Well it’s been a long time, long time now
since I’ve seen your smile.
y nos subimos a los autos. Nos mezclamos. Perdí de vista
a Lucio y a Sylvia, y lo que parecía ser un abogado de la mafia sindical de
vacaciones en miami ocupaba su lugar, en el asiento del acompañante. También
descubrí que el conductor era un perfecto desconocido, lo que me llevó a la
conclusión de que no iba en el mismo auto. Intentaba descifrar quiénes estaban
sentados conmigo atrás, cuando el bramido más aterrador jamás surgido del
infierno me congeló la sangre, oscureciendo a la misma noche y dejándonos a
todos al borde del colapso. El segundo latigazo de aquel trueno indescriptible
me trajo a la cabeza un pantallazo de torturas medievales, ciénagas y bosques encantados, aquelarres y brujas… la
palabra es brujas, porque lo que
sonaba con insistencia dentro del auto era el berrido extasiado y carcajeante
de una bruja.
Una vez
superado el espanto descubrí –con algún desagrado– que esa risa le pertenecía
al hombre sentado a mi derecha, dos mujeres de por medio. Llevaba en una mano,
vacilante, un vaso de whisky que se agitaba como un lavarropas, y el cigarrillo
apagado en la otra. Las piernas delgadas cruzadas con manifiesta expresión de comodidad,
lo que me pareció prodigioso dentro de los estrechos límites de las butacas
superpobladas. Una camisa gris, pantalón blanco, zapatos. Todo el gesto de la
cara contraído por el titánico esfuerzo de proferir sus terribles carcajadas, y
un brillo lívido al fondo de los ojos, que se veían muy lejanos y apretados
entre las lágrimas. Mi imaginación, insubordinada, dibujó un hilo de saliva
desde el labio inferior de Luca Delibio, languideciente e imperturbable entre
copiosos espasmos y escupidas, hasta el borde de su vaso, quizás derramándose
un poco sobre el pulgar.
Lo que
prevaleció, finalmente, al momento de producirse la tercera descarga de
bramidos, áspera y estrepitosa como un aluvión de escombros, fue la sinceridad
incontenible de esas explosiones. El esfuerzo físico que demandaban hubiera
matado a cualquiera, pero Luca tenía que vivir con eso, consciente al parecer
de que estos arrebatos le acortaban la vida, como el fumador lo sabe con cada
cigarrillo que enciende.
Al rato,
y con el aparato auditivo más acostumbrado a estas ráfagas, una vez confirmado
que no se trataba, por otra parte, de un ataque de psicosis o algo por el
estilo, la risa de Luca resultaba de lo más contagiosa, y en espontánea
complicidad comenzamos a hacer todo lo posible, los que íbamos en el auto, por
estimularla. En algún momento, un observador imparcial hubiera podido afirmar
que intentábamos matarlo provocándole un ahogo, porque el vértigo de verlo cada
vez más sofocado y exhausto empezaba a entusiasmarnos. Pero el entusiasmo
decayó bastante cuando comprobamos que el esfuerzo era inútil.
Es
horrible, no sé si lo habrán notado, vivir en una ciudad con mar y que a la
hora de viajar en algún vehículo, al pasar por la costanera, te toque el
asiento del otro lado, el que no da al mar, especialmente si el auto está lleno
y no se puede ver nada.
¿Ya
estarías durmiendo a esa hora? Me imagino que sí, porque al otro día
trabajarías tempranísimo como siempre, el único ser humano verdaderamente
responsable que conocí en mi vida y, al mismo tiempo, el más libre e independiente
de todas sus responsabilidades. Esto fue siempre lo que despertó mi más
profunda admiración, y nunca pude explicármelo. Hasta ahora, mucho después de
esa noche, la primera, la última, en la que no sabía nada. Qué momento más inoportuno
para tener la cabeza llena de aire.
Dame un punto de vista y multiplicaré tus desgracias. La
ilusión funciona, todos estamos más o menos convencidos.
Llegamos,
entonces, al famoso bar de los mojitos, en pleno Güemes, todo lo indie que el dinero puede comprar. Yo
trabajé, pensaba al entrar, acá a cuatro cuadras, atendiendo a esta misma
gente, durante más de tres años. Y nunca estás del todo seguro de que no vas a
volver al infierno.
