16/11/08

El control remoto

"Nor will this overwhelming tendency to do wrong for the wrong's sake, admit of analysis, or resolution into ulterior elements. It is a radical, a primitive impulse – elementary."
E. A. Poe, The Imp Of The Perverse


     Todo empezó, y esto nadie lo sabe, mucho antes, casi dos meses atrás. Una tarde volvía del trabajo y lo vi al viejo Pedro, de la administración, esperándome en el hall del edificio. Me resigné por anticipado a la entrevista, por mucho que lo esquivara el viejo siempre lograba cortarme el paso y retenerme una buena media hora de charla intrascendente.
     En cuanto me vio entrar me encaró.
–– Sr. Bauer, lo estaba esperando, ¿tiene un minuto?
–– Si Pedro, ¿cómo le va?
–– ¡Lindo, lindo!, y con estos días de sol mejor –– como siempre aquello de “un minuto” no era más que un eufemismo –– Mire Sr. Bauer, acá le entrego en este sobrecito el control remoto del portón del garaje, ya estará informado de que instalamos el sistema nuevo…
     Pedro quedó esperando alguna respuesta, y seguro que esa respuesta, en su imaginación, exigía que yo agarrara el sobre que me acercaba con la mano tendida y la sonrisa cortés.
–– Pedro, dígame ¿para qué quiero yo ese aparato?, usted sabe que no tengo auto.
     El viejo cambió la sonrisa por un gesto contrariado, no reaccionaba rápido frente a los golpes de efecto, pero tampoco se quedaba paralizado.
–– ¡Pero Sr. Bauer! –– dijo agitando el sobre en mi cara –– usted es dueño de su cochera, tenga auto o no, y como antes le dimos su llave, ahora le damos el control remoto.
     Frente a unos argumentos tan sólidos y tan claramente expuestos no tuve nada más que agregar. Pedro me retuvo un rato más a costa de rumores de segunda mano sobre los vecinos y toda una serie de comentarios relacionados con la plomería, las expensas, el horario de la recolección de los residuos y, cuándo no, el clima. Finalmente le arranqué el sobre de las manos y me fui.
     Cuando llegué a mi departamento abrí con curiosidad infantil el sobre del administrador; adentro estaba el control remoto: una cajita negra, rectangular, con sólo dos botones (supuse el rojo para cerrar, y el verde para abrir) y una lamparita en la punta que se encendía al apretar los botones. Una vez investigado, metí el aparato en algún cajón de la cocina, no sin volver a preguntarme qué podría hacer yo con eso…

