25/10/09

Método infalible para despertarse por la mañana.


En primer lugar consígase un hijo. Sobre cómo conseguir hijos intentaremos desarrollar un “método infalible” posterior, pero mientras tanto deberá conformarse con la información que pueda googlear o reunir a traves de parientes y amigos.

Una vez obtenido el hijo necesario, el método puede aplicarse desde el primer día de su nacimiento (de usted no, del nacimiento de su hijo) hasta el último día que duerman bajo el mismo techo. Con el paso del tiempo sólo deberá aprender a ocultar con esmero un reloj despertador. El otro requisito para la puesta en práctica efectiva del presente método es un buen par de relojes despertadores.

Active su reloj despertador para que suene a la hora que lo desee, y coloque un segundo reloj despertador, preparado para sonar cinco minutos más tarde, junto a la cama de su hijo. Cuando su hijo sea pequeño, digamos durante los primeros tres años de vida (lo que podemos denominar período introductorio o “etapa de Pavlov”) usted desarrollará el reflejo condicionado de correr hacia el despertador próximo a su hijo para detenerlo, y así se despertará infaliblemente por la mañana. La posibilidad de que no llegue a tiempo será oprobiosa, como usted mismo podrá comprobarlo en cuanto ponga en marcha este sistema.

Es necesario aclarar que el presente método requiere, de quien pretenda utilizarlo, un determinado espíritu conspirativo, una mentalidad de autoboicot que desprecie el valor de lo que se pone en juego. Voluntad de traicionarse a sí mismo y unos nervios de acero.

Superados los años iniciales y a medida que su hijo cobre conciencia de la realidad, procure ocultar el despertador que decida (sin solicitar ningún consentimiento) imponerle. No proporcione a su hijo la posibilidad de decidir democráticamente sobre su participación en este método. Y ocúltelo con esmero. Las consecuencias de su descubrimiento pueden ser cada vez más catastróficas a medida que pasan los años y se desarrolla la masa muscular de su prole.

23/10/09

Freak show


La marihuana que le consiguió Lucio estaba seca, vieja, incapaz de producir ningún tipo de efecto en su organismo. Fumaba sin parar desde hacía varias horas y apenas estaba un poco aturdido, como si le hubiera bajado la presión, disperso. Prendió la televisión.

t.v.: Trixie sacude sus tetas de cinco mil dólares al sol de una mañana en Los Ángeles (o algún lugar por el estilo, muy norteamericano, estupidez multiprocesada), va dando saltitos cortos alrededor de una terraza luminosa, la mansión tiene un parque con palmeras y al fondo se ve el mar, llegan dos amigos de Trixie, tatuados, cargados con gruesos collares, ropa holgada, elegante y poco espontánea, toman cerveza y hablan conspirativamente, una ventana deja ver sobre el piso, en el interior, las piernas de Tam, amiga de Trixie, inconsciente por el alcohol ingerido la noche anterior.

Escena bucólica: bikini open escatológico, sin perder el protocolo impuesto a los machos quienes, a pesar de disponerse a perder el alma en el vicio, lo acatan. Al rayo del más crudo sol, con ruido de olas y fondo de surf, sobre la arena caliente, detrás de una soga se agita una compacta masa de muchachos que beben alcohol como si fueran a morir por deshidratación, trepándose unos sobre otros, gritan cosas incomprensibles, saltan y se les ponen las caras rojas, la soga que los contiene establece el límite determinado para el público por las cámaras de televisión, sobre la pasarela de goma blanca se ven las sombras de un inquieto camarógrafo y un conductor que se asoma a un ángulo de la pantalla, en el centro Trixie agita sus tetas de cinco mil dólares y preciosos pezones tostados, sonríe con naturalidad paseando de la mano de un ser anónimo, detrás llega Tam hipnotizada, viene en tetas, preciosas tetas, y lleva la tanga por las rodillas, prodigando generosamente el culo y la concha afeitada diseñada por un cirujano con alma de pornógrafo, sonríe, nadie le sostiene la mano, la cámara se detiene en ella muchas veces.

