26/9/11

la mala leche


            La vida como la conocemos, la vida que vivimos, es un invento. Esta vida de sacrificios, de sufrimiento, de trabajo, de esfuerzo sin fin, radical y permanente, Adán y Eva expulsados del paraíso por sus terribles pecados, condenados a cargar perpetuamente el peso de su culpa en un mundo yermo, pariendo con dolor y penando por el sustento; esta vida es una vida circunstancial, una manera cualquiera de hacer las cosas.
            El invento nace hace ¿diez, quince mil años?, cuando el primer mono más o menos parecido a nosotros le partió un palo por la cabeza al mono más o menos parecido a nosotros que tenía más cerca. El conflicto comenzó con una discusión sobre quién era el dueño del palo. De ahí el fundamento moral para todo lo que vino a continuación: ninguno. La violencia desencadenada sin prejuicios ni barreras. La violencia como verdad absoluta. Y eso, diez o quince mil años más tarde, se transforma en una consigna, en un eslogan ético, algo como: el trabajo dignifica, evidentemente convenido por el mono que agarró el palo primero, que no trabaja.
            La mejor parte: esto es un secreto a voces. Todo el mundo lo sabe. O la gran mayoría de los que alguna vez reflexionaron un poco sobre estas cuestiones. Por supuesto, los que están del lado del palo hacia el que NO caen los golpes, esos se hacen los boludos y disimulan; los que están del otro lado no saben muy bien qué pensar. No es fácil razonar entre la golpiza, en particular si de vez en cuando te tiran un hueso y con eso te alcanza. Los premios intermedios son importantes, las facilidades sin grandes compromisos, el confort, el acomodo en general, son disuasivos, docilizan. Hay que distraer a la gente, es fundamental, pan y circo (yo agregaría: yugo y gayola) y estamos hechos. Si cada uno conserva su lugar entramos todos. Apenas hay que bancarse que te caguen en la cabeza y de vez en cuando alguno te rompa el culo. La dignidad (otra vez esa palabrita) es siempre lo primero que se negocia.
            Transcurrió la evolución en todos los aspectos de la vida en el universo, menos en éste. Los procedimientos se perfeccionaron, lo que todavía es peor. Antes por lo menos te podías ir a la mierda, dejarle el palo al otro y no pelearte con nadie, el mundo era ancho y sobraba espacio para todos. Ahora estás atrapado y comprometido con un mecanismo anónimo y ajeno donde sea que vayas, te encontrarán por el celular, por las noticias, por los satélites, y te harán pagar los impuestos o morirás de hambre en una esquina y dirán que es culpa tuya, los traumas insuperables de la infancia, frágil equilibrio emocional, crisis nerviosas, incapacidad congénita para la adaptación; los psicólogos podrán corroborarlo para que todos nos quedemos tranquilos.
            Y en el caso de no pensarlo detenidamente, podemos llegar a conclusiones inadecuadas. Se podría creer, por ejemplo, que así estamos en contra de nuestra voluntad, pero no hay nada menos cierto. Así estamos porque nos tenemos miedo los unos a los otros, y preferimos sufrir masivamente y hasta el final de los tiempos antes de que nos agarren desprevenidos. Todos aportamos a la miseria general para purgar pequeñas dosis de la miseria propia. Lo más fácil de encontrar en este mundo es alguien sobre quién descargar las consecuencias de la inevitable frustración de la felicidad que implica vivir en este mundo, frustración ineludible de la vida tal como la conocemos, tal como elegimos vivirla un minuto detrás del otro. Nadie podría tolerar ni la mitad de las cosas que se aguanta en un solo día (pero que generalmente nos aguantamos a lo largo de toda una vida) si no tuviéramos algún chivo expiatorio.
            A veces puede parecer que el espíritu del morbo es el que mueve al mundo. Estoy cada vez más cerca de creérmelo. 



16/9/11

un cuento del verano pasado (y...)