     Pasaron, ya lo dije, algo asi como dos meses. Una tarde calurosa, estando yo de franco, llegó en su auto mi vecino del piso de arriba. Siempre me había parecido un tipo raro, obsesivamente prendado de su trabajo, de su auto, de sus corbatas, y ese día (¡con el calor que hacía!) andaba con el saco puesto.
    El tipo subió el auto a la vereda, por la entrada del garaje, y se paró ahí para abrir el portón. Sacó el control remoto –– uno igual al mío –– y, haciendo puntería, apretó el botón. No esperó a que se abra por completo; en cuanto vio que tenía lugar para pasar el auto metió primera y se mandó.
     Menos mal que salió despacio, porque el portón primero se paró y después se empezó a cerrar otra vez, a una velocidad de asombro. Mi vecino clavó los frenos y retrocedió, el mecanismo lo había tomado por sorpresa. Se le notaba en la cara. Enseguida se puso a revolver el asiento del acompañante, donde seguramente había tirado el aparato después de accionarlo.
     Llegó a pulsar el control remoto por segunda vez justo antes de que el portón se cerrara por completo, y el portón empezó a abrirse de nuevo. A mi vecino se le relajó inmediatamente el gesto, como si hubiera pensado: “bueno, debo haber apretado mal el botón, no era para ponerse así…”
     ¡Pobre tipo! ¡con el día que habría tenido!, no va que el portón, a mitad de camino (él lo seguía con la mirada, intentando preservar la calma, pero sin sacarle el ojo de encima) se le empieza a cerrar otra vez. Pero ahora no había soltado el control remoto, lo tenía agarrado como al culpable de todas sus desgracias, y con la cara doblemente contrariada por el asombro empezó a golpearlo contra el volante.
     “¡Dale hijo de puta! ¿qué carajo te pasa?”, en estos reclamos andaría –– mientras golpeaba el aparato –– cuando intentó abrir por tercera vez, aunque el portón no avanzaba ni cinco centímetros, apenas hacía un cachito para abrir y enseguida se cerraba; mi vecino apretaba su botón verde como si quisiera estrangular a alguien y a despecho de toda su fuerza abre – cierra – abre – cierra – abre – cierra… así no vamos para ningún lado, y en esto hubiéramos estado de acuerdo con mi vecino que ya tenía los ojos inyectados en sangre. Yo casi largo la carcajada.
     Imaginate si al tipo, del que yo no sabía prácticamente nada, justo ese día lo habían echado del laburo, o lo había dejado su mujer. O tal vez venía de una entrevista de trabajo – no puedo pensar en nada peor que eso: una entrevista de trabajo es un enorme esfuerzo de adulación que se ejerce sin certeza sobre los resultados; hay que sonreír hasta partirse la mandíbula, dispuestos a soportarlo todo, aparentando una seguridad y una buena predisposición infinitas frente a unos personajes que, por una miseria de sueldo que ni si quiera estamos seguros de recibir, se creen autorizados a escupirnos la cara; y además hay que aguantar a los otros postulantes (en alguna piecita que seguramente se parecerá a la sala de espera del infierno) casi peores que los patrones potenciales, con esa facha impostada de candidatos ideales, listos para la foto de empleado del mes. Una entrevista del trabajo es una tarea cuasi prostibularia, una lamida de culo sin garantías de beneficio.
     Y mi vecino por ahí venía no de una, sino de varias entrevistas, y capaz que había rebotado en todas, y llega a su casa para que el portón le tome el pelo…
     Se bajó del auto y se acercó. “Tal vez –– debe haber pensado –– mi aparato se quedó sin pilas”, e hizo el intento desde más cerca.
    Al principio pareció que abría, y el tipo se lo creyó porque ya se estaba metiendo en el auto otra vez cuando el portón se empezó a cerrar. Yo creí que iba a gritar; la cara toda contraída parecía la de un epiléptico, ¡imaginate si le daba un ataque ahí mismo, a la entrada del garaje!
     En lo que pareció su primer arranque nervioso se sacó el saco y lo tiró encima del capot del auto, después revolvió su portafolios con movimientos frenéticos y sacó las llaves del edificio.
    Debió haber pensado que estaba roto el motor encargado de mover el portón, porque se dio toda la vuelta, se metió a las cocheras por el acceso interno y se quedó mirando ese motor un buen rato. ¡Claro!, el tipo de motores no sabía nada, así que lo único que podía hacer era darle otra vez al botoncito verde de su control remoto.
     abre – cierra – abre – cierra – abre – cierra… y eso que apretaba con los dos pulgares, tenía las manos hinchadas y rojas de hacer fuerza. De repente le calzó una patada al portón que pareció que lo tiraba abajo, pero lo único que logró fue reventarse el pié. Entonces si, empezó a gritar.
     Puteó al auto, al portón, al control remoto y a todos los ingenieros del país. En su desesperación se colgó del portón y tiró con tanta fuerza que se rompió la camisa, por donde se junta la manga con el cuerpo, y ahí pensé que se largaba a llorar, pero no.