Se produce la noche y una manada de adultos recientes, borrachos y con los genitales excitados, baila y se frota sobre una superficie irregular que los exhibe a todos fantásticamente superpuestos, están muy borrachos y beben alcohol sin conmiseración, transpiran y una cantidad están desnudos, se besan y se manosean, los hombres muchas veces aparecen en grupos apartados, destacan las chicas, Trixie ocupa un rincón luminoso, siempre compartiendo con el público esas lindas tetas, Tam lleva un buen rato fuera de cámara comiéndole la pija al productor del reality show, éxtasis y marihuana.

Apagó la televisión, escuchó el silencio algunos momentos, fumó la marihuana vieja que le vendió Lucio (ahora le parecía excesivamente sobrevaluada) y al rato se durmió.

22/10/09

autorretrato inmediato


Soy el lector más adicto a (y fanático de) la lectura que encontré en toda mi vida, con la única excepción no confirmada de una chica a la que no conozco, pero de la que vi una foto; aparecía leyendo un libro durante una fiesta muy animada. No puedo resistir las fiestas. También soy el hablante del español que se expresa de manera más compleja que escuché hablar en persona, y esto a veces me hace sentir incómodo.

Siento mucho miedo a la muerte y al fracaso, pero vivo con la convicción de que los enfrentaré con la frente en alto cuando se presenten, ya que creo en lo que hago porque estoy seguro de mi talento. No podría presentar nunca otra excusa que no fuera la pereza.

Tengo más de treinta años, si eso quiere decir algo. Indudablemente es prueba suficiente de que no soy ningún niño prodigio, lo que me parte el corazón cuando pienso en el amor que me tiene mi madre. Por suerte mis hijos (que son dos, y que todavía me piden muchas explicaciones sobre este mundo) han llegado para despertarme del sueño que soñaba sobre mi mismo. En el proceso, sin buscarlo, aprendí a ser feliz.

Nunca me traicioné. Nunca estuve en posición de hacerlo. No llegué lejos, pero no pongo mucho en juego. No me interesa hacer ciertos esfuerzos. No soy representativo de nada, en ningún sentido, porque no encuentro ninguna similitud con el entorno, no hay nada qué representar alrededor mío. Estoy fuera del tiempo, soy de los que ven irse los días con embargada impotencia.

Trabajo como empleado en relación de dependencia, que es la definición moderna para “esclavo”, con la diferencia de que ahora debemos sentirnos agradecidos. Mi voluntad no me pertenece durante ocho horas diarias y toda mi alma se estremece cada vez que lo pienso. El trabajo, además de muy mal remunerado, tedioso hasta el infinito y conservadoramente gregario, no exige ninguna inteligencia. Sin embargo, estoy orgulloso de haber prevalecido por sobre estas circunstancias: la inconmensurable mayoría de la gente se rinde antes de haber averiguado que prevalecer es también una opción. De una u otra manera, todos sucumben.

Mi nombre completo es Gonzalo Hernán Viñao Laseras, pero la versión más frecuentada por el uso es “Gonzalo Viñao”. A veces me pregunto (alguna vez lo he corroborado) entre quién y quién iría mi “V” en el orden alfabético de la biblioteca.

Mi madre se aborrece a si misma, mi padre me detesta, mis hermanos no me hablan, y ya perdí a las mejores mujeres que conoceré en mi vida. Tengo uno, tal vez dos amigos. Al músico no lo veo desde hace años y ya no lo reconocería si me lo cruzara ocasionalmente; el otro (lector de Tom Clancy, recientemente divorciado) se encuentra casi tan extraviado en este mundo como yo mismo.

Siempre me alegra descubrir nuevos vicios y no me gusta la soledad.

15/10/09

Notas al margen




"So Tom Buchanan and his girl and I went up together to New York—or not quite together, for Mrs. Wilson sat discreetly in another car. Tom deferred that much to the sensibilities of those East Eggers who might be on the train."