     El kosovar tomaba cerveza, y pagaba. Sufro una especie de alergia al vino, que muy probablemente se deba a la fuerte asociación de esta bebida con la imagen de mi padre. No quiero decir que mi padre sea o haya sido alcohólico. Papá es un gourmand, un hombre de vino. Yo soy un hombre de cerveza. Punto.
Y el kosovar pedía, una detrás de otra, cierta cerveza de fabricación patagónica valuada con el criterio de un proxeneta en la subasta anual de quinceañeras vírgenes. ¿Cómo resistir los amargos encantos de tanta frescura rubia y efervescente? El kosovar me propuso que lo acompañara, y argumentó que no era de su agrado tomar solo. Le expliqué algunas cuestiones relacionadas con el salario, el tercer mundo y mi reciente despido, como preliminares a la información de mi absoluta carencia de efectivo, pero el kosovar insistió. Me vi obligado, por estrictas razones de cortesía, a ignorar las fabulosas señales de homosexualidad compulsiva y satiriasis insatisfecha que el kosovar emitía enfebrecido, y comenzamos a beber.
            Cuando íbamos por la tercera de las ocho cervezas que el kosovar me convidó con generosa consideración, y que bebimos en la siguiente hora y media, empecé a relajarme un poco. Todo el mundo sonreía, y en la mesa éramos unos cuantos. Gente feliz, satisfecha de la vida, como corresponde. Nos ofendimos un momento porque alguien derramó unas gotas de vino, pero se nos pasó enseguida porque tenemos el alma templada. Incluso algunos se molestaron bastante con el mozo que, según todas las apariencias, experimentaba un día de mierda y todo le salía como el orto, lo que se comentaba en voz alta y con molestia entre los comensales. La vanguardia del arte.
             En eso estábamos cuando apareció Sylvia (no sé muy bien dónde ponerle la Y griega, pero sé que la tiene por algún lado). Cuando la vi pensé al fin una mina que está buena. Porque la mayoría de los que estaban en la mesa eran hombres y mujeres feas, todos muy interesantes, macanudos y a la moda, pero en determinados contextos sociales la gente que queda más allá del interés sexual es como si se desvaneciera. Y la expectativa de vida de todos los presentes era veinte años menor que la mía, y yo no soy ningún pendejo. Lucio y yo, y las chicas italianas, éramos los más jóvenes. Sylvia era joven también, flaquísima, alta, con el pelo suelto, la nariz un poco grande. Estuve un rato esperando que alguien me confirmara su sexo, mientras charlábamos y lentamente se la levantaba Lucio, y yo no podía hacer nada. Me la sacó de las manos.
Hice un esfuerzo telepático tremendo, y logré que el kosovar me ofreciera espontáneamente fumar marihuana en la esquina, así que nos fuimos un rato. Ahí descubrí que usaba las mismas zapatillas, pero de un color diferente en cada pie. Le pregunté si alguien las había diseñado intencionalmente así, pero no, me dijo que se había comprado dos pares de distintos colores para mezclarlas. Me dijo el precio de las zapatillas y me dieron ganas de pegarle. Pero ya estaba armándose un porro, así que me comporté como un tipo decente y charlamos.
Estábamos sentados en el pasto y pasaban los colectivos y los autos por la rotonda del puerto, tráfico fluido intermitente de semáforos, luces rojas y blancas, bocinas, motores, música en las ventanillas. El asfalto amarillo y oscuro. Las veredas vacías. El cielo sin estrellas de las ciudades. Cables por todos lados, postes, árboles, carteles. Y el viento que pone en movimiento todas las cosas. Cada segundo perdido es un universo que colapsa. El kosovar, descubro en ese momento, es la más prolífica máquina de hablar incoherencias jamás imaginada. Creo que no lo noté al principio porque no se puede predecir lo impensable, y no hay manera de estar prevenido contra lo desconocido. Yo ignoraba la existencia de un ser humano con semejante caudal oratorio, y a la vez tan ausente de sentido. Y como si no fuera suficiente con esta verborragia escatológica, habrá que imaginarse el español que pueda hablar un kosovar que tomó clases en Madrid durante dos meses, y con eso se arregló los siguientes tres años. El esfuerzo que implicaba entender lo que decía era suficiente para provocar varios derrames cerebrales simultáneos, y este riesgo se corría todo el tiempo porque el tipo era incompatible con la presencia del silencio.
Su repertorio temático se refería, de manera excluyente, a sí mismo. Después de escucharlo una media hora, ya tenía la impresión de que podía escribir una biografía de varios tomos con lo que me había contado en ese rato. Era la proliferación del relato más allá de todo lo conocido. La gente a su alrededor quedaba sucesivamente atrapada porque el grupo decidió, en determinado momento, no prestarle más atención (todo indica cierto instinto de supervivencia colectivo) así que el kosovar cambió de estrategia. En lugar de dirigirse al público en general, le hablaba a un interlocutor a la vez, durante veinte o veinticinco minutos, hasta que colapsaba su paciencia o su presión arterial y directamente le daban vuelta la cara. Entonces se buscaba alguien más que hubiera estado distraído hasta ese momento o algún recién llegado, y continuaba su relato como si nada sucediera, en el mismo punto en el que lo había abandonado.
            Así estuvimos un buen rato, hasta que todos nos empezamos a reír un poco del kosovar, porque fue la única manera que encontramos de disculparlo: el escarnio. Pero fue divertido, y desvió un poco la lapidaria atención general que se le dedicaba al mozo.
            Un rato más tarde el grupo comenzaba a dispersarse. 
            Lucio y Sylvia propusieron ir a otra parte, nos paramos y salimos todos disparados a los autos. En el revuelo me robé el sacacorchos con la deliberada intención de que me vieran. Les dije que era por el mozo que nos había tratado tan mal. Tuve la confusa necesidad de que se sintieran incómodos, y se molestaron bastante. Tuve también el impulso de discutir un poco, pero me contuve porque mis motivos me resultaban poco claros. Ahora creo que es muy llamativo preocuparse más por un objeto cualquiera, acorralados por el sentido de propiedad de las cosas, incluso si ese objeto le pertenece a otro, que por la infelicidad de una persona, hostigada durante dos horas por treinta borrachos.
Todavía tengo el sacacorchos.
            Pero en el camino hacia los autos alguien dijo mojitos. ¡Oh mojitos! ¿habrase oído palabra más inocente? Y con eso alcanzó para restablecer la paz en el mundo. 


