Aspiro a la mayor neutralidad.
Se me tendrá en cuenta que soy el hijo y que, a pesar de encontrarme en una etapa avanzada de mi vida adulta, sigo preguntándome por las consecuencias y las repercusiones de ese vínculo.
Se me tendrá en cuenta lo siguiente: que ella tiene un nombre particular nunca utilizado en el ámbito doméstico, y que todos los nombres con los que se la llamaba en mi infancia dejaron de acudir a mi boca hace ya una cantidad de años, cuando fueron reemplazados indistintamente por los de “mamá” o “madre” que, como era previsible, ella detesta.
Además, vamos a dar por demostrado que se trata de una mujer inteligente, aunque todas las anécdotas que sobre ella puedan referirse lo desmientan. En este punto nos atendremos exclusivamente a mi palabra.
Mamá, abnegada y solitaria conductora del hogar, dio lo mejor de sí bajo las más adversas circunstancias para sacar adelante a su familia. Tierna y comprensiva, siempre supo escucharnos y siempre estuvo ahí, presente, para nosotros, mi hermano y yo, sin desatender jamás sus responsabilidades. Fue una destacada profesional y una gran mujer, muy querida por quienes la conocieron, hasta más o menos los cuarenta o cuarenta y cinco años… No faltaron los accidentes domésticos, de los que comúnmente suceden en cualquier hogar y en cualquier familia, imprevisibles incidencias del azar, como la vez que arrastramos a mi hermano a lo largo de trescientos metros por una avenida en horario pico, colgando de un Citröen 2CV blanco, salvando la vida gracias a la hebilla de la mochila que se enganchó en la puerta abierta del vehículo en movimiento. Una desgracia con suerte, desde todo punto de vista, porque mi hermano salió apenas magullado, la ropa desaliñada y un poco de sangre en las orejas. Mamá le sacudió el polvo de la camisa, le dio un beso en la frente y lo dejó sano y salvo en la escuela.
Y coincidencias ¡Por supuesto! La vida con mamá siempre estuvo llena de increíbles coincidencias, como la vez que regaló mi perro a un vecino precisamente en el día de mi cumpleaños. Un lamentable error de cálculo que jamás se repitió.
Pero en el caso de los dientes de mamá hablamos de un proceso de años, con sus diferentes manifestaciones a través del tiempo, períodos de relativa tranquilidad alternados con momentos tortuosos, incluso macabros.
Mamá supo ser en sus tiempos una mujer hermosa, y en este terreno me asiste el archivo fotográfico de la familia, a pesar de que ella misma, hoy, parece dedicada en cuerpo y alma a refutar esa lejana belleza. Pero la relación de mamá con su propio cuerpo –y esta no deja de ser una deducción arriesgada por mi parte– quedó trastornada en la saga del retorcido vínculo con su propia madre, mi abuela. Lamento mucho que no sea éste el ámbito adecuado para extenderme en la semblanza de aquella venerable anciana, de la que por desgracia no recuerdo ni el nombre. En todo caso mi madre, si el asunto fuera de su interés, podrá ejercer sus derechos democráticos y escribir su propio cuento.
El primer dato que recibo de toda esta historia es subliminal, casi oculto en las sombras de lo intrascendente. Mamá falta mucho al dentista. Reserva turnos a los que no asiste sin dar ningún aviso, solapadamente. Y a partir de cierto momento empieza a quejarse de sus dientes que, como es de esperar, le duelen. Un tratamiento de dos o tres meses se prolonga a lo largo de mis once, ¿doce? ¿trece años?... hasta algún momento de mi primera adolescencia. En el corro familiar circula la siguiente información: que mamá era muy delgada de jovencita, así que la abuela la sometió a unos indefinidos estudios médicos, porque comía y comía pero nunca subía de peso, y “le hizo dar” unas inyecciones que años más tarde le arruinaron (entre muchas otras cosas) los dientes. De caries y tratamientos de conducto ni una sola palabra.
