21/4/10

Anselmo y la mecánica del azar

    No es verosímil que una persona, huyendo de la muerte, elija el método de construir una palacio con tantas habitaciones como días tiene el año, dormir cada noche en una habitación distinta, y suponer que así evadirá el fatal encuentro.
    "Todos saben, - decía Anselmo, viejo filósofo metafísico - porque no se trata de una ecuación excesivamente complicada, que con dos, o a lo sumo con tres habitaciones, es suficiente para evitar que la muerte nos encuentre durmiendo, siempre que nos tomemos la precaución de dejar en manos del azar la elección de la habitación para cada noche."
    Pero Anselmo no se detenía en este punto. Alegaba conocer a "ese pobre cronista de mis pagos" que le adjudicaba la construcción de tal palacio a un emperador chino: "¡Es absurdo!, un emperador sabría que la construcción de trescientas sesenta y cinco habitaciones es un esfuerzo inútil. La muerte, con observar el ciclo de migraciones nocturnas que cumple su víctima, la atraparía al segundo o al tercer año, mientras que esa misma muerte no tendría nada que hacer frente al azar de tres piecitas." El argumento era irrefutable, puesto que el emperador no había sobrevivido.
    Finalmente y muchos años más tarde, Anselmo cayó en la cuenta del error cometido por él y por aquel "cronista"; ambos habían llevado a cabo sus cálculos sin tener en cuenta la más importante de las variables: la cantidad de habitaciones por noche que es capaz de visitar la muerte.
    En definitiva, si lograba averiguarse el número de esta última variable, sólo habría que multiplicarlo por tres, y luego construir esa cantidad de habitaciones, para entregarse al azar de elegir una nueva habitación cada noche. "Aquí lo importante es el azar", decía Anselmo con paciencia infinita.
    Siguiendo la corriente de este argumento, Anselmo se sintió en condiciones de enfrentar nuevas objeciones: "¿pero de dónde saca Ud. – lo increpó un bañista – que la muerte sólo visita por la noche?", y el filósofo, con voz afectuosa, contestó: "no importa realmente ni el lugar ni el momento, lo que importa es conocer la capacidad de la muerte, lo que yo llamo su autonomía de vuelo, su radio de acción. Si se sabe esto, lo que hay que hacer es encontrar la manera de evitar ese radio de acción. Supongamos que la muerte puede visitar dos patios, tres escuelas, diez hospitales, recorrer doscientos cincuenta kilómetros y cuatro balnearios por día. A partir de este conocimiento, lo que uno debería hacer, es estar en condiciones de visitar seis patios, nueve escuelas, treinta hospitales, recorrer setecientos cincuenta kilómetros y doce balnearios por día. Pero sólo es necesario estar en condiciones de asistir sin presentarse efectivamente en todos esos lugares, porque si uno lo hace, indefectiblemente se encontraría con la muerte en alguno de ellos. Debe uno aparecerse en uno solo de los seis patios que se han elegido, en una escuela de las nueve, en un hospital de los treinta, etc., siempre  eligiendo los lugares según el más estricto azar."
    La hipótesis de Anselmo proponía que, si uno se maneja con la premisa inescrutable del azar, la muerte no podría nunca planear lógicamente el momento para nuestra muerte, no podría agendar el momento del encuentro. La única alternativa de la muerte, en estas condiciones, sería la de entregarse ella misma a una búsqueda por azar, lo que enfrentaría eternamente el azar de la muerte con el nuestro, aplazando y volviendo a aplazar, con un poco de suerte, nuestra muerte.