11/9/11

mamá y los dientes*

            Aspiro a la mayor neutralidad.
Se me tendrá en cuenta que soy el hijo y que, a pesar de encontrarme en una etapa avanzada de mi vida adulta, sigo preguntándome por las consecuencias y las repercusiones de ese vínculo.
Se me tendrá en cuenta lo siguiente: que ella tiene un nombre particular nunca utilizado en el ámbito doméstico, y que todos los nombres con los que se la llamaba en mi infancia dejaron de acudir a mi boca hace ya una cantidad de años, cuando fueron reemplazados indistintamente por los de “mamá” o “madre” que, como era previsible, ella detesta.
Además, vamos a dar por demostrado que se trata de una mujer inteligente, aunque todas las anécdotas que sobre ella puedan referirse lo desmientan. En este punto nos atendremos exclusivamente a mi palabra.
Mamá, abnegada y solitaria conductora del hogar, dio lo mejor de sí bajo las más adversas circunstancias para sacar adelante a su familia. Tierna y comprensiva, siempre supo escucharnos y siempre estuvo ahí, presente, para nosotros, mi hermano y yo, sin desatender jamás sus responsabilidades. Fue una destacada profesional y una gran mujer, muy querida por quienes la conocieron, hasta más o menos los cuarenta o cuarenta y cinco años… No faltaron los accidentes domésticos, de los que comúnmente suceden en cualquier hogar y en cualquier familia, imprevisibles incidencias del azar, como la vez que arrastramos a mi hermano a lo largo de trescientos metros por una avenida en horario pico, colgando de un Citröen 2CV blanco, salvando la vida gracias a la hebilla de la mochila que se enganchó en la puerta abierta del vehículo en movimiento. Una desgracia con suerte, desde todo punto de vista, porque mi hermano salió apenas magullado, la ropa desaliñada y un poco de sangre en las orejas. Mamá le sacudió el polvo de la camisa, le dio un beso en la frente y lo dejó sano y salvo en la escuela.  
Y coincidencias ¡Por supuesto! La vida con mamá siempre estuvo llena de increíbles coincidencias, como la vez que regaló mi perro a un vecino precisamente en el día de mi cumpleaños. Un lamentable error de cálculo que jamás se repitió.  
Pero en el caso de los dientes de mamá hablamos de un proceso de años, con sus diferentes manifestaciones a través del tiempo, períodos de relativa tranquilidad alternados con momentos tortuosos, incluso macabros.
Mamá supo ser en sus tiempos una mujer hermosa, y en este terreno me asiste el archivo fotográfico de la familia, a pesar de que ella misma, hoy, parece dedicada en cuerpo y alma a refutar esa lejana belleza. Pero la relación de mamá con su propio cuerpo –y esta no deja de ser una deducción arriesgada por mi parte– quedó trastornada en la saga del retorcido vínculo con su propia madre, mi abuela. Lamento mucho que no sea éste el ámbito adecuado para extenderme en la semblanza de aquella venerable anciana, de la que por desgracia no recuerdo ni el nombre. En todo caso mi madre, si el asunto fuera de su interés, podrá ejercer sus derechos democráticos y escribir su propio cuento.
El primer dato que recibo de toda esta historia es subliminal, casi oculto en las sombras de lo intrascendente. Mamá falta mucho al dentista. Reserva turnos a los que no asiste sin dar ningún aviso, solapadamente. Y a partir de cierto momento empieza a quejarse de sus dientes que, como es de esperar, le duelen. Un tratamiento de dos o tres meses se prolonga a lo largo de mis once, ¿doce? ¿trece años?... hasta algún momento de mi primera adolescencia. En el corro familiar circula la siguiente información: que mamá era muy delgada de jovencita, así que la abuela la sometió a unos indefinidos estudios médicos, porque comía y comía pero nunca subía de peso, y “le hizo dar” unas inyecciones que años más tarde le arruinaron (entre muchas otras cosas) los dientes. De caries y tratamientos de conducto ni una sola palabra.
Por inexplicable que resulte, en esa época nos encontrábamos ante un raro equilibrio. Las simultáneas letanías a su madre y al dolor de muelas, sustentadas en la salud de su propia mandíbula, se prolongaron en el tiempo. Cuando apareció el dolor, de inmediato se presentó el culposo discurso filial y desde entonces se sostuvieron mutuamente. Por desgracia, en algún momento de esta inesperada simbiosis, mamá perdió todos los dientes superiores, de colmillo a colmillo; pero la onerosa cobertura social los reemplazó, con eficiencia e inmediatez, por una prótesis.
A nadie se le ocurrió entonces recordarle a mamá que su prótesis, como toda prótesis, como los mismos dientes que una prótesis se propone reemplazar, como cualquier cosa en este mundo que no sea una planta tropical en medio de la selva amazónica, necesitaba mantenimiento. Y los problemas que desaparecieron con la prótesis encontraron, casi de inmediato, su reemplazante perfecto en los problemas que provocó la prótesis.
