa de la locura primero y la muerte después.
            Los cuentos que publica Fitzgerald durante los dos primeros años en el Saturday Evening Post, aparecen reunidos bajo el título “La era del Jazz”. A ese libro le debemos el nombre del período histórico que va de 1920 a 1930 en los Estados Unidos. El jazz es integrado a la literatura por primera vez en esas historias. El personaje femenino principal de esos cuentos, la flapper, con el que Fitzgerald retrata abiertamente a Zelda, se impone como modelo de mujer en dos continentes. El estilo de vida que ahí se narra se transforma en el motor principal de una enorme industria publicitaria.  
            A los 25 años, en la cumbre de su carrera, Fitzgerald es, junto con Zelda, el centro del mundo. El centro de un mundo, además, hecho para ellos, hecho a su imagen y semejanza. Un mundo que surge de las historias del mismo Fitzgerald.
            En el excepcional caso de Fitzgerald, cuyo talento no puede ponerse en duda (estamos hablando del tipo que descubrió a Hemingway y que obligó a su editor a publicarle la primera novela, que él mismo se encargó de corregir), es necesario reconocer que su éxito literario fue favorablemente acompañado, por lo menos al principio, por las modas y la publicidad. Pero estos fundamentos, a largo plazo, expusieron todas sus debilidades.
            Tres factores se conjugaron en su contra. La llegada de la segunda guerra mundial vació de todo interés la obra de Fitzgerald; el consumo masivo de alcohol, tanto para Scott como para Zelda, se transformó lentamente en un problema inmanejable; y, por último, Zelda se volvió loca.      
            La literatura de Fitzgerald pasó de moda. El interés belicista, donde Hemingway hizo pie con tanta firmeza, transformó los cuentos de Fitzgerald en un anacronismo. El mundo y la gente habían cambiado, sus cuentos –que tampoco eran los mismos, a causa del trabajo comercial a destajo y los problemas de salud– dejaron de venderse.
            Los problemas de la pareja crecieron descontroladamente desde el primer día, a causa de todo tipo de excesos, en particular debido a la simultánea adicción a la bebida. Scott llegó a reconocer su absoluta incapacidad para escribir sobrio. Por lo demás, ninguno de los dos consideró la posibilidad de separarse.
            En 1930 Zelda es internada en una clínica psiquiátrica francesa. Sería la primera de una larga sucesión de internaciones, tanto en Europa como en América. En el momento de su admisión en la clínica está borracha y reconoce varias tentativas de suicidio. En esta ocasión se retira, a los pocos días, contra la opinión de los médicos. No tardaría en llegar la reclusión permanente. El diagnóstico: esquizofrenia.
            Sobre el final de esta época difícil, con su carrera literaria en franca decadencia, separado de Zelda y consumiendo habitualmente un litro diario de ginebra, Fitzgerald escribe esa serie de tres ensayos que tituló “the crack-up”, y cuya publicación coincide con el “crack” económico del año 1939. Muere al año siguiente, en el olvido público, a los cuarentra y cuatro años.
            Siete años después, internada en el Highland Mental Hospital de Asheville, Zelda muere en un incendio.

            Una de las mayores muestras del talento de Scott Fitzgerald, a todo esto, no se encuentra en ninguna de sus obras literarias. Podríamos discutir durante horas sobre la calidad de sus novelas, absolutamente geniales las primeras, desconcertantemente malas las últimas (de lo que él mismo era conciente); o de sus cuentos, en los que se denigraba en nombre de la recaudación, hasta que ya no le fue posible publicarlos. La serie de Patt Hobby al final, historias de la frustración y el fracaso, desde todo punto de vista inaceptables para el Saturday Evening Post, cualquiera de ellos mejores que el mejor Hemingway. Pero algunas de sus grandes hazañas literarias aparecen en sus cartas personales. Una buena anticipación de esto puede leerse a principio de los años veinte, cuando le pone por escrito a Hemingway, en una clase magistral de literatura, los motivos de sus correcciones a “Fiesta”, y le explica qué es y qué no es literatura.  
           No dejo nunca de tener presente, en particular, una de sus cartas. Escrita desde Princeton y enviada a Suiza, dirigida al Doctor Oscar Forel, psiquiatra a cargo de Zelda, en ese momento recluida desde hacía meses.
            Invariablemente, con cada internación, Zelda pasaba por un período de desintoxicación alcohólica. El tratamiento, en mayor o menor medida, sería similar al que puede recibirse aún hoy en cualquier clínica de adicciones o en las reuniones de alcohólicos anónimos, reforzado por la supervisión psiquiátrica. A lo largo del tiempo, muchos médicos le señalaron a Fitzgerald la necesidad de que él mismo, por su salud personal y para acompañar la terapia de su mujer, se sometiera a tratamiento para dejar de tomar. El Doctor Forel fue uno de los más insistentes defensores de esta propuesta.
          En esa obra magistral, su carta al Doctor Forel, Fitzgerald explica los motivos por los cuales, como era de esperar, se niega a dejar de beber.