Por inexplicable que resulte, en esa época nos encontrábamos ante un raro equilibrio. Las simultáneas letanías a su madre y al dolor de muelas, sustentadas en la salud de su propia mandíbula, se prolongaron en el tiempo. Cuando apareció el dolor, de inmediato se presentó el culposo discurso filial y desde entonces se sostuvieron mutuamente. Por desgracia, en algún momento de esta inesperada simbiosis, mamá perdió todos los dientes superiores, de colmillo a colmillo; pero la onerosa cobertura social los reemplazó, con eficiencia e inmediatez, por una prótesis.
A nadie se le ocurrió entonces recordarle a mamá que su prótesis, como toda prótesis, como los mismos dientes que una prótesis se propone reemplazar, como cualquier cosa en este mundo que no sea una planta tropical en medio de la selva amazónica, necesitaba mantenimiento. Y los problemas que desaparecieron con la prótesis encontraron, casi de inmediato, su reemplazante perfecto en los problemas que provocó la prótesis.
De esta época guardo la profunda convicción de que el arte, por absurdas e inverosímiles que parezcan las herramientas a su disposición, siempre encuentra algún camino para manifestarse. Porque, si nos permitimos por un momento expresarlo de la manera más acotada, el arte no es otra cosa que el ejercicio de unas herramientas, que por lo general se encuentran convencionalizadas. Para la música los instrumentos, para la pintura los pinceles, para la literatura las bellas letras…, etc. Se trata de un conjunto de reglas y condiciones, como en un juego, de las cuales dispone el artista, y el que mejor dispone de ellas –más allá de las diferencias de criterios– es el maestro en su arte. Pero el verdadero artista es el que prescinde del estándar y, junto con él, de sus herramientas, y es capaz de conmover a su público hasta las lágrimas con la mixtura inesperada de los elementos que se le presenten, sean cuales fueren. Será, eso sí, un experto en su área, porque no se trata de saberlo todo sobre todas las cosas. Pero el ámbito de su trabajo estará dado por el azar, por el entorno, y será el genio el que se manifestará indistintamente a través de fenómenos siempre aleatorios.
El genio y el talento artístico de mamá se manifestó a través de sus dientes; y el período, el largo período de su primera prótesis fue algo así como su novena sinfonía. No se trataba, en absoluto, de un arte que respetara las normas de belleza tradicionales. No era aquel un arte comparable a ningún otro arte conocido por el hombre. Aquí me remito a la anécdota del padre que vio junto a su hijo una salamandra asomada entre los troncos encendidos del hogar. El padre, imprevista e inmediatamente, golpeó al hijo hasta hacerlo llorar, con la intención de que ese maravilloso momento quedara guardado para siempre en su memoria. Mamá era como aquel padre, pero sin la voluntad edificante. Vimos una salamandra en el hogar y mamá hizo durante diez años su… cosa que hacía con los dientes, con preferencia a la hora de comer, y ya nadie pudo olvidarlo.
Recuerdo haber visto prófuga, más de una vez, a la prótesis de mamá, desprendida sorpresivamente de sus encías gracias a la cremosa superficie de un canapé o al excedente de mayonesa en un sánguche, huyendo sobre el lustroso parquet, deslizándose entre mis pies y las patas de las sillas, ocasionalmente atrapada por el gato. Recuerdo haberla visto masticar con sus falsos dientes liberados, lo que producía un raro efecto de movimiento triple, de mandíbulas y labios y ese elemento ajeno que parecía girar, dentro de la boca, como un aspa de licuadora. Recuerdo la indiscreta extracción manual de ese nefasto aparato en medio de la cena para someterlo al enjuague con detergente en la canilla de la cocina, con la intención de remover un tronco de orégano atravesado entre los incisivos. Recuerdo las quejas, las infinitas y continuas quejas por el mal estado de la prótesis, y cuánto le costaba comer, y el dolor que le provocaban los alambres que se encajaban quién sabrá dónde.
Sin duda fue muy llamativo que, en todo ese tiempo, nunca acudiera al dentista, en parte porque no se encontró jamás al valiente que estuviera dispuesto a mencionárselo.