    Anselmo se propuso poner a prueba esta hipótesis, y al principio siguió su método al pié de la letra. Cada día se lo podía ver en los lugares más diversos, por ejemplo, asistiendo a las fiestas más contradictorias (asistía tanto al festejo del "Día del Conservador" como a los festejos del "Día del Liberal"), a veces dormía bajo un puente, o en una plaza, aunque la mayoría de las veces se metía subrepticiamente en la casa de algún desconocido, alteraba los horarios de sus comidas, nunca se vestía con la misma ropa ni en el mismo lugar. Unos años más tarde era socio de todas las bibliotecas del mundo, de todas las sociedades de fomento, de todos los centros recreativos: se asociaba el primer día y nunca más volvía.  Finalmente se le presentó un serio inconveniente: había estado en todas las ciudades del mundo, en todas las selvas, en todos los mares... y no quería repetirse, porque la repetición, por más azarosa que fuera, con el correr de los siglos, presentaba el riesgo de volverse cíclica, y así tendría la muerte un patrón de regularidades que le permitiría encontrar a Anselmo.
    Pero el filósofo no amedrentó. Volvió un día a su casa y frente a la sorpresa de sus amigos, que lo imaginaban recorriendo el mundo en franca huida (de la muerte), les dijo: "Me he dado cuenta amigos, de que mi problema está solucionado. Señores, señoras: pueden Uds. saludar al primer inmortal."
    La explicación de Anselmo era sencilla, sagaz, brillante: si, como su hipótesis lo planteaba, frente al azar huidizo de la víctima, la muerte no podía hacer otra cosa que entregarse a su vez al azar de la búsqueda, entonces Anselmo podía vivir en paz en su casa, entregado al azar de esperar que allí la muerte, por azar, nunca lo encontrase.

17/4/10

La ceremonia

    La novia no ingirió en las últimas semanas más que purgantes, con el objetivo de calzarse un vestido varios talles menor al suyo, y su estado de avanzada deshidratación – causado por la constante diarrea – le perjudicó notablemente el cutis. Esto la obligó a cubrirse las ojeras y la extrema sequedad de la piel con varias capas de maquillaje, complicando las tareas de ingeniería estética y aumentando las ya exorbitantes sumas aportadas en la peluquería.
    El novio pasó sus últimos días de soltería junto a sus amigos, en estado de borrachera permanente desde su fiesta de despedida – casi un mes atrás. La empresa de bañarlo, afeitarlo y vestirlo, requirió el esfuerzo de tres personas, varias horas de trabajo y unas cuantas jarras de café, acompañadas de aspirinas y sopapos de diverso calibre.
    Esas eran las condiciones en que se encontraba la afortunada pareja luego de concluida la ceremonia civil, que se había hecho efectiva gracias a una hábil maniobra ejecutada por los familiares en conjunto; los novios firmaron sus actas de matrimonio mientras se encontraban, técnicamente, secuestrados. Felicitas, la novia, lloró mucho el papelón público mientras Octavio, el novio, se mantenía perfectamente inconsciente de todo suceso. Alguien debió advertir esto, alguien debió comprenderlo como un augurio. Concluido el acto formal, cada familia se llevó a su novio correspondiente a su casa.  
    El casamiento religioso se llevaba a cabo – como lo requiere el protocolo – el sábado por la noche, y las costas por los festejos corrían a cuenta de los padres de la pareja, quienes no querían privar de nada a sus hijos en aquellos momentos de felicidad extrema.
    Pero las voluntariosas intenciones de los padres, que afortunadamente encontraron repercusión en generosas billeteras, entraron en conflicto. Ya la confección de las participaciones generó una larga serie de disputas, cuando novia y novio no llegaron a ningún acuerdo sobre el papel, la tipografía, la gráfica y el texto. La discusión se trasladó a las consuegras – quienes vieron abierta la posibilidad de adueñarse del gerenciamiento de la fiesta – y se extendió a la elección de la iglesia, del salón de fiestas, del catering, de la torta, de la música, de todo.
    En medio de los más feroces combates, la organización del casamiento tomó algo más de siete meses, durante los cuales la pareja corrió los más diversos peligros de separación, pero la férrea disciplina familiar contuvo los ímpetus juveniles: las nupcias ya estaban decididas, los invitados convocados y las listas de regalos colmadas; no quedaban caminos para evitar el destino ineludible.