De esta época guardo la profunda convicción de que el arte, por absurdas e inverosímiles que parezcan las herramientas a su disposición, siempre encuentra algún camino para manifestarse. Porque, si nos permitimos por un momento expresarlo de la manera más acotada, el arte no es otra cosa que el ejercicio de unas herramientas, que por lo general se encuentran convencionalizadas. Para la música los instrumentos, para la pintura los pinceles, para la literatura las bellas letras…, etc. Se trata de un conjunto de reglas y condiciones, como en un juego, de las cuales dispone el artista, y el que mejor dispone de ellas –más allá de las diferencias de criterios– es el maestro en su arte. Pero el verdadero artista es el que prescinde del estándar y, junto con él, de sus herramientas, y es capaz de conmover a su público hasta las lágrimas con la mixtura inesperada de los elementos que se le presenten, sean cuales fueren. Será, eso sí, un experto en su área, porque no se trata de saberlo todo sobre todas las cosas. Pero el ámbito de su trabajo estará dado por el azar, por el entorno, y será el genio el que se manifestará indistintamente a través de fenómenos siempre aleatorios.
El genio y el talento artístico de mamá se manifestó a través de sus dientes; y el período, el largo período de su primera prótesis fue algo así como su novena sinfonía. No se trataba, en absoluto, de un arte que respetara las normas de belleza tradicionales. No era aquel un arte comparable a ningún otro arte conocido por el hombre. Aquí me remito a la anécdota del padre que vio junto a su hijo una salamandra asomada entre los troncos encendidos del hogar. El padre, imprevista e inmediatamente, golpeó al hijo hasta hacerlo llorar, con la intención de que ese maravilloso momento quedara guardado para siempre en su memoria. Mamá era como aquel padre, pero sin la voluntad edificante. Vimos una salamandra en el hogar y mamá hizo durante diez años su… cosa que hacía con los dientes, con preferencia a la hora de comer, y ya nadie pudo olvidarlo.
Recuerdo haber visto prófuga, más de una vez, a la prótesis de mamá, desprendida sorpresivamente de sus encías gracias a la cremosa superficie de un canapé o al excedente de mayonesa en un sánguche, huyendo sobre el lustroso parquet, deslizándose entre mis pies y las patas de las sillas, ocasionalmente atrapada por el gato. Recuerdo haberla visto masticar con sus falsos dientes liberados, lo que producía un raro efecto de movimiento triple, de mandíbulas y labios y ese elemento ajeno que parecía girar, dentro de la boca, como un aspa de licuadora. Recuerdo la indiscreta extracción manual de ese nefasto aparato en medio de la cena para someterlo al enjuague con detergente en la canilla de la cocina, con la intención de remover un tronco de orégano atravesado entre los incisivos. Recuerdo las quejas, las infinitas y continuas quejas por el mal estado de la prótesis, y cuánto le costaba comer, y el dolor que le provocaban los alambres que se encajaban quién sabrá dónde.
Sin duda fue muy llamativo que, en todo ese tiempo, nunca acudiera al dentista, en parte porque no se encontró jamás al valiente que estuviera dispuesto a mencionárselo.
Cuando dejé de vivir con mamá, su marido se encontraba perfectamente adiestrado en el oficio de enderezarle los dientes. En cuanto la dentadura, muy castigada por el paso del tiempo, causaba extraños e imprevistos dolores en las encías de mamá debido a sus muchas torceduras, aquel hombre tomaba el talismán del infierno con sus propias manos, con sus manos firmes de ferretero, y le devolvía, mediante los procedimientos más heterodoxos, su forma original, hasta donde le era posible. Lentamente adquirió pericia y desarrolló el hábito de emplear, en ese trabajo, algunas de sus propias herramientas. Pinzas, alicates y cementos de contacto fueron las más recurridas.                      
Recuerdo las tardes perdidas en el ajuste de un fierrito que molestaba por aquí o por allá, reafirmando un diente desprendido, calmando una encía sangrante o apaciguando las llagas de la lengua, mientras compartíamos en familia el mate y la televisión.    
Si de todo esto se pudiera rescatar una moraleja sobre la tenacidad, mi madre sería un gran ejemplo para las futuras generaciones, pero como el asunto implica una notable dosis de dolor, tolerado con inexplicable resignación pero provocado por la propia víctima sobre sí misma, extraer semejante moraleja resulta harto complicado.
Insisto: si aquí se pudiera hablar de tenacidad, en el caso de aceptar una versión de la tenacidad inclinada hacia lo morboso y lo compulsivo, sería justo señalar que mamá mostró siempre un temple de acero, particularmente en lo referido a sus dientes. Por lo tanto, este cuadro de degradación general perduró, profundizándose de manera vertiginosa, mucho tiempo más del que cualquier ser humano racional estaría dispuesto a considerar tolerable.  