     Ya que así, a los tirones, había corrido el portón (apenas, pero lo había movido), estaba más contento. Se había hecho lugar como para pasar, y entonces se le ocurrió. Puso la espalda contra el marco y empujó el portón con las piernas, primero una y después las dos juntas. ¡El tipo estaba en el aire!, se sostenía con la presión que hacía entre el marco y el portón. Daba pena verlo.
     En ese momento, con mi vecino ahí colgado, el portón se activó otra vez y empezó a cerrarse. ¡Qué susto se pegó!, salió tan apurado y desmañado que en dos tropezones se fue al piso.
    Imaginate si venía de un velorio, o de visitar a algún ser querido, agonizante en un hospital. ¡Andá a saber!, por ahí se acababa de enterar de que el moribundo era él mismo, y ahora estaba invirtiendo sus preciosas horas finales con ese portón…
     Entonces llegó en su auto la vecina del quinto, paró atrás del auto de mi vecino de arriba y le tocó bocina. Mi vecino se acercó para hablarle. No los escuché pero debe haber sido algo así: (ella) “Hola, ¿qué pasa?”, (él) “no sé, o se rompió el portón o no me anda el control remoto”, (ella) “espere que pruebo con el mío”.
     La mina salió del auto y se acercó al portón con su control remoto (igual al de mi vecino, igual al mío) y lo activó, como antes hizo mi vecino, haciendo puntería.
     Milagro: el portón abría.
     Desengaño: cuando ambos subían a sus autos el portón se cerraba.
abre – cierra – abre – cierra – abre – cierra… otra vez, ahora con la vecina. Y mi vecino miraba incapaz de comprender, desesperado e incrédulo. De golpe le arrancó a la mina el control remoto de las manos, con una violencia irracional, y a ella se la oyó gritar “¡no sea bruto!”, pero el tipo ya no registraba los datos de la realidad.
    Con su propio control remoto en la diestra y el otro en la siniestra, pulsando al mismo tiempo los dos botones verdes, encaró el portón: era su cruzada personal, el desafío ofrecido contra sus fuerzas más íntimas, era él o el portón. Sucediera lo que sucediese, pensé, el tipo ya está perdido.
     El portón siguió igual. Apenas un cachito para adelante y enseguida un cachito para atrás: abre – cierra – abre – cierra – abre – cierra… lo volvió a patear, ahora con una desconsideración inmensa para con su propio pié, y lo agarró a las trompadas; si hubiera tenido por dónde estoy seguro de que lo hubiera mordido hasta convertirlo en astillas.
     Una vez realizado este descargo emocional, el tipo pareció calmarse un poco. Estaba todo transpirado y respiraba agitado, la vecina había intentado acercarse para contenerlo, pero finalmente se resolvió por mantener una distancia prudente. Ahí fue que mi vecino se metió en el auto y revolvió la guantera para sacar un arma.
     Yo no sé mucho de armas pero estoy seguro de que sacó una pistola; no tenía tambor, así que no era un revólver, y parecía una de esas que se cargan por la culata, pesada y brillante.
     En cuanto salió del auto le apuntó al portón y le largó tres tiros, estampidos secos y rápidos con volar de casquillos. Los estallidos sonaron en toda la cuadra, y para decir la verdad yo me asusté un poco, pero no me moví. La vecina del quinto se metió en su auto de un salto y se tiró en el piso; en un radio de diez o quince metros no quedó ni la sombra de la gente, incluso el quiosquero de enfrente, al ver lo que pasaba, empezó a bajar la persiana. Eso si, un poco más allá, se juntaban los primeros curiosos.
     Después de los disparos al tipo le brillaban los ojos de felicidad, pero su error estuvo –– estoy seguro –– en haber pensado que así iba a hacer funcionar el portón, porque volvió a intentar hacerlo funcionar, con el control remoto…
   El portón empecinado resistió la técnica de los disparos con estoicismo admirable, aunque mi vecino insistió: otro tiro y más control remoto, pero no había caso… abre – cierra – abre – cierra – abre – cierra… Entonces se dio vuelta y como quien sacrifica un caballo moribundo le metió dos tiros al auto, los dos pasaron por el capot con ruido a rebotar de latas, dejando un par de agujeritos de lo más prolijos.
     Justo después de esos disparos se escucharon las sirenas. Seguro que mi vecino pensó lo mismo que yo: “¿Quién habrá sido el pelotudo que llamó a la policía?”; yo ya estaba por salir para aclarar todo cuando lo veo que levanta el arma y se sacude un balazo por la cabeza.
     Lo oficiales lo encontraron contra el portón ensangrentado, el portón que se mantenía firme a medio abrir, y que medio sostenía el cuerpo muerto de su enemigo, como corresponde a un buen vencedor. Llegaron después dos ambulancias, una para el muerto y otra para la vecina del quinto, que estaba histérica. En un momento la vereda se llenó de mirones comentando los hechos.
     Yo me mezclé entre la gente, nadie se fijó dónde había estado escondido; me guardé mi control remoto en el bolsillo (¿quién se hubiera imaginado, aquel día en que me lo dio Pedro…?) y cuando la policía me hizo las preguntas de rigor declaré que no había visto nada.