    Se decidió que la ceremonia se realizara en la Parroquia del Sagrado Corazón, donde comulgaba habitualmente María Celia, madre de Octavio, pero estaría a cargo del padre Raúl, confesor y amigo personal de Ana Clara, madre de Felicitas.  Los festejos posteriores se llevarían a cabo en un hotel céntrico, donde la feliz pareja pasaría la primera noche de su luna de miel. Los invitados superaban en número cualquier expectativa.
    Distribuir los asientos en la iglesia no resultó un problema menor, y la noche del casamiento pudo verse a las personas más discretas faltar a todos los acuerdos previamente alcanzados, olvidando hasta las más esenciales normas de urbanidad. El novio esperaba en el altar con la marcha nupcial resonando estridente mientras amigos, familiares y meros desconocidos, seguían luchando por las locaciones.
    Felicitas fue llevada a la Parroquia en costosa carroza tirada por caballos verdaderos (“¡Qué lindos! – exclamó al verlos – ¡son de verdad!”), y para el momento en que ingresó por la puerta principal, despertando todo tipo de suspiros y exclamaciones románticas, llevaba cuarenta y ocho horas sin verle la cara a Octavio. Los novios habían discutido por la distribución de gastos, por la distribución de invitaciones, por la distribución de asientos en el banquete, y gritándose toda clase de improperios se habían separado tras  la ceremonia civil. El padre Raúl tranquilizó a la familia: “son los nervios, les pasa a todos, no hay de qué preocuparse”, declaró.
    La radiante novia, de blanquísimo blanco, fue festejada por su fino talle y su vestido de ensueño, realzado por la palidez de su rostro; el novio, de chaqué impecable, se sostenía con esfuerzo a causa del mareo y la descompostura intestinal. El padre Raúl, advertido de la fragilidad física y psíquica de los participantes, economizó recursos e impuso brevedad a las formalidades. Las damas de honor – dos primas de Felicitas y la hermana de Octavio, de vestidos rosados primorosos – se quejaron mucho por el laconismo de la ceremonia.
Octavio había temido y evitado aquel momento, el casamiento, durante toda su vida; ahora que había finalmente sucedido, le pareció menos terrible que en su imaginación: quedaba con la sensación, reconfortante para quien espera los peores males, de que nada sustancial había ocurrido. Felicitas había ansiado aquel momento, también, durante toda su vida; ahora sentía, con extrañeza, que sus altas expectativas fueron vanas: triste sin exagerar, más bien desilusionada, abandonaba la iglesia.
    Al salir, desde el atrio, Felicitas se ocupó de lanzar el ramo a las fieras que se debatían con bravura, mientras a Octavio una mano lo tomaba por la cintura y alguien – su hermana – le susurraba al oído frases inconexas sobre la fiesta y el champagne.
    Perseguidos por tres fotógrafos y un equipo de filmación que incluía cuatro cámaras de video, la afortunada pareja huyó hacia el salón de fiestas en la carroza que había llevado antes a la novia. Se abrazaron durante el viaje, se besaron – ya lo habían hecho en la iglesia – y sintieron que todo entre ellos volvía a ser posible; la fuerza de las situaciones convencionales los vencía.
    Al llegar al hotel se encontraron con la bienvenida brindada por sus invitados que, prevenidos, habían cruzado la ciudad en sus autos a setecientos kilómetros por hora. Se respetó la música elegida por Felicitas para entrar: alguna extravagancia de Barbra Streisand, e inmediatamente se sucedió el vals con el novio, con los padres de la pareja y con toda la peregrinación de familiares, siempre con música interpretada por una orquesta en vivo.
    La novia recorrió todas las mesas, saludando a cada convidado personalmente y sonriendo para las fotos, mientras Octavio se dedicó aplicadamente a la bebida, inseparable de su hermana, abonando fuertes propinas a los camareros para que lo abastecieran a pesar de los ruegos de ambas familias. Cenaron un menú sofisticado e inmediatamente se realizó el corte oficial de la torta de bodas, mucho antes de lo previsto, suponiendo que el flamante esposo se vería incapacitado para hacerlo si se retrasaba el asunto; luego se declararon abiertos los festejos y el baile general.