Cuando dejé de vivir con mamá, su marido se encontraba perfectamente adiestrado en el oficio de enderezarle los dientes. En cuanto la dentadura, muy castigada por el paso del tiempo, causaba extraños e imprevistos dolores en las encías de mamá debido a sus muchas torceduras, aquel hombre tomaba el talismán del infierno con sus propias manos, con sus manos firmes de ferretero, y le devolvía, mediante los procedimientos más heterodoxos, su forma original, hasta donde le era posible. Lentamente adquirió pericia y desarrolló el hábito de emplear, en ese trabajo, algunas de sus propias herramientas. Pinzas, alicates y cementos de contacto fueron las más recurridas.
Recuerdo las tardes perdidas en el ajuste de un fierrito que molestaba por aquí o por allá, reafirmando un diente desprendido, calmando una encía sangrante o apaciguando las llagas de la lengua, mientras compartíamos en familia el mate y la televisión.
Si de todo esto se pudiera rescatar una moraleja sobre la tenacidad, mi madre sería un gran ejemplo para las futuras generaciones, pero como el asunto implica una notable dosis de dolor, tolerado con inexplicable resignación pero provocado por la propia víctima sobre sí misma, extraer semejante moraleja resulta harto complicado.
Insisto: si aquí se pudiera hablar de tenacidad, en el caso de aceptar una versión de la tenacidad inclinada hacia lo morboso y lo compulsivo, sería justo señalar que mamá mostró siempre un temple de acero, particularmente en lo referido a sus dientes. Por lo tanto, este cuadro de degradación general perduró, profundizándose de manera vertiginosa, mucho tiempo más del que cualquier ser humano racional estaría dispuesto a considerar tolerable.
Por muchas y diversas circunstancias cuyo análisis quedará para ocasiones más propicias, me resulta imposible afirmar que mi hermano y yo seamos hoy, o hayamos sido alguna vez, un par de hijos ejemplares. A las muchas faltas acumuladas a lo largo del tiempo habrá que sumar, en los últimos años, la pobre frecuencia con la que visitamos a nuestra madre. Una vez admitido esto, antes de continuar y manteniéndome dentro de la acotada frontera del relato, puedo alegar a mi favor cada una de las horas de tenebrosa masticación que gracias a ese descuido me fueron condonadas.
Pero tal vez fuera nuestro error suponer que esa distancia sería suficiente para preservarnos. Tal vez mamá ejercía la paciencia, nos distraía y ganaba tiempo. La cuestión es que en una de aquellas peregrinas visitas a la casa de mamá, dos o tres años atrás, nos encontramos, fuera de todo pronóstico, con el canto del cisne de un artista maduro y consumado.
Fui el primero en llegar. En la terminal de micros me esperaba el marido de mamá con el auto. Inmediatamente después de saludarnos y por su propia iniciativa, explicó que apenas podía manejar. Hasta último momento pensó en avisarme que no podría pasarme a buscar, porque se encontraba dolorido a causa de cierta intervención quirúrgica. Al mencionar la operación me vinieron a la cabeza las más recientes conversaciones telefónicas con mi madre, que algo me anticipara sin que le diera, por mi parte, ninguna importancia al asunto.
¿De qué tipo de operación se trataba? Al principio fue un verdadero misterio, en primer lugar porque no se veían indicios de ningún suceso invasivo en el cuerpo de aquel hombre que manejaba a mi siniestra, más que una leve inclinación hacia adelante, un prescindir del respaldo, una tensión contracturante en su postura general; pero en segundo término, porque no se me ocurría nada digno de ocultarse intencionalmente, dada la ausencia de todas las alarmas que se activan cuando la salud corre verdadero peligro.
Al bajar del auto, el marido de mamá encontró serias dificultades para abandonar su butaca, se incorporó entre gemidos de dolor y caminó con llamativa lentitud, las piernas muy separadas, apoyado con firmeza en mi hombro al subir los cuatro escalones de baldosas que nos condujeron a la vereda. Cada uno de esos escalones fue un martirio. Descarté varios lugares comunes: hernias, úlceras, apendicitis, cálculos renales, y todas las demás prácticas que aquel cuerpo ya había soportado. Al preguntar abiertamente por sus dolencias obtuve, como toda respuesta, el críptico número de puntadas que le había adjudicado el cirujano.