(Para los interesados: la carta no es larga, y se puede leer aquí)



(1) Clásico de la literatura norteamericana, lectura obligatoria en el ámbito académico, indispensable para cualquiera que le interese saber qué es la literatura (La versión Hollywood es de 1974, Robert Redford, Mia Farrow, guión de Francis Ford Coppola).

26/5/11

matemos a las ballenas

               Me obligan a escribir sin ganas, un post que no quiero escribir.
            No encuentro nada más desagradable que un desmentido. Las falsas acusaciones sólo se sostienen en la imaginación de los mediocres, y los mediocres no merecen respuesta. Pero, como siempre sucede, me ponen en una encrucijada: me acusan peyorativamente de lo que a mi me parece un logro, un acierto, y no me parece justo (para con los verdaderos autores de ese logro) que me adjudiquen un mérito que le corresponde a otro.
            Veamos: durante años me acusaron de ser puto. ¿A quién se le puede ocurrir “acusarte” de puto? Evidentemente a un retrógrado incivilizado. En mi opinión, si te acusan de puto la única respuesta posible es “si, me la morfo hasta el final”.
            Desde que me acusan arbitrariamente de ser el autor de matemos a las ballenas me encuentro en esa misma encrucijada: responder que “no, yo no escribo ese blog” es lo mismo que decir “no, yo no soy puto”, cuando no encuentro ningún inconveniente con ninguna de las dos cosas, y no puedo bajo ningún aspecto aceptar el matiz peyorativo de la acusación. En el caso de los putos, no son ellos precisamente quienes necesitan que se los defienda de nada; pero el caso de matemos... es diferente, porque no quiero llevarme un laurel que no es mío.
              Si, estoy de parte de los que creen que matemos... es un blog excelente, más allá de cualquier debate que podamos sostener sobre el asunto del anonimato con que se realizan sus publicaciones. Por eso me di el lujo de publicar un post (firmado) en ese blog, con el permiso de sus autores, a quienes contacté por mail. A quien le interese leer ese post lo puede hacer aquí mismo en Costa Negra (donde también está publicado) bajo el título malcogidos.
           
            Los post de matemos... alcanzan en algunos casos más de doscientos cincuenta comentarios de lectores, e invariablemente se transforman en tema destacado de las camarillas marplatenses, tan propensas al puterío y el chisme. Ese dato es suficiente, por sí mismo, para sostener que el blog es una genialidad absoluta e indiscutible.
            Pensemos esto: un tipo escribe mil palabras al amparo del anonimato, explayándose sin ninguna justificación en una sarta de barbaridades más o menos absurdas; por lo demás, ese mismo anonimato invalida cualquier argumento que se sostenga en el texto. Esto es: las notas en el blog no tienen ningún sustento formal, son nada más que diatribas mordaces e impunes, un juego (si se quiere) que nadie pretende sostener como alegato verdadero en contra de las “pobres víctimas” que allí son tratadas con “semejante escarnio” (y que de paso obtienen una buena porción de publicidad gratuita).
            Entonces tenemos a este autor anónimo que invierte una hora, quizás dos, en su artículo de mil y pico de palabras. Eso, señoras y señores, es sólo la mitad del blog. La otra mitad viene a completarse con esa infinita retahíla de comentarios incoherentes, resentidos y descerebrados que procura en abundancia una parte de los lectores. Si se me permite, debo decir que jamás encontré escritores tan esmerados como esos, capaces de invertir en su delirio contestatario mucho más que una o dos horas de sus vidas. Brutos, violentos fuera de toda broma, ineptos a la hora de argumentar (¿cómo puede alguien reprochar el anonimato desde el anonimato?), son los únicos que se toman a pecho el blog. Son sus más fieles seguidores y, con su carácter reaccionario y sus amenazas, también son una justificación permanente para el anonimato de los verdaderos autores. Por mi parte, como lector de matemos..., los considero una fuente de infinita diversión. 
           