    En el remolino de festejantes – bailarines, familiares y alcoholizados, niños enloquecidos, camareros y fotógrafos – la pareja se perdió de vista; después de las primeras dos horas de comida inagotable y bebidas fuertes ya a nadie le importaban. Afortunadamente para Octavio, el padre de la novia parecía dispuesto a negársela a cualquiera que la pretendiera aquella noche, y mantenía a Felicitas muy ocupada en la pista de baile. El novio y su hermana se encontraban en la mesa de honor, ella sentada sobre sus rodillas con una copa en la mano, más allá de la atención del público, perdidos en la marea de luces estroboscópicas y carnaval carioca, con su bonito cotillón.
    En toda fiesta de casamiento puede alcanzarse a percibir un mismo espíritu incierto, oculto entre los festejos y las bebidas y las carcajadas etílicas, un celaje melancólico más triste aún por no pertenecer exclusivamente a estas fiestas: se lo puede encontrar también, y preferentemente, en los cumpleaños de las quinceañeras; se trata de esa visión en retrospectiva que nos impone la naturaleza misma de estos encuentros, encuentros que todos viven en tiempo pasado, como si en lugar de asistir a ellos uno estuviera revolviendo el arcón de los recuerdos, mirando fotos viejas y videos caseros donde vemos saludando gente desaparecida largo tiempo atrás. No es otra cosa que la poco envidiable sensación del paso de los años, de la cercanía de la vejez, del tiempo perdido, de la implacable marcha hacia la muerte y la nada.
    Quizás jaqueada por esos pensamientos Felicitas decidió ocultar sus lágrimas en el baño, pero no logró disimular lo suficiente como para evitar la atenta mirada de las consuegras. Cuando las matriarcas la interceptaron en un rincón del salón sólo alcanzó a decir: “Octavio... no sé dónde está...”, mientras se sonaba enfáticamente la nariz entre las contracciones del llanto. Las veteranas  madres de la pareja decidieron consolar a la novia y la acompañaron en su camino a los sanitarios: habían sido meses cargados de emociones fuertes, el ánimo de Felicitas se encontraba “sensibilizado”.
    Era la hora incierta en que los invitados comienzan a pensar dónde habrán puesto sus abrigos y carteras, mientras los mozos sirven los últimos helados y algunas bebidas trasnochadas. La esposa novicia, junto a las madres de la familia, entró en el baño de damas sin saber que se enfrentaba a uno de aquellos sucesos destinados a la negación y al silencio, una de esas situaciones que endurecen el carácter.
    Al atravesar la puerta con la placa “ellas”, en bronce lustroso, se encontraron con un espectáculo que sus mentes no pudieron procesar de inmediato. Felicitas exclamó “¡Octavio!”, y automáticamente le tendió los brazos a su esposo; lo hubiera abrazado sin dudarlo si la poderosa zarpa de María Celia no la hubiera detenido. “¿Qué hace Ud. acá?, ¿no ve que este es el baño de damas?”, interrogó la madre de Felicitas, abrazando a su hija. Sólo una inspección más atenta les permitió a las mujeres descubrir que la mujer que allí también se encontraba era Cecilia, la hermana de Octavio. Y Cecilia – tan borracha como su hermano – transpiraba y jadeaba y no les prestaba atención; permanecía al margen del mundo, con el vestido alzado hasta la cintura, aferrada a las canillas del lavatorio, con una rodilla levantada sobre la mesada de mármol y su ropa interior en la boca del novio, que la mordía como perro de presa; Octavio, parado detrás de ella, con una mano la agarraba por la cintura y con la otra le revolvía el pelo, sus pantalones caídos sobre los tobillos y la mirada turbia. Los hermanos, aullando agitados, convulsos y extasiados, continuaban con lo suyo sin atender a los mirones.