Por muchas y diversas circunstancias cuyo análisis quedará para ocasiones más propicias, me resulta imposible afirmar que mi hermano y yo seamos hoy, o hayamos sido alguna vez, un par de hijos ejemplares. A las muchas faltas acumuladas a lo largo del tiempo habrá que sumar, en los últimos años, la pobre frecuencia con la que visitamos a nuestra madre. Una vez admitido esto, antes de continuar y manteniéndome dentro de la acotada frontera del relato, puedo alegar a mi favor cada una de las horas de tenebrosa masticación que gracias a ese descuido me fueron condonadas. 
            Pero tal vez fuera nuestro error suponer que esa distancia sería suficiente para preservarnos. Tal vez mamá ejercía la paciencia, nos distraía y ganaba tiempo. La cuestión es que en una de aquellas peregrinas visitas a la casa de mamá, dos o tres años atrás, nos encontramos, fuera de todo pronóstico, con el canto del cisne de un artista maduro y consumado.
            Fui el primero en llegar. En la terminal de micros me esperaba el marido de mamá con el auto. Inmediatamente después de saludarnos y por su propia iniciativa, explicó que apenas podía manejar. Hasta último momento pensó en avisarme que no podría pasarme a buscar, porque se encontraba dolorido a causa de cierta intervención quirúrgica. Al mencionar la operación me vinieron a la cabeza las más recientes conversaciones telefónicas con mi madre, que algo me anticipara sin que le diera, por mi parte, ninguna importancia al asunto.
            ¿De qué tipo de operación se trataba? Al principio fue un verdadero misterio, en primer lugar porque no se veían indicios de ningún suceso invasivo en el cuerpo de aquel hombre que manejaba a mi siniestra, más que una leve inclinación hacia adelante, un prescindir del respaldo, una tensión contracturante en su postura general; pero en segundo término, porque no se me ocurría nada digno de ocultarse intencionalmente, dada la ausencia de todas las alarmas que se activan cuando la salud corre verdadero peligro.          
Al bajar del auto, el marido de mamá encontró serias dificultades para abandonar su butaca, se incorporó entre gemidos de dolor y caminó con llamativa lentitud, las piernas muy separadas, apoyado con firmeza en mi hombro al subir los cuatro escalones de baldosas que nos condujeron a la vereda. Cada uno de esos escalones fue un martirio. Descarté varios lugares comunes: hernias, úlceras, apendicitis, cálculos renales, y todas las demás prácticas que aquel cuerpo ya había soportado. Al preguntar abiertamente por sus dolencias obtuve, como toda respuesta, el críptico número de puntadas que le había adjudicado el cirujano.
Mamá abrió la puerta y sonrió, o eso parecía, pero resultó imposible confirmarlo porque ocultaba la cara detrás de la mano izquierda, como en el caso del que apaga un grito o se protege de gérmenes desconocidos. Se tapaba la boca y siseaba al hablar. Conocí de inmediato ese siseo, tan similar al de las serpientes, que proyectan las sibilantes en la boca de mi madre despojada de su dentadura. Al sentarnos alrededor de la mesa de la cocina, toda una serie de inferencias disparadas en lo más recóndito de mi cerebro luchaban a brazo partido por liberarse de las garras de la negación. Me sentí atrapado, me arrepentí con todas mis fueras de no haber postergado el viaje, quise una muerte violenta, pero sumaria, en cualquier curva remota de la ruta once, la traicionera ruta que nos había reunido esa tarde. 
            Un hombre visiblemente disminuido ceba mate mientras su mujer, que no se quita la mano de la cara, habla con incontenible verborragia en el castellano de la primera infancia. ¿Cuánto pueden demorarse en aparecer las explicaciones? No importa lo que se haga para evadirlas, las explicaciones llegarán siempre, mucho antes de que estemos a la distancia prudente y necesaria como para no escucharlas.
            La inevitable revelación no se hizo esperar. En su versión aséptica, neutral y urgente, los hechos señalan lo siguiente: que la vieja y al parecer muy afilada prótesis de mamá, un par de días antes de nuestro encuentro, en un repentino descuido cercenó el prepucio de su marido.
Se aludió a la oscuridad, a cierto enredo, a determinado tropezón, a la sorpresa y a la desesperación. Se mencionaron circuncisos de renombre y famosos decapitados. También se declaró que la víctima, hombre de coraje incomparable, recibió las heridas de pie.
Cómo había sucedido esto, en qué condiciones, cuáles eran los detalles que condujeron a semejante desenlace, fueron cuestiones que preferí no indagar, y que sin embargo se me informaron prolijamente mediante todo tipo de gestos y perífrasis obscenas.
            Según el relato de los involucrados, la prótesis se había partido en la íntima refriega y esperaba a resguardo que un abnegado mecánico dental se ocupara de recomponerla. La odisea de la pareja desdentada y malherida en la guardia de una clínica, entre los comentarios de los médicos y el asombro de los demás pacientes, alcanzó cumbres de desopilante exaltación.
            Apenas media hora después de agotar este sabroso tema de conversación, hizo acto de presencia mi hermano. Su arribo auspició, para nutrir mejor mis futuras pesadillas, un lento y detallado repaso de toda la confesión.