            Según el clima y las condiciones atmosféricas, en esos comentarios se adjudica la autoría del blog a distintas personas; el que suscribe es sólo uno entre los muchos a quienes se "acusa" de escribir matemos... ¿Qué decirle a estos detractores que hacen tanta gala de no entender absolutamente nada? A esa gente le digo: si, soy puto, drogadicto, mentiroso, ladrón, violador de niños y cada tanto, cuando el hampa y mis actividades delictivas me lo permiten, escribo matemos a las ballenas.


24/5/11

vuelta previa, a modo de prólogo (por Alejo Salem)


            El domingo pasado en Villa Victoria, Alejo Salem (Emiliano Gonzalez) presentó su libro voluntades con pies redondos: “cuatro o cinco ideas generales –que tal vez sean una sola– desparramadas en treinta poemas”, según aclara la contratapa.
            Una muestra de que este libro es mucho más que cuatro o cinco “ideas generales” la encontramos en el prólogo, que el autor nos deja reproducir completo a continuación:

            Sin que este sea un libro divino -o por lo menos inspirado-, sí puedo afirmar que los poemas que contiene fueron escritos en el más absoluto estado de inconsciencia. Un libro escrito en base a la recurrencia involuntaria de ideas e impulsos. Julio Alfonso decía que no había que escribir con “la cosa” sino con su recuerdo. Yo adhiero, pero ¿qué pasa cuando el recuerdo insiste en repetirse o replicarse en distintas situaciones? ¿Qué pasa cuando la idea no quiere ser cambiada y lucha por manifestarse? ¿Qué pasa si la necesidad nos sobrepasa en peso, en altura, en fuerza?
            Sin embargo, hay una conciencia de la realidad cíclica, de la periodicidad, de las sensaciones como un déjà-vu que no deja dormir.
            Período es el tiempo que algo tarda en volver a su posición o estado inicial; es lo que tarda un fenómeno en recorrer todas sus fases; es, también la repetición indefinida.
            La vida es cíclica y la poesía forma parte de la vida. La poesía es la vida.
            La costumbre de recomenzar, de renacer da muchas posibilidades: se puede aprender y mejorar, se puede empeorar, se puede repetir exactamente igual o hacer algo completamente nuevo. Se puede – es lícito- no hacer nada; que al final de un ciclo siga otro inconducente pero finito. Se puede repetir un ciclo y que cada vuelta sea más rápida, si se quiere pagar el precio de convertirlo en un espiral centrífugo que nos aleje; o disminuir la velocidad, para que cada ciclo nos encierre más en nosotros mismos.
            Se puede estirar un período como en la matemática -¿poesía y matemática?- y dejar un sentimiento perpetuarse hasta hacerse infinitesimal, pero persistente. Puede ser un dolor, una alegría, puntos suspensivos en el alma.
            Hay poesía en lo cotidiano, en lo diario. Hay poesía como noticia de vida. Hay en la poesía una información que no puede ser nombrada de otra forma.
            Sísifo condenado a subir siempre la misma roca, Prometeo a saber que su hígado va a ser comido todos los días. La certeza de que todo fue escrito una vez y para siempre y que siempre se va a repetir. Esta idea ya fue desarrollada numerosas veces. No hay nada nuevo para contar, es verdad. Nos queda la esperanza de que haya nuevas formas de contar o nuevos oídos dispuestos a escuchar.
            Si sólo por jugar nos dispusiéramos a leer crónicas de otras épocas veríamos que las cosas ya han pasado muchas veces, que los diarios nos dan siempre la misma noticia, con –tal vez- alguna diferencia de nombre propios.
            Los discos rayados no son más que un aviso, al igual que las olas o las nubes que pasan.
            En algún momento puede haber un cambio, pero nunca una transformación completa: la percepción puede modificarse, la canción que estábamos cansados de llorar nos empieza a gustar a fuerza de repeticiones.
            Podemos repetir una palabra muchas veces hasta vaciarla de sentido, sacarle todo significado hasta volverla un código nuevo; gracias a las innumerables posibilidades de la semántica por sobre la sintaxis, la vamos a usar de otra forma y va a seguir siendo la misma palabra.
            Y así haremos algún día con la ausencia, el tedio, la alegría, el amor.
Palabras, significados. Somos palabras. Significamos. Valemos.
            Cada uno puede asociarse a otro, y a otro, y a otro y dar lugar a un concepto. Cada uno puede chocar, enemistarse, discutir, ejercer su palabra, su significado.
            Si digo “flor”, una parte de mí, una parte de ustedes, puede pensar en caléndulas, otra en tres cartas del mismo palo.
            Si digo “marchar”, una parte de mí, una parte de ustedes, pensará en irse, otra en militares y fanfarrias.
            Si digo “fantasma”, una parte de mí, una parte de ustedes, puede pensar en sombras, otra en nuestros propios miedos.
            Hay palabras más esquivas, más gordas; voluntad, idea o fuerza nos van a traer significados distintos a una parte de ustedes, una parte de mí.
            Y si una parte de mí, una parte de ustedes, prefiere una idea, es válida la disputa con otra parte de mí, de ustedes, que crea que el mejor camino es otro.
Uno, otro. Una idea, otra.
Un sentido, otro.
El camino es el mismo.
La palabra es la misma.
La persona es la misma.
Una parte de mí, una parte de ustedes.

