15/2/10

Retrato de "X." - Segunda parte

    “X.” tiene mucho miedo de la soledad y del aburrimiento. Entonces se hace el alternativo; después de luchar durante horas muertas para apagar el televisor, se va a leer a la plaza. Se lleva una esterilla. Le gustaría ir al mar, a la playa, pero le queda más lejos. Se fuma su porro. Se lleva su libro.
    Cuando sale a la calle, los comerciantes del barrio no lo miran mucho, ni él los mira más de lo corriente. Apenas se saluda con ninguno. Compra pilas, salchichas, yogur, helado, frutas. Es cliente regular en algunos negocios. Sabe por experiencia propia que los empleados, en cada rubro, catalogan según una escala muy espontánea y caprichosa a la gente, en términos estrictamente económicos. Si se pudiera hacer una transcripción fiel de esa información, se obtendría entonces la cotización más exacta del valor de los seres humanos. A “X.” le intriga saber qué lugar ocupa él en esos catálogos, aunque le interesa de una manera distante, poco contundente. Sabe que para averiguarlo hay que convertirse en uno de ellos. Almacenero, verdulero, carnicero, kioskero, y subalterno, empleado de comercio. En fin, implicaba la peor de las catástrofes, de la que además él mismo no anda tan lejos.
    “X.” intuye contextos peores, como la guerra, y admite que no conoce esos contextos personalmente. Pero morirse de un balazo en el frente, uno y anónimo entre miles de millones, en la lluvia y en la mierda y muerto de miedo y cobardía sin sentido, incluso eso es considerado más conveniente, heroico y honorable, que morirse porque se te cayó la ventana de un quinto piso en la cabeza, en santa fe y corrientes, una tarde cualquiera mientras comprabas cebolla, y que esa ventana fuera la única cosa con cierto relieve en tu vida, tanto que hasta te permita salir, por única vez, en los diarios.
    Y después de tus padres y tus hijos, nadie en el mundo será capaz, por los siglos de los siglos, nunca más, jamás, de recordar tu nombre ni mucho menos. Ningún rastro deja la existencia.
    En este sentido a “X.” le preocupa el lugar. Todo podría volverse claro y razonable sin el problema del lugar. Es el problema que más lo acorrala. A veces mirando las calles, los edificios, el cielo, las antenas de tv satelital, la ropa de los peatones, el mar, la basura en el cordón de las veredas, “X.” se confiesa a si mismo que no entiende absolutamente nada de lo que sucede a su alrededor. ¿Por qué éste, y no otro lugar? ¿Por qué ahora? ¿Por qué no uno mejor, o uno peor? “X.” no encuentra respuestas para esas preguntas, y en caso de encontrarlas dejarían de importar, y se presentaría otra cosa. Pero si el lugar del problema no es afuera… “X.” no sabe buscar adentro.
    Entonces se fumó su porro y se cargó un libro y una esterilla hasta la plaza. En el camino compró una gaseosa y alfajores. El calor era tórrido y grueso, a la sombra. En la plaza, “X.” se encontró con un paisaje mucho más selvático y mosquiteril de lo que esperaba. Buscaba el mediterráneo y llegó al África. Los verdes eran más intensos, los marrones mojados, las cosas parecían toscamente filtradas por la humedad. Contra toda indicación prudente, “X.” se acomodó sobre su esterilla a leer, en la plaza, en el pasto, bajo el sol. Pero el sol lo golpeó como un martillo de acero, implacable sobre la piel poco ventilada, aunque limpia, de “X.” Decidió buscar reparo a la sombra, bajo un árbol, con todo lo que implica el traslado de un picnic, pero en pocos minutos los mosquitos lo espantaron, haciéndolo sentir a él mismo un mosquito rechazado por una mano enorme, zumbante e invisible.
    Así acaban las excursiones aventuradas, generalmente.
    “X.” tiene un talento inútil, que en lugar de reportarle algún ínfimo beneficio le hace la vida más ardua y difícil, si cabe. Entre las muchas cosas que “X.” no sabe, hay que incluir su ignorancia radical sobre cómo aprovechar ese talento que, igualmente, está pasado de moda y ha caído en desuso.
    Cuando “X.” vuelve de la plaza, caminando despacio, al sol, recorriendo las líneas indiferentes de las baldosas rotas, los trazos caprichosos de la sombra de los árboles, se va preguntando cómo resuelve la gente su incomodidad más íntima. Esa incomodidad que no se puede explicar, ni transferir de ninguna manera, esa que todos terminan haciendo a un lado ciegamente. La gente anónima y sin rostro como él mismo, y que parece ir por la vida tan tranquila. “X.” no encuentra manera de resolver esa incomodidad. La vida pastando y eso es todo, para ir a reventar en algún matadero innoble, pabellón de hospital público, sábanas sucias y enfermeras irritables, cáncer de colon, sepelio de obra social. Miles de millones por cada uno que cree haber dado con la clave. Y cada uno de esos pocos “afortunados” no son más que tipos circunstancialmente confundidos.
    "X." se ha tomado la costumbre de pensar en la soledad, y piensa que es muy misteriosa. Demasiado abstracta. Inefable. La única medida posible de la soledad es el silencio. Ése sí que es bien concreto y palpable, según piensa "X.". La fuente misma donde la soledad parásita encuentra toda su fuerza. No podemos acostumbrarnos a la soledad, piensa "X.", porque no existe. Como no existen la guerra, ni el amor. Sólo existen las balas y los muertos, el sexo y la euforia. Tampoco hay soledad, sólo silencio.
    Cuando "X." se concentra, puede disfrutar el silencio. Se compenetra con él, le pierde el miedo, y lo acepta. Ése le parece el único camino hacia la comunión con la soledad. Y no es un camino fácil. La alienación y la locura van esperando por ahí, como asaltantes siniestros, aunque sin mucho empeño. Al final, ni eso les importa. Perdió la gracia volverse loco. Todo el mundo es raro.

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