            Hace un par de semanas mamá vino a visitarnos. Su marido, que tan fielmente todavía la acompaña, se encuentra desde tiempo atrás en perfecto estado de salud. Las heridas cicatrizaron según lo previsto, y los trágicos sucesos no dejaron secuelas físicas ni psicológicas.
La familia se reunió en mi casa. En los meses precedentes a esta reciente visita, según nos informaron con abundancia durante el almuerzo, mamá debió por fin someterse a los designios del dentista. Con minuciosidad artesanal y paciencia geriátrica, se le reconstruyó por completo la cavidad bucal. Entre los platos de ravioles y las mandarinas del postre, el proceso odontológico fue rememorado y descripto pormenorizadamente.
Durante esa patológica conversación familiar, resultó sorprendente descubrir que las nuevas prótesis, llegadas con más de veinte años de atraso, recompusieron de manera inesperada el mapa facial de mamá. Con los dientes alineados en orden perfecto y las encías como apuntalamiento, recuperaron firmeza y volumen los pómulos y el labio superior volvió a ocupar su lugar de origen, lo que repercutió misteriosamente en el álgebra oculta de todos sus gestos. Sus ojos sonrientes parecían suspendidos sobre una boca ajena. Su propio perfil no coincidía con la silueta de su sombra.
Al caer la tarde, agotado por el esfuerzo de reconocer en esa cara la cara de mamá, llegué a la conclusión de que nunca fue menos parecida (a sí misma) que ahora.