addenda
el libro se puede conseguir en las librerías de Mar del Plata, o a través de los siguientes links:



17/5/11

Néstor te odio, o ¿Por qué no soy un militante?, o ¿Cuánto le interesa a Usted la política?

              no estoy de acuerdo con la metáfora deportiva que generalmente se aplica al sexo; sin dejar de ser una actividad atlética, el sexo también es una actividad intelectual,  y en ese sentido se parece más a una conversación
            estas “conversaciones”, por supuesto, pueden resultar muy subidas de tono, y ahí es cuando se parecen a un deporte: su versión extrema se llama pornografía; pero ese aspecto deportivo-pornográfico es el más inmediatamente accesible, es el nivel más básico
            el sexo, como la conversación, puede pasar por una infinidad de aspectos diferentes, siendo su versión hard-core uno sólo de todos los matices, que por lo demás no son excluyentes
            muchos aceptan la idea de que es posible predecir (no voy a discutir las probabilidades de acierto) la capacidad sexual de una persona a partir de su comportamiento físico cotidiano, cuando baila por ejemplo; sin desestimar esta información que me parece correcta, es oportuno señalar que las personas delatan mucho más su manera de coger cuando hablan
           nadie es capaz de coger fuera del registro tonal de su propia voz (esto es a la vez inexplicable e irrefutable), y por otra parte es evidente que existe una conexión, una sintaxis compartida, entre la manera de hablar y la manera de coger de las personas, tal vez paralela a una correspondencia entre el desempeño físico (en el sexo como en cualquier otro ámbito) y la sinapsis
            cualquiera que haya conocido un buen orgasmo debe reconocer que esa maravilla física tiene repercusiones inmediatas sobre la conversación dentro de la pareja; esto se nota muy especialmente al principio de las relaciones, cuando el desconocimiento del otro es equivalente tanto en el sexo como en la conversación: la intimidad de la pareja abreva en esas dos corrientes que crecen juntas, sostenidas una en la otra
            ¿se puede suponer entonces que suceda una influencia inversa? ¿que sea la conversación la que repercuta sobre el sexo?, todo es posible: incluso provocar un orgasmo por medio de la palabra, y no se trata de un invento del kamasutra, hay un negocio montado alrededor de esto gracias a que también  funciona por teléfono
            sobre el final de las relaciones, es muy común que la tormenta de disputas verbales venga acompañada por inconvenientes de alcoba de todo tipo, incluso es palpable tanto en el sexo como en la conversación el mismo tono de hartazgo, la misma pérdida de la paciencia (lo que no es determinante, pueden suceder relaciones de odio verbal intenso y opresivo que mantengan siempre en alza su aspecto físico, sin duda las peores)
            hablar es el ejercicio continuo de darle sentido al mundo, o a la realidad que nos rodea, o lo que sea: hablar es dar sentido, construir sentido; conversar es construir ese sentido entre dos (o más); coger se relaciona con hablar y con conversar, supongo, me gustaría creer, a través de esa construcción del sentido: coger es expandir ese sentido construido en la conversación a otros ámbitos de la experiencia
            al revés: la conversación de las parejas cambia notablemente a raíz del sexo porque el sexo es otra manera de dar sentido, de construirlo

