el alivio que produce la pronunciación, como un embrujo arcano al que estamos demasiado habituados y nos cuesta verlo, pero que fuera desde siempre la principal defensa contra todos los miedos
las cosas que podemos decir tranquilizan, una vez que las ponemos en palabras se alejan un poco de nosotros, nos quedan afuera del pecho, aunque esa distancia se mantenga relativa hasta que la pronunciación se complete en otro
compartir la pronunciación de una palabra es compartir la fe en eso que la palabra designa, es reestablecer por medio de la convención la existencia de las cosas, es saber que además de estar afuera de nuestro pecho, lo que tanto nos atormenta puede estar en la cabeza de otra persona; la palabra compartida es un testigo que lo verifica todo
la sintaxis, hipotética y ambiciosa, nos indica que pensar algo impronunciable es imposible, es una incógnita, un anhelo inefable, un parto, un proceso sin forma; pero el atractivo de esta imagen romántica del lenguaje (de este desafío que nadie está en condiciones de asumir, y que implica enfrentarse con la historia total de una lengua viva) nos impide ver lo que sí es factible que suceda, pero en sentido inverso: que se pronuncie por primera vez una palabra en la que no habíamos pensado, que el milagro de la casualidad nos ponga en las manos lo que teníamos en la cabeza sin haberlo visto nunca antes en las palabras
esa es la única magia que le conozco al mundo, es el único aspecto de la realidad que no resulta miserable
lo más llamativo del proceso es la relación entre el que trae esa palabra y el que la recibe; no se trata de un acto de vaudeville para el que alcanza un poco de buen gusto, algunos ensayos y un actor más o menos entrenado que te tira con una sarta de métrica bien calculada por la cabeza, vestuario, luces y maquillaje; no se puede hacer solo, unilateralmente, por ninguno de los dos lados, no hay emisor capaz de encantar las serpientes de esa manera, y no hay oyente que pueda evitar el trabajo de poner todo de su parte
pueden recitarte lenta y metódicamente los infinitos tomos de la enciclopedia británica sin que escuches una sola palabra, sin que absolutamente nada te entre en la cabeza; se puede leer esa misma enciclopedia con verdadero e indiscutible mérito, y dejar pasmado y frío al oyente más entusiasta
en las condiciones adecuadas, una lectura de la enciclopedia británica podría destruirte
estamos hablando de un universo en el que no existen los no lectores; la gente que no lee libros, por el motivo que fuera, es del tipo que desprecia las artes culinarias en las relaciones con sus amantes y no se sienten incómodos cuando alguien pronuncia la palabra “proactivo”
en definitiva, parece que lo importante son esas “condiciones adecuadas”, que dependen por igual tanto del emisor como del receptor, y entonces ya no sería tan relevante lo que se diga; pero sí, sí es importante porque sin decir, si no se dice nada o se dice cualquier estupidez, no funciona; es una especie rara de sagrada trinidad entre el que dice, el que escucha y cada una de las palabras que se pronuncian, y si cualquiera de esas tres cosas no está a la altura de las circunstancias, no se presentan las condiciones adecuadas y sobreviene el fracaso
esta relación entre el que dice y el que escucha encuentra su espacio más destacado en la literatura, entre escritor y lector, y en el caso de los amantes; una ingenuidad innata nos puede llevar a creer que la profesión de escritor coincide con la de amante pero no es así, y las consecuencias de esta confusión, tarde o temprano, se presentarán para demostrarlo