*el cuento mamá y los dientes se presentó el sábado 10 de septiembre, entre otras lecturas, durante  la Fiesta Psicofango, en el espacio La Bicicleta.
Links:

9/9/11

fiesta psicofango

SkABIO, MÚSICA Y LECTURAS!
sábado 10 de septiembre
21hs. PUNTUAL!!!
en Espacio la Bicicleta
(Falucho 4466, Mar del Plata) 



Invitación abierta!!!
Bono contribución $5.-


Presentación ---> fanzine "Psicofango"

Música en vivo ---> Leaving Moscú

Fotografías ---> Mara Sosti
  
Expone ---> Maria Alejandra Estifique


LOS LECTORES:

Martín Zariello

Alejo Salem

Nicolás Pedretti

Gabriela Cancellaro (Bs. As.)

Maximiliano Provenzani (Bs. As.)

Gonzalo Viñao

Paula Fernandez Vega

Carolina Bugnone

Gastón Dominguez

Ana Luz Mazza

Mariana Garrido

Lucía Giacondino

Pablo Roset (Bs. As.)

(También festejamos el cumpleaños de Alejo Salem, pero es una sorpresa...)

fiesta psicofango en facebook



2/9/11

las cartas*

“los Jázaros consideran a las personas que
habitan el pasado de un hombre como
prisioneras en el hechizo del recuerdo.”
Milorad Pavic