            una vez me di cuenta de que me iban a dejar durante una discusión sobre Nestor Kirchner, así que al bizco lo odio por razones personales, desde que me quedé sin mi mejor polvo


9/5/11

Octavio sueña

            ¡Cómo me cuesta dormir! Cuando no fumo marihuana es casi imposible. Ayer se quedó Ella acá en mi depto. Dormí entrecortado. Nos acostamos después de las doce de la noche. Ella tenía que levantarse temprano para ir a trabajar así que a las 6:20 a.m. (según el reloj del microondas) estábamos desayudando. Me pasé la noche acariciándola con ganas de coger, pero sin animarme por sus horarios de trabajo (en cualquier otra ocasión la hubiera violado, a Ella le gusta eso, pero esta vez no me atreví). A la mañana cogimos antes de salir de la cama.
            Ella se fue y me quedé un buen rato dando vueltas sin hacer nada. Un poco en la computadora, un montón en la televisión viendo basura y basura y basura, programas de venta directa, películas que no le interesan a nadie, programación local que le interesa a muchísima menos gente, se las arreglaron para convertir hasta a los noticieros en mierda indigerible. Estaba desesperado por dormir; llevo meses, años durmiendo muy, muy mal. La imperiosa necesidad de dormir me impide el sueño. Empiezo a tener algunos molestísimos tics en los ojos a causa del cansancio.
            La falta y la necesidad, la relación patológica con el sueño, con el acto de dormir, me hace pensar en mi vieja y su triste adicción a la cama y a las pastillas.
            Me volví a dormir a las nueve y media de la mañana. Once y veinte tocan el timbre. Equivocado. El viejo de la plaza Mitre, que está a pocas cuadras de mi casa, el viejo que saca las fotos de los chicos y se las vende a los padres, en la absoluta ignorancia de que existe desde hace algún tiempo la fotografía digital. Ese viejo me tocó el timbre y me empezó a mostrar una tira de fotos, todos niños hermosísimos y perfectamente desconocidos. Anotó mal la dirección de algunos de ellos –me cuenta– y se tomaba esta mañana para investigar un poco, con la esperanza de encontrarlos. Había fotos que llevaban meses sin entregarse. Revolví las fotos del viejo con muy poco interés en ayudarlo, y no pude hacer nada por él.
            Volví al departamento insultando mental e infinitamente al viejo de las fotos, hasta que debí reconocerle que, gracias a él y a su oportuno timbrazo, guardé en la memoria lo que estaba soñando hasta hacía un momento, en ese rato entre las nueve y media y las once. Llevo mucho tiempo quejándome de mi mismo por mi falta de sueños, o más exactamente por la falta de memoria sobre mis sueños. Acá va uno.
            Camino a través de un campo idílico, paradisíaco, de vegetación trabajada por la mano del hombre, hay casas hermosas por todas partes y ninguna de ellas me pertenece. Tengo la conciencia de estar más cerca de los jardineros explotados que trabajaron el hermosísimo parque que de los dueños de las casas. Miro las casas pensando lo mismo que cuando miro hermosas casas en la vigilia: no soy apto. Camino por veredas de madera que hacen giros extraños pero que guardan perfectas armonías. A veces incluso suben y bajan acompasadamente, rodeando árboles o saltando pequeños cursos de agua. Hace frío y está nublado. Hay rastros de lluvia reciente.
            El camino me obliga a cruzar una serie de casas, atravieso los jardines privados porque me siento conducido por ahí, todo funcionará correctamente  mientras no abandone la vereda. Muchos perros por todas partes. Hay dos perros muy cachorros que me siguen porque se los han regalado a alguien que conozco y se encariñaron conmigo. Tengo que cuidar de tanto en tanto lo que están haciendo.