The great Gatsby, F. Scott Fitzgerald
(Al margen, manuscrito en lápiz: “párrafo perfecto”)


Era un tremendo lector, devoraba libros enteros en horas, a lo Oscar Wilde. Y en muchos destacaba fragmentos y hacía notas al margen. Algunas marcas pretendían funcionar como hitos que señalaban lugares a los cuales volver, momentos literarios memorables; estas marcas también permitían hacer navegaciones determinadas a través de los libros, recorridos puntuales. Pero este tipo de marcas lo utilizaba poco, y cada vez menos. Determinadas marcas de otro tipo las hacía pensando en un interlocutor imaginario, ideal, un potencial lector de esas anotaciones que las visitara con puntualidad, en conjunto, apreciándolas globalmente, y evaluándolas con total justicia. Un lector goloso de esa lectura multiplicada en el desorden de su biblioteca, motivado por un interés obsesivo pero comprensible, encomiable: conocer al notable autor de esa escritura, y así estar en mejores condiciones de darlo a conocer a otros. Un lector basto como la historia.

Murió. Su biblioteca fue parcialmente donada a un sobrino, estudiante de humanidades, que perdió una buena parte en préstamos y exacciones. cierta cantidad de libros se extravió debido al choque de un flete, durante una mudanza. Hubo algunos libros que sucumbieron a una inundación, mientras secciones completas eran arrasadas por la humedad. Finalmente, el núcleo de la biblioteca fue tasado por un librero de viejo, y la oferta fue aceptada.

6/10/09

el lado oscuro



No podía faltarle la inteligencia. Era abogada y ella misma le había contado, tiempo atrás, cómo se había recibido con el mejor promedio de la carrera. Le habían regalado, por ese mérito, una edición completa de la ley que tapizaba las paredes de su despacho. Incluso había sido hermosa durante su juventud y hasta bien entrada la vida adulta, aunque había engordado mucho en los últimos años, y se descuidaba notoriamente al vestirse y maquillarse.

Eran los últimos días de clases. El verano ya estaba prácticamente instalado. Las noches de calor se repetían sin interrupción y Octavio pasaba todas las tardes, después del colegio, en la playa y en el mar. Sus amigos, conocidos apenas unos meses atrás, le explicaban qué hacían los chicos más inteligentes de aquella ciudad al terminar su quinto año: “nos mudamos a mardelplata para estudiar en la universidad”. Nada había sonado más lógico en el mundo. Octavio se enteró de esto a mitad de año y así cobró conciencia de que nadie había pensado qué haría él al terminar el colegio.

Le pareció muy natural trasladar la inquietud a su madre. Octavio quería estudiar, todos lo sabían desde mucho tiempo atrás. Y dadas las circunstancias, no le quedaba más remedio que estudiar en Mar del Plata. Nadie necesitó aclarar que la idea de volver a Buenos Aires, a la casa de su padre, y estudiar allá, era ridícula y carente de sentido: quedarse con su padre no era una opción. No hubo tampoco ningún argumento convincente a favor de que atrasara sus estudios, aunque en este sentido sí se probaron algunos argumentos. La barrera más poderosa que se le logró imponer fue la obligación de conseguir la aprobación y el aporte económico de su padre.

El debate en torno a los estudios de Octavio se prolongó algunos meses. Durante ese tiempo llamó incansablemente, cosa que no acostumbraba, a su padre. El asunto en general se transformó en un debate sobre financiación. El argumento más duro de su padre era el siguiente: ya que su madre decidió arbitrariamente mudarse a ese pueblo de mierda, distante insalvablemente de cualquier universidad, sin pensar ni un momento en el futuro de Octavio (nada menos que un año antes de que debiera comenzar la universidad), entonces le correspondía a ella hacerse cargo de los costos adicionales ocasionados por los estudios. Con un tono llamativo, claramente ambiguo y distante, también ofreció alojar a Octavio en su casa para que estudiara en Buenos Aires. Nunca nadie se tomó en serio ese ofrecimiento.

Una vez logrado el consentimiento de su padre, Octavio aumentó el nivel de insistencia. Mamá estaba muy cansada, venía de sufrir un pico de presión alta que la había dejado postrada algunos meses, a causa del estrés. No tenía muchas ganas de trabajar. No tenía muchas ganas de salir de la cama regularmente. Aquel momento coincidía con el punto culminante en su carrera de adicción a todo tipo de ansiolíticos y antidepresivos. Mamá no paraba de pensar en las dificultades y las tristezas de la vida, en todo lo que tiene de penoso y obsceno nuestro paso por el mundo, en las espinas y en las angustias de los días y de las noches en vela.