Mamá abrió la puerta y sonrió, o eso parecía, pero resultó imposible confirmarlo porque ocultaba la cara detrás de la mano izquierda, como en el caso del que apaga un grito o se protege de gérmenes desconocidos. Se tapaba la boca y siseaba al hablar. Conocí de inmediato ese siseo, tan similar al de las serpientes, que proyectan las sibilantes en la boca de mi madre despojada de su dentadura. Al sentarnos alrededor de la mesa de la cocina, toda una serie de inferencias disparadas en lo más recóndito de mi cerebro luchaban a brazo partido por liberarse de las garras de la negación. Me sentí atrapado, me arrepentí con todas mis fueras de no haber postergado el viaje, quise una muerte violenta, pero sumaria, en cualquier curva remota de la ruta once, la traicionera ruta que nos había reunido esa tarde.
Un hombre visiblemente disminuido ceba mate mientras su mujer, que no se quita la mano de la cara, habla con incontenible verborragia en el castellano de la primera infancia. ¿Cuánto pueden demorarse en aparecer las explicaciones? No importa lo que se haga para evadirlas, las explicaciones llegarán siempre, mucho antes de que estemos a la distancia prudente y necesaria como para no escucharlas.
La inevitable revelación no se hizo esperar. En su versión aséptica, neutral y urgente, los hechos señalan lo siguiente: que la vieja y al parecer muy afilada prótesis de mamá, un par de días antes de nuestro encuentro, en un repentino descuido cercenó el prepucio de su marido.
Se aludió a la oscuridad, a cierto enredo, a determinado tropezón, a la sorpresa y a la desesperación. Se mencionaron circuncisos de renombre y famosos decapitados. También se declaró que la víctima, hombre de coraje incomparable, recibió las heridas de pie.
Cómo había sucedido esto, en qué condiciones, cuáles eran los detalles que condujeron a semejante desenlace, fueron cuestiones que preferí no indagar, y que sin embargo se me informaron prolijamente mediante todo tipo de gestos y perífrasis obscenas.
Según el relato de los involucrados, la prótesis se había partido en la íntima refriega y esperaba a resguardo que un abnegado mecánico dental se ocupara de recomponerla. La odisea de la pareja desdentada y malherida en la guardia de una clínica, entre los comentarios de los médicos y el asombro de los demás pacientes, alcanzó cumbres de desopilante exaltación.
Apenas media hora después de agotar este sabroso tema de conversación, hizo acto de presencia mi hermano. Su arribo auspició, para nutrir mejor mis futuras pesadillas, un lento y detallado repaso de toda la confesión.
Hace un par de semanas mamá vino a visitarnos. Su marido, que tan fielmente todavía la acompaña, se encuentra desde tiempo atrás en perfecto estado de salud. Las heridas cicatrizaron según lo previsto, y los trágicos sucesos no dejaron secuelas físicas ni psicológicas.
La familia se reunió en mi casa. En los meses precedentes a esta reciente visita, según nos informaron con abundancia durante el almuerzo, mamá debió por fin someterse a los designios del dentista. Con minuciosidad artesanal y paciencia geriátrica, se le reconstruyó por completo la cavidad bucal. Entre los platos de ravioles y las mandarinas del postre, el proceso odontológico fue rememorado y descripto pormenorizadamente.
Durante esa patológica conversación familiar, resultó sorprendente descubrir que las nuevas prótesis, llegadas con más de veinte años de atraso, recompusieron de manera inesperada el mapa facial de mamá. Con los dientes alineados en orden perfecto y las encías como apuntalamiento, recuperaron firmeza y volumen los pómulos y el labio superior volvió a ocupar su lugar de origen, lo que repercutió misteriosamente en el álgebra oculta de todos sus gestos. Sus ojos sonrientes parecían suspendidos sobre una boca ajena. Su propio perfil no coincidía con la silueta de su sombra.
Al caer la tarde, agotado por el esfuerzo de reconocer en esa cara la cara de mamá, llegué a la conclusión de que nunca fue menos parecida (a sí misma) que ahora.
*el cuento mamá y los dientes se presentó el sábado 10 de septiembre, entre otras lecturas, durante la Fiesta Psicofango, en el espacio La Bicicleta.
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