    La novia se desmayó automáticamente y Ana Clara sacó a su hija del baño arrastrándola como pudo; María Celia debió enfrentar a sus hijos: con el corazón en el puño, sin pronunciar palabra y mientras las lágrimas rodaban incontenibles por su rostro, surtió de incontables cachetazos los rostros de Octavio y Cecilia hasta lograr separarlos. Los tres comenzaron a gritar,  Cecilia intentó escapar pero Octavio la retuvo con gesto pretendidamente heroico; María Celia sólo podía insultarlos, y en eso estaba cuando llegaron Horacio y Oscar, respectivos padres de Felicitas y Octavio, quienes asistieron en su crisis a María Celia entre las trompadas que el novio alcanzó a repartir, abrumado por los sopores del alcohol.
Octavio no se calmó hasta asegurarle un salvoconducto a su hermana: le entregó una fuerte suma de dinero – aportada por su padre – y obtuvo a cambio la promesa de que se retiraría en taxi a su casa. Con Cecilia fuera de escena se pudo reducir a Octavio, a fuerza de paciencia, algunos golpes y whisky.
    Las madres se encargaron de la novia y los padres del novio. Felicitas fue conducida a la habitación del hotel, costosísima suite nupcial, donde se le aplicaron toda clase de calmantes y sabios consejos. Ana Clara, su madre, se cuidó mucho de asegurarle a su hija – a modo de consuelo sutil – que la mujer que encontraron con Octavio no era Cecilia. María Celia, con el alma ensombrecida y su instinto maternal destruido, convenció a la novia de que Octavio no dejaba de ser un buen muchacho, que ya tendrían tiempo entre todas de sacarlo bueno y que no debía prestarse demasiada atención a los pecados de juventud. Las consuegras se pusieron firmes en lo referido al matrimonio: la pareja no debía disolverse, aquello por Dios reunido no sería por los hombres dispersado, y correspondía a la templanza de Felicitas, correspondía a su carácter de esposa fiel y sumisa, aceptar las desventuras así como las alegrías. Pronto todo quedaría en el pasado y florecería la dicha en el seno de la incipiente familia.
    A todo esto seguía Octavio en el baño del salón, más tranquilo y más aporreado que antes, escuchando la enfática perorata de su padre, discurso con voz de tenor, con acento de sermón moral, con retórica marcial, y con desesperación de hombre en tierras desconocidas. Soportó el novio estoicamente estas arengas durante más de dos horas, bajo la mirada torcida del padre de la novia, que no aportó más que su silencio resignado. Los invitados a la fiesta habían comenzado a retirarse, sorprendidos de que nadie de la familia se dignara a saludarlos. Todos preguntaron por la pareja feliz, pero obtuvieron, por única respuesta, que ya se encontraban en su habitación disfrutando de su luna de miel. El manto de discreción impuesto por la familia, apañado por el diligente servicio del hotel, obtuvo un éxito abrumador.
    Los últimos invitados alcanzaron a ver a Octavio cuando salía del baño, perseguido por los padres que dedicaron amplias sonrisas para todos. El novio finalmente decidió meterse en su habitación, el cansancio lo embargaba. No compartió aquella noche el lecho nupcial junto a su esposa, que ya se encontraba completamente dormida, a fuerza de narcóticos, cuando él llegó. Tampoco intercambió más palabras con las consuegras, quienes al verlo decidido a dormir en el enorme sofá que coronaba el moblario de la suite, abandonaron la habitación.