            En una de las casas que atravieso hay mucha gente, separada en grupos pequeños. En el primer grupo puedo identificarlos a casi todos. Son ex-compañeros de colegio, del año que pasé en Gesell. Por alguna razón estoy embarrado de pies a cabeza y hecho un desastre impresentable, en cuanto me acerco finjo un desmayo para llamar la atención. La cosa funciona inmediatamente así que una vez corroborado este funcionamiento dejo de fingir. Se me acercan algunos, los que ven el desmayo, y rápidamente caemos en la cuenta de que nos conocemos mutuamente. En un grupo posterior hay gente que conozco de Mar del Plata, me aprecian mucho menos pero no me rechazan. Entre ellos está mi ex-suegra quien no deseo que se acerque mucho y menos que descubra que mi desmayo fue fingido. Voy reconociendo las caras de todos lentamente y mientras lo hago se organiza una fiesta. Por ahí siguen los dos cachorros, esta vez cerca de mi ex-suegra. Uno de ellos cae rodando por un breve barranco; no le sucede nada y no me genera ninguna preocupación, pero tengo que acercarme y levantarlo, y lo acomodo junto con el otro cachorro que está jugando con un perro más grande.
            La fiesta se parece mucho a los viejos bailes de mi adolescencia, pero con más gente y al aire libre. Empieza a oscurecer. Estoy besando a Ella contra una pared, en un aparte donde hay muchas parejas besándose y gente yendo y viniendo con bebidas y charlando entre las parejas. Desde ahí se puede ver una ancha escalera que desciende algunos escalones y después mucha gente bailando, un grupo pasa música, otros toman cerveza acodados en una barra hawaiana con luces verdes y guirnaldas de flores, pileta azul celeste, antorchas de caña en el jardín, etc. Ella me dice que se tiene que ir y la veo retirarse. Aprovecho entonces para acercarme a otras chicas y coquetear con todas; la respuesta es muy positiva, así que elijo la que me parece más atractiva y vuelvo al mismo lugar en el que estaba con Ella y comienzo a besarla. En cuanto el movimiento general es el de final de fiesta y la gente empieza a emprender la retirada, Ella decide regresar y reaparece. Me ve besar a la otra chica y baja la mirada, se da vuelta y se va. Sé perfectamente que Ella no va a dejar las cosas así, sólo es cuestión de tiempo.
            Todo adquiere un matiz pesadillezco, y es notable cuánto tardé en darme cuenta de que era un sueño. Generalmente mis pesadillas se delatan y advierto inmediatamente que estoy soñando. Gracias a eso son tolerables y nunca me despierto por una pesadilla (recuerdo una sola excepción). Pero en este caso no se produjo ninguna toma de conciencia. Comienzo a huir de Ella con un dolor inmenso, con gran sensación de vergüenza por lo que hice y muy arrepentido, todos sentimientos que se potenciaban por el hecho de que, metido muchas veces en situaciones como esa pero con otras mujeres y en otras épocas, nunca sentí la más mínima culpa.
            No la veo pero sé que Ella me persigue. Me ayuda a escapar un combinado semántico: mi ex-mujer en el cuerpo de mi novia de Gesell, “La Negra”. La Negra era entonces, y también en mi sueño, y aún hoy en la realidad, una mujer hermosísima. Y estaba vestida de blanco como en la fiesta de egresados. La Negra me agarró de la mano y empezó a dirigir la huida, y yo tenía muy en claro que, a pesar de la apariencia, huía de la mano de mi ex. La carrera devenía más y más confusa, mi ex-mujer –respetando ciertos patrones de la realidad– se ponía más y más nerviosa. Caímos en una zanja y otra vez me ensucio con barro. El paisaje se transforma en una especie de barco laberíntico lleno de sombras sobre la madera, enigmáticas puertas entornadas, pasillos elegantes y ojos de buey. Entramos en una habitación sobre la cubierta del barco. Había una pareja de perfectos extraños sentados, esperaban nuestra llegada. Mi ex-mujer recuperó su apariencia, ahora no cabía