Pero no podía faltarle la inteligencia. Era inaceptable suponer que, un año antes, mientras planificaba la mudanza de toda la familia, no hubiera pensado en lo que sucedería un año después de mudados. Aquel pueblito de mierda apenas si tenía dos colegios secundarios. Y Octavio ya cumplía los dieciocho. Y dos años después el hermano de Octavio pasaría por la misma situación. Octavio se negaba a aceptar que aquel detalle hubiera quedado totalmente imprevisto. Su madre confirmaba la imprevisión duplicando las dosis de depresión a partir del momento en que debió considerar el asunto. La totalidad de las discusiones sobre el tema se realizaron en la habitación, ella en la cama, oliendo a piel que no se lava durante días, con la oscuridad metida en la garganta, con los ojos siempre cerrados. Usaba un antifaz para dormir, y se ponía algodones en los oídos. Los algodones se le salían y se iban acumulando entre las sábanas siempre tibias. A veces, por ahorrarse el trabajo de cortar algodones nuevos, revolvía un poco la cama buscando con la palma de la mano, y reciclaba un par de algodones que siempre encontraba debajo de la almohada.

Octavio se llenó de coraje para pasar las horas en aquella caverna oracular, en aquel pozo de pestilencia y pérdida de la voluntad. Luchó contra la sombra de la desesperanza, le propuso acción y trabajo y esfuerzo a la mismísima desidia, al más absoluto desinterés y abandono de sí. Opuso toda su vitalidad adolescente al más oscuro vórtice de la desesperanza y al más hondo sentimiento de vejez y decadencia.

Afuera, luchaba contra el sentimiento de abandono de su hermano, y contra la rapacidad económica del segundo marido/vividor de su madre. Cuando todas las barricadas habían quedado atrás, cuando todas las máscaras fueron retiradas, la discusión se redujo a sus términos económicos. El grupo familiar pasó el tiempo haciendo cuentas en el aire sobre lo que costaría aquella aventura del hijo mayor, mientras Octavio sólo podía ejercer en su favor un alegato bastante pobre: que él no había buscado quedar en semejante situación, él no había elegido generar semejantes gastos, él sólo quería asistir a la universidad.

Octavio había cumplido también con otro requisito, consiguiendo trabajo para esa temporada. Trabajaría desde el diez de diciembre hasta los primeros días de marzo, sin francos, entre doce y catorce horas por día. Este sacrificio era considerado como razonable por todos los que querían estudiar en Mar del Plata. Les permitía demostrar con hechos, cada verano, todo lo dispuestos que estaban a estudiar durante el invierno siguiente. El dinero recaudado le permitiría pagar el alquiler íntegro de nueve meses, y aún le dejaría un margen acotado. Necesitaba que sus padres costearan los demás gastos mensuales, y que mamá diera su autorización.

Todo estaba dispuesto. No quedaban espacios vulnerables al reproche o la crítica, el proyecto en su mayor parte estaba encaminado. Pero mamá no había vuelto a pronunciarse en semanas. Octavio había dejado pasar un poco el tiempo sin insistir, alejándose del cubo negro en el que ella se atrincheraba. Visitaba las playas todas las tardes, necesitaba el sol y el mar y poner un poco las ideas al viento; no se olvidaba, sin embargo, de que no había recibido todavía la confirmación oficial.

A la vuelta del colegio un viernes, con la perspectiva del último fin de semana libre antes de empezar a trabajar, Octavio decidió saldar la cuenta definitiva. Dejó el uniforme en el canasto de la ropa para lavar y almorzó con su hermano y el marido/vividor. A la hora de la siesta, cuando sabía que su madre enfrentaba severos golpes de conciencia contra las horas pasadas en cama, lo que hacía de aquel momento el de mayor actividad del día en su esquema depresivo, revolviéndola entre las sábanas a fuerza de remordimientos, a esa hora Octavio entró en la habitación.