            Estaba sentado, hablando con alguien más y tomando mate, cuando escuché una voz que se me acercaba por atrás.
–buenas profe… –era una de las coordinadoras– acá llegó Analía
            Me dí vuelta, con el mate en la mano, para ver que a Analía la traían agarrada de los hombros, como una prenda que se saca mojada del lavarropas. Y así la acomodaron en una silla enfrente de mí, del otro lado de la mesa, como si colgaran esa misma prenda en una soga para secarla al sol.
–Analía preguntó por el taller de lectura –explicó la coordinadora– ella está muy interesada
El sol en ese momento entraba por el ventanal de la sala común. Un sol tibio y otoñal, de calor insuficiente. En cuanto la coordinadora se retiró, entendí que necesitaríamos un sol mucho más potente, incluso tropical, en lo posible selvático.
            Porque Analía temblaba como si de verdad la hubieran sacado empapada de un lavarropas. Eran unos temblores suaves, sin sobresaltos, pero persistentes y continuos, de los brazos, las manos, la cabeza, las ondas eran perceptibles en el cabello encrespado que me quedó a contraluz, rojo, la boca temblaba también, y la mirada era furtiva, con ojos grandes y verdes, la cara llena de pecas y miedo. Todo era miedo en Analía, imposible saber miedo a qué, pero miedo patente, evidente, inevitable, en toda la expresión de su rostro, como manifestación fundamental de su persona.
            Hablamos. Los primeros cuarenta y cinco minutos fue más bien un monólogo, el más arduo examen personal al que me vi sometido en mi vida adulta. Mientras hablaba, me resultaba progresivamente más y más difícil saber qué sucedía dentro de la cabeza de Analía que no dejaba de temblar, a pesar de mi suposición de que en algún momento se calmaría. Los temblores estaban perfectamente asimilados a su comportamiento corriente, porque no se detenían. Con la mirada anunciaba que prestaba atención y parecía todo el tiempo a punto de decir algo, pero no decía nada, y cada tanto los ojos se le iban para los costados, para confirmar que la gente permaneciera en su lugar o algo por el estilo. Le acercaron un conito de papel con dos pastillas y un vaso descartable con agua; miró la hora en el reloj de pared y con movimientos lentos y calculados permitió que le acercaran las pastillas primero, el agua después, a la boca.
            Es que la voluntad parecía no ejercer ningún imperio sobre su cuerpo, perfectamente inmóvil más allá de los temblores. Los brazos colgaban muertos a los costados, con los antebrazos apoyados sobre la mesa, sin dar señales de vida. Las manos y los dedos se estremecían como las ramas de los árboles en el viento, con un suave susurro de su abrigo de lana.
La otra chica que estaba con nosotros y que participaba a medias de nuestra charla le acercó un mate. Se lo puso en la mano derecha, y ahí se debe haber producido una crisis en lo más hondo de Analía, porque el esfuerzo que necesitó para arrastrarlo un poco, quince centímetros a la izquierda, hasta ponerlo debajo de su cara, hubiera liquidado a varios hombres cien veces más saludables que ella.  
            Pero Analía deslizó con éxito el mate sobre la mesa a lo largo de esos quince centímetros, lo que le permitió acercar la boca a la bombilla para chupar, sin necesidad de hacer el esfuerzo de levantarlo. Acercó la boca muy lentamente y los temblores redoblaron en ese momento, la bombilla se sacudió como un sismógrafo enloquecido, una contractura triple le atenazó el cuello y las réplicas del dolor se manifestaron en la lenta superficie de la mirada. Finalmente se tomó el mate y aceptó varios otros.
            El horario del taller de lectura había terminado, técnicamente, una hora antes de que Analía pronunciara sus primeras palabras en nuestra conversación. Como el resto de su comportamiento físico, todo lo que me dijo salió atravesado por los temblores y el miedo. No creo que Analía supiera con exactitud qué le provocaba tanto miedo, me imagino que la asustaría complementariamente ese mismo desconcierto. El miedo que no tiene causa, que puede venir de cualquier lado, es un miedo que asusta más porque no se entiende, porque está en nosotros.  
            Hablamos de libros, de autores, de lecturas. Le pregunté, sintiéndome en territorio neutral y conocido, qué le gustaba leer, y desplegó un muy amplio panorama de conocimientos literarios, sorprendente desde cualquier punto de vista. Indagué un poco más sobre el contexto y el origen de estas preferencias, y me enteré de que estaba en proceso de escribir su tesis universitaria. Deduje además que el objeto de sus estudios le permitía un notable grado de conocimiento sobre su propia enfermedad.
            Estas conversaciones son como campos minados, se intuyen los detonantes, se auguran zonas de peligro, pero es una cuestión de puro azar no caer en cualquiera de los sectores en sombras. Con la misma seguridad de antes le pregunté, resueltamente, si además de leer también escribía.
–si escribo –me dijo temblando– escribo cartas, desde hace tres años o un poco más
–¿sólo cartas? ¿siempre cartas?
–si, cartas
            Hubo una pausa en la conversación, como una hoja en blanco, el profesor del taller de lectura no supo qué leer en ese silencio. Una contradicción del sentido que se hizo patente en la divergencia de las miradas, a mitad de camino entre lo que me quería decir y lo que no se animaba a pronunciar, entre lo que yo quería y lo que no quería saber. Evidentemente no hablábamos de lo mismo, y los dos pensábamos en la posibilidad de hablar de esa otra cosa, sin animarnos del todo. Podríamos pasar la vida viajando miles y miles de kilómetros alrededor del mundo y no encontrar nunca el pasillo de tres metros que nos acerque a otra persona.
–Las cartas –me aclaró Analía, mientras yo me preguntaba si de verdad había dejado de temblar– son para alguien…
            Analía se afirmó con las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante, parecía otra persona. La voluntad extraviada había encontrado circunstancialmente un camino de regreso, y se manifestó como una primavera que entra con toda la pompa por las ventanas de los ojos.
–para alguien… –dudé un momento– ¿para el mismo? ¿siempre?
–siempre –insistió– todos los días…
            El brillo en los ojos se le apagó tan rápido como había llegado. Volvió a inclinarse lentamente contra el respaldo de la silla, y a medida que retrocedía volvían los temblores. Dijo que nadie había visto jamás las cartas, y que nadie las vería. Dijo que estaban escritas con propósitos personales y que eran cartas privadas. Que nunca había escrito ficción, ni nada que otros leyeran, más que su único destinatario. Al mencionarlo por segunda vez, yo mismo sentí el estremecimiento de Analía como un golpe en el vacío que me cortó el aliento.
            Le hubiera jurado en ese momento, desconociendo las cartas, comprometiéndome a no leerlas nunca, que ese tipo de cosas eran las únicas que merecían ser escritas, pero tenía un nudo en la lengua, como si cobrara repentina conciencia de estar jugando a la ruleta rusa, y no me atreví a pronunciar una sola palabra.
            Sin girar el cuello, apenas buscándola con la voz y con la mirada, Analía le pidió a nuestra compañera de mesa un cigarrillo y fuego. Le dejaron la caja de fósforos y un paquete de Phillips a una distancia razonable de las manos. Me miró un segundo a los ojos y de inmediato saqué un cigarrillo del paquete, se lo dí, temblando se lo puso en la boca, encendí un fósforo y se lo acerqué a la cara. Fue sencillamente inútil, imposible. Saqué otro cigarrillo y lo encendí por mi cuenta, después se lo cambié por el cigarrillo apagado que volví a guardar en el atado.
            Se acercó el cigarrillo, encendido y vacilante, a la boca. El sol del otoño disparó su último rayo contra los rulos colorados de Analía, que fumaba con la mano temblorosa y la boca crispada, a contraluz de la ventana. Los ojos verdes caídos como una lluvia sobre su propio regazo, donde apretaba un morralito de colores con la mano desocupada. 
–si querés las busco –me dijo, mientras yo juntaba mis cosas– y te las muestro… tendría que ordenarlas un poco
–como quieras, me encantaría verlas, si no te hace sentir incómoda
–no, para nada, me gustaría mucho que las leas
            Dos o tres veces por semana vuelve a prometérmelas.




*publicado en el blog O qué de Carolina Bugnone