    Una vez que Horacio y Oscar liquidaran las cuentas por la fiesta, la cúpula familiar sostuvo un breve meeting en el lobby del hotel. No había mucho para comentar, tampoco se trataba de compartir los diferentes puntos de vista que cada uno pudiera aportar. En líneas generales, no había opiniones divergentes: la pareja pasaría aquella noche en el hotel y a la mañana siguiente serían llevados al aeropuerto, iniciarían un largo viaje de luna de miel, como estaba previsto, y con el tiempo olvidarían el asunto. Era prioritario mantener una conducta mesurada y cautelosa en lo referente a Cecilia; bajo ninguna condición debía reunirse con su hermano, se le prohibiría acercarse al aeropuerto en el momento de la despedida, y se daría el aviso en el hotel para que no le permitieran el acceso por el resto de aquella noche. También debía acordarse que, en pro de sostener la salud de Felicitas tanto como la estabilidad de la feliz pareja, se afirmaría a ultranza que la mujer que se encontró esa noche con Octavio no era su hermana, siempre que no fuera posible mantener un silencio sepulcral en torno a aquellos desgraciados sucesos.
    Los cuatro salieron del hotel, los hombres fumaban y las mujeres divagaban con la mirada perdida, en pos de sus maridos como quien camina tras una sombra, guiadas por la costumbre de una presencia. El valet del hotel trajo sus autos y, en algún momento antes de separarse las familias, los padres de Octavio intentaron torpemente disculparse; holgaron las palabras, menudearon las torvas miradas en los torvos rostros de los padres de la novia, y sin saludarse, todos se retiraron.

1/4/10

Plano cerrado

"¡Yo veo a este infeliz, mito
extraño y fatal a veces hacia
el cielo, como el hombre de
Ovidio, al irónico cielo de
saña azul sobre el cuello
convulso tender su ávida
cabeza, como si dirigiese
sus reproches a Dios!"
Baudelaire

1.
   Esta es una historia de desencuentro entre la pasión y el dinero. El dinero está representado por un importante empresario del entretenimiento, fundador, director y productor ejecutivo de un conglomerado de empresas multimediáticas cuya meta principal es la producción de películas para el cine. La pasión está representada por Juan Carlos, escritor, empleado de medio tiempo en un colegio (da clases de lengua algunas horas por semana, y es preceptor), divorciado, un hijo.
   Juan Carlos tuvo una idea, y como consecuencia de un parto intelectual brutal y doloroso, detrás de esa idea se le ocurrió otra más. Tuvo mellizos. La primera idea fue una historia, un asunto sobre el cual escribir, unos personajes, una trama. La segunda idea fue realizar esta historia en el formato “guión de cine”, para salir un poco de los formatos cuento o novela, en los que tantos fracasos había cosechado.
   Tuvo su idea y escribió el guión. Ese guión, escrito en base a un “manual para escribir guiones” bajado por internet, ese guión al que deberán disculpársele la inexperiencia del escritor y su absoluta ineptitud para el desarrollo de cualquier tarea involucrada con el lenguaje, ese guión era un buen guión. Para enfrentar una realización definitiva necesitaría unos cuantos retoques, tal vez una reformulación total, pero la idea que lo sustentaba, la historia, la primera idea de Juan Carlos, era indiscutiblemente genial, según el propio Juan Carlos.
   La convicción ciega y total en esta genialidad puso en movimiento a Juan Carlos. Estaba dispuesto a todo con tal de que alguien hiciera su película. Por lo menos, un “gran personaje” del cine y la televisión debería leer su guión, para quedarse tranquilo. Le parecía que con sólo poner el guión en las manos de un verdadero director de cine, de un verdadero artista, lograría que hicieran la película. Un director o un gran empresario, si no lo hacían era debido a que no conocían el guión, nada más, y de eso era responsable Juan Carlos. Así que se puso a trabajar, montando una enorme campaña de difusión de su guión (enorme en términos personales, enorme para Juan Carlos).
   Y esa campaña personal, con mayor o menor intensidad, se prolongó durante unos cuantos años. Hay que reconocerle a Juan Carlos la buena voluntad y la gran predisposición empeñadas en el esfuerzo. Nadie parecía escucharlo, nadie le concedió jamás un solo minuto de su atención. Nunca obtuvo otra respuesta que “no”, nunca un segundo de duda antes de pronunciar el “no”, el guión no le dio ninguna alegría. Con el paso del tiempo fue transformándose en la manifestación material de sus sentimientos de frustración y fracaso. Juan Carlos estaba totalmente derrotado, y su guión era la credencial de la derrota. Sin embargo, no hay movimiento en el mar que no revuelva – aunque su alcance sea mínimo hasta la ridiculez – un poco el agua.