12/11/08

Tristram y la canulle

El hombre, en su infinita ignorancia, es como el niño pequeño: vive convencido de que el universo fue inventado ayer, con sus animales y sus autovías asfaltadas, con el cielo, las lluvias, y la contaminación ambiental.
Es menester aclarar, muy especialmente a ciertas señoras y a algunos funcionarios públicos, que esto no es así. El mundo no fue inventado ayer, no depende de la imaginación de un sujeto en particular, y no va a desaparecer cuando ellos dejen de existir.
Un buen ejemplo de que el mundo nos precede es la obra de Lawrence Sterne “Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy”. Considerada uno de los más importantes antecedentes de la novela moderna junto con obras como “El Quijote de la mancha”, el Tristram de Sterne, o mejor dicho sus capítulos iniciales, aparecen publicados por primera vez en el año 1759.
Podemos decir que, si alguna vez existió realmente el año 1759, es nuestro deber revisar las arcas de la historia universal para tenerlas en cuenta a la hora de acometer el presente y el futuro, no sea cuestión de andar repitiendo lo que ya está hecho, mucho menos los errores que ya fueron cometidos.
Entre las muchas cosas interesantes que componen la historia de Tristram Shandy, algunas son verdaderas joyas que merecen nuestra atención mejor predispuesta. Una de esas joyas es un pequeño documento que cita el autor, un brevísimo texto del médico holandés Heinrich van Deventer (1651-1727, fechas que con toda probabilidad han pasado por el calendario de la humanidad al igual que el día de ayer, aunque nos cueste creerlo). El texto que menciona Sterne proviene de las “Observations importantes sur le manuel des accouchements”, redactadas por este señor Deventer.
¿Qué nos debiera interesar de un documento redactado por un médico holandés a principios del siglo XVIII? El hecho simple y evidente de que nuestros más arraigados prejuicios quedan patentes, y encuentran alguna explicación, en ese documento.
Heinrich van Deventer es, hasta donde mi muy limitada documentación me permite saberlo, uno de los primeros médicos ocupados en resolver un tema históricamente inherente a la fe y a la religión: ¿a partir de qué momento un ser humano puede ser considerado como tal? La preocupación no es vana, ya que si la persona en cuestión muere antes de convertirse en ser humano, por aquella época se creía que quedaba impedida para acceder al paraíso, y su alma sería condenada eternamente. Este debate, hasta la aparición de médicos como Deventer, se resolvía indiscutidamente según la opinión de Tomás de Aquino, santo según el cual una persona se convierte en ser humano al consumar el sacramento del bautismo (considerado un “nacimiento espiritual”), acto que solo puede realizarse después del nacimiento “carnal” del sujeto en cuestión. Ya que antes del parto el niño no puede, evidentemente, ser bautizado, si muere en el vientre de su madre no conseguirá plaza en el cielo.
Esta ha sido una importante preocupación del cristianismo en la historia de occidente, especialmente en épocas de poco desarrollo en el ámbito de la medicina, durante las cuales la muerte prenatal era mucho más común que en nuestros días, y la fe en la vida ultraterrena pesaba de otra manera en la vida de las personas. ¿Qué pasaba con los niños muertos antes de nacer? Santo Tomás decía “baptizari possunto nullo modo”, y los mandaba derecho al infierno.
Algún tiempo después los teólogos declaraban que, para bautizar al niño, era suficiente con que el ministro de la iglesia que llevara a cabo la ceremonia pudiera ver alguna parte de su cuerpo. Pero incluso era éste un caso bastante particular. Muchos de los que morían lo hacían sin exponerse a la luz del sol.
Sólo fue necesario que transcurriesen unos cuantos cientos de años para que la medicina estuviera a la altura de las circunstancias. En 1733, un grupo de médicos de la Sorbona – y esto es lo que nos cuenta Deventer en sus Observations – explica que es del todo posible bautizar a un feto introduciendo, en caso de necesidad que lo justifique, una “canulle” o pequeña jeringa en la vagina de la madre, por medio de la cual enviar la necesaria ablución de agua bendita. Si este procedimiento se acompañaba de la liturgia correspondiente, la ciencia ya podía declarar que había alcanzado un nuevo logro: el bautismo intrauterino.
Amigo lector, no creas que abuso de tu inteligencia: tanto Lawrence Stern como el doctor Deventer y el siglo XVIII son productos de la realidad en cuya creación mi imaginación no ha tenido parte. Médicos y teólogos han dedicado su tiempo y sus ciencias a estas cosas sin que nadie los obligue, y durante mucho tiempo los escritores se han burlado de ellos sin que pueda hacérseles reproche alguno.
Sin embargo esto que parece el relato de un ridículo traspié en la historia de la inteligencia humana, ha tenido gravísimas consecuencias.
Para empezar, no hay una sola palabra, de Santo Tomás a Deventer, que explique de dónde sacan la autoridad que se arrogan en estos temas. Ningún médico o teólogo, en toda la historia de la medicina o la teología, desde sus orígenes a nuestros días, justifica de manera suficiente la autoridad de intervenir en el vientre materno con todo el aparato de sus erudiciones. Sobre este asunto el silencio; sobre tu útero, mujer, la ciencia.
En segundo término, aunque no menos importante, la posibilidad de bautizar par le moyen d’une petite canulle produce un efecto inmediato sobre todos los vientres en proceso de gestación: cada uno de estos vientres llevará en adelante, si no en acto por lo menos en potencia, no ya un feto cualquiera sino un cristiano por derecho propio. Podemos llamar a esto el “prejuicio de la caña”.
Para las señoras ocupadas en estos temas quisiera destacar nuevamente que, sin tener en cuenta que estos asuntos se remontan a los yertos debates de la escolástica y sólo considerándolo a partir de la aparición del “bautismo cañero”, el interés en torno de esta discusión tiene más de trescientos años. Y esa es la edad exacta que podemos ponerle a aquel prejuicio: 300 años considerando, gracias a los médicos de la Sorbona, que toda embarazada es portadora de un hijo de Dios.
Y a nadie le importa ahora si la embarazada es o no es cristiana, si profesa la fe en el bautismo, si se propone someter a su futura progenie, una vez nacida a la vida, al sacramento que la hará renacer en cristo. Si la medicina autoriza a la iglesia a pensar que todo niño puede ser bautizado no ya a partir del momento del parto, como pensaba Tomás de Aquino, santo, sino a partir del momento de la concepción, entonces todo niño es cristiano desde el momento de la concepción, y como cristiano debe ser tenido en cuenta.
Aquí tenemos, entonces, el primer gran argumento de la historia occidental en contra del aborto, y se lo debemos a una canulle introducida en la vagina de sabrá Dios qué mujer, y seguramente sin su consentimiento.
Si dejamos correr los años, vemos como la ciencia en general, y la medicina en particular, crecen y se fortalecen muchas veces en detrimento de la religión y la fe. Son muchos los autores que ven en la ciencia al reemplazante predilecto en occidente para las religiones. El debate sobre la concepción es uno de estos puntos en los cuales el desplazamiento ha sido casi perfecto, hasta lograrse un reemplazo impecable incluso con el resultado (¿inesperado?) de mantener los mismos criterios. Puede sonar complicado pero no lo es: la medicina ha confirmado y justificado los prejuicios religiosos en contra del aborto, con argumentos “científicos”.
La aparición del microscopio, el conocimiento de la materia viva en su nivel celular, el descubrimiento paso a paso del proceso de concepción humana, reemplazan el argumento de la canulle y el bautismo: en cuanto el hombre comienza a sentirse indiferente por su destino en el más allá, esta distinción entre bautizados y no bautizados cae en el olvido. Ahora importa saber si la “cosa” está viva, y si está viva será que tiene conciencia de sí, y si tiene esta conciencia será que ha leído el “discurso del método”, intuye al universo y su creador, y desde ese momento es un crimen cualquier atentado contra su “vida”. Afortunadamente para esta nueva “vida” el debate no da margen a los argumentos lacanianos que discuten seriamente aquella idea de “conciencia de sí”.
Así el prejuicio religioso es reemplazado por el prejuicio científico. Ninguno de estos prejuicios ha pedido permiso para meter sus “ciencias” en las vaginas de las mujeres embarazadas.