Cuando llegamos
a la mesa ya estaban casi todos acomodados, y me la encontré a Andrea hablando
a un costado con Boian.
Lo que
supe de Boian, en esos dos o tres meses anteriores, es lo siguiente: que es Búlgaro,
y traductor, que vivió mucho tiempo en Francia como estudiante, que habla –por
supuesto– búlgaro, y también ruso, inglés y francés, que estudiaba alemán, que
se dedica a dar clases de idioma por internet y de vez en cuando hacía algunas
traducciones, y eso le permitía viajar, lo que hizo sin parar durante siete
años, o algo así. Llevaba unos meses en Mar del Plata, a donde llegó por
casualidad. Al principio pensó en quedarse tres, tres meses, pero ya iban nueve
o casi nueve. Un trámite de ciudadanía lo obligaba a viajar a Canadá en pocos
días, mucho antes de lo que había pensado, y Boian lloraba (es testimonio fiel)
por verse obligado a abandonarnos.
Con
Andrea lo consolamos un poco, entre desconcertados e incrédulos, y con los
primeros mojitos terminamos de distraerlo. Y cuando ya a fuerza de mojitos
estábamos todos distraídos, apareció en medio de la fiesta una de esas
personalidades detonantes e inesperadas. Ésta en particular, inexplicablemente,
asumió, para manifestarse, la figura de Benito Mussolini, de jeans ajustados y
remera gris, con un skate cruzado sobre el pecho amplio y cuadrado. Juro que en
mi caso personal no daba crédito a mis ojos, pero me resultaba más asombroso
todavía que todos en la mesa lo aceptaran con tanta naturalidad.
Se dirá
que no es raro el caso de dos personas muy parecidas. Pero este no es un caso
de parecidos, sino de perfecta
identidad física entre dos sujetos. El tipo que se sentó con nosotros era la
reconstrucción genética, átomo por átomo, del italiano; incluso sería posible,
supongo, confirmar esta impecable coincidencia a nivel hormonal, porque una de
las italianas en la mesa se enamoró espontáneamente, sin mediar más de dos o
tres palabras, y al rato ya estaban sentados juntos en un costado y charlando muy
animados. Lo más difícil de soportarle al tipo, además, como a todo el mundo
pero en este caso muy en particular, era su absoluto desconocimiento del
término “discreción”, concepto que de cualquier manera le hubiera resultado
tremendamente difícil de entender y mucho más poner en práctica, debido a esa
notable voz de dictador implacable que le había tocado.
En algún
momento me dicen: si, Sylvia es un muchacho, y aquél es de La Plata, hotelero.
¿Cuál, “Benito”? No, se llama Carlos ¿Qué Benito?, ¿Cómo qué Benito? Mussolini pelotudo, ¿no te das cuenta que es igual?
Cuando Carlos
de La Plata hablaba, gesticulando con con su mandíbula prominente y su enorme
cabeza calva, los colectivos chocaban en dos cuadras a la redonda. Él, como si
no pasara nada. Y esto sin levantar la voz; modulando apenas en el registro
normal los gatos que lo escuchaban quedaban albinos. Las chicas, por su parte,
estaban encantadas, con ese estremecimiento de clítoris que les provocan los
hombres incapaces de registrar la realidad que los rodea, supongo.
Atraídos por la misma fuerza
magnética que reúne los imprevistos factores desencadenantes de una desgracia,
Carlos de La Plata y el kosovar, que a todo esto no paraba de hablar un solo
minuto, se encontraron.
El error
que desacreditó a Carlos de La Plata para toda la noche fue, según me parece,
haberse tomado en serio al kosovar, a quién todo el mundo se tomaba en broma
desde hacía un buen rato. El problema empezó cuando le preguntó, con esa voz de
heraldo público que lo caracteriza, y que nos detuvo a todos en seco y nos obligó
masivamente a concentrar nuestra atención en su conversación, decía: Carlos le
preguntó de golpe, de la nada, injustificablemente y a voz en cuello,
silenciando a todos en nuestra mesa y en las mesas de los alrededores, le
preguntó al kosovar cuya inteligencia llevaba muchos años resignada a vivir en
el exilio, le preguntó que qué pensaba sobre
la guerra y la caída del muro de Berlín, porque a mi me interesan mucho estas
cuestiones de sociología y la historia, y qué bueno tener un testigo directo
para que nos cuente.