   El guión de Juan Carlos ocasionalmente fue adaptado al teatro, y la pieza ejecutada por una compañía de actores vocacionales del barrio La Perla, en la sala de la Sociedad de Fomento. En dicha compañía participaba la sobrina de cierto empresario. Descontenta esta sobrina, en determinada ocasión, con el comportamiento de su tío, le hizo llegar (anónimamente) el guión de Juan Carlos, muy recomendado por un tercero. La sobrina hizo esto con la íntima esperanza de hacerle pasar a su tío un momento muy aburrido e incluso violento, poniéndolo en la obligación de decirle que “no” a Juan Carlos, que para ella era un tipo cualquiera. Tras la recomendación del guión, la sobrina forzó una entrevista en la conglomerada agenda del tío.
   El nombre de este tío tan maltratado, empresario del cine y la televisión, autor material de once películas en un país del tercer mundo sudamericano que producía cinco películas al año, patrón de casi cuatrocientas personas (ocasionalmente muchas más), era Gregorio Vic Suárez. Heredero de un patrimonio que multiplicó varias decenas de veces, joven y cosmopolita, frívolo, Gregorio era el máximo Juez ante el cual podía Juan Carlos presentar su guión.

2.
   Un destino intermedio en el viaje de Gregorio coincidió ese verano con la ciudad en la que vivía Juan Carlos. Para desconcierto del empresario, la cita había sido convenida en el lobby de su hotel, no en una oficina.
   Era de noche, hacía calor y en cuanto se presentaron mutuamente, los dos supieron que la entrevista estaba confinada al fracaso. Gregorio algo inquieto por el derrotero que tomara el asunto, Juan Carlos ganando minutos para alejar lo más posible el momento del rechazo final. Los dos estaban de acuerdo en no querer estar ahí.
   Antes de encarar el tema principal (el guión) despacharon varios wiskys, llenando la conversación banal con el tintineo del hielo en los vasos, dándose tiempo para distenderse, distraídos y complacidos. La proximidad de lo inevitable los volvió sinceros y displicentes, si todo iba a salir mal podían tomárselo con calma y amabilidad. Los dos pensaron en una situación de fusilamiento, el Capitán del pelotón acerca un cigarrillo a la boca del condenado, lo enciende, y mientras el condenado fuma intercambian unas palabras. Se saben efímeros y a la vez el momento parece perdurable. Los dos pensaban en esto, al mismo tiempo, desde perspectivas diferentes.
   El primero en sacar a la luz el tema del guión fue Gregorio. La voz que sabía hacerse respetar conminó:
– dígame directamente, con sinceridad y sin vueltas, de qué se trata.
Juan Carlos, mientras confirmaba que Gregorio era incapaz de mirarlo a los ojos, explicó, de la manera que le pareció más convincente, la idea de su guión.