El cuento viene a colación de los muchos debates sobre el aborto que escucho en diferentes ámbitos. El tema no se agota aquí ni mucho menos, sólo me interesaba destacar un antecedente histórico y poner en evidencia un trasfondo de prejuicios, malentendidos e ideas equivocadas que subyacen en esos debates. Mi posición al respecto es clara y evidente, pero no es éste el momento de argumentar a favor o en contra.
Sólo me resta un comentario final.
De un solo objeto en este universo podemos decir que verdaderamente nos pertenece, y tanto es así que nos pertenece a pesar, e incluso en contra nuestro. Ese objeto es nuestro cuerpo. Estoy convencido de que nadie debería decirnos qué hacer con él, de la misma manera que nadie se atrevería a decirnos qué hacer con nuestra casa, con nuestro dinero, con nuestro gato. Podrán aconsejarnos, podrán recomendarnos, incluso intentar convencernos de qué es lo mejor y lo peor que podemos hacer con nuestro cuerpo, pero cualquier intento de imponernos límites y restricciones es injustificable.
Todas las formas de coerción tienen como objetivo el cuerpo que oprimen y disciplinan. No encuentro otra alternativa de vida que la de resistir, en la medida de mis posibilidades, las formas de coerción que me rodean.

4/11/08

Insulina


Exordio:
Toda literatura se propone conmover al lector; esto no es más que la exacerbación de una característica del lenguaje y la comunicación. Alguien dice mientras alguien escucha, y el que dice se propone afectar a su oyente de una u otra manera, con tales o cuales intenciones.
De todos los géneros literarios, el que más abierta y honestamente reconoce este fenómeno de la literatura como comunicación, es la literatura de terror. Y esta literatura no solo se basa y se construye a partir de la intención de afectar al receptor, sino que busca alcanzar su meta mediante la emoción humana primordial: el miedo.
El segundo hecho rotundo de la literatura de terror, tan contundente como su intención de provocar miedo en sus lectores, es que… casi nunca tiene éxito. Es harto difícil encontrar autores de terror que cumplan su cometido; el género en sí mismo es una promesa perpetuamente incumplida. El autor quiere asustar, el lector desea que lo asusten, pero la cosa rara vez funciona.