dudas de que se trataba de mi ex-mujer en cuerpo y alma. Desde detrás de la puerta por la que entramos apareció Ella con mirada acusatoria. ¡Horror!, mi ex-mujer y Ella conjuradas en mi contra, con el espíritu de La Negra a su favor (que ahora era una diosa del áfrica, fecunda y violenta) amparándolas, trayéndome el recuerdo de la más atroz traición que cometí en mi vida. La conjura tenía por objeto atraparme para hacerme confesar mis pecados, mis traiciones. La hermosa y distante pareja de desconocidos: estaban ahí como testigos, para que la humillación fuera completa.
            Nunca hablaría. Pateo una puerta y salgo corriendo. Me persiguieron hasta que acerté a mezclarme con una columna de extraños que se metieron en un enorme y oportuno vestuario de hombres. Mis perseguidoras quedaron afuera. En el vestuario descubro un amigo de la infancia que se ha convertido en actor multimillonario muy reconocido – este personaje no tengo idea de dónde sale o qué relación tendrá con alguien de mi entorno “real” (y tengo conciencia de esto dentro del mismo sueño)– y le pido ayuda, sin mucha esperanza de ser socorrido. Pero accede a ayudarme. Cuando la turba sale al unísono del vestuario mi amigo me lleva con él hacia un rarísimo vehículo-escalera que nos saca del barco. Siento un profundo alivio. Él está muy alegre porque es un tipo sin problemas y con mucha, muchísima plata. Le vuelvo a pedir ayuda, más específicamente le pido trabajo, otra vez sin esperanza de ser socorrido, pero el tipo acepta nuevamente. Descubro que me tenía mucho aprecio cuando éramos chicos, cosa que yo nunca había notado. Sólo me dice que debo estar dispuesto a cortar todos mis lazos con el pasado, porque ese mismo día nos iríamos a otro país. Lo pienso muy detenidamente y acepto, en ese momento el vehículo-escalera se detiene. Bajamos en un casino flotante, un lugar sórdido e ilegal que sólo conoce la gente con mucho, mucho dinero (pienso: es la segunda vez que me paro sobre un piso que flota). Mi amigo me explica que pasaríamos un rato ahí despreocupadamente antes de irnos para siempre. Entramos y le digo que no tengo dinero para estar ahí, y en el acto me extiende cuatro billetes rarísimos, marrones y transparentes, que representan mucho dinero. Después de alcanzarme los billetes mi amigo se pierde en las profundidades del casino, que atraviesa con el paso de los visitantes habituales.
            Alguien está muy excitado en la ruleta ganando tremendas cantidades de dinero. Arroja fichas del casino al aire, limosna para los que lo rodean. Pero todo el mundo parece indiferente, las fichas arrojadas se amontonan en pilas amorfas sobre la alfombra. Sólo un grupo de perdedores en un rincón las recoge de vez en cuando, aunque prefieren sus pequeñas apuestas de cincuenta centavos. Pienso que con dos o tres de esas fichas caídas solucionaría todos mis problemas financieros. Por todas partes prevalece el color rojo. Levanto una buena cantidad de fichas del suelo y me pongo en la fila para cobrar. Se demora la fila, el tipo de adelante hace raras martingalas antes de declarar su apuesta. Parece la fila de una quiniela. Se me cae la mitad de las fichas que había juntado y no puedo volver a levantarlas sin perder mi lugar en la cola. Espero todavía mucho tiempo más, con la mirada clavada en las fichas que se me cayeron, con la esperanza de que nadie me las arrebate. Mientras empujo las fichas con el pie, se me ocurre la siguiente definición --> amor: acuerdo circunstancial entre conspiradores que buscan sacarse mutuamente el mayor provecho posible antes de que se agote la confianza. Puedo ver todas las palabras ordenadas en bastardilla al final de un cuento. La sensación de pesadilla comienza a crecer nuevamente.
            El viejo de las fotos me toca el timbre y me despierto.