– esta es la historia de un actor, contada en tono biográfico, cuyo problema principal es que su vida se desarrolla como la de un carácter secundario en una película. El actor, que sólo consigue trabajos de extra mezclado siempre entre multitudes bulliciosas, siente que su propia vida transcurre como la de sus “personajes” de la ficción. Tiene la viva impresión de ser un extra de la vida real, un papel pintado al fondo de la verdadera vida, la de los protagonistas, rol que indefectiblemente representaban otras personas. El actor descubre por casualidad que sus impresiones se corresponden con la realidad, confirma fidedignamente que el protagonismo en el mundo pasa por un lugar muy lejano al que él mismo ocupa, e intenta explicárselo a su novia, también actriz. Pero explicárselo le insume mucho, mucho trabajo, y al final no está convencido de lograrlo, de poder darle a su novia esta explicación y que ella sea capaz de entenderla. La vida se le va pasando sin acceder a ningún tipo de protagonismo, llena de sensaciones circunstanciales, mediocres, sin progreso alguno. La herramienta principal de la narración, herramienta cuyo valor dentro del relato es equiparable al valor de la historia misma, es la manera de filmarla. Mientras en off se escucha la voz monótona del actor que relata su experiencia, la cámara lo toma siempre de lejos, incluso como fondo de otras personas, desenfocado, a veces ni si quiera se lo ve o no se lo puede distinguir del resto de la gente. Lo importante es no sólo tomarlo de lejos y transversalmente, es crucial no hacerle nunca un plano cerrado, no hay que darle margen para llamar la atención. El actor puede tener barba de vez en cuando, a veces será gordo, puede incluso estar interpretado por diversas personas, sin descartar que se trate o no del mismo personaje en cada ocasión. La trama cuenta con la ventaja de estirarse indefinidamente, con escenas intrascendentes y repetitivas, usando siempre las mismas grabaciones de la voz en off. Uno o dos sobresaltos ocasionales, mínimos e intrascendentes, servirían como contraste para evaluar el verdadero nivel de monotonía general. Sería la filmación de una vida protagonizada por nadie. Una obra maestra para un director capacitado.
   Gregorio enlazó un hielo con la lengua, lo sorbió y finalmente lo escupió dentro del vaso. Miró a Juan Carlos, en silencio. La pausa parecía no volverse incómoda, y era necesaria. Gregorio jamás había estado frente a un hombre de talento, grande y verdadero, y se juraba en nombre de Dios nunca volver a meterse en una situación semejante. Revolvió un poco el wisky porque le gustaba generar suspenso, y después contestó, con tono neutral.
– Juan Carlos: su idea es brillante, y tengo la convicción más absoluta de que usted es un genio. ¿Conoce la historia de John Martin, el editor de Bukowski? ¿no?, es una pena, el caso es muy interesante. Porque sin John Martin, hoy no existiría Bukowski, como Kafka no existiría sin Max Brod, o Virgilio sin aquel emperador profanador de cadáveres. Y tantos otros casos menos famosos. Le hablo de los mecenas, señor, de los verdaderos mecenas, esos que eran tanto o más aficionados al arte que los mismísimos artistas. Porque eso es lo que usted necesita, señor. Su obra no merece nada menos que eso, un verdadero amante del arte en condiciones económicas de producirla, de transformarla en realidad sacándola del papel. El inconveniente que se presenta entre nosotros, señor, radica en el hecho de que yo no soy ese mecenas, ese amante del arte. Usted verá, yo soy apenas un comerciante, un hombre forjado al calor del dinero, un intermediario de mercaderías. Y como tal intermediario, mi éxito radica en elegir la mercadería más adecuada para mi clientela. En este momento, el mercado busca unas mercaderías radicalmente distintas a las que usted está intentando comercializar. Tenemos programada una película llena de protagonismo, un protagonismo estelar y feroz, que atraiga a todas las cámaras y todas las imaginaciones, un protagonismo que permita al espectador anónimo la más completa identificación, y así sumirlo en un universo totalmente ajeno a su experiencia cotidiana, con el afán último de que esa experiencia cotidiana quede fuera del alcance de su atención. No me resta más que declinar su propuesta, sin dejar de estar muy agradecido por el tiempo que le ha dedicado a esta reunión.
   Mientras escuchaba todo esto, Juan Carlos se sentía como el barman de una escena de Casablanca, puesto delante de la cámara con su mejor cara de imbécil, a modo de adecuado marco para el brillante lucimiento de Humphrey Bogart.

3.
   Pasados algunos años Juan Carlos recibió la llamada de otro productor, alguien menos encumbrado que Gregorio, pero que también hubiera podido transformar sus sueños en realidad.
– me gustaría que me explicara un poco – le pidió el productor – aquella historia.
Con voz tenue y cansada, Juan Carlos contestó:
– es una obrita autobiográfica.