De los íconos del terror literario mi favorito es el vampiro. Desde todo punto de vista es la figura más atractiva del género, especialmente por su ascendente épico-medieval y por su capacidad metafórica (el vampirismo es una fina metáfora del erotismo, pero también de la explotación del oprimido por su opresor, y de la marginación y la diferencia de clases, y demás). El vampiro es el que acecha pero a la vez es acechado por su propia sed, es a un tiempo el poder absoluto y la furia ciega, el que domina sin dejar de ser sometido.
Pero también el vampiro es una promesa incumplida. La figura más atractiva de la literatura de terror es también la más recurrida, por los buenos y los malos escritores, historietístas, cineastas, creativos de la publicidad, fotógrafos de revistas, periódicos sensacionalistas… etc. No quedan caminos por recorrer en el ámbito del vampirismo, Buffy y Anne Rice están ahí para atestiguarlo.

Digretio:
Este tipo de certezas llevó a los escritores, hace ya algún tiempo, a buscar nuevos caminos y nuevas herramientas para ejercer el terror en la literatura. Algunos autores encontraron aptos algunos de los métodos del más nuevo (en muchos sentidos) de los géneros literarios: la ciencia ficción.
El procedimiento más conocido de éste género consiste en apropiarse un determinado discurso científico (pretendidamente se trata de apropiarse del conocimiento científico mismo, pero esto ya es relativo a la capacidad intelectual de cada autor), y a partir de ese discurso cientificista generar un relato literario, una narración que se justifique en aquel discurso. Así surgen las utopías y contrautopías, los cuentos de aventuras futuristas, las películas de Flash Gordon (¿será que me pongo viejo?) y andando el tiempo la Marvel y DC Comics.
Algunos autores toman las premisas de la ciencia ficción y la vuelcan al cuento de terror. El secreto está en elegir bien el tópico científico y aplicarlo a un cuento medianamente interesante. Aquí mismo podemos probar en borrador esos mismos procedimientos: aunque solo se trate de probarlos, en borrador, y nada más que los procedimientos.

Media res:
La insulina es una hormona producida, en los hombres y en los cerdos, por la glándula que llamamos páncreas. El páncreas genera muchas otras hormonas, así es que para el caso de la insulina sólo necesita dedicar algunas pocas de sus células al trabajo.
El trabajo de la insulina es metabolizar los hidratos de carbono presentes en el torrente sanguíneo, fuente principal de energía para el cuerpo. Es tarea del páncreas, a través de la insulina, mantener estable la cantidad de hidratos de carbono en el cuerpo a lo largo del tiempo, ya sea que decidamos comer un kilo de azúcar (carbohidratos en su forma básica) o en el caso que comencemos una dieta libre de carbohidratos.
Un número interesante y directamente relacionado con nuestras vidas felices y despreocupadas, es el siguiente: la cantidad normal de glucosa (carbohidratos) en la sangre es de 1.10 miligramos (de glucosa) por cada decilitro (de sangre). Si esa cantidad es relativamente estable y constante a través del tiempo, podremos entonces desarrollar una vida sana y sin inconvenientes en este terreno.
Cuando esa medición deja de ser estable, por diversas razones, es que aparece la enfermedad crónica que llamamos diabetes. Aquí hay algunas palabras llamativas; “enfermedad” y “diabetes” pueden distraernos, no dejemos de subrayar la más importante: “crónica”.

Evocatio:
Pero no avancemos en el desarrollo de nuestro argumento sin poner en juego a nuestro principal personaje: la víctima.
Llegados hasta este punto, paciente y benévolo lector, no resultará demasiado exigente imaginarnos el caso de que sean tus propias células pancreáticas, esas encargadas de producir la insulina, las que mueran una de estas mañanas a causa de algún raro virus o debido a misteriosos antecedentes genéticos.
No te lamentes lector, el páncreas generalmente decide matar estas células sin pedir permiso, ni dar aviso, ni provocarnos ningún tipo de síntoma o dolor.