No la tocaba desde hacía meses. No se abrazaban ni se besaban, no se hacían ninguna manifestación de afecto. Cuando la visitaba en su cubil, acercaba una silla al borde de la cama, según hacia qué lado ella estuviera acostada en ese momento, para poder hablarle a la cara. Ella usaba unos tonos de voz muy tenues, lo que hacía difícil escucharla, excepto cuando lloraba. Podía ver el antifaz de dormir y una bola de algodón pegada en la frente, entre una maraña de pelos mal teñidos de rubio.

Lo más difícil era arrancar las conversaciones. Muchas veces su madre pasaba horas sin abrir la boca, durmiendo o repasando sus neurosis y frustraciones, sin una gota de agua, sin una gota de aire. Cuando intentaba pronunciar las primeras palabras separaba lenta y pesadamente los labios y asomaba la lengua, como un gusano rosa, gordo y pálido arrastrándose sobre la arena. Removía y restregaba esa lengua contra los labios varias veces, buscando una humedad que no encontraba, despidiendo un olor verde y pesado que estremecía el aire ya viciado. Tensaba todos los rasgos de la cara y se debatía como haciendo un esfuerzo insoportable. Se incorporaba un poco, ciega por el antifaz, y estiraba un brazo torpe, flácido y transpirado pidiendo agua. Octavio respondía solícito, el vaso estaba siempre en la mesa de luz donde llevaba horas olvidado, podía verse la marca del agua que se había evaporado, podrían haberse calculado por esa marca las horas de oscuridad y polvo que el agua llevaba absorbidas. Mamá bebía ruidosamente, se atragantaba y tosía, a veces derramaba el vaso, en otras ocasiones sólo escupía un poco de agua en el piso. En conjunto, Octavio no dejaba de asombrarse por la teatralidad insistente, por la estabilidad en los contenidos y la prolongación interminable del ritual. Se preguntaba reiteradamente hasta dónde todo ese teatro era inconsciente o voluntario. Se sentía involucrado en un juego de improvisación entre actores que no tenían ningún control del libreto, absolutamente incapaces de pronunciar sus propias palabras. Esa puesta en escena muchas veces era intolerable para Octavio, no podía pasar del primer acto y se retiraba dando un portazo. Esas eran las ocasiones en que creía que todo era un simulacro, el resto de las veces no le prestaba atención, concentrado en sus propios intereses, y dejaba que la depresión de su madre fluyera a su alrededor, suponiendo que ese contacto no podía afectarlo de ninguna manera.

Entre las ventajas a largo plazo de estudiar en Mar del Plata, junto con la de obtener un título universitario, Octavio ponía la de evitar en lo sucesivo muchos de esos encuentros con su madre. Su madre anotaba la suspensión de aquellos encuentros entre los muchos, muchos motivos para seguir postrada. La diferencia entre esta y otras injusticias por el estilo cometidas por su madre, era que en este caso no podía dejar de reconocer la injusticia misma, porque era alevosa. Había quedado en evidencia la arbitrariedad de todas las decisiones de su madre, era notorio que nunca había pensado más que en si misma, y el agravante era que todas esas decisiones fueron tomadas desde lo más profundo de su estado depresivo e irracional. La luz de esta verdad era demasiado fuerte para que Octavio la mirara de frente, y su madre terminaría accediendo a sus estudios en Mar del Plata en un afán por disimular sus faltas.

La conversación fue deslizándose penosamente a la sombra de las cortinas, amortiguada por la alfombra, enredada en almohadones y acolchados. La confirmación definitiva se despachó como un asunto menor y secundario. Hubo muchos lloros y reproches, algunas recomendaciones, y mamá impuso también sus condiciones. Octavio debió confirmarle muchas veces que era una buena madre y que siempre hacía lo mejor por sus hijos.

Salió victorioso de la habitación, asegurándose de dejar bien cerrada la puerta a sus espaldas. Llamó a sus amigos y fue a encontrarlos en la playa. Necesitaba un sol muy fuerte para volver a calentarse la piel.