Un páncreas que no produce insulina deja al cuerpo por completo a la deriva de nuestras malas costumbres. A partir de este momento la cantidad de carbohidratos en nuestra sangre podrá subir o bajar peligrosamente, provocando todo tipo de consecuencias.
Lo primero que sucede cuando el cuerpo deja de producir insulina, y debido a nuestros pésimos hábitos alimenticios y a nuestra vida sedentaria, es que el nivel de glucosa en la sangre se dispara hacia arriba. Esto se denomina hiperglucemia. El lector de este ensayo comenzará a sentir dolores de cabeza, excitación del ánimo, alteración del humor, exaltación, furia, desesperación… y no se dará cuenta ni sabrá por qué. Esto sólo puede empeorar a medida que aumenta el nivel de glucosa en sangre. Habrá vómitos y mareos, y orín, litros y litros de orín, incontenibles cataratas de orín, imparable necesidad de orinar todo el tiempo, y sed, pero una sed como nunca antes se hubiera experimentado, una sed implacable como la sed de los vampiros.
Unas horas después, y sin dejar de lado ninguno de estos síntomas mencionados, el cuerpo entrará en ese complicado estado metabólico que llamamos cetoacidosis. Tu sangre, lector, se encuentra saturada de glucosa, pero por la falta de insulina tu cuerpo no la metaboliza, así que esta glucosa - que es tu fuente de energía - no le hace ningún provecho a tu cuerpo, cuyas células comienzan a entrar en pánico ante la amenaza de morir de hambre. Tu propio cuerpo someterá a la grasa que hayas acumulado a un siniestro proceso de desintegración, último recurso para que tus células, abstemias de toda glucosa, no mueran de hambre. La consecuencia es que la grasa libera entonces cetonas en tu organismo (sisi, cetónas, el nombre te suena porque es el mismo líquido que se utiliza para limpiar el esmalte te uñas), lo que equivale a envenenarte por dentro. Todas tus células: las de la sangre, y las del hígado, las de los pulmones, las de tus ojos, las de tu cerebro, comienzan a envenenarse. Y esto no tiene arreglo. El daño que se haga tu cuerpo a sí mismo no puede deshacerse.
El síntoma externo que notaremos: sin importar que se pase el lector todo este proceso acostado en su cama, se encontrará agotado y agitado como si hubiera corrido cientos de kilómetros en desesperada carrera.
Si para esta altura no lo ha notado, el lector debe ser inmediatamente internado en un hospital. Y nadie puede garantizarle que vuelva a salir caminando por sus propios medios.

Digretio:
Si el lector sobrevive a esto que se llama (no sin cierto humor de parte de unos médicos que no han pasado por la experiencia) “debut diabético”, sólo será para conocer la peor parte de la enfermedad: esa parte por la cual se la califica como enfermedad crónica.
Y crónica quiere decir TODOS LOS DÍAS POR EL RESTO DE TU VIDA. Todos los días va a correr, nuestro amable lector, el riesgo de volver a experimentar una hiperglucemia que termine en cetoacidosis; o tal vez peor, quizás enfrente el efecto contrario, la “hipoglucemia”: carencia total y repentina de glucosa en la sangre, lo que puede producir desmayos, convulsiones, vómitos, mortandad masiva de neuronas (esas células que nos ayudan a pensar) y aquí otra vez la cetoacidosis.
La hiperglucemia sólo se produce gradualmente y sus síntomas, una vez que los conocemos, son rápidamente detectables. Su opuesto, la hipoglucemia, puede presentarse de manera tan repentina que solo te deje, lector, el tiempo suficiente para decir “adiós” antes de partir al otro mundo.

Así que ahora podemos decidir: ¿Quién preferimos que nos aseche?, ¿quién es mejor miedo en un cuento de terror?, ¿el vampiro o la enfermedad?
La pregunta está mal formulada. Volvamos a plantearla más adelante.

Evocatio:

Estimado lector, te agradezco la paciencia de ver tu vida transformada en una verdadera miseria. Sólo tenme en cuenta que me ahorro los peores detalles. ¿Te intrigan? Aquí van algunos.
Tu páncreas no funciona correctamente. La insulina debe serte suministrada desde el exterior: jeringas, pinchazos diarios, dos o quizás tres tipos de insulina sintética deban probarse y combinarse hasta encontrar lo que resulte más adecuado a tu metabolismo. Vas a tener que aprender a aplicarte las dosis. Vencer el miedo a las inyecciones y aceptar que te acompañarán hasta el final del camino.
Cambio radical de dieta. Ya no podrás comer lo que quieras. El alimento (y su combinación con deporte y ejercitación regular) es en adelante lo que te mantiene vivo y alejado de desagradables episodios convulsivos. Llegará el momento en que ya no quieras que tu familia vuelva a ver cómo la espuma brota por tu nariz mientras las convulsiones te llevan desde el baño a la habitación de las visitas.
Análisis de sangre y orina, digamos, cada seis meses. Y una visita al oculista también, el riesgo de quedarte ciego ha aumentado dramáticamente desde que se declaró la diabetes.
No te cortes los pies, y en lo posible tampoco las manos. El problema del azúcar en tu sangre es un serio inconveniente a la hora de cicatrizar las heridas, y vamos a tener que empezar a considerar que cualquier herida es una poderosa invitación a las gangrenas. Para qué mentirte, con el tiempo te irás deshojando como una margarita, y perder uno o dos dedos hoy no te parecerá nada mañana, cuando deban amputarte una pierna completa.
Tu hígado y tus riñones son otro problema. Y éste es de esos problemas que ya no sé con qué cara voy a explicarte. La cosa mi amigo, es que van a dejar de funcionar en breve, mucho más rápido de lo que habíamos pensado en un principio, cuando eras una persona sana y feliz. Esos días han quedado atrás. Disfruta mientras puedas.

Digretio:
No habrá jamás un vampiro tan persistente, tan paciente y a la vez tan violentamente destructivo como la diabetes. Pero como ya dije antes, la comparación es evidentemente deficiente porque no puede adjudicarse a la diabetes la voluntad de destruir que la literatura le adjudica a los vampiros.
La diabetes es sólo un puñado de células que se murieron en tu páncreas. Tal vez una gripe que le cayó mal a tu sistema inmunológico y, de muy mal humor, tus propias defensas deciden cualquier día someter a juicio sumario a tus propias células pancreáticas.
La diabetes no sólo está exenta de cualquier forma de voluntad (como quizás no lo esté un virus) sino que pone de manifiesto el trasfondo de total insignificancia sobre el que transcurre nuestra vida. Lamento decirlo así, tan luego de haber aniquilado tu salud pancreática, amigable lector. Pero la conclusión es inevitable: no hay razón por la cual esto te ha sucedido o te ha dejado de suceder.
O tal vez ni te ha sucedido.
O tal vez haga falta tensar la cuerda para notar la falta de razón, o el abuso de la razón absoluta.

Evocatio:
Los médicos hablan del factor genético de la diabetes. Si mi abuelo materno fue diabético, dice el manual, no hay manera de evitar que yo mismo sea diabético. Cada médico que conozco y que se entera de mi caso sólo puede decirme: tal vez no hoy, tal vez no mañana, pero ya va a llegar. Pero no llega, la ficha que debe caer e mi casillero me ha salteado.
Una lección de la literatura de terror: que la víctima sea siempre la más vulnerable de las criaturas. Un buen ejemplo: el chico en la película de Bruce Willis, “Sexto sentido”.
Si la ficha de la diabetes, esa que la genética te ha enviado a través de las generaciones, persiste en evadirte, es porque seguro va a caer donde menos se la espera. Y entonces sí vamos a necesitar que Dios exista, porque no habrá víctima de menor calibre para nuestros deseos de venganza.

La diabetes le tocó a mi hijo, y le tocó incluso cuando todavía no sabía hablar. Quiero que imagines lector al más perseverante de los vampiros riéndose en tu cara cuando esperabas que descargara contra tu sangre toda su furia y toda su sed, riéndose en tu cara y pasándote de largo. No dejes atrás estos párrafos donde te contaba por qué se le dice “crónica” a esta enfermedad, y pensemos en algo crónico que se prende a nuestro cuerpo cuando todavía no tenemos recuerdos. Cuando los pinchazos y las convulsiones, y los gritos de terror por las noches donde la enfermedad se mezcla con las pesadillas, cuando de todo esto saldrán nuestros primeros recuerdos. Sus primeros recuerdos.

No creo en Dios pero, lo dije hace un momento, no habría otra víctima a la altura de mi desprecio. No creo en el destino, o en las potencias del universo, o en la voluntad de la naturaleza, no creo en ninguna forma de voluntad superior a la del hombre. Sólo veo al hombre con su pretensión de grandeza sumergido en la noche de las noches, el más vasto océano de la sinrazón.

Me gustaría creer en la literatura como medio terapéutico que nos permitiera conjurar ciertos miedos, ciertos males, ciertas asechanzas. Tampoco en eso puedo creer. Nada más hay buenos y malos argumentos, especialmente cuando hablamos de cuentos de terror.
Quisiera escribir algún cuento de terror y meterle un buen susto a mis lectores.
“Insulina” sería un título interesante.